Aftermath

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Parte Dos » Capítulo 15

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CAPÍTULO QUINCE

En el pozo profundo del espacio, en el Borde Exterior, un crucero ligero clase Carrack, el Oculus, está quieto y en silencio en medio de un campo de escombros. Estos son las sobras pulverizadas del cometa Kinro, un objeto celeste del que alguna vez, hace muchas eras, dijeron que se abriría camino directo a través de los planetas del Núcleo, destruyendo en su tránsito uno o varios planetas y a la gente en ellos. Los libros de historia sugieren que fueron los jedi quienes se unieron, y varios dieron sus vidas (algunos solo su mente), para destruir el cometa antes de que siquiera abriera un hueco en el Borde Medio.

Al alférez Deltura le importa poco esa historia. No porque no le interese, sí le interesa. Su padre era un aficionado de la historia. Su casa tenía pocos muebles, pero pilas de libros y montones de mapas. Pero ahora mismo, lo único que le importa a Deltura en relación con este campo de cometas es que les proporciona un refugio perfecto a él y al crucero.

Voltea a ver a la joven mujer togruta a su lado: oficial científico Niriian. Ella inclina la cabeza hacia él. Niriian es fría, eficiente. Muy seria. La mujer mantiene las colas de su cabeza hacia atrás, atadas con un pequeño cordón negro. Ella lo analiza y a todos a su alrededor como si fueran insectos alados prendidos a una tabla. Eso le gusta de ella. Deltura sospecha que eso es lo que la hace tan buena en su trabajo. Y, hablando de eso…

Él le hace una señal con la cabeza.

—Lancen el droide sonda.

Ella responde al movimiento, también con la cabeza.

—Lanzando droide sonda víbora, denominación BALK1.

Un toque en el botón y…, allá afuera, en el vacío del espacio, tras columna de gas el droide despega. Es un droide imperial, robado y subvertido para los fines de la Alianza. Tiene que corregir su forma de pensar para la Nueva República.

—¿Vamos bien? —le pregunta a ella.

Ella gira un disco en la consola y acciona un interruptor. La pantalla comienza a llenarse de información y la bocina toca el extraño canto codificado del droide.

—Ya está reportándose con información atmosférica.

—Gracias, oficial Niriian.

Él le toma la mano y la besa.

Ella le ofrece una sonrisa pequeña. Una de sus mejores y más estimadas cosas es esa sonrisa. El hecho de que solo él parecía ser capaz de romper la fachada helada que ella erigió le daba esperanza en sí mismo, en ella, en ellos como pareja, en la Nueva República. ¡Qué diablos!… En la galaxia entera. El optimismo florecía.

Él se reporta por el comunicador. El rostro de Ackbar aparece en la pantalla. El almirante se ve cansado. Como era de esperarse. Mantener unidos los pedazos de una galaxia rota significaba un gran esfuerzo. Deltura solo puede imaginar lo que le ha costado al mon calamari.

—Sonda lanzada —dice Deltura.

—Excelente —responde Ackbar—. Lo veo de nuevo en seis horas, alférez.

Seis horas: el tiempo que le tomará al droide sonda entrar al espacio alrededor de Akiva. Aunque, hasta ahora, él puede ver el planeta: solo una canica pequeña flotando ahí afuera, más allá del campo de residuos.

Ella sonríe.

—Tenemos tiempo. ¿Almuerzo y luego descanso?

—¿Almuerzo, luego otra cosa y luego descanso?

Ella ríe entre dientes. Es un sonido musical.

La discusión es acalorada hasta bien entrada la noche. Tan turbulenta como la tormenta afuera del palacio del sátrapa. Aunque este parece ser el único desinteresado por completo en la tormenta de afuera y en la tormenta que está desatándose en esa misma habitación: está sentado en la esquina, recargado contra la pared, roncando.

—No debemos olvidar que nosotros tenemos los créditos —dice Arsin Crassus, golpeando los nudillos en la mesa mientras habla. Lo hace cada vez que él cree que está diciendo algo importante, y parecería que siempre cree estar diciendo algo importante ya que hace ese gesto de toc, toc, toc, con fastidiosa frecuencia—. Los créditos que gastaremos como creamos conveniente.

Jylia Shale está sentada, con la cara de piedra. Apenas se ha movido en las últimas horas, como si esto no le estuviera afectando tanto como al resto de ellos. Shale dice:

—Los créditos no van a comprar de regreso la galaxia. No van a comprar los corazones y las mentes de la gente. Y los cofres imperiales están mucho menos repletos de lo que alguna vez estuvieron, Arsin.

—Nos quedan las cuentas de reserva. El Clan Bancario tiene riqueza, riqueza tangible que aún podemos desvalijar…

—¿Y sumergir a la galaxia en una recesión? —Shale vocifera en un resoplo—. ¡Oh, sí!, eso seguro hará que nos ganemos la confianza de la gente.

—No se trata de ganarse a toda la gente —dice Crassus. ¡Toc, toc, toc!—. Ya te dije, la mejor manera de avanzar es instituir un Imperio escindido. Hacer una tregua con estos perros viscosos de la Nueva República, permitirles seguir su camino, para poder seguir nosotros el nuestro. Ya estamos inmersos en algo así como una guerra fría con esos babosos, así que lo haremos oficial.

Shale gira los ojos.

—Sí. Construyamos un muro por la mitad de la galaxia. Ellos se pueden quedar con una mitad y nosotros nos quedaremos con la otra. No funciona de esa manera. Quiero dejar esto muy claro a todos los que se dispongan a escucharme. Perdimos la guerra. Jugamos una mano insensata, arrogante, imprudente, y pagamos el precio por ello. No hay tregua que firmar. La Nueva República no va a tolerar que nos llevemos nuestros juguetes al Borde Exterior. Nos van a cazar. Nos enjuiciarán como criminales de guerra. Encarcelarán a algunos de nosotros, y ejecutarán a otros.

Sloane observa mientras el archivista batalla por seguir el ritmo, tomando notas apresuradamente. Él y el sátrapa son los únicos sin riesgo formal en la reunión, pero con permiso de estar en el cuarto. Incluso Adea debe estar en otro lado. (Aunque soldados de asalto custodian la puerta, por supuesto).

Una vez más, Arsin se inclina hacia delante y comienza a hablar, golpeando los nudillos en la mesa para enfatizar sus palabras:

—Shale, fuiste un estratega vital para el Imperio y sin embargo tú lamentas la estrategia del Imperio…

—Arsin —deja escapar Rae—, si vuelves a golpear esos nudillos en la mesa, te los parto con una vara.

—Yo… Esa no es la manera en que debes hablarme —vocifera él.

Pandion sonríe con suficiencia.

—Tiene razón, Crassus. Es sumamente irritante. Vuélvelo a hacer y yo te romperé la otra mano para asegurarme de que se hizo bien.

El banquero se sienta, cruza los brazos sobre el pecho de barril. Se enfurruña como un niño despreciado.

—La estrategia del Imperio Galáctico —continúa Shale—, no estaba bajo mi control absoluto. Dejaré claro una vez más que yo diferí con ambas implementaciones de la Estrella de la Muerte. Me opuse a su creación desde el primer momento, y de hecho esa oposición marginó mi contribución desde ese momento en adelante. Excepto, tal vez, en Hoth. Pero la Estrella de la Muerte fue nuestra perdición. Esa vieja frase: «No pongas a trabajar a tus hijos en la misma mina», se aplica aquí. Dedicar tanto tiempo, dinero, esfuerzo y gente, al ecosistema de esa estación espacial masiva fue una cruzada insensata. Palpatine fue arrogante.

Tashu, quien la mayor parte del tiempo ha estado callado (jugando con los dedos y la borla en el extremo de sus mangas, como si todo aquello fuera muy aburrido para él, o como si su mente simplemente estuviera en otro lugar) termina dando su opinión:

—La arrogancia de Palpatine es innegable. Pero uno tampoco puede negar que, sin él, el Imperio nunca habría existido en primer lugar.

Moff Pandion, Gran Moff Pandion, aparentemente, se levanta, empieza a caminar de un lado a otro en un semicírculo, en torno a este extremo de la mesa.

—Yo, por esta ocasión, estoy de acuerdo con Jylia Shale. No solo en que la Estrella de la Muerte fue nuestro error más grande, sino también en que ninguna tregua será suficiente. Eso no saciará la sed de sangre de la supuesta Nueva República. Se les metió en la cabeza que somos monstruos. Ya tomaron una decisión. Pero eso también significa que no podemos rendirnos sin más. Querrán su probada de sangre; no se sorprendan si los mejores de nosotros somos arrastrados a la calle para que nos pueda disparar un salvaje con un lanzabalas.

—Sí, Valco —dice Shale—. Sabemos que quieres atacar, atacar, atacar. Sin importar cuánto nos va a costar.

Suspira.

—¿Entonces tú preferirías bajar las armas e inclinar la cabeza bajo el hacha del verdugo? ¿No querrías morir peleando?

—Esta no es ningún tipo de historia inspiradora. Algún cuento deshilvanado, soldadesco, de quien lleva las de perder, algún encuentro pugilístico donde nosotros somos el gladiador de buen corazón que derriba al régimen opresor y a quien lo puso en la arena. A ellos les toca esa narrativa. Nosotros somos quienes esclavizamos planetas enteros llenos de habitantes alienígenas. Nosotros somos quienes construimos algo llamado la Estrella de la Muerte, bajo el liderazgo de un decrépito duende viejo que creía en el «lado oscuro» de alguna antigua religión demente.

Yupe Tashu levanta un ojo inquisitivo, académico, hacia ella.

Pandion solo mira con desprecio.

—Si este fuera un mejor día, serías ejecutada por traición, general Shale.

—¿Ves? —dice Shale—. Nosotros somos quienes hacemos las ejecuciones, «Gran» Moff Pandion. Si nos rendimos, la bondad aberrante de la Nueva República podría trasladarse a nosotros. Es posible que aún mantengamos nuestras cabezas. —Ella resopla—. Además. No tenemos una estrategia de ataque bien pensada.

—Por supuesto que la tenemos —dice Pandion con una carcajada—. ¿Estás loca? Los rebeldes, porque eso es lo que son, rebeldes, criminales, anormales, hicieron lo que hicieron sin ninguna máquina de guerra en marcha. Insurgentes, todos ellos. Lograron algunos disparos de suerte con sus resorteras, pero nosotros todavía tenemos las naves, los hombres, el entrenamiento… —Señala a Arsin—. El dinero.

—¿Entonces por qué cada día hay más gobernadores que nos dan la espalda? ¿Por qué perdemos más naves cada semana? ¿Por qué vemos holovideos de planetas liberados que montan desfiles y derriban estatuas? Hicieron tanto con tan poco, Pandion. No entiendes nuestro lugar en la historia.

—Entonces nosotros haremos mucho con poco. Aparte… —Agita su mano con desdén—. Esos holovideos son propaganda, y tú lo sabes muy bien. La realidad es que la Alianza Rebelde no tiene los recursos para controlar la galaxia. Pero nosotros todavía los tenemos. Y… —En este momento gira hacia Rae Sloane—. No olvidemos que todavía poseemos un Superdestructor Estelar. ¿No es eso cierto, almirante Sloane? O… ¿no lo poseemos nosotros? Tal vez solo lo posees tú. Quizá estás siendo una pequeña niña codiciosa que no quiere compartir su flota con el resto de la academia.

Un comentario previsible. Uno que ha estado haciendo una y otra vez desde que comenzaron esta cosa. Rae dice lo mismo que dice cada vez que él lo trae a colación:

—El Ravager y su flota están a la disposición del Imperio Galáctico. La cuestión sigue siendo…

Él repite la respuesta de ella, incluso mientras ella la está dando, aunque con un tono considerablemente burlón:

—«La cuestión sigue siendo, ¿qué es el Imperio en este momento y quién lo controla?». Sí, estoy al tanto de tu postura. Solo quiero que la habitación esté consciente de que tú eres la que tiene el dedo pegado en el gatillo de nuestra arma más importante, y sigues escondiéndola… ni siquiera sabemos dónde. ¿O sí?

—¿Tus espías no te han servido esa rebanada de pastel todavía, mmmm? —dice ella, marcando una pequeña curva en las esquinas de sus labios. Pandion empieza a protestar, pero ella quiere controlar esta reunión, así que eso es lo que hace—: Esta reunión es para decidir el destino del Imperio con la participación de varios consejeros, no solo uno. Si yo quisiera tomar el Ravager y apoderarme del control, podría intentarlo y podría ser que lo logre. Pero preferiría no cometer los mismos errores que en el pasado. Ahora, Gran Moff, ya lo hemos escuchado a usted. Conocemos su posición. —«La escuchamos una y otra vez»—. Una persona de la que no hemos escuchado nada es de usted, consejero Tashu. ¿Nos iluminaría?

Tashu voltea para arriba una vez más, como si todo eso fuera una distracción.

—¿Eh? ¡Oh! Sí, sí. Por supuesto. —Tashu fue un consejero cercano y aparentemente amigo (tanto como uno podía serlo) del exemperador Palpatine. El hombre que fuera alguna vez senador, e incluso canciller; el hombre que, los rumores dicen, también era un lord sith oscuro.

Dentro del Imperio, la presencia de los sith era más un mito que un hecho. Algunos hablaban de ello como algo posible, pero la mayoría lo creía un invento. Palpatine no sería el primer gobernante en inventar historias de sí mismo como si tuviera una importancia cósmica; las crónicas históricas dicen que un regente de la Antigua República, Hylemane Lightbringer, sostenía que él «había nacido en el polvo de la Nebulosa Typhonic» y «que no podía ser asesinado por armas mortales». (Una declaración que fue demostrada como falsa cuando él fue asesinado por un arma mortal, pues fue aporreado por una silla). La leyenda de Palpatine también se extendía a su castigador, el brutal Darth Vader. Sloane creía que sus poderes eran reales, aunque tal vez no tan omnipotentes como Palpatine hubiera preferido que todo mundo pensara.

No era de extrañar que Tashu se adhiriera a esas formas al hablar.

Él dice:

—Escarmientan al lado oscuro como si fuera un camino malvado, ridículo por su malevolencia. Pero no lo confundan con la maldad. Y no confundan al luminoso como el producto de la benevolencia. Los jedi de antaño eran tramposos y mentirosos. Maniacos hambrientos de poder que operaban bajo el disfraz de orden monástico santo. Defensores de la moral, cuya diplomacia era el uso del sable de luz. El lado oscuro es honesto. El lado oscuro es directo. Es el cuchillo de frente en lugar del clavado en la espalda. El lado oscuro se interesa en él mismo, sí, pero trata de extender ese interés hacia el exterior. A uno mismo, y después más allá de uno. Palpatine se preocupaba por la galaxia. No arrebató el control solo para tener poder; él ya tenía poder como canciller. Quería quitarles poder a quienes abusaban de él. Quería extender el control y la seguridad a la gente de todos los planetas. Pero eso tenía un costo. Él lo sabía y lo lamentaba. Y lo pagaba de todas formas, porque el lado oscuro entiende que todo tiene un costo… y el costo siempre debe ser pagado.

Hay un momento de silencio.

Entonces, Pandion ríe con un resoplido.

Rae piensa: «Si el emperador todavía estuviera por aquí, con ese simple gesto, Pandion ya se hubiera ganado que le cortaran la cabeza. Ese es el costo que pagaría por semejante desdén traidor».

El Moff levanta una mano y la mueve como un títere desbocado.

—Dice todas estas palabras, consejero Tashu. Y, sin embargo, ninguna parece tener relevancia sobre… —Otra risa acompañada de un resoplido—. Nada en absoluto.

Tashu ofrece una sonrisa beatífica, segura de sí misma.

—Lo que pretendo decir es que Palpatine era un hombre inteligente. Más inteligente que la combinación de todos los reunidos aquí. Debemos emular su camino. El emperador sabía que el lado oscuro era su salvador, por lo tanto nosotros también debemos hacer nuestro el lado oscuro.

—Mmm —gruñe Shale—. ¿Y cómo hacemos eso? No creo que alguno de nosotros esté entrenado en el camino de la Fuerza.

—No queda ningún sith —dice Tashu—. Y el único jedi que existe, el hijo de Anakin Skywalker, posee un alma intachable. Al menos por ahora. En lugar de buscar un sith, debemos movernos nosotros hacia el lado oscuro. Palpatine presentía que el universo más allá de los bordes de nuestros mapas era de donde provenía su poder. Durante muchos años él, con nuestra ayuda, envió a hombres y mujeres más allá del espacio conocido. Ellos construyeron laboratorios y estaciones de comunicación en lunas distantes, asteroides, allá afuera, en las regiones salvajes. Debemos seguirlos. Retirarnos de la galaxia. Debemos buscar la fuente del lado oscuro como un hombre que busca un manantial de agua.

Crassus tuerce tanto su regordete rostro de cachetes caídos que parece un trapo exprimido.

—¿Estás diciendo que…, nos vayamos? ¿Empaquemos nuestras naves y huyamos? ¿Como niños miedosos, temerosos del cinturón de papi?

—No miedosos —dice Tashu—. Esperanzados.

Y a partir de ahí, arrecia una nueva cascada de pleitos; en cada esquina todos hablan al mismo tiempo. Se escucha una cacofonía de los mismos argumentos. Tregua. Dinero. Rendición. Guerra fría. Guerra abierta.

Estupideces. Todas. Nadie se pone de acuerdo. Sloane se pregunta si alguna vez lo harán. Lo que quiere decir que esta cumbre fue un esfuerzo ingenuo.

«Pero de todas maneras tenemos que intentar».

El Imperio Galáctico es un espejo roto. Con muchos reflejos de sí mismo, destrozado y separado. Sloane se dice a sí misma: «Me corresponde a mí reparar el espejo. Componer el reflejo». Ella cree en el Imperio. Y cree que es ella la que puede y debe arreglarlo. Un Imperio ascendente volverá a gobernar la galaxia. Y su lugar en él quedará cimentado: ya no mantenido en los márgenes, ya no fuera del libro maestro. Sloane será alguien importante.

Se levanta.

—Por favor, continúen. Regresaré.

Ellos ni siquiera se dan cuenta de que ella se retira. Y ella no está segura de si eso es algo bueno o algo malo.

En el espacio sobre Akiva, un droide sonda víbora desacelera con cautelosas ráfagas de los retropropulsores. Cuando finalmente se estabiliza, los tentáculos de sus cinco extremidades se extienden hacia afuera. Le brilla el ojo. Una serie de antenas pequeñas aparecen de la parte superior del domo de su cabeza, todas con el propósito de tomar mediciones.

Empieza con sus análisis.

Una mano dura le toma el mentón. Le mueve la cabeza hacia arriba, atrás, izquierda, derecha. La palma de esta mano intrusa le golpea la mejilla. No con fuerza. Tan solo con un paf, paf, paf.

Wedge inhala bruscamente. Abre los ojos.

Es ella. La que lo atrapó en la estación de comunicaciones. La que le dio un balazo de bláster en la espalda.

—¿Ahora qué? —pregunta él—. ¿Vienes a torturarme tú misma?

El otro, el del rostro pálido y arrugas obscuras (la piel marcada con estriaciones intensas, como si estuviera medio muerto), no está aquí, pero aparece de vez en cuando. Quizá una vez cada hora, aunque es difícil decirlo porque el tiempo es escurridizo. Y siempre aparece justo cuando Wedge está por volver a dormirse, y lo hace solo para lastimarlo. Cortó el costado de Wedge con un cuchillo: ningún tajo profundo, únicamente cortes superficiales. Empujó una picana eléctrica contra el interior del muslo de Wedge. Y cuando lo hizo, todo dentro de él se encendió como una consola averiada. Una vez solo entró para comer fruta ruidosamente, sin decir nada en todo el tiempo. Luego se lamió los dedos. Las otras veces, se reía entre dientes silenciosamente mientras causaba dolor.

Pero esta. Esta mujer… Una almirante, ¿no es así?

—No —dice ella—. No soy una torturadora.

—No —respira él con dificultad—. Por supuesto que no. Tú eres la interrogadora.

—Eso pensé. Pero no estoy segura. —En la cercanía, el droide médico revisa el tubo que se enrolla en su brazo y se entierra en su piel—. No me contestarías de todas maneras, ¿o sí?

—No —dice Wedge. Trata de ponerle algo de acero de carbono a su voz. Trata de no permitir que su miedo se cuele en esa palabra. Si ella detecta miedo, se abalanzará. Desgarrándolo como un wampa que olfatea sangre en la nieve. Pero sí tiene miedo. Llegó hasta aquí, después de incontables batallas en el espacio, sobre la nieve, por desiertos y pantanos, y cielo abierto. Y ahora, después de todo, está aquí. Herido y amarrado boca arriba en una mesa. Torturado a muerte.

—De todas maneras no importaría. Si te pregunto sobre detalles vitales de la Nueva República, movimientos de naves, localización de bases, planes de ataque, ¿qué haría con ello? Me temo que no mucho.

—¿Lista para rendirte? —dice él, sonriéndole. No es una sonrisa amable. Es cruel. Él quiere que duela. «Me estoy riendo de ti», piensa él.

—Déjame preguntarte algo. ¿Por qué?

—¿Por qué…, qué?

—¿Por qué ser un rebelde?

—Para destruir al Imperio.

Ella sacude la cabeza.

—No. Demasiado fácil. Esa solo es la pintura. Raspa el color: hay algo personal debajo.

Él otra vez le enseña los dientes, descubiertos en una sonrisa terrible.

—Por supuesto que lo hay, almirante. El Imperio lastimó a gente cercana a mí. Familia. Amigos. La chica que amé hace tiempo. Y no estoy solo. Todos en la Nueva República, todos tenemos historias como esas. —Tose. Se le llenan los ojos de agua—. Somos la cosecha de todas las horribles semillas que ustedes plantaron.

—Pero nosotros mantuvimos el orden en una galaxia sin ley.

—Y lo hicieron con puño cerrado en lugar de con una mano abierta.

—Eres elocuente para ser solo un piloto.

Él trata de encogerse de hombros pero incluso eso le duele. Un gruñido viene de la parte trasera de su garganta: él se traga otro grito.

La mujer inclina la cabeza, y luego se da la vuelta y se retira sin decir otra palabra.

La cabeza del alférez Deltura flota encima de la mesa. Un brillo azul rodea su holograma. Ackbar se inclina hacia la mesa.

—¿Está totalmente seguro, alférez?

—No hay señal de naves imperiales, almirante.

—Pero sí encontró señales de las nuestras.

—Solo residuos. Nada que encontraría un ojo humano, pero la víbora es un droide sonda sorprendentemente efectivo. Encontró remanentes moleculares indicativos de nuestras naves, sí, señor.

—Los A-Wing. —Ackbar emite un ¡mmm!—. Algo los destruyó.

—¿Algo desde la superficie, señor?

—Es poco probable. No podrían atinarle a un A-Wing desde esa distancia. —Los largos dedos palmeados de Ackbar se entrelazan. Se frotan unos con otros. Él gira su asiento hacia la otra persona en el cuarto.

Esta persona, también es un holograma. Y este holograma apenas si es una persona.

La imagen está ahí, hacia un costado. Como un fantasma. El cuerpo y el rostro vacilantes y distorsionados. Borrosos y confusos. Él es su espía: un informante conocido únicamente como el Operador. Hasta ahora, su información ha sido confiable. De forma impecable. Lo cual hace a Ackbar dudar más.

—¿Qué dice, Operador?

La voz que llega está tan distorsionada como la imagen: un sonido deformado, monótono.

—¿El droide detecta algún tránsito de entrada o salida de la capital? ¿O en cualquier lugar del planeta?

Ackbar le dice a Deltura:

—Escuchaste la pregunta.

—No, señor. Ninguna nave en absoluto.

El Operador dice:

—Que el droide efectúe un ping en todos los comunicadores del lado del planeta. A ver qué sucede.

Deltura asiente con la cabeza. Dice algo a alguien fuera de la holocobertura. Probablemente a su oficial de ciencias: una joven togruta. Un momento de silencio incómodo se expande como un líquido tóxico que se derrama por el suelo. Nada de esto le gusta a Ackbar. Un sentimiento séptico se va apoderando de él, llevándose todo el optimismo que poseía.

La resplandeciente cabeza holográfica del alférez regresa.

—Nada —dice, casi estupefacto—. ¡Ah!, nada, señor. El droide sonda no logra concretar un ping con ningún comunicador. Es como si estuvieran muertos.

—Suspensión de comunicaciones —dice el Operador—. Un truco imperial. Ellos están ahí, almirante Ackbar. Sus naves deben estar ocultas. Pero si no hay tránsito hacia afuera y hacia adentro, han montado un bloqueo. No hay naves. No hay comunicaciones. Algo está sucediendo. No sé qué.

—Gracias —dice Ackbar.

—¿Va a tomar alguna medida al respecto? —pregunta el Operador. Ansioso. ¿Demasiado ansioso?

Ackbar no responde. Apaga el holograma. Deltura pregunta:

—¿Hay algo que quiere que haga, señor?

—Mantén la posición —dice Ackbar—. Necesito tiempo para pensar y para consultar con los otros. Gracias, alférez.

—Almirante, señor.

El rostro del hombre desaparece.

La preocupación le carcome a Ackbar como un banco de larvas de brine. Necesita tiempo para pensar, pero demasiado tiempo. Y podrían perder una oportunidad vital. «O podríamos…», piensa él, «escapar de las fauces de alguna otra trampa imperial». ¿Es una treta o es algo de verdad? Podrían tener una reunión secreta, lo cual no dejaría de ser una ironía demasiado intensa como para ser ignorada. Antes eran los rebeldes quienes tenían que andar escabulléndose y escondiendo su presencia. Ahora es el Imperio. Los papeles se están volteando. Una señal de la victoria emergente sobre la opresión imperial, tal vez. Pero también se preocupa por su exceso de confianza. El Imperio no se ha ido. Todavía no.

Está esperando para atacar otra vez. De eso, Ackbar está muy seguro.

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