Aftermath

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Parte Tres » Capítulo 23

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CAPÍTULO VEINTITRÉS

Ellos caminan. Resulta difícil ocultar el rostro aquí en las calles de Myrra, y más en este clima caluroso. Usar una capa…, ni pensarlo, y con una máscara facial te ahogarías en tu propio sudor. Velos es lo que deciden usar: Norra va con uno blanco sobre su nariz y boca; Jas con un velo de rostro completo, negro como la medianoche. (Aunque la manta hace muy poco para ocultar los cuernos de su cabeza).

Adelante, un par de soldados de asalto camina y se les acerca.

De algún lugar detrás, lanzan una fruta jogan; esta golpea a uno de los soldados y revienta. Jugo púrpura y semillas pálidas escurren por el casco blanco en gotas viscosas. Los dos soldados giran, blásters listos.

—¿Quién hizo eso? ¿Quién?

—¡Muéstrate!

Pero nadie lo hace. El par de imperiales maldicen y siguen caminando.

Jas y Norra aseguran sus velos más cerca de sus rostros y rodean a los dos soldados de asalto en el lado opuesto de la calle llena de gente. Lo consiguen.

Norra se siente tan tensa que teme que sus dientes puedan romperse entre sí. Trata de relajarse, de aflojar. Pero todo parece depender de lo demás: un movimiento en falso y la cosa entera se derrumbará a su alrededor.

—Tu plan realmente puede funcionar —dice Jas.

—¿Crees? —pregunta Norra—. De repente yo no estoy tan segura de que funcione.

Jas se encoge de hombros.

—¿Después de ver lo que acabamos de ver? Me siento considerablemente mejor al respecto. Aquí delante está la tienda de tu hijo.

La tienda de Temmin. Norra piensa, pero no lo dice: «Hace tiempo fue mi hogar».

Dentro, se oyen golpes. Metal contra piedra. Un taladro eléctrico acelera en algún lugar más allá de la puerta. Norra puede sentir las vibraciones del taladro en los talones de los pies y hasta en las pantorrillas.

—¿Estás segura de que no quieres que entre contigo? —pregunta Norra.

Jas se truena los nudillos de cada mano con los pulgares.

—Demasiada gente ahí dentro. Solo te meterías en mi camino.

—Gracias por el voto de confianza.

—Tú sé el piloto. Yo seré la cazarrecompensas.

—Me parece justo. Arreglaré mi arma, luego te veré en el ojo malvado.

Jas asiente con la cabeza, luego da un paso hacia delante, bláster desenfundado. Norra se queda esperando, por si acaso. La puerta de la tienda de Temmin sisea al abrirse mientras la cazarrecompensas avanza. La zebrak entra. La puerta se cierra detrás de ella.

El sonido de perforación cesa.

Lo sustituyen unas voces.

«La han visto».

Luego los gritos se interrumpen.

Golpes. Un sonido sordo. Disparos de bláster. Otro golpe. Otros tres disparos, muy seguidos. Alguien gimotea de dolor. Otro disparo. Ya no hay gemidos; se cortan tan rápido como empezaron.

Pasa un momento.

La puerta se abre con un siseo.

Jas está ahí parada; un hilo de sangre obscura le escurre de la nariz. Tiene el labio partido. La sangre le mancha los dientes. Guiña el ojo.

—Listo. Ahora vete.

—Desistan —gruñe Sinjir por encima de los dos rifles bláster que están embarrados en su rostro. Él levanta su mentón y sonríe con desprecio—. ¿No saben a quién le están hablando? ¿Nadie les informó de mi presencia?

Los dos soldados de asalto se voltean a ver con perplejidad. Como diciendo, ¿es este algún tipo de truco mental jedi?

Detrás de Sinjir, en el callejón estrecho, algunos ciudadanos myrranenses pasan apresurados: un dug, un par de lavanderas, un ugnaught montado en el cuello abatido y doblado de un ithoriano.

Y detrás de los soldados de asalto hay una puerta.

Una puerta que conduce a una estación local de comunicaciones. Un edificio de tres pisos en forma de domo con una antena alta, aunque torcida, en la parte superior. Una antena nada espectacular. No es lo suficientemente grande como para treparla o colgarse de ella. Si el viento se levantara durante una tormenta, dicha antena, probablemente, se menearía de un lado a otro como un dedo sentencioso.

No mandará una señal al espacio.

Pero sí mandará una a nivel local.

—Retroceda —dice uno de los soldados.

Sinjir simula incredulidad.

—De veras…, ¡ah!, de veras no saben quién soy. Van a sonrojarse mucho bajo esos cascos austeros cuando se enteren. ¿Hay un oficial presente, supongo? Vayan por él.

Otra mirada entre ellos. Uno de los soldados de asalto usa el comunicador.

—¿Señor? Tenemos un…, problema en la entrada lateral. Ajá. Él afirma ser un imperial. Sí, sí. Sí, señor. —Luego dice a Sinjir—: El oficial Rapace saldrá ahora mismo. —De nuevo, empuja su rifle hacia arriba y adelante, como para afirmar su dominio y decir: «Que no se te ocurra ninguna idea rara».

Sinjir no es nada más que ideas raras, así que… Ups, es demasiado tarde.

Momentos después, la puerta detrás de los soldados se abre, y sale un oficial imperial, con sombrero pequeño y todo. Un hombre con nariz pedante y una barba suave, esponjosa.

—¿Qué sucede? ¿Quién es este?

—¿Es usted el oficial Rapace? —dice Sinjir.

—Lo soy. ¿Quién es usted?

—Yo soy el oficial de confianza Sinjir Rath Velus.

Ahí lo tienes. Ese delicioso estremecimiento. Ese tensar de los ojos. Un temblor en las manos. Miedo e incertidumbre haciendo un salvaje baile de remolinos. Aunque Rapace trata de no mostrarlo, Sinjir lo ve. Porque es su trabajo, verlo.

Y porque todo mundo le tiene miedo a un oficial de confianza.

—No tenemos ningunos ah…, oficiales de confianza ubicados aquí —dice Rapace con un poco de tartamudeo en su voz. Saca un escáner del cinturón y lo sostiene frente al rostro de Sinjir, mientras los soldados de asalto mantienen sus blásters dirigidos hacia él, aunque ahora los cañones están apuntando un poco hacia abajo, porque ellos también conocen el miedo. Probablemente están estremeciéndose dentro de esa armadura.

El escáner hace ¡bip!

Rapace parece tomado por sorpresa.

—Sinjir Rath Velus. Usted…, usted murió en Endor. Está registrado como baja.

—¡Uf! —dice Sinjir, haciendo un gesto desagradable—. Este error administrativo me ha estado persiguiendo como un mal olor. —Echa los ojos hacia arriba—. No, no morí en Endor. Y sí, realmente estoy aquí, ahora mismo, de pie frente a ustedes.

—Yo… —dice Rapace, desconcertado—. Usted no lleva uniforme…

—Estaba de licencia. Pero me estoy reportando a servicio; esta estación local de comunicaciones resultó ser el lugar más cercano para hacerlo. ¿No era una vieja estación de comunicaciones? Bien por usted. Bloquea cualquier punto de transmisión de información. Bien hecho, oficial. —Antes de que Rapace pueda cometer un error dándole las gracias, Sinjir dice—: ¿Podemos entrar? Quisiera evaluar la situación.

—Señor —dice Rapace con un rígido asentimiento de cabeza—. Por supuesto, oficial de confianza Velus. Enseguida. —Sinjir hace medio giro, tratando de darle un toque ceremonial al asunto, como diciendo: «Qué buen imperial es él». Y marcha hacia dentro.

Sinjir rebasa a los soldados de asalto.

—Ustedes dos, pasen también.

—Pero señor, estamos custodiando la puerta…

—¿Está cuestionando a un oficial de confianza? Tal vez usted debería permanecer aquí afuera. Yo podría registrar sus habitaciones. Escarbar sus archivos. Hablar con Rapace sobre cualquier caso de…, insubordinación que pueda haber ocurrido.

—Usted primero, señor —dice el otro soldado de asalto.

(Cuando Sinjir voltea, van codo a codo).

Entran por la puerta. Y esta se cierra detrás de ellos.

El oficial Rapace camina por delante, hacia un conjunto de escalones poco iluminados que van hacia arriba, rumbo al segundo piso.

Afuera, en la puerta, se oye un ¡toc, toc, toc! Es de metal golpeteando metal.

Esto significa: «Llegó la hora».

Los soldados de asalto voltean, refunfuñando, confundidos. En cuanto comienzan a pivotar, Sinjir se estira detrás de Rapace para arrebatarle su pistola mientras que, con la otra mano, lo empuja hacia delante.

Le dispara a Rapace en la espalda. El oficial cae de bruces.

Los soldados de asalto gritan alarmados y se giran hacia él. Pero ya es demasiado tarde. La puerta se abre. En ella hay un droide de combate, el droide de Temmin: Huesos. Su pierna de astromecánico gira como un rotor de turbina y golpea a uno de los soldados en el casco, con tal fuerza que la armadura blanca se parte por la mitad como una nuez kukuia quebrada. Los gritos de pánico del otro son silenciados por un vibrocuchillo que le perfora la coraza.

El soldado de asalto cae.

—HOLA, ¿PUEDO ENTRAR? —entona Señor Huesos.

Sinjir suspira.

—Creo que dijiste esa parte un poco tarde.

—ENTENDIDO.

Desde las escaleras, el sonido sordo clac-plam de pisadas. Sinjir se posiciona a un lado y detrás de un baúl pequeño. Y tan pronto como aparecen los otros dos soldados de asalto, él emite dos disparos muy rápidos. Uno cae hacia el frente. El otro se derrumba hacia atrás y se desliza hacia abajo, en su armadura lisa. Se quedan quietos.

Sinjir hace una seña al droide con la cabeza.

—Dile a Temmin que es hora.

—AMO TEMMIN. SU NOMBRE ES AMO TEMMIN.

—Sí, genial, bien; dile al amo Temmin que es hora.

—ENTENDIDO-ENTENDIDO.

Norra está sentada en la azotea de la tienda del viejo sastre. Solía pertenecer a ese viejo cara de colmillo, el aqualish Torvo Bolo, antes de que se incendiara. Bolo se hacía el muy duro pero siempre les daba a escondidas, a ella y a Esmelle, pequeñas paletas de caramelo en espiral mientras les vendía provisiones a sus padres. Según cuentan, fue alguien del mercado negro quien incendió la tienda. Es bastante simple incrementar las ganancias del mercado negro si este de repente incluye artículos descontinuados.

Pero así es Akiva. La corrupción llenó todo una vez que se mantuvo firme la satrapía y su traicionera aristocracia se escurrió como un barril de slabin perforado. Se volvió tóxico con esa dosis.

«Un planeta que se distorsionó».

Pero ese es un pensamiento para otro momento. Ahora hay una tarea por hacer.

Al otro lado de la angosta calle se encuentra otra azotea: la vieja Plantación de la casa Karyvin. Hogar, entonces y ahora, de una de esas hipócritas familias aristocráticas, el clan Karyvin. Dinero de abolengo. Son dueños de islas más allá del Archipiélago del Sur, de minas de cristal en las Selvas del Norte. Parece que todos sus hijos siempre se saltan la Academia, para irse directo a la escuela de oficiales: no escalando los rangos imperiales, sino más bien como saltando con garrocha por encima de ellos.

En la azotea: dos cazas TIE. Esta silenciosa ocupación sub rosa de Myrra ha dejado un número de cazas imperiales de corto alcance estacionados por toda la ciudad, en azoteas aliadas al Imperio.

Norra necesita uno de ellos.

Echa un vistazo hacia atrás, observando la azotea del Teatro Saltwheel. La azotea en la que la rama de un nudoso árbol jarwal de edad avanzada se rompió y cayó hace años, y todavía sigue ahí.

Norra espera y espera.

«¿Cuánto tiempo va a tomar esto? Jas debería haber…».

«¡Eso!».

Un destello. Un pequeño espejo atrapando la luz del sol.

Es hora.

Norra recoge un pedazo de mortero roto de la azotea, y luego lo lanza con fuerza. Golpea el ala vertical del TIE: ¡clanc! Y entonces, como era de esperarse, el piloto se alerta. Casco fuera, sujeto bajo el brazo. Con la mano moviéndose hacia su pistola.

Se hinca y recoge el trozo de mortero.

Norra se para, silba.

Él levanta la cabeza de la misma manera que una marmota la saca de su hoyo. Se tarda un momento en darse cuenta, siquiera, que alguien anda por ahí. Comienza a gritarle:

—¡Tú, ahí! —Y su mano se mueve hacia el bláster.

Desde muy atrás, por la azotea del teatro, se escucha un sonido pequeño.

¡Piff!

El piloto se estremece solo un poco. Sus palabras mueren en su boca; baja la barbilla hacia el pecho y mira fijamente, perplejo, el agujero que está ahí.

Más que derrumbarse, él…, se desploma.

Norra se motiva a sí misma. Pero es mayor ahora. No tan vivaz como alguna vez lo fue. Los huesos no le duelen todo el tiempo, solo en las mañanas, pero eso es suficiente para recordarle que ya no es una madre joven volando por la galaxia. El tiempo la ha desgastado. Es una buena piloto, ¿pero todo este correr y brincar? La verdad es que ya no es lo suyo.

«Es un salto corto. Tú puedes hacerlo».

Después de una respiración profunda, Norra corre. Atraviesa la azotea del almacén general; delante se avecina el espacio de la calle angosta, y ella trata de no pensar en caer, trata de no pensar en caer tres pisos y romperse el cuerpo contra el plastocreto de abajo. Así que planta el talón en el borde de la azotea para hacer el salto y…

Justo en ese momento, un segundo piloto TIE la ve.

Ya tiene el bláster en la mano y empieza a disparar.

El pie de Norra patina, y se cae de la azotea.

Temmin se hinca. Sostiene ambas manos frente a su rostro. Y mira fijamente a través de sus dedos al cañón del bláster que le apunta.

—Por favor —suplica él—. ¡Por favor! No hice nada.

El oficial imperial se ríe entre dientes y luego dice:

—Lo sé.

Temmin se pone de pie de un brinco, y finge tratar de correr al otro lado…

El bláster dispara. El rayo le da en la espalda.

Se cae. Ya no le queda aire en los pulmones. Quiere gritar, jadear, revolcarse, tratar de inhalar aire fresco. Pero tiene que aguantar. Esto tiene que parecer de verdad. «Quédate quieto. No te muevas. Ni siquiera respires», piensa. «Hazte el muerto».

Pasa un momento. Temmin siente que la cara se le está poniendo azul.

Entonces, finalmente…

—¿Lo conseguimos? —dice el oficial imperial: Sinjir.

Allí está Señor Huesos, quieto como un perchero.

—¿QUÉ?

Temmin deja salir el aire mientras se levanta y saca el panel del comunicador que lleva bajo su camisa. Hay una abolladura profunda en la rejilla de acero. El material de este tipo de placas se usa para revestir el techo de la torre de recepción. Se supone que deben sobrevivir a las tormentas mausin, así que son casi indestructibles.

—Esta abolladura está muy cerca de ser un agujero —dice él, reprendiendo a Sinjir.

—Bueno, lo siento —replica Sinjir—. Fue tu idea usar el panel del comunicador. Además, esto era necesario para la treta. Ahora, ¿podrías, por favor, preguntarle a tu autómata psicótico si capturó las imágenes?

—Huesos, ¿capturaste las imágenes?

—ENTENDIDO, AMO TEMMIN.

Luego el droide comienza a tararear para sí mismo. Apoyándose en un pie y en otro, aunque como tratando de no bailar, pero bailando de todas maneras.

Sinjir le pregunta al droide:

—¿Y tienes la grabación de Norra?

—ENTENDIDO.

Y después voltea hacia Temmin.

—Y tú tienes el…

—Sí, sí, tengo el holodisco. Esta cosa ha ido a todos lados. Todo mundo parece tenerla. O haberla visto. —De mala gana admite en su interior: «Mamá tenía un muy buen plan». Esta parte, al menos. Del resto no está tan seguro. Él definitivamente no quiere dejar este planeta. Es su casa. Aquí es donde tiene su negocio. Su vida. ¿Y ella solo quiere arrancarlo de ahí? ¿Llevárselo del planeta a… dónde? ¿Chandrila? ¿Naboo? ¡Asqueroso! Trata de sacudirse la sensación—. ¿Sabes?, este lugar solía transmitir las noticias. Mi mamá y mi papá acostumbraban escucharlas. Pero la satrapía lo cerró por órdenes imperiales. —Y piensa, pero no dice: «Y luego resultó que mi papá estaba usando esta misma consola para transmitir propaganda rebelde por todo Akiva».

La ironía no pasa desapercibida.

Sinjir toma una silla de la consola y la lleva hacia él.

—¿Y realmente crees que puedes piratear la señal?

—Lo construí a él, ¿o no? —Temmin señala en la dirección del droide. Se sienta en la silla, y sopla el polvo de la consola.

Señor Huesos está surcando el aire con su vibrocuchillo, tratando de atacar a una palomilla. Finalmente, lo logra. Se oye el minúsculo bzzt, cuando la palomilla es cortada en dos; dos pequeñas alas blancas ondeando hacia el suelo, ardiendo.

—Sí —dice Sinjir, con la voz tan seca como un bollo viejo—. Eso es lo que me preocupa.

Los pulmones y los hombros de Norra arden mientras se aferra a la azotea de la plantación. Sus manos rascan la cornisa mojada. Las puntas de sus botas raspan inútilmente contra el muro, mientras trata de jalarse a sí misma hacia arriba.

Una sombra se alza sobre ella.

El piloto TIE. Ahí parado, le apunta con la pistola.

—Asesinaste a NK-409. Él era un amigo. Escoria ¡rrrrrr…!

De pronto, el piloto se tambalea hacia atrás. Sus dedos investigan un hoyo en el centro de su coraza negra.

—Rebelde… —finaliza él.

Cae de bruces, directo hacia ella. Norra grita y abraza la pared tanto como puede. Puede sentir el aire detrás de ella turbarse cuando el piloto se zambulle y se precipita calle abajo.

Sus dedos comienzan a resbalar. Ella piensa en el hombre muerto de abajo.

«Estoy a punto de acompañarlo».

«Contrólate, Norra».

«Todo depende de esto».

«Haz que Temmin esté orgulloso».

La punta de un bota se apoya en el muro. Se impulsa hacia arriba con la pierna; la pantorrilla y el muslo hacen fuerza, arden. Luego, con un lamento, se empuja hacia arriba sobre la cornisa y el techo de la plantación.

Norra se queda acostada durante un rato. Ve la imponente ala de murciélago del caza TIE. (Un ojo malvado, como el de ella y algunos otros rebeldes, les han llamado así a los cazas, porque eso es, sin duda alguna, lo que parecen cuando chillan a través del infinito vacío del espacio). Y piensa: «Estoy a punto de volar una de esas cosas».

Una última exhalación. «¡Fiuu! Bien, más vale seguir con esto».

—Estamos dentro —dice Temmin.

Justo entonces, se oye un golpeteo aquí en la caseta de comunicación. Y una voz desde el otro lado:

—¡Abran!

Sinjir toma el bláster y dispara un tiro en el mecanismo de la puerta. Hay un destello de llama y una lluvia de chispas. La puerta se estremece, luego se cierra.

—Hazlo —dice Sinjir.

Temmin oprime un botón.

La transmisión comienza.

Por toda la ciudad de Myrra, se encienden receptores de HoloNet. Sobre las barras de las cantinas, en la pequeñas cocinas de galeras; sobre los relojes de pulsera que llevan todos aquellos atorados en un viaje largo por bala-bala, en la autopista Main 66. Se enciende la pantalla grande y fisurada que cuelga justo afuera de la Arena Hydorrabad, en el octágono central de la CBD.

En todas las proyecciones aparece el rostro de Norra Wexley.

Un rostro suplicante.

La Norra proyectada dice:

«Akivanos, su planeta ha sido ocupado. Myrra está ahora bajo el control del Imperio Galáctico. Por mucho tiempo hemos resistido la ocupación total, pero ahora la guerra ha llegado a nuestra puerta. Y con la guerra vienen crímenes como este».

Se muestra un video de un muchacho con los manos arriba. Y un oficial imperial con una pistola. El muchacho dice: «Por favor. ¡Por favor! Yo no hice nada». Y el oficial se ríe y responde: «Lo sé». Luego el imperial le dispara al muchacho en la espalda, cuando trata de escapar. El muchacho cae al suelo, muerto.

El imperial no es realmente un imperial, y el muchacho muerto no está realmente muerto. Pero pocos conseguirían reconocer el artificio.

Cuando lo ven, los akivanos de todo Myrra se quedan sin aliento. Agitan la cabeza. Chasquean la lengua. Y todo eso pronto se transforma en una furia estremecedora.

Norra aparece otra vez, su voz resuena:

«Ahora mismo, en este preciso momento, se está celebrando una reunión dentro de los muros del palacio del sátrapa. Ya es un hervidero de corrupción. Esta reunión imperial busca negociar la ocupación total de su ciudad y su planeta. ¿Lo van a permitir? ¿O van a pelear? Yo digo: pelear.

Y sepan que la Nueva República está con ustedes».

Entonces, Norra desaparece.

Hay una nueva proyección: está en repetición constante. En ella la Princesa Leia habla, en el mismo video que muchos de los myrranenses ya han visto, un holovideo que está por todas partes. Inicia así:

«La Nueva República los necesita. El Imperio Galáctico ha perdido el control sobre nuestra galaxia y sus ciudadanos. La Estrella de la Muerte en las afueras de la luna boscosa de Endor se ha ido y con ella el liderazgo imperial…».

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