Aftermath

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Parte Tres » Capítulo 34

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CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO

«¿Qué he hecho?».

Temmin no deja de darle vueltas a esa pregunta. La culpa lo atraviesa como el vibrocuchillo del Señor Huesos; el recuerdo de la destrucción del droide se une a su sentimiento de culpa. Eso, su madre llorando por él, la mirada en el rostro de Jas y Sinjir.

En ese entonces, parecía la jugada correcta. No quería dejar Myrra nunca, así que eso significaba tener que hacer las paces con Surat, o este acabaría por cortarle la lengua. Así que llamó a Surat, y el sullustano aceptó el trato. Temmin se justificó diciéndose que el eximperial y la cazarrecompensas hubieran hecho lo mismo. Ellos venderían su pellejo en cuanto alguien les ofreciera suficientes créditos. Se dijo a sí mismo: «Ellos no tienen escrúpulos. Ellos no tienen código».

Pero resulta que el que no tiene escrúpulos es él.

El que no tiene código es Temmin.

Él esperaba que todo se derrumbara y no tuviera que llevar a cabo su plan; que todo se arreglara solo y que la trampa que había atado alrededor de su estúpida pierna simplemente…, se desamarrara sola; que los nudos se aflojaran mientras se solucionaba la situación, sin que su plan llegara a término. Pero ahora está aquí: siendo arrastrado escalones arriba, arrastrado por un par de soldados de asalto. Sus talones patean contra las duras escaleras, su mano trata de sujetarse de algo, cualquier cosa: una barandilla, una lámpara, una manija de puerta.

Adelante…, otra escalera.

Temmin mueve las manos rápidamente hacia afuera, y sujeta el borde de una fuente pequeña que está incrustada en la pared. Enrosca los dedos alrededor de la roca y jala para liberarse. Ambos soldados de asalto gritan con sorpresa y van por él.

Él lanza una patada y le da a uno en el pecho.

¡Puf! Pero el soldado de asalto le atrapa el pie. Entonces, el imperial lanza un golpe al estómago de Temmin. El aire se le escapa. Un dolor lo atraviesa por las piernas y los brazos.

Otra vez lo levantan. Cargándolo hacia arriba por la segunda serie de escalones y a través de un par de puertas rojas que van hacia la azotea. Temmin tose, parpadeando lágrimas negras. Ahora lo escucha: el sonido de cánticos. Gritos. La multitud.

—No, no, por favor —les suplica mientras lo arrastran a la orilla de la azotea.

Los dos soldados de asalto levantan a Temmin sobre sus cabezas. Ahora puede ver a la multitud. Inmensa. Llegando de todas direcciones. Hay letreros. Efigies. Lanzan piedras, ladrillos y botellas. Akivanos. Protestando contra la satrapía. Protestando contra el Imperio. Temmin no se había dado cuenta. Él pensaba que todo el mundo solamente quería mantener sus cabezas. Como él. «Estoy del lado equivocado de esta cosa».

«Mamá, lo siento».

—Es hora de unirte con tus amigos —dice uno de los soldados de asalto. Temmin ni siquiera sabe cuál. Lo único que sabe es que grita cuando lo lanzan sobre el borde de la azotea. Temmin cae.

El jet flota en la superficie distorsionada por el calor, sobre el palacio del sátrapa. Su parte frontal cuelga como el pico de un halcón bañado en bronce; ventanas negras en un esqueleto de color rojo y dorado; dos alas que hacen ángulo hacia abajo y suben en su extremo, semejando las manos de un monje suplicante, plañidero. El jet se desvía de tal forma que su costado mira hacia el palacio, acercándose a la esquina de la azotea mientras sus plataformas de desembarque se extienden horizontalmente, bajando solo en el último minuto para formar una rampa.

Desde la calle, unas cuantas rocas bombardean, infructuosamente, la parte inferior de la nave.

Soldados de asalto se acercan al borde y disparan sus blásters de manera indiscriminada hacia la multitud.

Ahí parada, Norra piensa: «Ustedes solo cavan la tumba del Imperio con acciones como esa». Porque todo mundo lo ve. El Imperio es un rufián, un hostigador. No es mejor que Surat Nuat, o el Sol Negro, o el sindicato de los hutt. El Imperio finge que todo se trata de la ley y el orden, pero al final del día, se trata de cubrir la opresión con el manto de la justicia.

La almirante también debe entender algo de eso, pues alcanza a los soldados de asalto y los echa hacia atrás, reprendiéndolos a todo volumen.

Adelante de Norra, están los otros estimados invitados del Imperio: sus objetivos, a quienes esperaban detener antes de fallar. Estos abordan la nave. El hombre cara de zorro, el que ella cree que es Moff Pandion, les lanza una mirada despectiva. Como si fueran barro grasoso de pantano atorado en la parte inferior de su bota. Mugre que debe ser raspada y desechada.

Después, él también sube por la rampa.

Norra voltea a ver a Jas y a Sinjir. Ambos están ahí parados, con las manos atadas detrás de la espalda. Cada uno custodiado por soldados de asalto para que no tengan forma de correr, ni de huir a ningún lado si es que así quisieran hacerlo.

Entonces, la puerta se abre de nuevo y Norra por fin lo ve.

Es el capitán Antilles. Se le rompe el corazón. Preso de sus heridas. Con mechas sudorosas pegadas a la frente. Su palidez es color ceniza de chimenea. Está atado a una mesa flotante escoltada por un par de soldados de asalto y por un droide médico 2-1B.

Al pasar, sus ojos pestañean, y él la ve.

—Piloto —dice él.

—Capitán —responde ella.

Él le sonríe débilmente mientras lo empujan para abordar el jet.

Norra voltea a ver a Sinjir.

—¿Qué va a suceder con nosotros?

—Bueno. —Suspira el eximperial—. Yo probablemente seré sometido a juicio. Jas seguramente morirá. Tú, no sabría decir. Prisión. Ejecución. Tal vez te unas a tu amigo rebelde y seas parte de un acuerdo de paz.

—Siento mucho todo esto.

—No es tu culpa —dice Jas.

—Él era su hijo —apunta Sinjir, mirándolas fijamente con el ojo sano—. La sangre de ella corre por sus venas. Puedo reservarme ciertos juicios sobre ella. Creo que me he ganado ese lujo.

Jas comienza a protestar, pero Norra interrumpe:

—Él tiene razón. Puedes echarme la culpa. Solo espero, a pesar de todo, que mi hijo esté bien.

Sinjir sonríe con suficiencia.

—Norra, no creo que ninguno de nosotros esté bien.

—Norra, Temmin es un sobreviviente —dice Jas—. Él tiene lo que se necesita. Si alguien va a salir vivo de esta, será él.

«Temmin está muerto».

Él está seguro de ello. No pudo haber sobrevivido. Y ahora, ese sentimiento, ese extraño e imposible sentimiento está flotando. Va a la deriva, a través de lo que se siente como las aguas calmadas de la Bahía Farsigo en el sur. Él, su madre y su padre solían ir ahí algunas veces de vacaciones. Ahí ellos pescaban o navegaban botes aerosol, o trataban de espantar a algunas de esas resplandecientes conchas korlappii, las que atrapaban perfectamente el sol y emitían un arcoíris de luz.

No oye el agua. Ni huele la salmuera.

Y de todos modos, Temmin no cree en el más allá.

El muchacho abre los ojos.

Está flotando. Mantenido a flote. Cargado por las manos de la multitud.

Ellos lo atraparon. «¡Por todas las estrellas y todos los satélites!, me atraparon». Se ríe; una carcajada histérica que no se oye muy diferente de la de su droide demente.

Entonces, recuerda: su madre. Y Jas. Y Sinjir.

No tiene mucho tiempo.

Levanta la cabeza y se deja caer de la alfombra de manos que lo ha estado cargando. Está parado entre la muchedumbre. Por un momento, está perdido. Es difícil orientarse en ese mar de gente. El gentío lo abruma. Pero luego gira y ve levantarse los enormes muros del palacio.

«Tengo que regresar allá arriba».

Comienza a abrirse camino entre la multitud.

Una lluvia de piedras bombardea y rebota del muro. Ve gente tratando de escalar: un rodiano trepa el muro y se cuelga de un balcón. Un par de humanos tratan de ayudarse a subir el uno al otro. Y Temmin piensa: «Ese es mi camino».

No ha jugado con sus amigos en un rato. No ha sido una rata callejera desde hace algunos años. Pero aún recuerda cómo subir por un tubo de desagüe, o trepar por una reja de alambre, o encontrar asideros donde parece no haber ninguno. Y no tiene tiempo para ponerse a buscar el mejor camino hacia arriba.

En lugar de eso, lo único que puede hacer es escalar con los demás.

Mientras suben a los últimos pasajeros, los prisioneros atrapados en las catacumbas del palacio, el sátrapa los alcanza y se deja caer de rodillas.

—Por favor, por favor, por favor… Tienen que llevarme con ustedes. ¡Estoy sitiado! Están escalando los muros como mono-lagartos. —«Me van a despedazar».

Sloane le pone la mano en el hombro.

—Le ha dado al Imperio un gran servicio, sátrapa Isstra.

La sonrisa en su rostro se extiende como mantequilla. Él cree que está siendo salvado. Su pecho sube y baja con alivio.

—Gracias. Gracias, almirante. Es usted demasiado amable. Pero ya no necesitamos de su ayuda.

—¿Qué…, qué? —La perplejidad atraviesa su rostro. No sabe si está siendo castigado, recompensado, retirado de servicio, o qué—. Yo no…

Ella hace una seña. Dos soldados de asalto sujetan a Isstra y lo arrastran de regreso a la puerta. Él patalea y grita como un niño petulante.

—¡Usted no puede hacer eso! —grita él, mientra se le va asomando la espuma por las comisuras de la boca, como restos de naufragio—. ¡He sido bueno con usted! ¡Guardias! ¡Guardias!

Dos de los guardias del palacio entran corriendo por la puerta.

Pero son aniquilados por los rifles bláster de los soldados de asalto. Mueren antes de que siquiera tuvieran la oportunidad de proteger a su antiguo líder.

El sátrapa bala como una pieza de ganado al que le cortan la garganta. Los soldados lo arrojan al suelo y él se arrastra entre los cadáveres de sus dos guardias, llorando.

La multitud ruge. Los dedos de Temmin apenas si se aferran, metidos en las grietas angostas que recorren hacia arriba el muro del palacio. Le duelen los músculos. No ha hecho esto en un rato. Se jala a sí mismo… Del mismo modo que la multitud se acerca en marejada. Se retira de los muros. Alguien lanza algo contra las puertas del palacio.

«Qué fue eso…».

El edificio se estremece. Un estallido de detonador térmico dobla la puerta. Los dedos de la mano izquierda de Temmin se deslizan fuera de su anclaje. Él cuelga, esforzándose, de un solo brazo; sus pies se afanan por encontrar cualquier clase de saliente para apoyarse.

La multitud se acerca en marejada, nuevamente. Se arremolinan contra la puerta dañada. Empujándola. Empujándola hacia delante. Un besalisko de cuatro brazos viene saltando a través de la muchedumbre con un martillo de forja enorme, y se echa encima de la puerta.

«No hay tiempo para preocuparse por eso».

Temmin grita con los dientes apretados mientras se estira y recupera el asidero. Y el muchacho continúa su ascenso.

Morna está sentada en el asiento del capitán, en el jet. Rae entra, se sienta a su lado.

—Cómodo —dice ella al piloto.

Pero es Morna quien asiente con la cabeza.

—No es broma, almirante. Todo resplandece. Y estas sillas… Me siento como si siguiera hundiéndome en ellas.

—No te acostumbres. El confort no es una prioridad imperial. —Ante eso, Rae ofrece una sonrisa débil—. ¿Algún problema con el piloto de Crassus?

—Discutió conmigo, pero le hice reconocer la autoridad Imperial y le aseguré que de todas maneras se le pagaría por su tiempo.

—Está encerrado, ¿no es así?

—Sí, en una de las recámaras.

Adea también está en una de las recámaras. Rae exhortó a su asistente a que se recostara, en el nombre de las estrellas; la mujer ha sido impecable en su apoyo, y valiente en su defensa al Imperio. Rae le dijo que descansara. La puso en una de las cabinas, junto al capitán Antilles y su guardia.

—Excelente. ¿Estamos listos para partir de este abominable planeta?

—Sí, almirante. Y acabo de recibir el informe de que los Destructores Estelares han regresado a órbita del hiperespacio. Tenemos cobertura del Vigilance, el Vanquish y el Ascent.

—Entonces, digamos adiós a este baño de vapor sudoroso y aceitoso.

Morna asiente con la cabeza. Enciende los motores.

El jet comienza a moverse.

El jet comienza a moverse.

Temmin trepa sobre el borde de la azotea y ve cómo la rampa de desembarco comienza a retraerse, y ve al jet alejarse suavemente de la orilla.

«Llegué demasiado tarde».

Mira a su alrededor, moviendo los ojos rápidamente.

Ahí.

El sátrapa. Gimoteando entre los cuerpos de dos guardias de su propio séquito. Sus vibropicas se encuentran a un lado.

«Esto es estúpido», piensa Temmin, yendo hacia allá apresurado y pateando una de las picas hacia a sus manos. «Es la peor idea», piensa, mientras voltea y corre a toda velocidad hacia la orilla de la azotea. «Soy un lerdo cerebro de láser que va a morir», piensa, mientras planta la punta de la pica hacia abajo con fuerza y la utiliza para lanzarse fuera de la azotea del palacio.

«Estoy muerto».

«No puedo hacerlo».

«He cometido un terrible error».

Suelta la pica. Los brazos de Temmin giran por el aire mientras el jet va a la deriva. El costado de la nave se aproxima velozmente…

Y el chico se estampa contra ella. ¡Bam!

Sus manos buscan un asidero. Pero no lo encuentran. Escucha el chirrido patético mientras manosea el metal y comienza a caer.

Pero entonces… Deja de caer.

Su mano atrapa uno de los tubos decorativos que contornean una ventanas. Temmin se aferra con fuerza, junta la otra mano y se jala hacia arriba. Hay un momento de triunfo… un revuelo en su pecho al pensar: «¡Lo logré! ¡Realmente lo logré!».

Y entonces, el jet comienza a elevarse y cae en la cuenta: «¿Por qué hice esto? ¡Me voy a morir!».

El suelo debajo comienza a encogerse mientras el jet asciende.

«Tan cerca», piensa Rae, reclinándose en la silla del copiloto. «Ya casi».

Todo este viaje ha sido un fracaso. Ahora lo sabe. Pero ese fracaso no puede ser su fin. El fracaso debe ser iluminador: un manual de instrucciones escrito con cicatrices. ¿Cuáles, entonces, son las lecciones de esto? ¿Qué se ha aprendido y qué se puede construir de estas ruinas?

Uno. El consenso no será fácil. Y de hecho, puede ser lo suficientemente difícil como para que no valga la pena perseguirlo.

Dos. El Imperio está fracturado. Esa no es información nueva, pero aquí ha sido esclarecida. Y se le revela una nueva dimensión, como resultado: muchos dentro del Imperio no quieren reparar esas fracturas, sino más bien quieren usar las divisiones para sus propios designios.

Tres. Si el Imperio ha de sobrevivir, entonces ellos deben…

Un destello rojo en la pantalla de Morna. La piloto frunce el ceño.

—¿Qué sucede? —pregunta Rae.

—Puede ser un ave —dice la piloto—. Aunque, si lo es, es un ave muy grande. —Sacude la cabeza y clarifica—: Algo está en el casco.

Rae asiente con la cabeza.

—Enviaré a algunos hombres a investigar.

Sinjir se hinca junto a los demás. Su rostro se siente como masa golpeada. Ahí esperan, en esta habitación opulenta en la parte trasera del jet, hincados como esclavos en un cuarto lujoso con sofás y mesas. El banquero gordo, Crassus, está sentado en la esquina, fumando especias en una pipa larga de obsidiana. Sus mujeres esclavas con máscaras bestiales lustran y recortan las uñas de sus regordetes pies desecados; cortan los callos de sus horribles dedos.

A un lado de Crassus está sentada Jylia Shale. Una general. Sinjir la conoce, o más bien, ha oído hablar de ella. Dependiendo de con quién hables dentro del Imperio, ella es o una leyenda o una traidora. Una conquistadora o una perra callejera. Con ella está un par de guardias imperiales de capa roja.

Del otro lado de Crassus: el asesor con túnica púrpura. Sinjir no recuerda su nombre, aunque está bastante seguro de que Jas se lo dijo. Probablemente uno del círculo íntimo de Palpatine. Un acólito del lado sith de la Fuerza, aunque definitivamente no un practicante apropiado de ella. En esencia, un sectario.

Frente a Sinjir, Pandion se sienta, inmóvil. Y los mira fijamente.

No. Mira fijamente a él, a Sinjir.

—Sé que soy apuesto —dice Sinjir, con un gruñido no intencionado en la parte trasera de su garganta. Un ruido de herida, no de rabia.

Pandion solo se ríe entre dientes, parece que está a punto de decir algo pero entonces… Un contingente pequeño de soldados de asalto pasa apresurado hacia la parte media de la nave. Se ven alarmados. Pandion trata de no amedrentarse, pero lo hace.

Sinjir dice sonriendo con suficiencia:

—¿Algo anda mal, no es así?

—Mantén quietos tus labios, traidor, o te los voy a cortar.

«Voy a morir, voy a morir, voy a morir». Temmin se sostiene con cada pizca de la voluntad que tiene. Ya están pasando de largo los mechones de nubes. El aire se torna frío. La nave comienza a estremecerse con la turbulencia. Él empieza a pensar: «Quizá pueda arrastrarme hacia abajo, a la parte inferior de la nave. Usar mi multiherramienta para botar una escotilla de mantenimiento, trepar dentro de la panza de la nave y…».

La ventana arriba de él se abre con un siseo.

Se asoma la cabeza de un soldado de asalto.

—¡Oye!

Esa es la mejor invitación que Temmin puede soñar.

Se estira, engancha la mano detrás del casco del soldado y lo jala hacia afuera, a través del espacio abierto.

El grito del soldado es alto al principio, y luego se va apagando conforme cae.

Temmin se arrastra dentro de la ventana abierta.

Cae panza arriba en el piso, jadeando. Sacude los brazos para reactivar el flujo sanguíneo. Está en un corredor lleno de puertas. Cabinas. Se pone de pie, se sacude el polvo. Entonces, alguien le toca el hombro.

«Oh, oh…».

Voltea. Ahí están otros dos soldados de asalto, rifles arriba.

Y detrás de ellos viene un par de guardias imperiales de casco rojo. Sus túnicas barren el suelo detrás de ellos.

—Hola, muchachos —dice Temmin, poniendo una sonrisa falsa—. ¿No es este el camión espacial de las doce treinta para el Casino Cúmulo Ordwalliano? ¿No? Ooh. ¡Qué incómodo!

Se da la vuelta y echa a correr.

«¡Maldita porquería!». Jom Barell gruñe, su rostro está rojo.

Nada de lo que ha hecho ha logrado que funcione esa cosa, y ahora su objetivo está huyendo hacia la órbita espacial.

Se levanta unos instantes. Su pecho sube y baja.

«Tranquilízate», se dice a sí mismo. «Piensa».

Pero no piensa y no se tranquiliza.

Él ruge de rabia y deja caer el puño sano en la consola, una y otra vez, porque cualquier oportunidad que tenía se ha desperdiciado. Y también el esfuerzo llevado a cabo en la captura de esta torreta. Para empezar, no hizo nada para ayudar a la Nueva República y…

Con el último golpe, la consola de repente resplandece.

—¡Qué ca…!

Afuera de la ventana, los cañones gemelos se ajustan, rastreando al objetivo.

La torreta completa se sacude al disparar, llenando la cabina con la brillante luz demoniaca de un disparo turboláser.

Todo va bien. Demasiado bien. Pero de repente, Sloane siente un retortijón de pavor en sus tripas, que se activa cuando Morna voltea y le dice frunciendo el ceño:

—Tenemos un problema, almirante.

«Por supuesto que lo tenemos».

—¿Qué sucede, piloto?

—Una flota rebelde. Entrando al espacio sobre Akiva.

Qué sincronización tan perfectamente atroz.

—¿Qué tan grande?

—Lo bastante como para ser un problema.

—Tan solo llévanos a salvo al Vigilance, Morna. Entonces podremos…

Otra vez, la pantalla del piloto comienza a parpadear.

—¿Ahora qué? —espeta Rae.

Los ojos de Morna se encienden con pánico y confusión.

—Una de nuestras torretas. En la superficie. Nos está rastreando. Está a punto de…

La nave se estremece. La cabeza de Rae da un chicotazo hacia atrás y ella cae de su silla. Todo se oscurece.

Láseres queman el aire sobre la cabeza de Temmin; él corre, esquiva y se echa al suelo para evitar ser cocido. Se da la vuelta y levanta las manos para rendirse…

Puede ver que no lo van a dejar.

Los soldados de asalto levantan de nuevo los rifles.

Y la pared junto a ellos desaparece de forma súbita.

La nave se sacude con fuerza hacia la derecha mientras un destello brillante la atraviesa, rasgándola por debajo. Se lleva por delante la pared, el suelo y a los imperiales; lo que queda de ellos se va alejando en espirales por el hoyo abierto. El viento gime cual bestia plañidera; Temmin siente que comienza a jalar de él, mientras el corredor entero se despresuriza. Estira una mano cuando el jet empieza a caer, atrapando una manija de la puerta de la cabina. Las partes fijas comienzan a zafarse de las paredes, succionadas hacia las nubes arremolinadas. En ambos extremos del corredor, puertas de presión empiezan a cerrarse, sellando la parte media del jet.

Temmin abre de una patada la puerta de la cabina, alejándose del hambriento viento que trata de succionarlo hacia el vacío. El chico se arroja hacia adentro.

Resuena el claxon de emergencia. El panel de instrumentos de la nave está iluminado por un despliegue de destellos histéricos. Rae se arrastra de nuevo a la silla. Morna nunca dejó la suya. Sus brazos están extendidos hacia afuera, y los tendones de su cuello están tensos como los cables de un puente. Ella lucha por mantener al jet a flote; se empieza a ir en picada, pero ella lo jala de regreso y la nave otra vez levanta la nariz.

—¡Estatus! —grita Sloane.

—Ocupada, almirante —sisea Morna entre dientes.

Rae quiere reprenderla, pero la piloto tiene razón. En lugar de eso, Sloane jala la pantalla y ve que el daño fue directo a la parte media inferior del jet. Cerca de donde están las cabinas del primer piso. Las dos mitades del jet se están sellando con puertas de presión, lo que quiere decir que todavía no están muertos; nadie tiene que abandonar la nave. Pero además significa que la parte frontal, en la que se encuentra Rae en ese momento, está separada. De hecho, es inaccesible para alguien que quisiera ir desde la parte trasera. Significa que la parte media de la nave no es lugar para los vivos.

El jet brinca y se estremece como si fuera a desarmarse. Morna advierte:

—La atmósfera es severa aquí arriba. Podría desgarrarnos. ¡Estamos casi en órbita! —«Ya casi».

—No pierda la cabeza —demanda Rae.

Si alguien puede hacer esto: esa es Morna.

Las luces zumban y titilan. Pasan de la oscuridad a luces de emergencia rojas y a luces completas; luego, otra vez a la oscuridad.

Jas no sabe qué sucedió, pero la mejor conjetura es que recibieron un golpe. De dónde, no sabría decirlo. Está sorprendida de que sigan a flote. Es algo bueno que esa sea una nave muy grande; y todos son afortunados de que la cosa entera no se haya partido en dos y ambas partes se zambutieran en el planeta.

Ahora el pánico acampa en las filas imperiales. Murmura y deambula por la nave. Crassus se lamenta por su jet. El asesor, Yupe Tashu, reza en algún idioma herético para suplicar a cualquier Fuerza Oscura que él llame en tiempos de crisis. Shale simplemente se inclina hacia delante, la cabeza entre las piernas. Como si estuviera enferma. Ella es una general, acostumbrada, en parte, a estar en el suelo. O enclaustrada en algún cuarto de guerra. No es un soldado, o al menos no lo ha sido por años.

Jas, por su parte, se limita a mantenerse quieta. Como Pandion, quien parece tener un odio real hacia Sinjir. Ojos negros como un par de cañones de bláster listos para disparar.

Entra un soldado de asalto.

—Estamos separados de la parte frontal de la nave. Las puertas de presión nos han sellado.

Pandion, sin retirar la mirada de Sinjir, levanta su comunicador y habla:

—Almirante Sloane, ¿está ahí?

Su comunicador cruje. La voz de ella emerge: quebrada, con estática, pero ahí.

—Moff Pandion, estamos realmente ocupadas.

—¿Debemos anticipar la muerte? Esta nave tiene cápsulas de escape, ¿no es así?

La voz de Sloane regresa:

—Estamos a salvo. Casi en órbita. Paciencia.

Jas no sabe qué está sucediendo.

Pero el caos ha enterrado sus colmillos en la situación.

Y en el caos…, merodea la oportunidad.

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