Ada

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-Yo también sentía que algo se rompía porque intentaba ver dónde estabas y me llegaban imágenes muy difusas en ocasiones pero hoy vi claramente el cartel de esa ciudad y no lo dudé un segundo. Por eso estoy aquí, para que vuelvas conmigo a casa. Tu madre te echa mucho de menos y yo más que a nadie. Intenté imaginar una vida sin ti pero me fue imposible, lo veía todo muy negro. Te necesito a mi lado. No me dejes.

-¿Crees que podrás vivir con un traidor como yo? He engañado a mucha gente durante muchos años.

-También has protegido a muchas otras personas. Me sacaste de aquella celda a pesar de lo que te dije, recuerdo tus lágrimas. Llorabas por mí para que te perdonara.

El joven se giró dándole la espalda por unos instantes.

-Lo hice porque te amaba y a pesar de todo tenía que sacarte de allí, estabas mal herida.

-Otra persona se sentiría muy dolida por lo que yo te dije y hubiera enviado a otro a sacarme de allí. Tú no. Te enfrentaste a lo que podría ser otro ataque de odio por mi parte.

-No merezco tu perdón, Belinda.

-Claro que sí te lo mereces. Todos merecemos una segunda oportunidad y tú no vas a ser menos. Quiero estar contigo para siempre, Yandrack, entiéndelo, sin ti yo no puedo vivir.

-Yo tampoco, princesa, pero es que…

-Es que nada, volveremos juntos a casa- dijo ella tajante con una sonrisa en la cara.

Había comenzado a temblar a causa de la lluvia y él la abrazó con fuerza aunque procurando no apretar mucho donde estaban las cicatrices por si acaso. Ella se dejó abrazar y cerró sus brazos por la cintura de él, notando cómo el calor que desprendía el cuerpo de Yandrack invadía su cuerpo a pesar de que ambos estaban empapados de arriba abajo.

Después, él cogió su bolsa de viaje y juntos volvieron de nuevo a su hogar.

Rose iba con una bandeja de comida a la habitación de Belinda. La pobre chica se había pasado aquellos últimos días en un estado de ánimo bastante bajo a causa de su hijo Yandrack que se había ido para no hacerle daño.

Pero el daño era bastante mayor ahora que no estaba, apenas comía algún bocado de lo que le llevaba y cuando dormía sólo lo llamaba entre lágrimas de desesperación.

Ella también echaba de menos a su hijo. Ahora que estaba libre quería disfrutar del tiempo perdido con él pero le había sido imposible tras su partida. No se había comunicado con ella en ningún momento por lo que decidió no presionarlo hasta que él decidiese comunicarse.

Tocó en la puerta de la habitación pero nadie contestó. La mujer volvió a tocar pero nada. Decidió abrir la puerta y al hacerlo no halló a nadie dentro. Belinda había desaparecido. La ropa que la joven había llevado estaba en el suelo tirada de cualquier forma por lo que se había transformado en loba.

Rose sonrió. Podía imaginarse perfectamente a dónde habría ido la joven. No era muy difícil saberlo después de todo lo que había sucedido. Dejó la bandeja de comida en una cómoda para recoger la ropa y colocarla bien doblada sobre la cama. Finalmente salió de allí con la comida.

Al salir se encontró con su madre que salía del salón y miró la bandeja frunciendo el ceño.

-¿Otra vez no quiere comer?- preguntó la madre de Rose.

-No es que no quiera comer, mamá, es que no está.

-¿Cómo que no está?

-Se fue a buscar a Yandrack, después de todo no podía odiarlo como ella creía. Le costó unos días entender las razones de mi hijo para hacer lo que hizo.

-Se vio obligado a hacerlo, no tenía otra elección. Debes de estar orgullosa.

-Cualquier hijo hubiese hecho lo mismo pero sí, estoy muy orgullosa del hijo que he tenido. El problema es su padre. Philiph no era el padre de Yandrack.

-¿Cómo que Philiph no era el padre de Yandrack?- preguntó Michelle sorprendida- pero yo pensé…

-Sí, me casé con él porque pensé que fue él quien me dejó embarazada pero me he dado cuenta con el tiempo de que quien me dejó embarazada fue Damien…

-Damien…- meditó Michelle.

-Sí, mi verdadero imprimado.

-Él era tu imprimado y aún así renunciaste a él para casarte con Philiph.

-Me amenazó, ¿qué otra cosa podía hacer? Él fue quién me obligó a dejarlo todo atrás, incluso a Damien y cada día de mí vida lamento haber seguido a Philiph y no haber sacado un poco de valentía para enfrentarlo.

-Aún estás a tiempo de que resurja el amor entre tú y Damien.

-Eso es imposible, hace mucho que se rompió el lazo que nos unía- dijo Rose apenada.

-Hija, recuerda que el lazo se puede volver a formar, además Damien no ha estado con nadie desde que te fuiste, algo que me pareció completamente raro por aquel tiempo porque no entendía a qué venía tanta desazón pero ahora lo entiendo todo.

-¿No ha estado con nadie?

-No. Parece ser que esperaba volver a encontrarte algún día y sigue viviendo en la misma casa- dijo Michelle sonriendo levemente.

Rose miró a su madre por unos instante sin saber muy bien qué hacer. ¿La recordaría aún? ¿Volvería a resurgir el amor como surge el ave fénix de sus cenizas? Tenía que resolver aquellas dudas. Nunca había olvidado a Damien a pesar de que el lazo que los unía se había roto por culpa de Philiph.

Michelle se acercó a su hija y cogió la bandeja de las manos de esta.

-No le hagas esperar más, ha esperado veinticinco años…

Rose asintió y salió corriendo de la casa de su madre para dirigirse a la de Damien que no estaba muy lejos. A pesar de que estaba a unas pocas manzanas, la mujer creyó que estaba a una increíble distancia y que no llegaría nunca.

Cuando llegó ante la casa, todo su cuerpo temblaba de miedo por si no la reconocía después de tantos años. Toda ella había cambiado demasiado. Su cabello extremadamente largo a la altura de las caderas, su cuerpo tan delgado a causa de la falta de alimento a la que Philiph la tenía acostumbrada. Sus ojos ojerosos…

Inspiró hondo delante de la puerta y con la mano temblorosa tocó el timbre.

Pasó solo un minuto pero a ella se le hizo eterno mientras el corazón le bombeaba fuertemente en el pecho. La puerta se abrió y vio ante sí al hombre de su vida. Alto, fuerte, con el pelo oscuro, el mismo que había sacado su hijo, y los ojos claros.

Las lágrimas amenazaban con salírsele de los ojos cuando él preguntó:

-¿Rose? ¿Eres tú?

Ella sonrió y asintió.

-Sí, soy yo, Damien. Ha pasado mucho tiempo…

-Veinticinco años exactamente- dijo Damien.

-Lo sé… he contado los días de todos estos años para volver a verte…

-Yo también.

De repente, tanto Rose como Damien comenzaron a sentir un leve cosquilleo en el cuerpo notando que la conexión que había habido entre ellos en un pasado volvía a resurgir de sus cenizas.

Él sonrió al sentir de nuevo aquella calidez en su interior y miró a Rose que lloraba de felicidad. Esta se lanzó a los brazos del hombre y lo besó con toda la pasión de la que fue capaz mientras las lágrimas bañaban sus mejillas. Cuando se separaron se miraron a los ojos.

-Pensé que nunca volvería a verte…- dijo ella entre sollozos.

-Yo siempre creí que algún día volveríamos a encontrarnos y que esa vez estaríamos juntos para siempre. Nunca perdí la esperanza.

-No debí haberme ido con Philiph.

-Te obligó, no podías hacer otra cosa.

-No pude responderte cuando me hablabas porque Philiph era muy cruel conmigo, me golpeaba hasta dejarme sin sentido pero aún así te oía. Podía oír cuando me decías todo lo que me querías y que deseabas estar conmigo.

Él sonrió dulcemente y miró hacia el interior de la casa.

-Pasa, estaremos más cómodos dentro que aquí en medio del jardín.

Ambos entraron en la casa y se dirigieron al salón.

-Tu casa sigue igual a como la recordaba- dijo ella observando todo a su alrededor.

-Nunca quise cambiarla por si regresabas, sabía que te gustaba todo lo que tenía, incluso dejé el piano que tanto tocabas… nadie lo ha tocado desde la última vez que estuviste aquí.

Rose lo miró.

-¿Aún conservas el piano?

-Por supuesto. Sus notas eran uno de los pocos recuerdos que me quedaban de ti cuando te fuiste.

La mujer corrió a la habitación donde estaba el piano. La sala de música como le habían puesto porque sería allí donde ella tocaría todos los días para deleite de Damien. Tocó la superficie de la cola del piano y sonrió nostálgica.

-Recuerdo que te gustaba la canción de Claro de Luna de Beethoven.

Él asintió.

-Tus dedos volaban sobre las teclas… ahora espero que por fin vuelvas a tocar como siempre habíamos soñado en nuestra juventud.

-Estoy un poco oxidada pero te aseguro que en poco tiempo volveré a tocar como antes- dijo ella sonriendo pero luego esa sonrisa se apagó- si hubiese sabido que el hijo que esperaba no era de Philiph no me habría ido lejos de tu lado.

Damien se acercó.

-¿Tuvimos un hijo?

-Lo tenemos, Yandrack es tu hijo. Nuestro hijo.

-¿Soy el padre de Yandrack?- preguntó él sorprendido.

Rose asintió. Él gritó de júbilo mientras cogía a la mujer entre sus brazos y giraba feliz.

-Dios mío, de verme solo he pasado a volver con la mujer de mi vida y a tener un hijo.

La mujer pasó sus brazos alrededor del cuello de él y volvieron a besarse con deleite, con anhelo, con un amor contenido durante veinticinco años y que a partir de ese momento nunca más volvería a romperse el lazo que los unía.

Cuando se apartaron, ella le acarició las mejillas con dulzura, había echado tanto menos aquellos rasgos tan hermosos, aquel cuerpo tan viril, aquella pasión arrolladora que los envolvía a ambos.

-Aún tenemos que decírselo a Yandrack, él aún no sabe que Philiph no era su padre. Nunca le confesé mis sospechas porque tenía miedo a lo que pudiera hacer. Casi todas las peleas entre nuestro hijo y Philiph, este me hacía pagar las consecuencias a mí para amilanarlo… ha sufrido tanto por mi culpa.

Él le puso un dedo en los labios para acallarla.

-No digas eso. Tú no tienes la culpa de nada, te equivocaste.

-Pero una equivocación de veinticinco años de sufrimiento.

-No importa eso, intentemos olvidar el pasado, hacer como que nunca existió.

-Será muy difícil para mí.

-No si estás conmigo.

Damien abrazó a Rose con fuerza transmitiéndole todo el cariño que tenía guardado para dar. Luego, tras un rato de conversación, ambos se dirigieron a la casa de la madre de ella para ver si Belinda y Yandrack habían regresado.

Fue una verdadera suerte que justo cuando ellos llegaban, el hijo de ambos aparecía con la joven que iba envuelta en el abrigo de Yandrack.

Rose corrió a abrazarlo mientras Damien observaba al chico.

-Hijo, has vuelto, Belinda ha conseguido traerte de vuelta- dijo mirando a la joven que sonrió.

-Me costó un poco pero lo conseguí- dijo la joven.

-¡Dios mío, estás empapada!- exclamó Rose viendo a la joven con el pelo mojado y temblando de frío- ven entremos en la casa para que entres en calor.

Todos entraron en la casa y Yandrack miró al hombre que había venido con su madre sin saber quién era exactamente.

Una vez dentro, Rose se llevó a Belinda a la habitación para que se pusiera algo de ropa y encontró un pijama de cuando ella y Libby eran jóvenes.

-Es un poco viejo pero te mantendrá caliente- dijo Rose mirando a Belinda con el pijama puesto.

-No me importa- dijo Belinda.

-Bien, ahora te pondremos una manta por encima y te beberás un té para que entres en calor antes.

La joven asintió y ambas volvieron al salón donde los dos hombres no dejaban de mirarse fijamente. Belinda se sentó junto a Yandrack totalmente encogida oculta por la manta y Rose se fue a la cocina a por el té que le prometió a la chica.

Al momento volvió con una taza humeante que le entregó a Belinda la cual se lo agradeció y se sentó junto a Damien.

-Hijo- dijo Rose mirando a Yandrack- tengo que contarte algo muy importante…

El joven miró a su madre frunciendo el ceño para luego mirar al hombre que había cogido la mano de Rose.

-Dime…- la instó el chico.

-Pues verás… recuerdas la historia que te conté de que me fui con Philiph porque me obligó a parte de que estaba embarazada de ti.

-Sí, claro que la recuerdo.

Rose suspiró y miró a su hijo a los ojos.

-Hubo una parte de la historia que no te conté…

El chico se sorprendió bastante, ¿su madre le había ocultado una parte de la historia de su pasado?

-¿Qué parte?

Belinda que estaba tomándose el té, también miró a la mujer.

-No pude contártela por miedo a lo que podría hacer Philiph si se enteraba. El caso es que yo realmente no estaba enamorada de él, yo sufrí la imprimación con Damien- dijo mirando al hombre que tenía a su lado con una sonrisa cálida y cariñosa- él ha sido el único amor de mi vida. Me casé con Philiph porque pensé que fue él quien me dejó embarazada pero no fue así.

-¿Estás queriendo decir que ese hombre no era mi padre?

-Exactamente eso, Yandrack, Philiph no era tu padre, Damien es tu verdadero padre… siento haberte ocultado esa parte de la historia pero ni siquiera yo estaba segura de que Damien fuese tu padre hasta que hace poco hice cuentas. Lo siento de verdad.

Yandrack miró bien por primera vez al que su madre decía que era su verdadero padre. Ambos tenían el mismo pelo oscuro y algunos de sus rasgos eran como los de él.

Damien se acercó a su hijo y ambos se miraron fijamente a los ojos.

-Quizás sea un poco tarde para que me digas papá porque no he podido estar todos estos años contigo ni protegerte de la maldad de Philiph como tampoco pude hacer con tu madre y me lamento a cada momento por no haber sido capaz de impedirle que se fuera pero me gustaría conocerte y desear que algún día puedas sentirme como un padre.

Yandrack sonrió levemente.

-Mientras no hagas daño a mi madre estaré encantado de conocerte y quizás de algún día decirte papá…- dijo el chico tendiéndole la mano a su padre recién descubierto.

Damien también sonrió y cogió la mano de su hijo para estrecharlas como si cerrasen un pequeño negocio: el de conocerse para llegar a quererse algún día como padre e hijo.

 

Una tonta ilusión

 

. Es una historia singular y terrible, y, a pesar de mis sesenta y seis años, apenas me atrevo a remover las cenizas de este recuerdo

. No quiero negaros nada, pero no referiría a otra persona menos experimentada que vos una historia semejante. Se trata de acontecimientos tan extraordinarios que apenas puedo creer que hayan sucedido. Fui, durante más de tres años, el juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, un pobre cura rural, he llevado todas las noches en sueños (quiera Dios que fuera un sueño) una vida de condenado, una vida mundana y de Sardanápalo. Una sola mirada demasiado complaciente a una mujer pudo causar la perdición de mi alma, pero, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón, pude desterrar al malvado espíritu que se había apoderado de mí. Mi vida se había complicado con una vida nocturna completamente diferente. Durante el día, yo era un sacerdote del Señor, casto, ocupado en la oración y en las cosas santas. Durante la noche, en el momento en que cerraba los ojos, me convertía en un joven caballero, experto en mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor y blasfemo. Y cuando al llegar el alba me despertaba, me parecía lo contrario, que me dormía y soñaba que era sacerdote. Me han quedado recuerdos de objetos y palabras de esta vida sonámbula, de los que no puedo defenderme y, a pesar de no haber salido nunca de mi parroquia, se diría al oírme que soy más bien un hombre que lo ha probado todo, y que, desengañado del mundo, ha entrado en religión queriendo terminar en el seno de Dios días tan agitados, que un humilde seminarista que ha envejecido en una ignorada casa de cura, en medio del bosque y sin ninguna relación con las cosas del siglo.

Sí, he amado como no ha amado nadie en el mundo con un amor insensato y violento, tan violento que me asombra que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Oh, qué noches! ¡Qué noches!

Desde mi más tierna infancia, había sentido la vocación del sacerdocio; también fueron dirigidos en este sentido todos mis estudios, y mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue otra cosa que un largo noviciado. Con los estudios de teología terminados, pasé sucesivamente por todas las órdenes menores, y mis superiores me juzgaron digno, a pesar de mi juventud, de alcanzar el último y terrible grado. El día de mi ordenación fue fijado para la semana de Pascua.

Jamás había andado por el mundo. El mundo era para mí el recinto del colegio y del seminario. Sabía vagamente que existía algo que se llamaba mujer, pero no me paraba a pensarlo: mi inocencia era perfecta. Sólo veía a mi madre, anciana y enferma, dos veces al año y ésta era toda mi relación con el exterior.

No lamentaba nada, no sentía la más mínima duda ante este compromiso irrevocable; estaba lleno de alegría y de impaciencia. Jamás novia alguna contó las horas con tan febril ardor; no dormía, soñaba que cantaba misa. ¡Ser sacerdote! No había en el mundo nada más hermoso: hubiera rechazado ser rey o poeta. Mi ambición no iba más allá.

Os digo esto para mostraros cómo lo que me sucedió no debió sucederme y cómo fui víctima de tan inexplicable fascinación.

Llegado el gran día caminaba hacia la iglesia tan ligero que me parecía estar sostenido en el aire, o tener alas en los hombros. Me creía un ángel, y me extrañaba la fisonomía sombría y preocupada de mis compañeros, pues éramos varios. Había pasado la noche en oración, y mi estado casi rozaba el éxtasis. El obispo, un anciano venerable, me parecía Dios Padre inclinado en su eternidad, y podía ver el cielo a través de las bóvedas del templo.

Vos sabéis los detalles de esta ceremonia: la bendición, la comunión bajo las dos especies, la unción de las palmas de las manos con el aceite de los catecúmenos y, finalmente, el santo sacrificio ofrecido al unísono con el obispo. No me detendré en esto. ¡Oh, qué razón tiene Job, y cuán imprudente es aquel que no llega a un pacto con sus ojos! Levanté casualmente mi cabeza, que hasta entonces había tenido inclinada, y vi ante mí, tan cerca que habría podido tocarla –aunque en realidad estuviera a bastante distancia y al otro lado de la balaustrada–, a una mujer joven de una extraordinaria belleza y vestida con un esplendor real. Fue como si se me cayeran las escamas de las pupilas. Experimenté la sensaaón de un ciego que recuperara súbitamente la vista. El obispo, radiante, se apagó de repente, los cirios palidecieron en sus candelabros de oro como las estrellas al amanecer, y en toda la iglesia se hizo una completa oscuridad. La encantadora criatura destacaba en ese sombrío fondo como una presencia angelical; parecía estar llena de luz, luz que no recibía, sino que derramaba a su alrededor.

Bajé los párpados, decidido a no levantarlos de nuevo, para apartarme de la influencia de los objetos, pues me distraía cada vez más, y apenas sabía lo que hacía.

Un minuto después volví a abrir los ojos, pues a través de mis párpados la veía relucir con los colores del prisma en una penumbra púrpura, como cuando se ha mirado al sol. ¡Ah, qué hermosa era! Cuando los más grandes pintores, persiguiendo en el cielo la belleza ideal, trajeron a la tierra el divino retrato de la Madonna, ni siquiera vislumbraron esta fabulosa realidad. Ni los versos del poeta ni la paleta del pintor pueden dar idea. Era bastante alta, con un talle y un porte de diosa; sus cabellos, de un rubio claro, se separaban en la frente, y caían sobre sus sienes como dos ríos de oro; parecía una reina con su diadema; su frente, de una blancura azulada y transparente, se abría amplia y serrna sobre los arcos de las pestañas negras, singularidad que contrastaba con las pupilas verde mar de una vivacidad y un brillo insostenibles. ¡Qué ojos! Con un destello decidían el destino de un hombre; tenían una vida, una transparencia, un ardor, una humedad brillante que jamás había visto en ojos humanos; lanzaban rayos como flechas dirigidas a mi corazón. No sé si la llama que los iluminaba venía del cielo o del infierno, pero ciertamente venía de uno o de otro. Esta mujer era un ángel o un demonio, quizá las dos cosas, no había nacido del costado de Eva, la madre común. Sus dientes eran perlas de Oriente que brillaban en su roja sonrisa, y a cada gesto de su boca se formaban pequeños hoyuelos en el satén rosa de sus adorables mejillas. Su nariz era de una finura y de un orgullo regios, y revelaba su noble origen, En la piel brillante de sus hombros semidesnudos jugaban piedras de ágata y unas rubias perlas, de color semejante al de su cuello, que caían sobre su pecho. De vez en cuando levantaba la cabeza con un movimiento ondulante de culebra o de pavo real que hacía estremecer el cuello de encaje bordado que la envolvía como una red de plata.

Llevaba un traje de terciopelo nacarado de cuyas amplias mangas de armiño salían unas manos patricias, infinitamente delicadas. Sus dedos, largos y torneados eran de una transparencia tan ideal que dejaban pasar la luz como los de la aurora.

Tengo estos detalles tan presentes como si fueran de ayer, y aunque estaba profundamente turbado nada escapó a mis ojos; ni siquiera el más pequeño detalle: el lunar en la barbilla, el imperceptible vello en las comisuras de los labios, el terciopelo de su frente, la sombra temblorosa de las pestañas sobre las mejillas, captaba el más ligero matiz con una sorprendente lucidez.

Mientras la miraba sentía abrirse en mí puertas hasta ahora cerradas; tragaluces antes obstruidos dejaban entrever perspectivas desconocidas; la vida me parecía diferente, acababa de nacer a un nuevo orden de ideas. Una escalofriante angustia me atenazaba el corazón; cada minuto transcurrido me parecía un segundo y un siglo. Sin embargo, la ceremonia avanzaba, y yo me encontraba lejos del mundo, cuya entrada cerraban con furia mis nuevos deseos. Dije sí, cuando quería decir no, cuando todo mi ser se revolvía y protestaba contra la violencia que mi lengua hacía a mi alma: una fuerza oculta me arrancaba a mi pesar las palabras de la garganta. Quizá por este motivo tantas jóvenes llegan al altar con el firme propósito de rechazar clamorosamente al esposo que les imponen y ninguna lleva a cabo su plan. Por esta razón, sin duda, tantas novicias toman el velo aunque decididas a destrozarlo en el momento de pronunciar sus votos. Uno no se atreve a provocar tal escándalo ni a decepcionar a tantas personas; todas las voluntades, todas las miradas pesan sobre uno como una losa de plomo; además, todo está tan cuidadosamente preparado, las medidas tomadas con antelación de una forma tan visiblemente irrevocable, que el pensamiento cede ante el peso de los hechos y sucumbe por completo.

La mirada de la hermosa desconocida cambiaba de expresión según transcurría la ceremonia. Tierna y acariciadora al principio, adoptó un aire desdeñoso y disgustado, como de no haber sido comprendida.

Hice un esfuerzo capaz de arrancar montañas para gritar que yo no quería ser sacerdote, sin conseguir nada; mi lengua estaba pegada al paladar y me fue imposible traducir mi voluntad en el más mínimo gesto negativo. Aunque despierto, mi estado era semejante al de una pesadilla, donde se quiere gritar una palabra de la que nuestra vida depende sin obtener resultado alguno.

Ella pareció darse cuenta de mi martirio y, como para animarme, me lanzó una mirada llena de divinas promesas. Sus ojos eran un poema en el que cada mirada era un canto.

Me decía:

–Si quieres ser mío te haré más dichoso que el mismo Dios en su paraíso; los ángeles te envidiarán. Rompe ese fúnebre sudario con que vas a cubrirte, yo soy la belleza, la juventud, la vida; ven a mí, seremos el amor. ¿Qué podría ofrecerte Yahvé como compensación? Nuestra vida discurrirá como un sueño y será un beso eterno.

»Derrama el vino de ese cáliz y serás libre, te llevaré a islas desconocidas, dormirás apoyado en mi seno en un lecho de oro macizo bajo un dosel de plata. Te amo y quiero arrebatarte a tu Dios ante quien tantos corazones nobles derraman un amor que nunca llega hasta él.

Me parecía oír estas palabras con un ritmo y una dulzura infinita, su mirada tenía música, y las frases que me enviaban sus ojos resonaban en el fondo de mi corazón como si una boca invisible las hubiera susurrado en mi alma. Me encontraba dispuesto a renunciar a Dios y, sin embargo, mi corazón realizaba maquinalmente las formalidades de la ceremonia. La hermosa mujer me lanzó una segunda mirada tan suplicante, tan desesperada, que me atravesaron el corazón cuchillas afiladas, y sentí en el pecho más puñales que la Dolorosa.

Todo terminó. Ya era sacerdote.

Jamás fisonomía humana manifestó una angustia tan desgarradora; la joven que ve morir a su novio súbitamente junto a ella, la madre junto a la cuna vacía de su hijo, Eva sentada en el umbral del paraíso, el avaro que encuentra una piedra en el lugar de su tesoro, y el poeta que deja caer al fuego el único manuscrito de su más bella obra, no muestran un aire tan aterrado e inconsolable. La sangre abandonó su rostro encantador, que se volvió blanco como el mármol; sus hermosos brazos cayeron a lo largo de su cuerpo como si sus músculos se hubieran relajado y se apoyó en una columna, pues desfallecían sus piernas. Yo me dirigí vacilante hacia la puerta de la iglesia, lívido, con la frente inundada de sudor más sangrante que el del Calvario. Me ahogaba. Las bóvedas caían sobre mis hombros y me parecía como si sostuviera sólo yo con mi cabeza todo el peso de la cúpula.

Al franquear el umbral una mano se apoderó bruscamente de la mía, ¡una mano de mujer! Jamás había tocado otra. Era fría como la piel de una serpiente y me dejó una huella ardiente como la marca de un hierro al rojo vivo. Era ella.

–¡Infeliz, infeliz! ¿Qué has hecho? –me susurró. Luego desapareció entre la multitud.

El anciano obispo pasó a mi lado; me miró severamente. Mi comportamiento era de lo más extraño, palidecía, enrojecía, me encontraba turbado. Uno de mis compañeros se apiadó de mí y me llevó con él; hubiera sido incapaz de encontrar solo el camino del seminario. A la vuelta de una esquina, mientras el joven sacerdote miraba hacia otro lado, un paje vestido de manera extraña se me acercó y, sin detenerse, me entregó un portafolios rematado en oro, indicándome que lo ocultara; lo deslicé en mi manga y lo tuve guardado hasta que me quedé solo en mi celda. Hice saltar el broche; sólo había dos hojas con estas palabras: «Clarimonda, en el palacio Concini.» Como yo no estaba entonces al corriente de las cosas de la vida, no conocía a Clarimonda, a pesar de su celebridad, e ignoraba por completo dónde se encontraba el palacio Concini. Hice mil conjeturas tan extravagantes unas como otras, pero con tal de volver a verla, me importaba bastante poco que pudiera ser gran dama o cortesana.

Este amor, nacido hacía bien poco, se había enraizado de forma indestructible. De tan imposible como me parecía, ni siquiera pensaba en intentar arrancarlo. Esta mujer se había apoderado de mí, por completo, tan sólo una mirada suya había bastado para transformarme; me había insinuado su voluntad; y ya no vivía en mí, sino en ella y para ella. Hacía mil extravagancias, besaba mi mano donde ella me había cogido y repetía su nombre durante horas. Sólo con cerrar los ojos la veía con la misma claridad que si estuviera ante mí y me repetía las mismas palabras que ella me dijo en el pórtico de la iglesia: «infeliz, infeliz, ¿qué has hecho?». Comprendía todo el horror de mi situación y el carácter fúnebre y terrible del estado que acababa de profesar se revelaba ante mí. Ser sacerdote, es decir, castidad, no amar, no distinguir ni edad ni sexo, apartarse de la belleza, arrancarse los ojos, arrastrarse en la sombra helada de un claustro o de una iglesia, ver sólo moribundos, velar cadáveres desconocidos y llevar sobre sí el duelo de la negra sotana con el fin de convertir la túnica en un manto para el propio féretro.

Y sentía mi vida como un lago interior que crece y se desborda; la sangre me laría con fuerza en las arterias; mi juventud, tanto tiempo reprimida, estallaba de golpe, como el áloe que tarda cien años en florecer y se abre con la fuerza de un trueno.

¿Cómo hacer para ver de nuevo a Clarimonda? No tenía pretextos para salir del seminario, no conocía a nadie en la ciudad; ni siquiera permanecería allí por más tiempo, pues sólo esperaba a que me designasen la parroquia que debía ocupar. Intenté arrancar los barrotes de la ventana, pero la altura era horrible, y sin escalera era impensable. Además, sólo podría bajar de noche y ¿cómo conducirme en el inextricable laberinto de calles? Estas dificultades –que no serían nada para otros– eran inmensas para mí, pobre seminarista recién enamorado, sin experiencia, sin dinero y sin ropa.

«¡Ah! –me decía a mí mismo en mi ceguera–, si no hubiera sido sacerdote habría podido verla todos los días, habría sido su amante, su esposo; en vez de estar cubierto con mi triste sudario, tendría ropas de seda y terciopelo, cadenas de oro, una espada y plumas como los jóvenes y hermosos caballeros. Mis cabellos, deshonrados por la tonsura, jugarían alrededor de mi cuello, formando ondeantes rizos. Tendría un lustroso bigote, y sería un valiente. Pero, una hora ante el altar, unas pocas palabras apenas articuladas me separaban para siempre de entre los vivos, ¡y yo mismo había sellado la losa de mi tumba, había corrido el cerrojo de mi prisión!»

Me asomé a la ventana. El cielo estaba maravillosamente azul, los árboles se habían vestido de primavera; la naturaleza hacía gala de una irónica alegría. La plara estaba llena de gente; unos iban, otros venían. Galanes y hermosas jovencitas iban en parejas hacia el jardín y los cenadores. Grupos de amigos pasaban cantando canciones de borrachos. Había un movimiento, una vida, una animación que aumentaba penosamente mi duelo y mi soledad. Una madre joven jugaba con su hijo en el umbral de la casa. Le besaba su boquita rosa perlada de gotas de leche, y le hacía arrumacos con mil divinas puerilidades que sólo las madres saben hacer. El padre, de pie, a una cierta distancia, sonreía dulcemente ante esta encantadora escena, y sus brazos cruzados estrechaban su alegría contra el corazón. No pude soportar este espectáculo; cerré la ventana y me eché en la cama con un odio y una envidia espantosa en el corazón, mordiendo mis dedos y la manta como un tigre con hambre de tres días.

No sé cuántos días permanecí de este modo; pero al volverme en un furioso espasmo vi al padre Serapion, de pie en la habitación, observándome atentamente. Me avergoncé de mí mismo y, hundiendo la cabeza en mi pecho, me cubrí el rostro con las manos.

–Romualdo, amigo mío –me dijo Serapion después de algunos minutos de silencio–, os sucede algo extraño; ¡vuestra conducta es verdaderamente inexplicable! Vos, tan sosegado y tan dulce os revolvéis ahora como un animal furioso. Tened cuidado hermano, y no escuchéis las sugerencias del diablo; el espíritu maligno, irritado por vuestra eterna consagración al Señor, os acecha como un lobo rapaz, e intenta un último esfuerzo para atraeros a él. En vez de dejaros abatir, mi querido Romualdo, haceos una coraza de oración, un escudo de mortificación y combatid valientemente al enemigo: le venceréis. La virtud necesita de la tentación, y el oro sale más fino del crisol. No os asustéis ni os desaniméis. Las almas mejor guardadas y las más firmes han tenido estos momentos. Orad, ayunad, meditad y se alejará el malvado espíritu.

El discurso del padre Serapion me hizo volver en mí y me tranquilicé.

–Venía a anunciaros que os ha sido asignada la parroquia de C**: el sacerdote que la ocupaba acaba de morir, y el obispo me ha encargado que os instale allí. Estad preparado para mañana.

Respondí afirmativamente con la cabeza y el padre se retiró. Abrí el misal y comencé a leer oraciones; pero pronto las líneas se tornaron confusas bajo mis ojos. Las ideas se enmarañaron en mi cerebro, y el libro se deslizó de entre mis manos sin darme cuenta.

¡Partir mañana sin haberla visto!, ¡añadir otro imposible más a todos los que ya había entre nosotros!, ¡perder para siempre la esperanza de encontrarla a menos que sucediera un milagro!, ¿escribirle?, ¿y a través de quién haría llegar mi carta? Con el carácter sagrado de mi estado, ¿a quién podría abrir mi corazón? ¿en quién confiar? Fui presa de una terrible ansiedad. Además, me venía a la memoria lo que el padre Serapion me acababa de decir de los artificios del diablo: lo extraño de la aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonda, el destello fosforescente de sus ojos, la ardiente huella de su mano, la turbación en que me había hundido, el cambio repentino que se había operado en mí, mi piedad desvanecida en un instante; todo ello demostraba claramente la presencia del diablo, y la mano satinada no era sino el guante con que cubría sus garras. Estos pensamientos me sumieron en un gran temor, recogí el misal que había caído de mis rodillas al suelo y volví a mis oraciones.

A la mañana siguiente, Serapion vino a recogerme. Dos mulas cargadas con nuestro equipaje esperaban a la puerta. Él montó una, y yo, mejor o peor, la otra. Mientras recorríamos las calles de la ciudad miraba todas las ventanas y balcones por si veía a Clarimonda; pero era demasiado temprano, y la ciudad aún no había abierto los ojos. Mi mirada intentaba atravesar los estores y cortinas de los palacios ante los que pasábamos. Serapion, sin duda, atribuía esta curiosidad a la admiracion que me causaba la belleza de la arquitectura, pues aminoraba el paso de su montura para darme tiempo de ver. Por fin llegamos a la puerta de la ciudad y empezamos a subir la colina. Cuando llegué a la cima me volví para mirar una vez más el lugar donde vivía Clarimonda. La sombra de una nube cubría por completo la ciudad; los tejados azules y rojos se confundían en un semitono general donde flotaban, aquí y allá, los humos de la mañana, como blancos copos de espuma. Gracias a un singular efecto óptico se dibujaba, rubio y dorado, bajo un rayo único de luz, un edificio que sobrepasaba en altura a las construcciones vecinas, hundidas por completo en el vaho; aunque estaba a más de una legua, parecía muy cercano. Podían distinguirse los más mínimos detalles, las torres, las azoteas, las ventanas e incluso las veletas con cola de milano.

–¿Qué palacio es ese que veo allá a lo lejos iluminado por un rayo de sol? –le pregunté a Serapion.

Puso la mano por encima de sus ojos y cuando lo vio me contestó:

–Es el antiguo palacio que el príncipe Concini regaló a la cortesana Clarimonda; allí suceden cosas horribles.

En ese instante –aún no sé si fue realidad o ilusión– creí ver cómo en la terraza se deslizaba una silueta blanca y esbelta que brilló un segundo y se apagó. ¡Era Clarimonda!

¡Oh! ¿Sabía ella entonces que en ese momento desde lo alto de este amargo camino que me separaba de ella que no descendería nunca más, ardiente e inquieto, no apartaba mis ojos del palacio que habitaba y al que un insignificante juego de luz parecía acercarme como para invitarme a entrar y ser su dueño? Sin duda lo sabía, pues su alma estaba demasiado ligada a la mía como para sentir el menor estremecimiento, y esta sensación la había impulsado a subir a la terraza, envuelta en sus velos, en el helado rocío de la mañana.

La sombra se apoderó del palacio, y todo fue un océano inmóvil de tejados y cumbres donde sólo se distinguía una ondulación montuosa. Serapion arreó a su mula, cuyo paso siguió la mía enseguida, y un recodo del camino me arrebató para siempre la ciudad de S**, pues no volvería nunca.

Al cabo de tres días de camino a través de campos tristes vislumbramos a través de los árboles el gallo del campanario de la iglesia donde debía servir. Después de recorrer calles tortuosas flanqueadas por chozas y cercados llegamos ante la fachada, que no se caracterizaba por su grandeza. Un porche adornado con algunas nervaduras y dos o tres pilares del mismo gres toscamente tallados, tejas y contrafuertes del mismo gres que los pilares, esto era todo. A la izquierda, el cementerio con la hierba crecida y una gran cruz de hierro en medio; a la derecha y a la sombra de la iglesia, la casa parroquial. Era una casa de una sencillez extrema y de una desolada pulcritud. Entramos. Algunas gallinas picoteaban unos pocos granos de avena; acostumbradas como estaban a la negra sotana de los curas, no se espantaron con nuestra presencia y apenas se apartaron para dejarnos pasar. Se oyó un ladrido ronco y áspero, y vimos aparecer un perro viejo. Era el perro de mi antecesor. Tenía los ojos apagados, el pelo gris y todos los síntomas de la mayor vejez que un perro puede alcanzar. Lo acaricié suavemente y se puso a caminar junto a mí lleno de una indecible satisfacción. Vino también a nuestro encuentro una mujer muy vieja que había sido el ama de llaves del anciano cura, quien después de conducirme a una habitación de la planta baja me preguntó si había pensado despedirla. Le respondí que me quedaría con ella, con ella y con el perro, asimismo con las gallinas y con todos los muebles que su amo le había dejado al morir, cosa que la llenó de alegría, una vez que el padre Serapion le pagó en el momento el dinero que quería a cambio.

Cuando estuve instalado, el padre Serapion volvió al seminario. De forma que me quedé solo y sin otro apoyo que yo mismo. La idea de Clarimonda comenzó de nuevo a obsesionarme, y aunque me esforzaba en apartarla de mí, no siempre lo conseguía. Una tarde, paseando por mi jardín entre los caminos bordeados de boj, me pareció ver a través de los arbustos una silueta de mujer que seguía todos mis movimientos, y vi brillar entre las hojas dos pupilas verde mar; pero era sólo una ilusión, pues al pasar al otro lado encontré la huella de un pie tan pequeño que parecía de un niño. El jardín estaba rodeado por murallas muy altas, inspeccioné todos los recodos y rincones y no había nadie. Jamás pude explicarme este hecho, que no fue nada comparado con las cosas extrañas que me habían de suceder. Durante un año viví cumpliendo con exactitud todos los deberes correspondientes a mi estado, orando, ayunando y socorriendo enfermos, dando limosnas hasta privarme de lo más indispensable. Pero sentía en mi interior una profunda aridez y la fuente de la gracia estaba seca para mí. No podía gozar de la felicidad que da el cumplimiento de una misión santa. Mi pensamiento estaba en otra parte, y las palabras de Clarimonda me volvían a los labios como un estribillo que se repite involuntariamente. ¡Oh hermano, meditad bien esto! Por haber mirado solamente una vez a una mujer, por una falta aparentemente tan leve, he sufrido durante años las más miserables turbaciones.

Mi vida está trastornada para siempre jamás.

No voy a entreteneros más tiempo con derrotas y victorias seguidas siempre de las más profundas caídas y pasaré a relatar enseguida un hecho decisivo. Una noche llamaron violentamente a la puerta. La anciana ama de llaves fue a abrir, y un hombre de rostro cobrizo y ricamente vestido, aunque a la moda exrranjera, y con un gran puñal, apareció en el umbral a la luz del farol de Bárbara. La primera impresión de ésta fue de miedo, pero el hombre la tranquilizó diciéndole que necesitaba verme enseguida para algo relacionado con mi ministerio. Bárbara le hizo subir. Yo ya iba a acostarme. El hombre me dijo que su señora, una gran dama, estaba a punto de morir y deseaba un sacerdote. Le respondí que estaba dispuesto a acompañarle; cogí lo necesario para la Extremaunción y bajé a toda prisa. En la puerta resoplaban de impaciencia dos caballos negros como la noche, y de su pecho emanaban oleadas de humo. Me sujetó el estribo y me ayudó a montar uno de ellos, después montó él el otro, apoyando solamente una mano en la silla. Apretó las rodillas y soltó las riendas de su caballo, que salió como una flecha. El mío, cuya brida también sujetaba él, se puso al galope y se mantuvo a la par que el suyo. Bajo nuestro insaciable galope, la tierra desaparecía gris y rayada, y las negras siluetas de los árboles huían como un ejército derrotado. Atravesamos un sombrío bosque tan oscuro y glacial que un escalofrío de supersticioso terror me recorrió el cuerpo. La estela de chispas que las herraduras de nuestros caballos producían en las piedras dejaba a nuestro paso un reguero de fuego, y si alguien nos hubiera visto a esta hora de la noche, nos habría tomado a mi guía y a mí por dos espectros cabalgando en una pesadilla. De cuando en cuando, fuegos fatuos se cruzaban en el camino, y las cornejas piaban lastimeras en la espesura del bosque, donde a lo lejos brillaban los ojos fosforescentes de algún gato salvaje. La crin de los caballos se enmarañaba cada vez más, el sudor corría por sus flancos y resoplaban jadeantes. Cuando el escudero les veía desfallecer emitía un grito gutural sobrehumano, y la carrera se reanudaba con furia. Finalmente se detuvo el torbellino. Una sombra negra salpicada de luces se alzó súbitamente ante nosotros; las pisadas de nuestras cabalgaduras se hicieron más ruidosas en el suelo de hierro, y entramos bajo una bóveda que abría sus fauces entre dos torres enormes. En el castillo reinaba una gran agitación; los criados, provistos de antorchas, atravesaban los patios, y las luces subían y bajaban de un piso a otro. Pude ver confusamente formas arquitectónicas inmensas, columnas, arcos, escalinatas y balaustradas, todo un lujo de construcción regia y fantástica. Un paje negro en quien reconocí enseguida al que me había dado el mensaje de Clarimonda, vino a ayudarme a bajar del caballo, y un mayordomo vestido de terciopelo negro con una cadena de oro en el cuello y un bastón de marfil avanzó hacia mí. Dos lágrimas cayeron de sus ojos y rodaron por sus mejillas hasta su barba blanca.

–¡Demasiado tarde, padre! –dijo bajando la cabeza–, ¡demasiado tarde!, pero ya que no pudisteis salvar su alma, venid a velar su pobre cuerpo.

Me tomó del brazo y me condujo a la sala fúnebre; mi llanto era tan copioso como el suyo, pues acababa de comprender que la muerta no era otra sino Clarimonda, tanto y tan locamente amada. Había un reclinatorio junto al lecho; una llama azul, que revoloteaba en una pátera de bronce, iluminaba toda la habitación con una luz débil e incierta, y hacía pestañear en la sombra la arista de algún mueble o de una cornisa. Sobre la mesa en una urna labrada, yacía una rosa blanca marchita, cuyos pétalos, salvo uno que se mantenía aún, habían caído junto al vaso, como lágrimas perfumadas; un roto antifaz negro, un abanico, disfraces de todo tipo se encontraban esparcidos por los sillones, y hacían pensar que la muerte se había presentado de improviso y sin anunciarse en esta suntuosa mansión. Me arrodillé, sin atreverme a dirigir la mirada al lecho, y empecé a recitar salmos con gran fervor, dando gracias a Dios por haber interpuesto la tumba entre el pensamiento de esa mujer y yo, para así poder incluir en mis oraciones su nombre santificado desde ahora. Pero, poco a poco, se fue debilitando este impulso, y caí en un estado de ensoñación. Esta estancia no tenía el aspecto de una cámara mortuoria. Contrariamente al aire fétido y cadavérico que estaba acostumbrado a respirar en los velatorios, un vaho lánguido de esencias orientales, no sé qué aroma de mujer, flotaba suavemente en la tibia atmósfera. Aquel pálido resplandor se asemejaba más a una media luz buscada para la voluptuosidad que al reflejo amarillo de la llama que tiembla junto a los cadáveres. Recordaba el extraño azar que me había devuelto a Clarimonda en el instante en que la perdía para siempre y un suspiro nostálgico escapó de mi pecho. Me pareció oír suspirar a mi espalda y me volví sin querer. Era el eco. Gracias a este movimiento mis ojos cayeron sobre el lecho de muerte que hasta entonces habían evitado. Las cortinas de damasco rojo estampadas, recogidas con entorchados de oro, dejaban ver a la muerta acostada con las manos juntas sobre el pecho. Estaba cubierta por un velo de lino de un blanco resplandeciente que resaltaba aún más gracias al púrpura del cortinaje, de una finura tal que no ocultaba lo más mínimo la encantadora forma de su cuerpo y dejaba ver sus bellas líneas ondulantes como el cuello de un cisne que ni siquiera la muerte había podido entumecer. Se hubiera creído una estatua de alabastro realizada por un hábil escultor para la tumba de una reina, o una doncella dormida sobre la que hubiera nevado.

No podía contenerme; el aire de esta alcoba me embriagaba, el olor febril de rosa medio marchita me subía al cerebro, me puse a recorrer la habitación deteniéndome ante cada columna del lecho para observar el grácil cuerpo difunto bajo la transparencia del sudario. Extraños pensamientos me atravesaban el alma. Me imaginaba que no estaba realmente muerta y que no era más que una ficción ideada para atraerme a su castillo y así confesarme su amor. Por un momento creí ver que movía su pie en la blancura de los velos y se alteraban los pliegues de su sudario. Luego me decía a mí mismo: «¿acaso es Clarimonda? ¿Qué pruebas tengo? El paje negro puede haber pasado al servicio de otra mujer. Debo estar loco para desconsolarme y turbarme de este modo». Pero mi corazón contestaba: «es ella, claro que es ella». Me acerqué al lecho y miré aún más atentamente al objeto de mi incertidumbre. Debo confesaros que tal perfección de formas, aunque purificadas y santificadas por la sombra de la muerte, me turbaban voluptuosamente, y su reposado aspecto se parecía tanto a un sueño que uno podría haberse engañado. Olvidé que había venido para realizar un oficio fúnebre y me imaginaba entrando como un joven esposo en la alcoba de la novia que oculta su rostro por pudor y no quiere dejarse ver. Afligido de dolor, loco de alegría, estremecido de temor y placer me incliné sobre ella y cogí el borde del velo; lo levanté lentamente, conteniendo la respiración para no despertarla.

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