Ada

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Entre sus aduladores más declarados y solícitos, contábase aquel conde de Nordis, agente y mano derecha del duque Aurelio -el mismo que en París había preparado secretamente la campaña de La Actualidad y enseñado a Viodal una estocada pérfida, que sólo por casualidad no envió a Felipe a contarlo al otro mundo-. No eran antecedentes para que Nordis fuese acogido con agrado, y efectivamente, Felipe, en dos o tres ocasiones señaladas, recibió las humildes protestas de Nordis con rostro grave y displicente. Miraya, partidario de los moldes anchos y conciliadores de Stereadi, hubiese aconsejado una dirección de tolerancia, desconfiada en el fondo; pero el conde de Nakusi, cuyo ascendiente en el ánimo de Felipe era cada día mayor, sentía por Nordis una repulsión física, invencible. «Podré creer - decía- en la sumisión y en la renuncia del duque Aurelio, que está dando a todos sus partidarios la consigna de adherirse a la causa del príncipe Felipe; pero ¡jamás!, ¡jamás! tragaré a Nordis; ni menos a sus adláteres Jegarsa el trapacero y Prunkay el espadachín. ¿Quiere saber Vuestra Alteza -añadía con calor- la verdadera causa de que la gente honrada y noble del país se horrorizase ante la contingencia del advenimiento del duque Aurelio al trono? ¡No era otra sino su... indulgencia hacia estos tipos sospechosos! Pedimos águilas y leones, no nos gustan los cuervos ni los buitres. No hemos olvidado que el duque Aurelio es un valiente, un gran capitán; pero nos parece que no ha debido consentir ciertas cosas... Se refieren episodios de la guerra que erizan los cabellos... Hay historias de mujeres atadas a un cañón, desnudas, en presencia de sus padres y esposos; de niños ensartados con los sables; de prisioneros con las orejas cortadas... ¡hasta de rescates por dinero! A mi tío el duque de Moldau no le agrada que se hable de eso... Cree que si tales cosas son verdad deben callarse, y si son calumnias, con mayor razón... Calumnias serán; tal vez el Gran Duque, obligado a hacer la guerra con tropas indómitas y feroces, no haya podido contenerlas, y ahora se le achacan a él las atrocidades de sus soldados...».

-Eso es lo más probable -observaba Felipe-. En todas las guerras pueden registrarse hechos análogos; si un caudillo es valiente, se le moteja de sanguinario y cruel.

-Cierto -asentía Nakusi; pero con el instinto de sencilla rectitud, que era la única ley de su inteligencia, añadía inmediatamente-: Mas, si eso no fue culpa del duque Aurelio, ¿a qué rodearse de gentuza como Nordis, como Jegarsa el falsario, comprometido en los negocios más turbios, hasta en el de la quiebra de cierta casa de banca judía, quiebra escandalosa, que nadie creyó, y que le costó al Estado varios millones; o como Prunkay, que se vale de golpes ilícitos en los duelos? Quien es honrado -declaraba Nakusi echando atrás la cabeza con desdén- mal hace en proteger a los canallas: él no los rehabilita, y ellos, en cambio, le desprestigian y manchan a él. Ahí tiene Vuestra Alteza a Nordis. De este no sabemos nada concreto, pero lo sospechamos todo; no conocemos su origen ni su familia; de lo que estamos seguros es de que no conviene jugar con él, y yo, no hace dos días, me he separado de una mesa de whist, porque vi que le hacían lugar... ¡Y a este hombre, dándonos a toda la nobleza de Dacia un bofetón en el rostro, se le otorga un título, se le inscribe en nuestro libro venerable! ¡Por eso, señor -añadió el joven conde de Nakusi con altanero brío-, por eso y por otras cosas que duelen en el alma a todo patriota, más de un «antiguo» de Dacia ha abrazado la causa de Vuestra Alteza, y está dispuesto a dar por ella, si necesario fuese, sangre y vida!

Cuando Nakusi hablaba así, Felipe María le miraba con interés vivísimo. La naturaleza de Felipe María era más intelectual que otra cosa, y su físico el de un hombre nervioso, impulsivo y variable. En cambio el conde Nakusi ofrecía el tipo de una raza militar y aristocrática a la vez, y sobre todo, enérgica, con su alta estatura, su ancho pecho, su cintura quebrada, su cara de un moreno sano y sanguíneo, su boca sana y de firme dibujo, su aguileña nariz y su mostacho castaño y retorcido. Seguramente en tal hombre no había afinación cerebral; sus raciocinios no eran profundos, pero sí justos y derechos, y su instinto, su primer movimiento, fruto de una voluntad entera y guiada siempre por la dignidad y el culto del honor, no podía engañarle. Sintiose Felipe lleno de confianza en Nakusi, y apoyando su mano en el hombro del mozo, preguntó afectuosamente:

-Usted, en mi caso, ¿recelaría algo de la presencia de Nordis?

-Sí, señor -contestó con fuerza Nakusi-. Tanto recelaría, que librárame Dios de aceptar nunca una taza de té que él me brindase. Vuestra Alteza tiene más entendimiento que todos; pero yo, lealmente, no debo ocultar mis recelos. No me ha mentido nunca el corazón cuando escucho su voz... ¡Guarde bien Vuestra Alteza su augusta persona! ¡A ese hombre con quien no he querido jugar, le creo capaz de todo! ¡De todo lo malo!

Felipe María calló. No le agradaba manifestar hasta qué punto le impresionaban los augurios de Nakusi, por no parecer pusilánime, defecto que él sabía que no se perdona a los reyes, ni a los que a serlo aspiran; y además, aquello no era pusilanimidad, como no lo es en quien camina de noche y a obscuras estremecerse si ve brillar unos ojos en la sombra. No podía olvidar que Miraya, y no por instinto, sino por análisis, había demostrado también una extraña aprensión al saber la venida y la aparente adhesión de Nordis a la causa de Felipe; y dominándose, con la fuerza de voluntad que sabía desplegar en casos como aquel, nuevamente murmuró, reflexionando:

-Pero si Nordis se atreve a intentar algo contra mí, ¿no será por iniciativa propia? ¿Tendrá instrucciones?...

Nakusi bajó la cabeza: no se atrevía a formular una acusación directa contra el Gran Duque, al fin el hermano del Rey, el valeroso caudillo, el veterano...

-¡Sólo mi tío... o la Reina! -prosiguió Felipe sonriendo, para animar a su interlocutor.

-¡La Reina es una señora cristiana! -contestó lacónicamente Nakusi.

-Entonces...

-Guárdese bien Vuestra Alteza, señor -repitió el sobrino de Moldau-. Los grandes tienen la desgracia de que a veces les sirven..., hasta el crimen, aunque ellos no exijan tal servicio. El duque Aurelio de cierto no ordenará una infamia, pero Nordis es capaz de adelantarse hasta el pensamiento... Guárdese bien Vuestra Alteza -insistió con empeño, cruzando las manos.

De las virtudes requeridas para el papel que iba a desempeñar, tenía Felipe, en grado más eminente, el valor; y, sin embargo, las indicaciones de Nakusi le hicieron sentir ese primer escalofrío inevitable, que causa hasta en el hombre más entero el peligro vago y sin forma, imposible de prever, y, por consiguiente, de evitar. La impresión fue rápida; la duración del escalofrío, corta y sin influencia depresiva. Con un desdén que tenía líneas de belleza olímpica y majestuosa, Felipe resolvió conjurar el fantasma del miedo, que se alza sangriento y lívido ante las testas coronadas. Para contribuir a disipar esa preocupación de un orden inferior, aunque tan humano, tenía Felipe otra muy honda y persistente: Rosario y su suerte. A medida que se acercaba el día de romper aquel lazo, más apretado de lo que sospechaba él mismo, el alma de Felipe se sentía invadida de sorda angustia, parecida al remordimiento. La desdicha del hombre moderno, es ser a la vez egoísta y sensible; lo bastante egoísta para ceder a sus pasiones, lo bastante sensible para sufrir al presenciar el estrago causado por ellas en el ajeno destino. Por ser interior y cuidadosamente oculta, la lucha de Felipe no era menos violenta, ni menor su desasosiego. A decir verdad, no puede llamarse lucha aquel estado especialísimo: existe lucha propiamente dicha, cuando la voluntad fluctúa entre dos soluciones; y Felipe no fluctuaba: comprendía -en esos momentos de lucidez que acompañan a las crisis supremas- que estaba resuelto; que lo había estado desde el día y hora en que los enviados de Dacia llamaron a su puerta y le saludaron con el nombre de rey... Todos sus actos, a partir de aquel instante, habían sido inspirados y dictados por la volición -inconsciente al principio, y hasta envuelta en repugnancias y negativas semejantes a las de la mujer que rehúsa el amor deseándolo en secreto con todas las fuerzas de su alma- al fin explícita, desbordada como torrente que lo arrebata todo. No fluctuaba, pero sufría, y tal vez sufría más al reconocer que no fluctuaba siquiera; que la conciencia de su divina felicidad al lado de Rosario, no era suficiente para quitarle el afán de correr a otra vida cuyos riesgos y amarguras presentía. Y no fluctuaba, a pesar de ver con intuición clara y aguda que lo que dejaba atrás, lo que sólo había disfrutado poco tiempo, era la bienaventuranza, y lo que buscaba, algo incierto y triste, cuyo peso de antemano sentía sobre los hombros, cuyo azoramiento ya le hacía latir de inquietud las sienes y el corazón.

La consecuencia fatal de estados del alma semejantes al de Felipe, es que impulsan a la resolución inmediata, la cual, solo por ser resolución, tiene la virtud de sosegar, siquiera un momento, el espíritu. «El mal paso andarlo pronto», dicen para sí todos los que se ven en casos análogos: el condenado a muerte, que ansía llegar cuanto antes al lugar del suplicio; el enfermo, que desea la cruenta operación, el hierro registrando sus entrañas; la mujer encinta, que, con vértigo indefinible, espía la llegada del primer dolor. Felipe, más hondamente afectado de lo que creía él mismo, revelaba este anhelo en una de sus conversaciones íntimas con Miraya, -porque la rectitud y lealtad de Nakusi, su otro confidente adictísimo, le hubiese estorbado un poco para descubrir sentimientos complejos, nada francos ni nobles, y en que entraba algo que un espíritu caballeresco reprobaría tal vez en voz alta, o en voz baja, que aún sería peor...

-Comprendo -dijo al periodista Felipe- que es insostenible nuestra situación, y quisiera terminarla en un sentido o en otro. He detestado siempre las posiciones falsas, y me parece la mía tan anómala...

-La señorita Rosario -respondió Miraya, envalentonado por la confidencia y atreviéndose a pronunciar un nombre que rara vez resonaba en aquellos diálogos del príncipe y el consejero- no ha podido presentarse mejor, y la causa de Dacia no tiene amiga más sincera. Comprenderá, pues, a maravilla el estado de las cosas, y ella misma incitará a Vuestra Alteza a adoptar una medida... que... efectivamente... ya reviste carácter de urgentísima.

Felipe María guardó silencio un instante, pero sus ojos, oscurecidos y dilatados, interrogaban.

-Sé lo que digo, señor... -insistió eficazmente Miraya-. Noticias tengo, y frescas: de esta mañana misma. Los astros parece que se han puesto en conjunción para favorecer a Vuestra Alteza. A la adhesión del duque Aurelio... que, la verdad, me había parecido sospechosa... tenemos que sumar otra... más sorprendente, mucho más, y de una importancia tan extraordinaria, que apenas me atrevería a darle crédito, si no viniese la nueva por conducto bien fidedigno... ¡La Reina, señor! La misma Reina transige ya con la candidatura de Vuestra Alteza, y no se opone a que antes de... de los últimos momentos del Rey... sea vuestra Alteza reconocido oficialmente!

-¡La Reina! -repitió asombrado Felipe.

-¡La Reina! A decir verdad, ya teníamos barruntos de esta gran victoria, la victoria decisiva y capital. Ha andado aquí la mano de un apóstol, de un misionero y de un santo: el arzobispo de Vlasta. Hemos tenido la suerte de tropezar con una señora piadosa, y apelando a su conciencia...

Mientras Felipe, nervioso, se levantaba y, midiendo a pasos agitados el aposento, echaba bocanadas de humo de cigarro, Miraya continuó, irritando su deseo y exaltándolo hasta el paroxismo.

-El arzobispo de Vlasta ha conseguido el triunfo y ya la Reina no tiene más que un baluarte donde se parapeta: ¡la... situación de Vuestra Alteza, que también el prelado considera escandalosa! El día en que Vuestra Alteza dé el ejemplo de una separación... que tranquilice las conciencias... la Reina dará a su vez el de sacrificarse por la paz y por la gloria del reino de Dacia... y estará dispuesta a besar en la frente al príncipe heredero... y a... a llamarse su madre. ¡Su madre! ¡Así, así, como suena!

-Sebasti -declaró Felipe deteniéndose y frunciendo el ceño-; aquí estamos solos y hablamos como hombres. Nada me importan los escrúpulos y las aprensiones de la Reina y del Arzobispo, y si le dijese a usted otra cosa, usted no lo creería... Pero ya, en el caso en que me encuentro, una determinación se impone. Busquemos medio de que lo inevitable resulte menos doloroso.

-De eso se trata -aprobó el periodista respirando a gusto al desembarazarse de lo que él allá por dentro llamaba tiquis miquis de la conciencia-. En primer lugar es preciso que la señorita Rosario no carezca de recursos jamás.

-Toda mi fortuna personal será suya por donación -contestó precipitadamente Felipe.

-¡Es naturalísimo! Aunque algo mermada la hacienda de Vuestra alteza, basta para que una señora viva con holgura y comodidad.

-He pensado, además -prosiguió Felipe-, arrendar la Ercolani por dos o tres años, a fin de que Rosario permanezca aquí...

-¡Magnífico! La Ercolani es un retiro digno de una elevada dama... Pero, si bien todo eso es muy conveniente y necesario y deja a Vuestra Ateza en el lugar en que no podía menos de quedar siempre, lo creo de... de secundaria importancia al lado de... otras cosas que... en el momento presente... que ya.

-¡Sí, sí, entiendo! -murmuró Felipe, reprimiéndose y pasando sin querer la mano por la sien, donde un ligero sudor rezumaba.

-¡Vuestra Alteza adivina! Es de la mayor urgencia, es cuestión de días ya. Aparte de que la Reina está pendiente de las resoluciones de Vuestra Alteza, hay un motivo para que se precipiten los sucesos. La familia de Albania llega a Mónaco a fines de la semana... Es decir, el Príncipe no llega: vienen solamente la Princesa, con la heredera Dorotea Electa -Electa de Dios, según la llaman en Dacia...- y con la hermanita menor Clementina Margarita, que es un ángel. No es posible que Vuestra Alteza les haga la visita que esperan, sin que antes...

Hubo otro momento de silencio. En ocasiones análogas, Felipe, convencido y subyugado, acostumbraba, sin embargo, no acceder de buenas a primeras. Era una manera de salvar su dignidad.

-Se pensará en eso, Sebasti -dijo al fin-. Lo que necesitamos -añadió agarrándose, como suele hacerse en tales momentos, a una insignificante circunstancia que disimulase más graves cavilaciones- es un cochero que sepa su obligación. Echo de menos a Esteban, y no me determino a enganchar uno de los troncos buenos, porque prefiero que se estén en la cuadra a meterles en manos pecadoras. Y si llega el caso de hacer alguna visita... de cumplido... de ceremonia... no he de presentarme con las jaquillas de diario. Además, esos animales se están resabiando. El tronco flor de romero es una pareja de fieras. Anoche quisieron soltarse, morderse, pelearse, y armaron un estrépito infernal.

-He previsto el caso -respondió Miraya, demostrando cortesana solicitud-. He encargado a Mónaco un cochero como debe ser el de Vuestra Alteza, y ya me han hablado de uno excelente -y dacio, por más señas, pero que lleva cinco años sirviendo en París-. Sólo que quiero informarme mejor. Todo cuidado es poco tratándose de la servidumbre de un príncipe que tiene enemigos...

-¡Enemigos! Nakusi es también un medroso como usted -dijo serenamente Felipe, que ya se había rehecho y cultivaba la estética de los reyes, el desdén del peligro.

-Conviene avisparse -respondió meditabundo Miraya-. Hay moros en la costa, y he visto revolotear pájaros de mal agüero... La transacción del duque Aurelio no me pasa a mí de aquí -y Miraya se llevó a la garganta las manos-. Se me figura que me daba menos aprensión cuando nos hacía la guerra sin rebozo... Temo a los griegos hasta en sus dádivas... Nuestro insigne Stereadi ha querido imponerme sus convicciones optimistas, pero, no lo puedo remediar, del gavilán no se fían a dos por tres las palomas... ¿Qué hacen en Mónaco ciertos personajes? Es particular que nos hayan cobrado tanto cariño, que nos sigan a donde quiera que vayamos. Yo ruego a Vuestra Alteza que, por si acaso, no salga solo nunca y, sobre todo, que evite a los espadachines de la casta de ese Prunkay, que andan siempre buscando quimera. No he olvidado la estocada de Viodal: aquello fue un aviso. El día en que Vuestra Alteza haya asegurado, por un legítimo matrimonio, la sucesión al trono, se me quitará el miedo. De rodillas le ruego a Vuestra Alteza que piense en todo lo que le digo... Asegurar la sucesión... Ese es su deber y su interés...

-Bien: Miraya... Yo sé lo que debo hacer -contestó regiamente Felipe.

Como una fatalidad, impúsose a Felipe la precisión de dejar cuanto antes la Ercolani, de desatar el nudo de la convivencia. Y, al advertir en sí este impulso que parecía -como dirían los antiguos- obra de un numen, Felipe notaba a la vez una especie de ardor triste y malsano por la mujer a quien se disponía a abandonar. Si los arrebatados transportes, si ciertas vehemencias furiosas probasen algo más que la eterna contradicción que reside en el corazón del hombre, Rosario pudo creer, en aquellas últimas horas, que había reaparecido, llena y radiante, la luna de miel. Renováronse los paseos al bosque después de almorzar; a las horas de la siesta, el templete y el bosquecillo acogieron otra vez el grupo inseparable de los primeros días, y de noche, la falúa recibió en sus pilas de almohadones el cuerpo del enamorado, rendido al peso de la felicidad y recostando la cabeza para soñar plácidas visiones, que se alzan de las olas, surcadas dulcemente por la embarcación, y heridas por el candencioso batir del reino. Buscaba Felipe, en aquella embriaguez, una tregua, un instante de olvido, y con la avidez del que apura las postreras gotas del bebedizo, alzaba la copa de oro antes de dejarla rodar al fondo de las olas, como el rey de la balada -otro rey, que también sufría.

Rosario se prestaba al juego. Acaso quería, a su vez, aturdirse para no sentir el dolor. Quizás, en su aquiescencia, en su complicidad, se ocultase la terca esperanza, que nunca muere en los corazones verdaderamente apasionados: o quizás fuese aquella una peregrina forma de su constante abnegación.

Seguro ya de su victoria, Miraya, con la habilidad diplomática de siempre, dejaba el campo libre: respetaba el epílogo. Como en Mónaco echasen de menos a Felipe María sus amigos y partidarios, el periodista se encargó de explicar el hecho del modo más grato a los acérrimos felipistas: era que el Príncipe, llegado el momento de dejar definitivamente la Ercolani y de instalarse en Mónaco para cortejar a la princesa de Albania, necesitaba arreglar mil asuntos, y estaba consagrado a ese trabajo enojoso, pero indispensable. Cundía la noticia: el Príncipe se prestaba ya a todos los deseos de sus leales súbditos; renunciaba a las aspiraciones de su corazón, borraba de un solo rasgo su pasado borrascoso -pasado que, por otra parte, contribuía a darle cierta aureola poética-, y se hacía, por el sacrificio de su amor, digno de la gratitud de la patria. Animoso y firme, no vacilaba: Dacia ante todo. Y los hombres serios y las damas delicadas y pudorosas le aplaudían, le compadecían, le querían más por sus desafíos, sus aventuras, sus pasiones, sus luchas morales.

Atento a que ni el menor detalle pudiese comprometer el resultado de campaña tan felizmente emprendida, Miraya no dejaba cabos sin atar. Había ajustado, en el mejor hotel de Mónaco, un departamento digno del príncipe heredero de Dacia, y buscado cuadras y cocheras donde cupiesen los trenes que debían trasladarse de la Ercolani, preparando así a Felipe instalación propia de su elevada categoría. Ya figuraba entre el servicio el cochero que debía reemplazar a Esteban: era un lacio montañés, de esos que han nacido a caballo; especie de centauro cuyo instinto atávico, perfeccionado por la enseñanza, puede hacer maravillas; y maravillas había hecho en Alejo -así se llamaba el nuevo auriga- la residencia en París y Londres, el continuo roce con caballistas, aficionados y chalanes. Su rostro atezado, duro y enjuto, revelaba vigor y resolución, y no había sino verle asir las riendas para conocer que subyugaría al potro más indómito. Al observar una cicatriz qua partiendo de la sien, llegaba a la comisura de la rasurada boca de Alejo, Miraya hubo de preguntarle si había estado en la guerra, pues aquella señal delataba el filo de un arma corva, de las que usan los orientales; pero Alejo negó que hubiese servido jamás, si bien confesó una lucha cuerpo a cuerpo con cierto dálmata, que le había cruzado con su sable.

Y mientras Sebasti Miraya ejercía las funciones de aposentador e intendente, ¿qué hacía Gregorio Yalomitsa; cuál era el papel del bohemio en la Ercolani? Un triste papel: el del que no cesa de rabiar por dentro. No sólo no cruzaba palabra con Felipe María; no sólo guardaba en la mesa un silencio de niño encaprichado, sino que, cuando le era imposible no referirse al dueño de la casa, afectaba llamarle con insistencia «Flaviani ». El apellido Leonato no existía para él. De vez en cuando, en la conversación general, enjaretaba una mortificante alusión a la bailarina, a sus desventuras, a las injusticias cometidas con ella -a todo lo que era diplomático no mentar-; estos alfilerazos apuraban la paciencia de Felipe, y en Miraya determinaban arrechuchos y desplantes de grosería. Finalmente, tanto extremó la oposición el bohemio, que un día Miraya, llamándole aparte, le significó que en aquella casa no había puesto para él, y que si tenía delicadeza, se iría inmediatamente. Nada contestó Yalomitsa; encogiose de hombros con el más profundo desprecio, y media hora después prevaliéndose de sus hábitos de familiaridad, entraba en el gabinete de Felipe y se arrellanaba en el canapé.

-Vengo a decirte adiós, Lipe -exclamó chupando su pipa y echando las piernas por cima de los almohadones-. No es por que ese emborronador criado tuyo me haya despedido, ¡quia!, es que hace tiempo deseaba yo quitarme de en medio más que a prisa. Me repugnas, me das náuseas, y no tengo por qué aguantar el asco, cuando puedo en otra parte, pidiendo limosna con mi violín, conservar sano el estómago. Pero desde luego te anuncio que volveré aquí; volveré... así que tú hayas vuelto también las espaldas, desamparando a esa mujer que por ti se ha perdido, y a quien no mereces, ¡necio! Cuando tú la abandones, ¡Yalomitsa la protegerá! Y ahora, abur; hasta nunca.

Alzó las cejas Felipe, con más impaciencia que cólera.

-Ya veo que no me tomas por lo serio -prosiguió el bohemio, después de sacar una densa y apestosa bocanada de humo-. Haces mal, Lipe, haces muy mal. ¡Creo que finges! Si yo te dijese que me voy como si tal cosa, también fingiría. Las raíces del cariño no se arrancan así. He sido amigo de tu pobre madre, de quien has renegado: me he sentado muchos años a su mesa, y todavía creo paladear su vino, y comer su pan. Esto no se olvida. Te he visto en la cuna, te he tenido a caballo en esta rodilla horas y horas, me has tirado del pelo, me has arañado con tus manitas; y dejar de quererte me es imposible, como me es imposible dejar de ser artista. Pero desde el día que te embrujaron... moriste para mí. Bebiste el filtro, pisaste la mandrágora, y perdiste la razón. No te rías, no, que ya sé que esa misa no te sale del alma. Si estás pensando que aquí hay un loco y que ese loco es Yalomitsa, mira, Lipe, mira que te engañas; no hay más loco que tú. Me das lástima... Por eso no la emprendo contigo a palos.

-Gregor -murmuró Felipe-, afortunadamente te conozco y te tomo según eres. A hacerte caso... Miraya te habrá dicho cualquier aspereza. No te ofendas; ya sabes que donde yo esté habrá sitio para ti. No creas que he olvidado a mi madre... -y al decir esto, la voz de Felipe se veló algún tanto.

Aquella nota de sensibilidad encontró eco inmediatamente en el corazón del bohemio, que exclamó temblando de esperanza:

-Felipe, tú no eres de piedra. Aún estás a tiempo. Compadécete de Rosario... ¡y compadécete, sobre todo, de tu hijo!

Saltó Felipe en la silla, clavando sus ojos espantados en la cara cobriza del bohemio.

-¡No te entiendo! -murmuró-. ¿Qué dices?

-¿Qué digo? La verdad.

-¡Te equivocas, Gregor...! ¡Rosario... me hubiese... enterado a mí!

-O no. El alma que te falta a ti, le sobra a Rosario. No ha querido sujetarte. Te deja a tu albedrío. ¡Ella vale cien veces más que tú!

-Pero... ¿te hizo confianzas?

-Ninguna. ¿Para qué? ¿Soy yo ciego? Tú estas persuadido de que Gregor es un pobre jilguero; un violín que ríe y que llora... Gregor lee en el presente y en el porvenir.

Felipe permanecía clavado en la silla, atónito, abrumado por el peso de la noticia tremenda.

-Antes de marchar quise decírtelo, para que conste que lo sabías... No podrás alegar ignorancia. La verdad: estoy por creer que no lo sabías realmente. Es imposible que las brujas de Macbeth, al saludarte rey, te hayan arrancado el corazón y te hayan puesto en su lugar un guijarro. Felipe, aún puedes romper el maleficio... Aún puedes volver por ti, por tu honra; aún puedes apaciguar a la sombra de tu madre... ¿No se te ha aparecido?

Al hablar así, el bohemio avanzaba sobre Felipe, agarrándole del brazo con mano convulsa, y quemándole el rostro con su hálito febril. Sus pupilas negras fascinaban y ondulaba encrespada y electrizada su melena serpentina. Felipe retrocedió; no era la primera vez que le estremecía ver de cerca al bohemio irritado, agorero y feroz.

-Oye -dijo este con una especie de extravío-, ya sabes que también soy algo brujo. No es la primera vez, ni la segunda, que sueño que oigo una conversación, y a los pocos días la oigo en efecto, con sus mismas palabras y hasta con los gestos que dormido vi hacer a los interlocutores. Tú estás seguro de que no miento. Pues por la sepultura de tu madre te juro, Lipe... que he soñado cosas horribles para ti; cosas que hasta me falta valor para explicarlas. Te he visto tendido, boca arriba, al sol... y las moscas revoloteaban sobre tu cara y se posaban en tus ojos.

Con trágico ademán, Yalomitsa hundió los dedos en la cabellera y se la mesó, como el que ve efectivamente un horrendo espectáculo. Un gemido ronco brotó de su garganta, y salió corriendo de la habitación, donde quedaba petrificado Felipe.

A la hora del almuerzo, buscaron en vano a Yalomitsa. Se Había marchado a pie, con un hatillo al hombro y el violín debajo del brazo, por el camino polvoriento, y ya debía de estar muy lejos de la Ercolani.

Conviene hacer justicia a Felipe: la cosa en que menos pensó, fue la siniestra predicción del bohemio. Le hizo el caso que haría al chillido lúgubre del ave nocturna, o al ronco desvariar de enfermo delirante; al cuarto de hora ni se acordaba de ella. Otra idea llenaba su espíritu; otras palabras repercutían sin tregua en su mente. «¡Tu hijo!» había dicho aquel insensato... ¿Sería verdad? La hipótesis tan sólo bastaba para dictar a Felipe su línea de conducta... No era dable titubear: el deber se presentaba claro y categórico... ¡No habérsele ocurrido antes que podía suceder aquello! Contingencia tan natural echaba por tierra las combinaciones de la política y las imposiciones de la historia...

Miraya salió en el cestito, con orden de recoger al loco de Yalomitsa si conseguía darle alcance, y se hallaron solos Rosario y Felipe, sentados en el sitio predilecto, el templete desde cuyos intercolumnios se veían el golfo y las gentiles escotaduras de la playa. La tarde, calurosa y luminosa, declinaba ya, cuando Felipe se decidió a interpelar a su amiga, del modo más confidencial y tierno.

-No hay nada de eso, nada absolutamente -respondió impávida la chilena, que, sin duda, esperaba la interpelación, y hablaba en voz firme, clara y bien modulada.

-Rosario -dijo Felipe con ahínco y fuerza cariñosa-; piensa lo que respondes, porque de este momento depende nuestro porvenir. He contraído contigo una deuda...

-Nada me debes, Felipe del alma -murmuró ella, poniendo en tensión la voluntad para contener la pasión que quería romper desatada por los labios-. Nada me debes. Con tu país, con tu nación, sí que tienes deudas de honra, y esas es preciso que las pagues... cueste lo que cueste, y sea como sea.

-Escucha Rosario... -Y Felipe la cogió de las manos; caricia que ella rehuyó sin esquivez, sonriendo; porque su valor, ejercitado ya por la resignación, dispuesto y guardado como un tesoro, acudía entero a fortalecerla en aquella hora de prueba-. Escucha, Rosario... nena mía, oye, no te apartes. No sé lo que tú pensarás de mí allá en tus adentros; pero reconocerás que, lo mismo en el banco del jardín de París que ahora en este templete, donde hemos pasado momentos tan celestiales... yo te he ofrecido siempre... ser tu marido, serlo, gozoso, satisfecho, cuando quieras. No debes dudar de mi palabra... ¡pero si dudases, mañana mismo, ahora, dentro de media hora...!

-No dudo, Felipe -declaró Rosario sin perder su calma heroica-. Has estado y estás pronto a casarte conmigo; tengo que agradecértelo, y te lo agradezco. ¡Tanto te lo agradezco, tanto... que no acepto, ni aceptaré jamás! Lo repito, lo repetiré mil veces: ¡jamás, aunque se hunda el firmamento!

-¡Jamás! ¡Ah, Rosario... no son iguales todos los días ni todas las circunstancias, y el que dice «jamás» podrá tener que borrar la palabra en el aire con su aliento!... ¿Estás hoy tan tranquila al decir ese jamás, como estabas ayer, en que te comprometías... tú, tú sola?

Enmudeció la chilena algún tiempo, y sus pupilas vastas y aterciopeladas expresaron, del modo misterioso que expresa las emociones la pupila humana, una melancolía insondable, sin esperanza ni consuelo. Eran los ojos meridionales de Rosario tan habladores y tan cantores, poseían tal magnetismo, tal irradiación de sentimientos, que, sin alterarse ni moverse el resto de las facciones, ellos solos bastaban para revelar plenamente cuanto pasaba por el espíritu de su dueña. En aquel momento decían, con magnánima serenidad: «Me ofreces lo que sabes que no he de admitir. Tú me conoces... y conociéndome, entiendes bien lo que tengo dispuesto».

-¿No quieres? ¿No me quieres por tu maridito? ¿Qué, me desairas también ahora? -añadió Felipe, con la zalamería involuntariamente felina de que sabía revestir sus halagos, y que determinaba en Rosario la reacción de la ternura y como consecuencia, la de la abnegación generosa.

-Ahora lo mismo que antes -pronunció la chilena con lentitud y énfasis-. No ha cambiado la situación ni tanto así. Es decir: ha cambiado. Antes tú no habías contraído compromisos con una nación que lo espera todo de ti... antes no habías aceptado públicamente la sucesión de la corona de Dacia. ¡Podías volverte atrás... aunque no debías! En este mundo todos tenemos obligaciones que cumplir, deberes que llenar sin cobardía... Unos son agradables y otros crueles... ¡Y tan crueles!... Tú deber consiste en reinar... El mío, en no estorbártelo... ¡al contrario! No creas que procedo así por humildad... Es por orgullo. ¡Como que soy más soberbia que don Rodrigo en la horca...! ¡Española al fin, de origen..., y a una española nadie la humilla!... ¿entiendes? Ve a tu destino, Lipe... y no te digo que te acuerdes de mí... ¡porque ya sé que acordar has de acordarte!

El tono de Rosario era decisivo. Transpiraba en él la energía de la resolución irrevocable, y, en efecto, una especie de orgullo exaltado, la arrogancia de la mujer hermosa y grande, de la mujer de precio, tesoro en cuerpo y alma, que no quiere arrostrar desdenes, y prefiere arrancar con sus propias manos valerosas la raíz ya oscilante del amor. Este sentimiento, quizás menos noble que otros en que Rosario se inspiraba, pero femenil y natural, provocó en Felipe un arranque de egoísmo feroz, una racha de bárbaros celos prematuros; y anudando los brazos al cuello de Rosario, boca contra boca, balbuceó sin saber lo que decía, descubriendo el alma:

-Si has de ser para otro, prefiero quedarme y echar a rodar de un puntapié la corona.

Un dolor agudo atravesó el corazón de la chilena: sólo en aquel momento vio patente la diferencia entre la índole de su cariño y la del de Felipe. Sólo en aquel momento lloró sin lágrimas, con una de esas efusiones interiores de llanto que son mortales como las hemorragias internas, el tremendo sacrificio consumado, la honra perdida, la ofensa a Dios, la existencia colmada de afrenta y duelo que la esperaba a ella y -¡castigo horrible!- al ser que llevaba en su vientre. «Acepta, cásate con Felipe, no merece tu sacrificio»; murmuró allá en el alma de Rosario una voz burlona y tentadora... Pero la chilena se hizo fuerte otra vez; esgrimió su bien templada voluntad... y desasiéndose blandamente, dijo sin jactancia, como quien se ofrece a realizar el acto más sencillo del mundo:

-Ve tranquilo. Me considero y me consideraré siempre tuya. No hay para mí porvenir. Mi historia se cierra el día en que tú salgas de aquí, hacia Mónaco... a pretender... a tu futura, a la Electa.

Felipe se sintió abrumado, aplastado, lleno de confusión. Deseaba sinceramente que Rosario le sujetase y le compeliese a deshacer toda la labor de los últimos meses y de los últimos días. En aquel instante señalado y postrero, conocía las dulzuras victoriosas de la dicha gozada en el paraíso de la Ercolani, y sus labios tenían sed afín, y el licor no se había agotado, ni siquiera se columbraba, al través de su rojo rubí, el fondo de la copa. El presente se revestía ya de la poesía embriagadora del pasado, de lo que no ha de volver nunca... Y el enigma de aquel seno de mujer, que encerraba la clave de la vida al encerrar quizás la continuación de la raza, acrecentaba el afán de Felipe, atado, enlazado su corazón al de Rosario por mil hilos de piedad, de codicia de los sentidos y de anhelos del corazón.

-¡Haces muy mal en no decirme... todo! -murmuró-. Estamos a tiempo. Luego que yo salga de aquí... no podrá repararse el daño. ¡Sé franca! ¡No mientas! ¿Es cierto que tú...?

Y una ojeada y un movimiento significativo completaron la pregunta.

-¡No y no! -insistió Rosario en voz casi dura-. ¡Manías de Gregorio! No existen tales novedades sino en su imaginación. No me preguntes otra vez, porque me haces daño y me enojas. Si en algo me estimas, sigue tu suerte, cumple tu deber. Quien nace al pie del trono, Felipe, no es como los demás hombres: ni puede regirse por la ley general, ni tiene derecho para arreglarse la vida a gusto, olvidando los intereses que representa. Cuando... entré en tu casa... ¡bien sabía todo esto! Y sólo entré... para que tú no lo echases en olvido. Otra mujer aspiraría a perderte: yo me propuse salvarte. Tu encumbramiento es obra mía, Lipe... Tengo esta pretensión. En cambio del bien que te hago, te pido un favor: que no te detengas... que te vayas cuanto antes. Los dos sufrimos mucho en este período... así... de incertidumbre, que para nadie es bueno. Un momento de valor... cerrar los ojos... y después, la conciencia en paz... Ánimo, Lipe... ¡Todo es el primer instante!

-¿Lo crees tú?... -interrogó Felipe, abrumado por una fatiga repentina, que atribuía a la pena de separarse de aquella incomparable mujer-. ¿Lo crees tú? ¿Y quién te lo asegura, vamos a ver? ¿Qué sabes si creyendo enviarme a la gloria y al triunfo... me envías...?

No prosiguió, pero ya Rosario suponía haber adivinado. Hay un punto en que jamás se equivoca la mujer si ha vivido algún tiempo en intimidad con un hombre: Rosario conocía los quilates del valor de Felipe María, y no imaginó siquiera que aludiese a ningún riesgo positivo. Rosario había oído hablar de presentimientos, de extrañas corazonadas que nadie sabe de dónde vienen; pero más tarde, cuando recordó, entre accesos de desesperación, aquella conversación y otras de los últimos días de su convivencia con Felipe, tuvo que reconocer que el corazón que menos avisa, el corazón menos zahorí, es quizás el más amante... ¿Cómo pudo ella, la apasionada, la instintiva, responder a la vaga indicación de Felipe estas palabras que los acontecimientos hicieron terribles cual una sentencia?

-Te envío a tu lugar en el mundo. Ya es tarde para que desertes. Si no querías, no debiste ir al Casino, ni recibir aquella ovación, ni fomentar aquellas ilusiones. No se juega con esta clase de cosas, Lipe; y si hoy retrocedieses en el camino emprendido, serías la ignominia de tu estirpe... No he de permitirlo. No se dirá que a tal vergüenza contribuyó Rosario.

-Quizás... -exclamó Felipe, más indeciso cuanto más decidida se mostraba ella- quizás, sin querer, hagas mi desgracia al rechazarme de tu lado. Voy a hablarte como se habla a Dios, nena, Rosario mía; desde hace unas horas, desde que se ha marchado Gregorio, no sé por qué... ya comprenderás que no es porque las frases ni las acciones de ese desequilibrado me hagan fuerza... pero en fin... ¡acaso expresen algo que yo, sin saberlo, también sentía! Mira... desde esa escena, parece que veo de otra manera la vida que me aguarda.

-Eres voluble, Felipe -murmuró la chilena- y no puedes serlo; ¡tú menos que nadie!

-No es volubilidad. Es... no sé qué; ¿cómo explicarlo, si yo mismo no lo entiendo? Es una especie de sombra rara, que me quita el sentido. Si fuese supersticioso, superstición le llamaría. Pero, ¿a qué tomarnos el trabajo de buscarle nombres? Debe de ser lo más natural: la dificultad de dejarte. Me creí armado de mayor valor del que tengo. ¡Hemos sido aquí tan dichosos, Rosario! Lo que me espera, ¿valdrá lo que abandono? No lo creo; no cabe en lo humano. Conozco que tienes razón, que es tarde; estoy ya en tal caso, que no me es lícito retroceder... Pero se me han caído las alas. ¡Dame ánimos tú, Rosario!

Un movimiento de protesta, casi de indignación, encrespó el noble espíritu de la chilena. Estuvo a punto de perder la paciencia, o, mejor dicho, la exterioridad paciente que conservaba a tanta costa. ¡Felipe pidiéndole a ella, a la víctima, fuerza, estímulo y consuelo! Pero fijó la mirada en el rostro descolorido de su amante, y su cólera se abatió como la espuma del mar al cubrirla una ola de aceite. Felipe estaba verdaderamente triste; sus ojos, en vez de exhalar los reflejos de otras veces, se cerraban mortecinos; sus labios, ligeramente temblorosos, exhalaban un suspiro hondo que parecía queja tímida y humilde. La enamorada abrió los brazos, y Felipe María cayó en ellos, silencioso, inerte, sin expresar su pena más que con la violenta presión de sus dedos convulsivos, hincados en los hombros de Rosario. Y así permanecieron más de una hora, traspasados, no sabiendo qué decirse. Los dos comprendían que aquello era despedida -verdadera despedida- para siempre.

Tres o cuatro días hacía que Miraya, alojado en Mónaco, en el hotel donde estaban preparadas las habitaciones de su Alteza Real Felipe María de Leonato, esperaba la llegada de este, anunciada todas las mañanas por un lacónico billete, y suspendida por otro todas las tardes. El agente del ilustre hombre público Stereadi empezaba a darse al diablo. Aquellos retrasos no le hacían ni pizca de gracia, valga la verdad. ¡Sí, gracia! Hasta puede asegurarse que le desesperaban, que le sacaban de quicio. «Qué mala está de arrancar la muela», decía para sí. Y chasqueando la lengua contra el cielo de la boca, a estilo de inteligente que paladea un vino delicioso, añadía: «No es milagro. La chilenita vale un Perú. ¡Es tan gran mujer, una mujer de oro! Pero me parecía a mí que no había de ponernos dificultades; tenía yo barruntos de que cumpliría como buena hasta el fin. ¿Será que ahora, en el epílogo...?».

Discurría así Miraya, a tiempo que acababan de servirle una taza de café, en la terraza del hotel, y un camarero le presentaba, abierto, un cajón de escogidos puros: todo por cuenta del hospedaje del Príncipe. Cuando se disponía, rumiando sus preocupaciones, a hacer fiesta a café y cigarros, oyó, a sus espaldas, la voz respetuosa del camarero... Que estaba allí el señor conde de Nakusi, que quería verle en seguida, y rogaba que pasase el señor al salón...

-¿Por qué no vendrá aquí? Otro maniático como su ínclito tío el Duque -refunfuñó Miraya, rechazando con mal humor la taza llena-. Cualquier bobería: de fijo.

Apenas hubo entrado el periodista en el gran salón del hotel, y saludado a Nakusi, cambió de parecer: la agitación del Conde, la precipitación con que se levantó de la butaca y corrió hacia él, lo entrecortado de su acento, le descubrieron que no se trataba de una nimiedad, de algún almuerzo o concierto, sino de cosa muy grave.

-¡Stt! Hablemos, pero bajito... Las paredes oyen en estos malditos hoteles! -exclamó Nakusi-. Ahora, ahora mismo, salimos para la Ercolani...

-¿Pero qué ocurre? -preguntó el periodista con ansia.

-Ocurren novedades gordas... ¡Quizá la vida del Príncipe...! -tartamudeó Nakusi, que podía respirar apenas.

-¿Su vida? ¿Eh? ¿Cómo su vida?

Y Miraya se sentía palidecer y notaba que se le enfriaban las manos.

-Su vida... Escúcheme... He recibido una carta...

-¿De su tío de usted? -preguntó Miraya, reaccionando y con descortés ironía.

-No, de mi tío, no -contestó el joven oficial, frunciendo el entrecejo, y adoptando, a pesar de lo crítico del momento, tono de altanería involuntaria-. Del intendente de unas tierras mías, donde son colonos y pastores los padres de Esteban, el que fue cochero de Su Alteza hasta hace poco...

-¿Y eso, qué? -insistió Miraya.

-¡Paciencia! Mi intendente me pide justicia... Parece que el padre de Esteban apareció cadáver al pie de un muro...; y que a consecuencia de este suceso, la madre llamó a su hijo...; Esteban acudió...

-De mala gana, hay que decir la verdad, porque no quería separarse del Príncipe... -advirtió Miraya, que empezaba a entrever confusamente algo extraño.

-De mala gana, en efecto... Pues bien; Esteban, según mis noticias, también ha sido muerto... a cuchilladas, en riña, en la feria... pero aquí está lo grave; mi intendente cree que el lance fue provocado, y que los tres o cuatro matones que se encargaron de despachar al infeliz cochero, eran conocidos en el país por agentes políticos de... de los enemigos de nuestra causa.

-¡Del duque Aurelio! -exclamó Miraya con ira.

-¡No! ¡Eso no puede decirse! ¡Eso no puede creerse! -protestó dolorosamente Nakusi-. El Duque no había de ordenar ciertas cosas; ¡es un noble, es un militar, es un héroe!

-¡Tararí! -canturreó con impertinencia el periodista-. Bueno, quedamos en que no era el Duque... pero lo cierto es que han escabechado a ese pobrecillo de Esteban... Y, ¿con qué objeto...? ¿Qué tiene que ver...?

Como Nakusi, torvo y crispado, callase, Miraya se golpeó la frente de súbito.

-¡Ah! ¡Adivino! ¡Para colocar otro cochero en casa del Príncipe! El Conde sacudió enérgicamente la cabeza, echando a Miraya una ojeada de arriba abajo, desdeñosa y mofadora; y, remachando el clavo, murmuró:

-Cochero que, por más señas, ha entrado en casa del Príncipe a instigación y, por recomendación expresa del señor Sebasti Miraya. Sí, señor; los tontos podremos decir las tonterías; pero es axiomático que ustedes, los hombres de talento, son quienes las hacen. Sólo por los ojos zainos que tiene y por aquella cicatriz, no admito yo a semejante cochero, dándole el puesto de confianza, entregándole la vida de Su Alteza.

-¡Traía tan buenos informes! -alegó Miraya, sobrecogido a pesar de su petulancia y aplomo.

-Informes de su destreza... que es consumada... pero no de su pasado, no de su historia, no de la cicatriz que le cruza el rostro... ¿No le ha dicho a usted ese bellaco que no había estado en la guerra nunca? Pues la hizo toda... ¡oiga usted bien!, ¡como espía! y le señalaron en la cara por infamarle, habiéndose librado de ser fusilado gracias a su coraje y a su audacia... En fin, no perdamos tiempo. Vamos los dos en persona, sin dilación, a la Ercolani y escoltemos al Príncipe, como es nuestro deber y purguemos la casa de ese bandido. Yo no me había atrevido nunca a acercarme a la Ercolani... por... por respeto... y no sólo respeto al Príncipe... sino... a otra persona... ¡a una señora! Hoy, es distinto. Iré de cabeza... Venga usted, ya llega mi coche... ¿No tiene usted revólver? No estaría de más cogerlo...

Cuando Miraya se encaminaba a la puerta, diose de pronto una palmada en la frente.

-Es inútil ir, Conde... El Príncipe debe de estar llegando a Mónaco.

-¿Qué dice usted? -gritó Nakusi.

-El billete de ayer disponía que si hoy, por la mañana, no se recibía aviso en contra, a las cuatro de la tarde estaría aquí Su Alteza... Son las tres y minutos... Mientras vamos...

-¡No importa! ¡No importa! ¡Razón de más! Le encontraremos en el camino...

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