Ada

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Lorena se reacomodó con aquel recuerdo en la alfombra, frente a la chimenea. Ardía, mientras los leños parecían gruñir al ser devorados. Una hincada lastimó su sien, la cabeza empezaba a dolerle mientras su estómago ardía en su interior. “¡Por Dios! No debí beber tanto” - Se decía así misma. Se puso de pie, pero al hacerlo la cabeza comenzó a dar giros como si se acabará de bajar de las sillas voladoras de un parque de diversiones, palpó su estómago mientras los ácidos gástricos empezaban a hacer de las suyas. Un gruñido la alerto de la hora del almuerzo. Casi eran las dos de la tarde, extrañó de repente a Doña Verónica, fiel con los horarios de la comida y atenta a cada detalle. Llevó una de las manos hasta la cabeza aferrándose a ella como si temiera que la utópica fuerza centrifuga la desprendiera. Las paredes giraban en su entorno, con ella los cuadros y la chimenea. El piso recubierto por la alfombra y los cojines se mudaron de dimensión. Albergó la misma sensación de cambio de lentes, la vez en que su optometrista adaptó erradamente las medidas de su miopía en sus gafas. El piso subía o bajaba según parpadeaba. Las náuseas se apoderaron de ella llevando entonces, la mano a la boca. Un eructo indiscreto fue ineludible. Se avergonzó de sí misma alegrándose de estar sin compañía. Se sorprendió del inmediato efecto del alcohol y detestó sentirse de esa forma. De seguro podría sentirse y parecer estúpida, pero jamás enamorada.  No podía presentarse en ese estado al hombre que la tenía poseída, así que pensó en cómo solucionarlo. ¡Café! – Pensó con santidad. Su semblante alegre vio a la bebida como un nuevo santo. ¡El santo salvador de sus errores! Dio un par de pasos sujetándose de la pared. Cerró los ojos por un largo instante creyendo que de esa manera haría diezmar el mareo. Los giros. ¡Estúpida! – se dijo así misma- “Ebria no podría declararse” Sus mejillas se acaloraron. Reconoció estar ruborizada y se avergonzó de ello. Debía llegar hasta la cocina para preparar y servirse una buena taza de café. Renegó al no tomar en cuenta los consejos de su amiga. “Tú puedes beber las botellas que quieras pero debes bailar, caminar, charlar y activarte al ingerir alcohol. Quemar calorías, para que no haga estragos contigo. No lo olvides amiguita”-  Precisamente, hoy olvide tu consejo Sabrina- rezongó en baja voz mientras se lamentaba al amasar entre sus manos la coleta que retenía su cabellera.

Como pudo llegó hasta la cocina. Fue ineludible exhibir el semblante pálido que de repente formó parte de ella. Disimuló su estado al levantar la vista hasta el fondo de la cocina y encontrarse con Yoneida. La misma mujer que había visto subir a la camioneta de Bruno Linker el día de su viaje a la ciudad.  Forzó los pasos deseando no hacer evidente el zigzag de los mismos hasta poder sentarse de bruces en una de las sillas de madera. Reposó los codos sobre la mesa mientras en silencio observaba a la bonita mujer acercársele. Parecía preocupada. Sintió su mano fría, pero muy suave acariciándole la cabellera, con parsimonia se deshizo de la hebra que había caído sobre su frente. Le ofrecía ayuda mientras Lorena insistía en saber si Doña Verónica había llegado.

-   Señorita Lorena, cuanto lo siento, pero Doña Verónica no ha

llegado, pero yo le puedo ayudar con mucho gusto.

Lorena se negó con movimientos bruscos de las manos en medio de un sonido gutural, pero ella insistía acomodándola de la mejor forma sobre la silla y mesa. – Señorita usted como que bebió de más, ¿cierto?

-   Solo un par de copas, pero soy abstemia. Nunca he bebido. Por

eso fue. Es horrible esta sensación- Sonrió nerviosa-  pero ya se me pasará. No se preocupe.

-   ¡Faltaba más señorita!, déjeme le voy a montar un cafecito bien

fuerte y verá que en un ratico está lista pal bonche.

Aprisa dispuso el agua y el colador de tela sobre la base de aluminio en donde vertería el agua para liberar el delicioso colado de café. En cuanto estuvo listo buscó sobre las repisas de cerámica el tarro del azúcar, seleccionó una de las tazas de barro barnizadas, lo sirvió mientras dándole la espalda sacaba con cautela el pequeño frasco que el veterinario le habría dado. Recordó la dosis adecuada para una de las tres nochecitas, según le habría advertido. Sonrió con malicia al excederse en un par de gotas mientras imaginaba lo que pudiese pasarle. Guardó de nuevo el frasco en el mismo sitio de la falda, se reacomodó el delantal que llevaba puesto mientras giraba sobre si misma acercándosele. Agitaba la cucharilla en el café mientras expresaba esperar haber colocado la azúcar adecuada. Con un cariño empalagoso la ayudó a toma la taza en las manos y no se despegó de ella en tanto pudo servir una segunda generosa taza de café, ahora sin el fármaco.

-   Ya verá Señorita, que con estas tazas de café cualquier

borrachera se le esfuma.- Le decía consolándola.

Por un instante Lorena pareció dormirse sobre los brazos cruzados en la mesa.- ¡Mierda! Faltaba más que esta vaina, la ponga a dormir en vez de calentarla.  Rezongó hasta que una idea fresca vino a su cabeza. “Le daré algunos masajes en la nuca, a lo mejor así se calienta mientras busco al bobo ese de José, porque por lo que veo, ésta no va poder ponerse en pie”.

Melosa y sonriente se acercó a ella para cumplir su cometido, al primer contacto Lorena Blasco Veragua la sacudió como si se tratará de un abejorro al acecho, pero pronto cayó abatida y su cometido parecía estar teniendo éxito.  Cuando percibió el primer síntoma de docilidad se alejó de la cocina para ir en busca de su presa. El rancho aparentemente estaba solo,  recorrió el pasillo que conducía al patio trasero corroborado el abandono y complacida de lo bien que estaba marchando su plan cerró la puerta pasando el cerrojo desde adentro y atravesando el pasador de seguridad, hizo lo propio con la puerta que conducía al patio lateral desde el vestíbulo y apagó las luces que iluminaban  el pasillo próximo a las escaleras, de día y noche. Satisfecha de haber creado las condiciones adecuadas emprendió camino hasta el establo, en su recorrido evadió la charla con un par de peones que la vieron llegar  y hasta ignoró a una de las mujeres que parecía invitarla a las faenas de la cocina.

Solo necesitó de diez minutos para convencer al joven José Arteaga del deseo mostrado por la ingeniero de verlo, argumentando necesitar platicar con él, en privado.

Ella no dejo de sonreír, reía con malévola gracia mientras se felicitaba por su ingenio. Pausada se marchó hasta las afueras del rancho, ahora con vastas intenciones de disfrutar de la fiesta. Aceptó un vaso de bebida del primer peón que se la ofreció bebiéndola por completo de un solo trago. Se propuso no distanciarse para poder tener una amplia visión de su teatro, si corría con suerte su patrón llegaría en el momento adecuado y preciso.

En el interior de la cocina Lorena estaba de pie frente al fregadero con el grifo abierto lavándose la cara con desespero, José le apeteció su hermosura, no podía negarse lo bella que lucía vestida de esa forma, pero algo en su comportamiento la hizo parecer una extraña. Se acariciaba el pecho con desespero, hasta con voracidad, sus manos rozaban con frenesí sus delineadas piernas recubiertas por el ajustado jeans y de una forma inaudita se lanzó sobre sus brazos buscando sus labios de hombre.

José intentó evadirla, pero el afán de sus manos sedientas de caricias lo debilitó.  La deseó, pero era consciente de que algo no marchaba bien. No era así como deseaba amarla. Si Lorena Blasco iba a ser suya debía ser como la ley manda, de lo contrario, su madre, que en paz descanse, jamás se lo perdonaría. La recordó con tristeza al sentirse prisionero de una lujuria desenfrenada.

La llamó por su nombre suplicándole una compostura decorosa que resultó una utopía. Su delicada piel parecía arder y la mezcla de café y licor en su aliento le indicó las razones de su estado, así que con candor intentó sofocar su lujuria mojándole el rostro. Acomodó un par de veces su blusa cubriendo de nuevo la desnudez de sus seductoras- colinas. Por un instante, sintió el calor de la mano de Lorena sobre la cremallera del pantalón, despertando en él la bestia sigilosa que atacaba bajo el trasluz de las sábanas, se avergonzó en medio de un mar de confusas sensaciones hasta que sus oídos fueron perforados con el nombre y apellido de su rival. Bruno Linker.

Se petrificó. Estaba siendo seducido por una mujer que pensaba en otro. La humedad de su lengua sacudió cada una de sus terminaciones nerviosas. El ritmo cardiaco se aceleró en medio del desganó de sus piernas. De nuevo las manos en la cremallera burlándose de una timidez ajena al sexo fuerte.

Bruno Linker cabalgó lo más aprisa que jinete y caballo pudiesen hacerlo. No dejaba de pensar en las palabras que le diría al adornar su hermoso cuello con el collar que habría elegido para ella. Deseaba con frenesí hacerla suya en el mismo lugar en donde habría tomado lo más íntimo y valioso de una mujer. Estaba agradecido por concederle ese lugar privilegiado que pocos hombres pueden tener. Fue el primero entre sus brazos y estaba decidido a ser el último en su vida… La haría suya como un príncipe a su princesa.

Los cascos del caballo enmudecieron ante la algarabía. El vallenato predominaba entre los presentes que entre chácharas y bailes no dejaban de disfrutar de cada instante. El delicioso olor de la carne en vara tentaba a los comensales antes de tiempo. Una mesa de madera de catorce puestos hacía gala en medio de la entrada al rancho, estaba forrada por un mantel de hojas de plátanos en donde se servían los demás aperitivos y acompañantes de la carne, la yuca, el plátano, las arepas de maíz y los bollos predominaban entre los tazones de ensalada y salsas caseras. Pocos escucharon llegar a Bruno Linker.  Solo quienes sobre él posaron las miradas percibieron su presencia. Yoneida empalideció mientras amordazaba la emoción que provocaba en ella. El capataz Tomás, lo recibió alegre. El festín iba a ser todo un éxito. Muchos de los invitados estaban llegando, entre ellos el doctor Fermín, médico del pueblo, los camioneros de Don Sebastián, los obreros de la construcción y el maestro de obra entre otros peones y sus esposas. Había pasado mucho tiempo desde la última vez en que se celebraba algo en esas tierras, así que ese era el momento para botar la casa por la ventana. Esa mañana habían preparado dos reses por orden de Don Bruno para que no faltara la carne entre los invitados. Complacido de lo que veía, le entregó las riendas de su caballo Trino al capataz al palmearle la espalda mientras se abría paso hacia el rancho “Bueno Tomás, este es mi día”.

Yoneida Veracruz lo siguió con la mirada sin dejar de palpar el vaso de vidrio en donde alguien le  había servido algo más de bebida. Aguardó a que subiera los peldaños de piedra hasta perderlo de vista. Imaginó lo que vendría a continuación, quiso ir tras suyo, pero ya Tomás venía en camino. Debió encargarle el equino a algún peón como era su costumbre. El capataz también subió los peldaños, pero se desvió por el llamado de alguien que estaba en las afueras,  distanciándose de la entrada. Yoneida aprovechó el momento para escabullirse entre las paredes. “No podía perderse la impresión de su patrón”.

-   ¡Qué Diablos están haciendo!- Vociferó. Los puños de las

manos se petrificaron al igual que su corazón de hombre enamorado. La imagen de Lorena sobre José Arteaga sentado a horcajadas en las sillas de su propiedad lo enfureció haciéndose imposible no balancearse sobre ambos, arrojando al piso al rival quien lucía tan desconcertado como él, al ver como Lorena seguía suplicando caricias ahora, al recién llegado.  Bruno Linker desenfundo el arma que siempre cargaba en su cintura, pero al ver el rostro de muchacho asustado en el piso y el erotismo de la mujer que sostenía de la otra mano, le hizo entrar en una razón que de repente, le pareció absurda. Guardó de nuevo el arma y arrastras llevó a Lorena hasta el despacho. Sin oponer resistencia se dejo llevar al ritmo de las suplicas de sexo. Al estar tras las paredes del despacho, alejados del bullicio y del epicentro de un eminente escándalo la sacudió de los hombros. Le suplicó con profundo pesar, una explicación a su actitud. “¿Por qué me haces este daño Lorena? – Indagaba en repetidas ocasiones sin obtener más que arrebatos de pasión por parte de su antes, bien amada - ¡Malditas sean las mujeres! Todas son cortadas con la misma tijera. ¡Suéltame, Lorena Blasco Veragua! No pretendo ensuciarme contigo, lo mejor es haber dejado que ese peón de hacienda tomará lo que deseaba… Se dio la vuelta al instante en que Lorena encerró el rostro tenso entre las ágiles manos. – Hazme tuya Bruno, por favor, tócame, tócame- Las pupilas negras se dilataron, el tono cambió a un ligero grisáceo, inmerso en un mar de ira y rencor que brotaba de los poros como si se tratase del magma de un volcán a punto de hacer erupción. Se sacudió las manos de encima lanzándola lejos de él, aún así, su sedienta lujuria no diezmó.

-   ¿Quieres sexo Lorena?, ¿quieres que te trate con bajeza, como

una mujerzuela de bar? Entonces, eso haré.

Un nudo de espinos se atascó en la garganta masculina. Sudó frío. El pecho congestionado confundió los latidos del corazón con los espasmos de ira. Las manos dulces, comprensivas que tantas veces hicieron deleite entre las líneas de su piel arrasaban con el legado de las dulces sensaciones a su paso. La tomó de la coleta que recogía su cabellera halándola con rudeza hacia atrás, exponiendo a la tenue luminiscencia de las lámparas del despacho, la sedosa piel del perfecto cuello de maniquí. Piel en donde tantos besos, sembró y en donde tantas veces soñó colgar el exquisito collar de perlas que sellase el inicio de su historia de amor. Parpadeó para evitar las lágrimas que a pesar de su hombría tocaban las ventanas de sus ojos. Los labios simétricos que en otras ocasiones atrapaban la inocencia de los suyos estaban lastimándola al arrancar voraces besos, como si vengara con ello el deshonor. La forzó hasta recostarla sobre el escritorio y con la misma urgencia con que ella suplicaba sexo, Bruno Linker se deshizo del botón y la cremallera para dejar a su libre dominio, la piel de su bajo vientre. Su rostro rígido, más tenso que una roca dejaba ver la presión ejercida por la dentadura, como si deseará lastimarla. Su blanca dentadura emitió un chirrido mientras Lorena inmersa en una lujuria enfermiza cerraba los ojos como si su yo interno estuviese muriendo. No pudo evitar quejarse cuando Bruno tomó posesión de ella sin candor alguno. Sintió una daga en su intimidad.  Dolía. No podía entender que estaba pasando con ella, pero aunque su contacto la lastimaba, lo deseaba. Sentía un hormigueo incesante en sus caderas, en su vientre, era una sensación delirante… Con caricias insistentes se lo hizo saber, más aún cuando su virilidad se abrió camino en ella con mayor rudeza. Apenas alcanzó a murmurar su nombre cuando se desplomó sobre el escritorio en medio de lo que parecía una convulsión febril.

Estupefacto la sostuvo entre sus manos mientras repetidos espasmos se apoderaban de su bella silueta. Desconcertado la cargó hasta acostarla de medio lado sobre la alfombra, lo había leído en alguna revista de primeros auxilios en caso de convulsiones epilépticas y aunque en ese momento le pareció absurdo e innecesario, agradeció su santa curiosidad, porque estaba seguro que de no haber leído cuanta revista y libro cayera en sus manos no hubiera sabido qué hacer. Pensó en lo breve que deberían ser las convulsiones comprendiendo lo mal de su estado de salud. Se cercioró de su ritmo cardiaco, aparentemente acelerado y su respiración jadeante y compulsiva. Le subió el pantalón cerrando a medio camino la cremallera repitiendo la acción con su pantalón jeans y la correa de cuero. Presuroso metió la camisa entre la cintura de la misma, ignorando lo mal ajustada que la dejó. Arrugada y desaliñada exhibía la culpa de un delirio carnal. De pie junto a ella, cavilaba con una mano sobre la cadera mientras que con la otra alisaba con impulsos incontrolados un fleco de su cabellera que se balanceaba ingenua sobre su frente sudorosa. Nervioso mordisqueó su labio inferior hasta que una parte cognitiva de sí mismo decidió salir en busca de ayuda. Los  pasos fueron largas zancadas que en cuestión de segundos lo llevaron hasta la salida del despacho. Tomás parecía estar buscándolo porque se acercó a él, inquietándose al contemplar la palidez en su rostro bien cuidado.

-   ¡Un médico, Tomás! ¡Ve a buscar un médico lo más pronto que

puedas!

Aprisa, sin gesticular ni pronunciar palabra que resultase innecesaria en esa situación dio vuelta yendo en busca del Doctor Fermín, a quien había recibido temprano, para el festín. Llegó a Altamira de Cáceres siendo un mozuelo recién egresado de la Escuela de Medicina de la U.L.A. decidiendo adoptar esas tierras, como suyas, junto a una encantadora señorita egresada de enfermería en la promoción anterior, con quien había formado un hogar impregnado de amor y valores.  Era el médico de cabecera de casi todas las familias de Las Calderas, Masparrito y Altamira de Cacéres siendo respetado y admirado por su voluntad de servicio. Nunca salía sin su maletín de médico. Aprisa se internó entre los presentes, en cuestión de minutos se habían multiplicado y las mesas de los contornos era muy visitada. Lanzó una mirada de evaluación a los rostros de los presentes y luego de unos segundos, vislumbró la silueta encorvada y canosa en que se había convertido el médico mozuelo que hace treinta años llegó a esas tierras. Tratando de ser discreto ante las personas que se acercaban a ambos, se inclinó al pabellón de la oreja del médico pidiéndole que lo acompañase a ver a Don Bruno. Debió sospechar de la urgente necesidad de sus servicios médicos al fijar la mirada en los ojos saltones de nervios en el capataz porque sin mediar palabras fue en busca de su maletín en el Renault amarillo cuatro puertas que tenía estacionado a un costado del portón de la entrada principal.

Acostumbrado a actuar en situaciones de emergencia llegó hasta el sitio indicado a la brevedad que sus piernas le permitieron. Se detuvo evaluando la escena. La ingeniero de obras de quien todos hablaban en el pueblo yacía revolcándose entre convulsiones delirantes. Una mirada de desconfianza cayó sobre Bruno Linker, quien lucía desaliñado, sudoroso. Asustado. Como quien comete un delito y teme ser descubierto. Era grave lo que pasaba por la cabeza del médico. ¡Muy grave!

-   Se desmayó doctor, ayúdela por favor. No comprendo que

pudo haberle pasado.

-   ¿Qué bebió?

-   Lo desconozco. Al llegar de la reunión con los demás

hacendados la encontré en ese estado, parece que bebió alcohol, ¡yo qué sé! ¡ Luce mal, Doctor!

El doctor la reacomodó evaluando los signos vitales, del maletín extrajo un set de jeringas con tubos de ensayo y tapas tipo corcho de hule. Deshaciéndose del plástico empacado al vacío y sacando el aire de la jeringa con el pistón de la misma se dispuso a tomar una muestra de la sangre de Lorena, tomada y sellada se puso en redondo pidiéndole a Tomás que hiciera llegar la muestra al dispensario del pueblo en manos del bioanalista Manuel Serrano, quien también había llegado hace veinte años para quedarse.

-   Por favor, Tomás dígale que esté pendiente de mi llamada al

celular para indicarle el procedimiento. Que la resguarde como es costumbre.

Retomó su postura dirigiéndose a Bruno Linker.

-   Disculpe mi indiscreción, pero siento que debo saberlo-

Avergonzado se acarició la barbilla junto con su barba en forma de chiva blanquecina que amenazaba con colgar de ella-   ¿usted

y la ingeniero han tenido algún tipo de amoríos? Le preguntó porque la escena que estoy presenciando no me  permite compartir la opinión de los demás acerca de su buena moral y juicio, sr Linker.

-   ¡Por Dios! ¿Usted me está acusando de algo?

-   No. Es muy irresponsable de mi parte emitir juicio alguno en su

contra, pero no puedo negarme el derecho de exigir a usted compostura y respeto para una joven tan digna cuya labor entre nosotros es loable. Admito que me afirme, en otras circunstancias, libres del demonio del alcohol o de cualquier cosa que altere el ritmo hormonal de una mujer que ustedes tengan algún tipo de relación, pero no en este caso.

-   No soy el tipo de hombre que embriaga una mujer para

satisfacerse…

Una mueca de aceptación y resignación lo dejó de pie frente al globo terráqueo de tallados dorados que en otras ocasiones robó la atención de Lorena. El Doctor, ignorando la presencia del joven Linker, sacó un frasco de su maletín, repitió la acción anterior con otra jeringa para terminar inyectando el líquido de un frasco ámbar en  el antebrazo derecho de Lorena. Ni siquiera se inmutó. Estaba completamente desmayada, pero la arritmia cardiaca daba indicios de vida, junto con la  compulsiva respiración.  Bruno, se maldijo así mismo por su actitud. No dejó de mirar de un lado a otro como si deseara evadir su realidad. Debió tomarla en sus brazos y meterla bajo la ducha para diezmar sus deseos eróticos productos de una ingesta indebida y fortuita de alcohol. Debió bajarle la intensidad tomando en cuenta que la amaba con todo su corazón… la amaba, pero encolerizado e invadido por feroces celos la había hecho suya, allí, en su despacho, como a una cualquiera que ofrece sus servicios. Recordó su primera vez en la Mucoposada. Lorena quiso beber para embriagarse creyendo que de esa forma sería más fácil doblegarse el espíritu y la razón para saciar las ansias de los cuerpos. ¡ Ilusa! ¡ Torpe! ¿Dónde diablos dejaste la sensatez, Lorena? ¡Mierda, dónde diablos deje yo, la mía?

Minutos más tarde, por orden del hombre de las ciencias de la salud la tomó entre sus brazos para llevarla hasta su habitación. Subió con gran parsimonia las escaleras ignorando el ofrecimiento de Yoneida para atenderla. No tenía fuerzas para articular palabras. El silencio mismo le pesaba. Añoró a su nana y pensó en mandar a buscarla con algún peón mientras Tomás o su esposa pudiese encargarse de ella. Él no podría. No tenía ganas. La tenía en sus brazos y algo en ella le causaba repugnancia, quizás era el hecho de imaginarla revolcándose con José  Arteaga como una mujerzuela.

Las indicaciones habían sido muy estrictas: “Reposo total”. El diagnóstico se lo reservo, pero ante la insistencia de Linker, el médico aseguró una estabilidad en su estado, adjudicando las culpas al licor en vista de la condición de abstinencia que poseía. “Es probable que conociera de los efectos del alcohol en su organismo, evitando siempre su ingesta”- Supuso aferrándose a esa posibilidad, buscando las razones para descartar la culpabilidad de Bruno Linker.

-   ¿Qué paso, patrón? – quiso saber el capataz mientras se

apoyaba en las barandas de la cama en donde yacía completamente desmayada Lorena Blasco Veragua.

-   No lo sé…¿nana ya llegó?

-   No ha de tardar. Mandó a decir anoche con una de las mujeres,

que no faltaría al agasajo. Que la disculpáramos con la ingeniero.

-   Mientras llega, quiero pedirte que te hagas cargo de ella junto

con tu esposa.

-   Claro, patrón, eso está de más, ahorita mismo le digo a mi

señora… pero a usted no se le ve muy bien. ¿Quiere hablar?

-   Gracias Tomás, pero en este momento, lo mejor es callar.

También necesito que te encargues de acabar el festín antes de las nueve de la noche, para no parecer déspota, porque si de mí se tratase, acabaría en este instante con esa vaina. El doctor Fermín, hará pública la necesidad de descanso de la señorita. De seguro nos ayuda a excusarnos.  Recibe los obsequios en su nombre y asegúrate de lo que te pedí.

-   Por supuesto patrón.

-   Y …

-   ¿Sí patrón?- quiso saber-

-   Entre los obsequios, tengo entendido, hay un carro. Busca a

alguien de tu confianza, capaz de manejarlo. Tú te llevarás mi camioneta con la ingeniero Blasco. Llévala y asegúrate de dejarla en carretera segura, lejos de la trasandina.

-   Pero, Don Bruno, patrón…

-   Y si se opone a quedarse con el carro, de igual forma la llevas

hasta la puerta de la terminal de Mérida y asegúrate, de que se embarque de regreso a Caracas.

El capataz lo miró estupefacto, escudriñando sus facciones evasivas, impregnadas de un dolor inmensurable. Incrédulo se sintió impotente.

-   Patrón, ¿ usted está seguro, de lo que hace?, mire que aquí

puede haber un mal entendido. La señorita es lo que usted más ha querido, dicho por usted mismo, no entiendo, qué ha pasado.

-   ¿Qué ha pasado? ¿qué ha pasado? – Inquirió mientras

deambulaba entre la ventana de la habitación y la entrada al dormitorio- Pasa, Tomás , que no hay mujer diferente. Pasa Tomás, que me equivoque de nuevo. Pasa Tomás, que si me encuentro con el desgraciado de José Arteaga, juró que le caeré a puño limpio y lo sacaré a patadas de estas tierras- Se preocupó al escuchar el acento extranjero de su patrón, solo se hacía sentir al estar enojado. Su vena en la yugular se hizo tan visible sobre su cuello, que creyó estallaría- Pasa Tomás, que está mujer es una falsa…Claro, debió pensar que se marcharía sin darle puerta abierta al miserable ese.

-   No, disculpe usted patrón, pero aquí debe haber una confusión.

¡Esa vaina no se cree!

-   ¡Que los he visto, Tomás!- Vociferó al instante en que sus ojos

se inundaron de viscosas lágrimas y lo señalaba con el dedo índice mientras el resto de los dedos se estrangulaban entre ellos mismos- Los vi, Tomás, eso para mí es suficiente. ¡ A la mierda, no hay diferencia entre una mujer del otro lado del mundo a las de acá!

-   La señorita no es bebedora. Algo paso patrón.  Meto mi mano

al fuego por ella.

-   ¡Por Dios! Creo que quien se va a quemar es otro- Dijo

rememorando las propias palabras de Tomás-  ya lo sabes, a más tardar , las cuatro de la mañana, esa mujer debe estar fuera de aquí.

El capataz le había tomado cariño y ella se había ganado su respeto, nunca la vio con una actitud indecorosa, ni la escuchó expresarse con tosquedad. Se había hecho la idea de verla como la patrona. Todo lo sucedido lo creyó  muy injusto. Deseó que Doña Verónica llegase pronto. De seguro ella solucionaría todo el embrollo.

Doña Verónica se había retardado porque se  estaba encargando de un tratamiento para el bebé que no pretendía dejar en las irresponsables manos de la señora Fabiola. Inés todavía estaba muy débil, aunque le sobraba voluntad para atender a su hijo. Desde que estaba Doña Verónica con ellas se había desmayado en siete oportunidades en los incesantes intentos por lavar los pañales de tela y preparar los biberones, ni siquiera se preocupaba en comer o cuidar de sí misma. Fabiola no mostraba indicios de querer atenderla como era debido, por esa razón, Doña Verónica no había regresado. Temía que en uno de sus cotidianos quebrantos, no contase con la ayuda oportuna y se perdiera todo lo sembrado en ella durante los últimos días. Fabiola estaba resentida porque no deseaba ver a su hija recorrer el mismo camino que veinte años atrás ella misma recorrió. Renegaba de su desobediencia, justificando que al menos, ella había contado con alguien que le advirtiera de los descuidos carnales. A Fabiola nadie la aconsejó,  ni la instruyó. “Se dejo calentar la oreja y por pendeja la habían preñado”- lo repetía a diario- “esta boba debería agradecer, que al menos yo se lo advertí, pero no, ¡que bah! Ésta lo que quería era joderse la vida abriéndole las piernas a un Don nadie”

Doña Verónica consideró que escuchar a diario a Fabiola era mucho sacrificio para la pobre muchacha. La consideraba como una especie de tortura nazi. Un ataque psicológico que la quebrantaba a pasos gigantescos, la autoestima si es que alguna vez tuvo una pizca, colindaba ahora con el subsuelo. Casi siempre tenía que mandarla a callar y propinarle improperios de diversos calibres y dimensiones que luchaban por no caer en lo indecoroso.

Por todas esas razones presenciadas y vividas es que no pretendía dejar a la joven Inés a solas con su madre, así que programó su regreso con combo incluido. “Regresaba al rancho con Inés y el bebé”. Fabiola era libre de desear asistir o no.

Luego de una larga espera por Ezequiel, el obrero de una hacienda vecina que los llevaría de regreso y de finiquitar deberes y labores de casa, estaban en la comodidad del rancho Linker. La hacienda era de vastas extensiones, así que los peones podían establecer poblados enteros dentro de las tierras y no afectaría en lo absoluto el desempeño agrícola o pecuario aunque las políticas de estado amenazaran con atentar contra la legitimidad de las tierras. La mayoría de los obreros eran extranjeros de Colombia que emigraron en el sesenta y ocho en busca de nuevas oportunidades quedándose, desde entonces en ellas. La mayoría eran nobles y agradecidos con quien les hubiese tendido la mano en los días de tormenta. 

Para cuando arribaron al rancho el reloj hace mucho había marcado las tres de la tarde. La fiesta estaba encendida. Lorena dormía tan profundamente que la esposa de Tomás llegó a creer que el Doctor Fermín la había sedado, ignorando los turbios efectos que un fármaco  como la yohimbina pudiese causar. Tomás estaba afuera, coordinando los detalles y asegurándose de regar la voz de que debían desalojar la propiedad a tempranas horas de la noche para no perturbar el reparador descanso de la ingeniero de obras, Lorena Blasco. Bruno Linker desapareció de la propiedad desde el mismo instante en que descendió la escalera tras dejar a Lorena en su habitación. Su semblante pálido lo asemejaba a un difunto. Realmente, así se sentía. Muerto en vida. Antes de partir, desvió su camino y entró aprisa a su habitación desde la parte trasera de la propiedad. Buscó el collar con su elegante envoltorio. El tacto se esfumaba. Una caricia que moría al nacer sobre ellos, llevaba consigo la esperanza de renovar su vida. La mujer que consideraba el ideal de su existencia llena de equívocos, terminó siendo la hecatombe temida…Chasqueó la dentadura. Sus ojos furibundos lucían vidriosos ante las ansias de llorar. ¡Maldita sea, que los hombres no lloran y menos por mujeres!- Se dijo así mismo al instante en que guardaba el envoltorio tras la caja fuerte resguardada con el reverso de la escultura de madera- ¡no te necesito Lorena Blasco! – Recogió una chaqueta negra de cuero del perchero, un manojo de llaves y los pedazos del alma esparcidos a su paso. Con la destreza de un lince abandonó la propiedad. La camioneta en la que emprendió camino lucía destartalada. En otro momento se burlaría jactándose de que le sonaba todo, con excepción de la bocina. La pintura estaba decolorada, el chasis exhibían gruesos parches de masilla de pésimo acabado en la latonería. El escape era vocero de lo destartalado del motor, dejaba a su paso una espesa humarada negra que distorsionaba el paraíso de las montañas. Entre tantos detalles de pésimo aspecto en la latonería había uno que salvaba la imagen y pudiese evitar que lo arrojaran barranco abajo: “Los neumáticos”. Tenía cuatro neumáticos en perfecto estado. Neumáticos de tracción que se exhibían con presunción entre el amasijo de hierro andante que conformaba aquella camioneta. Bruno Linker lo condujo con mayor pericia entre las  enserpentinadas carretera de tierras que surcaban las montañas. Encendió el precario reproductor. Un chirrido precedió a la música sintonizada al azar en una emisora. “Oreja de Van Gogh.  Su grupo preferido e irónicamente, “Rosas” era el tema musical con que armonizó la espera en las afueras del ambulatorio con Lorena, luego de dejar a Inés, la convaleciente parturienta, hija de Fabiola. Escuchar su tema musical predilecto lo traslado a los recuerdos distantes de sus encuentros. Sus temores y las sensaciones masculinas acechándola. Una débil luz de color rojo titilaba al ritmo de la música, mientras la camioneta saltaba ante cualquier bache debido a la marcada ausencia de amortiguadores.  No era esa la forma en que imaginó haría ese recorrido. No pensó jamás que Lorena luego de inyectarle vida se la arrebatase tan vil y despiadadamente.

El recorrido a caballo hubiera sido muy extenuante y prolongado, de una u otra manera viajar en la  camioneta de las cosechas representaba una ventaja, además quién sospecharía que el nuevo dueño de las tierras de Sebastián viajaría abordó de un espanto de carretera. Llegó a la Mucoposada antes de anochecer. La dueña del sitio, como la primera vez en que pernoctó con Lorena, se mostró muy efusiva y amable. Discreta y cordial. Sin preguntas o comentarios comprometedores. Recibió la llave de la habitación rentada. La misma en donde por primera vez había tomado posesión del ser más puro que sus ojos hubiesen visto. ¡Su condena sería vivir atado al recuerdo de sus besos! ¡Lorena Blasco, por qué me hiciste esto!-sollozó- ¿qué necesitabas buscar en otro cuerpo?, ¿acaso no bastaron mis caricias y mis besos? Yo, como el propio imbécil creyendo en el amor, ¡pura mierda!  En mi país, las mujeres son mejores Lorena- Se dijo así mismo al momento en que cayó de bruces sobre la vasta y solitaria cama. Estrujó los puños contra las sábanas olorosas a lavanda, ausentes de vida femenina. Cerró los ojos y comprendió.” Jamás volvería a calcinarse en su cuerpo, ni absorber la exquisita fragancia que emanaban los poros de la única mujer acorde a los latidos de su corazón…Su silueta esbelta se disipaba en la memoria.

 La neblina cubrió los tejados rojos. La noche oscura ausente de estrellas abría paso al croar de los sapos, el vuelo de las misteriosas aves nocturnas y los pesares del alma…

El doctor Fermín no dejó de pensar en la ingeniero Blasco, a pesar de haberse marchado de la fiesta. Temió que Bruno Linker hubiese atentado contra su integridad moral y física accediendo a las virtudes de su cuerpo dopado por algún fármaco. Después de todo no sería ese el único caso.  Los casos empezaron a ser reincidentes. Precisamente desde la llegada de Bruno Linker a las tierras de don Sebastían. ¿Pudiese ser coincidencia?,  “claro, es posible que solo sea casualidad”. Empecinado en hallar culpables y respuestas, telefoneó desde su celular a Manuel Serrano, el bioanalista de la zona, poniéndolo al tanto de sus sospechas e indicándole el procedimiento  a seguir para la determinación de los parámetros biológicos, físicos y químicos a determinar...

El último caso médico, lo marcó de por vida. Brenda no llegaba a los quince años cuando la llevaron al dispensario. Al verla añoró el rostro angelical de su única hija fallecida en la ciudad de Mérida en un terrible accidente de motocicletas, apenas cursaba el primer semestre de idiomas y su vida, de repente, se esfumó. Brenda siempre fue tímida y sumisa, vivía bajo la potestad de su abuela materna mientras sus padres viajaban a otras ciudades en busca de trabajo que les permitiera mantener su hogar. Una noche sin explicaciones alguien arrojó a las puertas del dispensario el cuerpo moribundo de la muchacha envuelto en una sábana de hotel teñida en sangre.

No lo olvidaría jamás. A su juvenil edad su experiencia se confrontaba con el infierno. Engañada. Drogada y violada. Las experticias del médico forense reportó contacto sexual con cinco hombres a quienes jamás se les condenó. “La justicia Venezolana baila al ritmo de quien mejor pague, esta vaina es insoportable” – Lo repetía con frecuencia el doctor Fermín, impotente. Abatido.  Ver a Brenda fue como ver a su propia hija. El corazón se le hacía trizas mientras procedía a recuperar su quebrantado estado de salud. El ultraje no se ajustaba a ningún canon de comparación. Simplemente monstruoso. Las enfermeras iban y venían en busca de uno u otro medicamento ante la ausencia de los mismos en las estanterías. El pueblo se hizo sentir, pero después de un par de semanas los implicados se encargaron de callar y borrar el mayor número de pruebas. Crearon una amnesia masiva. Pronto la respetada reputación de la joven era tergiversada.  Las pruebas médico forenses fueron las únicas importantes e imposibles de eliminar porque el doctor Fermín apegado al recuerdo de su hija se enfrentó hasta donde su limitado perímetro se lo permitió…En vano. La sentencia nunca llegó. Ahora, encontrarse con un posible caso de ingesta de psicotrópicos para fines sexuales lo encendía de cólera. El daño causado a Brenda fue permanente. El deterioro cerebral progresivo condenaba a la absolución de un error irremediable. Las escenas de pánico se convirtieron en sombras. Se le solía ver enclaustrada, entre sus sábanas, con los ojos cerrados mientras se negaba a la presencia de cualquier persona.

Solía gritar pidiendo ayuda. El placer carnal para esos individuos se había encargado de llevar a tierra el futuro de una bella joven.  “Si Bruno Linker fuese culpable de tan irremediable daño para con la ingeniero, me encargaré de llegar hasta las últimas consecuencias” – se prometió así mismo al expeler una bocanada de aire luego de aspirar el cigarrillo que sostenía en sus dedos.

Su esposa sumida en sí misma parecía contemplarlo de brazos cruzados desde un recodo de la casa.

-   ¿Dónde está Bruno? – Preguntó Doña Verónica mientras se abría paso rumbo al vestíbulo del rancho. Tras suyo Inés apuraba el paso dándole alcance con su pequeño bebé enredado entre los delgados brazos. Estaba sorprendida de su profundo sueño a pesar de la algarabía. Inmerso en un estupor de ángel la incitaba a corroborar que estaba respirando. Lo hacía con frecuencia como quien vela por los enfermos moribundos. Doña  Verónica miraba de un lado a otro a medida en que caminaba en el interior de la propiedad, escudriñando en silencio el orden dado a la cocina, las mesas del pasillo y los adornos. Al detenerse en el vestíbulo se quejó de la chimenea. Estaba sin un leño y aunque el fuego parecía haberse extinto recientemente, provocó en ella desagrado. “¿Quién ha visto una chimenea sin fuego en pleno invierno?”. Al dar la vuelta se percató de la presencia de Yoneida Veracruz a quien le pidió se encargará de encender la hoguera de nuevo. Quiso tomar tiempo inclinándose a la hoguera mientras buscaba despertar la llama entre las cenizas con los largos hierros usados para remover las brasas ardientes. En su interior ansiaba saber qué le diría Tomás a Doña Verónica, pero conocidas sus intenciones, el capataz apresuró su marcha, sacándola del vestíbulo.

-   Estas mujeres de hoy en día, andan metiendo las narices en

Cualquier parte- Rezongó- Verá Doña Verónica, acá las cosas no están nada bien - No pudo evitar sonreír consternada - ¿Cómo no iban a estar bien con una fiesta tan bien organizada?

-   Doña Verónica es que el patrón se ha marchado.

-   ¿Cómo? ¿Bruno? ¿y a dónde? ¡Ah!  Ya lo sé, mi hijo por fin se

decidió y se escapo con la niña Lorena, ¿cierto, Tomás?.

El capataz no dejaba de darle vuelta al sombrero de cuero entre sus manos. Sus mejillas  de incipiente barba enrojecían por instantes- .

Bueno, verá, no precisamente es eso. Algo paso entre el señor y la señorita… se ofendió mucho y se fue.

-   ¿ y Lorena?

-   Pues, eso es lo malo de la película Doña Verónica, que se puso

de muerte y allá está adormecida como la bella durmiente.

En ese punto de los hechos no pudo evitar lanzarse a prisa escalera arriba, venciendo su propio cansancio y pensando infinidad de razones-. Es que debí imaginarme que dejar a estos dos juntos por tanto tiempo, no era buena idea, ¡no señor!- Vociferaba en contra de sí misma con cada paso dado. Escalera arriba se detuvo frente al madero de la puerta que recubría la habitación. Temerosa, como quien presiente una tragedia. Giró la perilla y siguió adelante. Se llevó las manos a la boca reteniendo su asombro al ver como yacía el huésped entre las sábanas y la colcha rosa. Tenía un semblante de muerto. Pálida como un papel de labios violetas y resecos.

-   ¡Bendito sea Cristo!, ¿qué le ha pasado a esta niña?

-   No lo sabemos. Es algo muy raro. El doctor Fermín dice que es

producto del alcohol pero…

-   ¡Pero si Lorena no bebe!- Continuó la frase evidente del

capataz- ¡no, no! esto no puede ser. Cuénteme qué fue lo que paso.

-   Doña Verónica, lo poco que le entendí al Patrón es que al

parecer sorprendió en malas actitudes al ingeniero con el joven José, el hijo de los Artiaga.

-   ¡ Calumnias! Sí Lorena no tiene ningún interés por ese

muchacho. Es que eso, se le ve en el rostro.

-   Bueno, sea lo que sea, las cosas están mal. Tengo ordenes de

acabar el bonche antes de las nueve y antes de las cuatro de la madrugada tengo que estar emprendiendo camino a la ciudad con la señorita.

Melancólica, se acercó hasta la cama, saludando antes a la esposa de Tomás. Le acarició la cabellera. Le besó la frente sin causar en ella reacción alguna.

-   Bruno, es un hombre de palabra. Si esa fue su orden, así será

Tomás.

-   Pero doña, ¿usted no va a oponerse?

-   No, Tomás. Que sea esta su decisión. En la vida todo ocurre

Por alguna razón, todo es causalidad. Bruno deberá asumir las consecuencias. A mi hijo le falta ese sexto sentido que usted y yo por la edad hemos adquirido. Hay que dejarlo, aunque me duela en el alma ver marchar a esta bella mujer.

-   Don Bruno debe estar confundido, yo no creo que la señorita

sea capaz de faltarle el respeto a alguien y menos a ella misma.

-   También lo creo Tomás, pero es necesario dejar que el río siga

su curso, quizá con el tiempo cambia de cauce.. o esto es lo que Bruno necesita para aprender a reconocer sus errores en esa congestionada vida que se empeña en mantener.  Él no puede estar pensando en picar aquí y allá  creyendo que todas las mujeres son como él… aunque me entristezca Tomás, hay que dejar que haga, lo que ahora, él desea.

La nostalgia era ineludible. Los ojos brillaban tras una cortina de lágrimas amenazando por desbordarse entre las mejillas de la anciana. Se había hecho ilusiones sobre la vida de otros como si pudiera moldear el futuro de las personas. ¡Absurdo!. El destino de cada persona suele estar escrito en lápidas de mármol. Y no hay cincel que pueda deshacer lo marcado.

La cumbia y el vallenato no dejaban de sonar, uno detrás del otro, en una mezcla de sonidos deliciosos para quienes añoraban en el destierro el terruño que les dio la vida. La bebida no parecía agotarse, era como si el alambique no dejara de destilar.  La parranda no tenía luz de paso y esto empezó a preocuparle a Tomás, quien debía cumplir con la orden de su patrón. Los presentes estaban al tanto de los quebrantos de salud de la ingeniero y de la necesidad de descansar, pero algunos insistieron en permanecer sin mucho revuelo por lo menos hasta que pudieran servir la mitad de la res que se estaba asando en las brasas. La noche empezó a caer. Oscurecía a tempranas horas vespertinas y con ella caía la espesa capa de neblina. Tomás mandó a apagar la miniteka y a desconectar las luces de la entrada principal. Había sido suficiente complacerlos con el asado de las reses, ahora debía marcharse cada quien a su hogar. Tomás vio alejarse a los peones y hasta los hacendados de las fincas vecinas con gran pesar, hubiera deseado que el plan del patrón se llevase a cabo. “Si la fiesta de despedida hubiese sido una fiesta de compromiso la música sería diferente.  El patrón se habría curado de su fracaso matrimonial, de esa vida libertina de la que tanto busca huir y la señorita de seguro, hubiese vuelto a nacer”-  ¡caray! ¡Qué vaina fregada con los planes. Uno propone y Dios dispone!  - Murmuraba de pie, frente al enrejado del portón de la hacienda mientras veía como se dispersaba entre la oscuridad del camino los faroles de los últimos camiones repletos de hombres y mujeres que sin dejar de entonar vallenatos se buscaban acomodo entre sus inestables sombras. Acababa de cumplir una de las dos órdenes de su patrón- Se decía así mismo. Suspiró reacomodándose la correa a la cintura- “ahora me queda faltando la más arrecha de las órdenes:- Se dijo  a sí mismo, con molestia, casi resoplando - Sacar a tan bonita señorita de la vida del señor Linker”.

Esa noche fue extraña, a pesar de la rutinaria bruma nocturna había algo en ella que la hacía diferente. La fauna andina y hasta el silbido monótono del viento se dedicaron a marcar su diferencia con otras noches. Un espeluznante canto le robó un “ave María bendita” a Inés, desde la habitación cercana a las escaleras. Se aferró a su bebé cerrando los ojos mientras rezaba alguna oración que entre sus miedos no permitía hacerla audible.

- ¡Vaya pues, muchacha boba, que tenés que insultar a la pavita para que se vaya lejos, no rezar!- Salió vociferando Yoneida Veracruz al creer que la muerte venía por la ingeniero y no por tan bella criatura de Dios. Su piel sudo frío. Parecía piel de gallina. Por primera vez sintió remordimiento por sus acciones, no dejó de pensar que quizás se le había pasado la mano con su afán por poseer al patrón, así que se armó de valor y salió hasta la puerta del porche delantero lanzando una serie de zafiedades contra el ave de mal presagio. Era lo que los ancianos decían que debía hacerse cada vez que  se escuchará canto tan nefasto. La Pavita solía posarse en las cercanías de alguna tragedia. Enunciativa. Insinuante. Recordó la muerte del hermano del indio, un muchacho de trece años que accidentalmente detonó la escopeta de cacería en la cabeza de su pequeño hermano. Los balines se dispersaron por doquier. Cuentan que la noche anterior la desdichada ave se posó frente a la cerca de la casa y cantó su fúnebre melodía. A la mañana siguiente un estruendo amordazó el silencio. Las aves sobrevolaron el cielo buscando refugio tras la tupida vegetación.  No lo olvidaría jamás. Por alguna extraña razón del destino fue una de las primeras en llegar al sitio. El jovenzuelo corría desesperado con el cuerpo del niño en sus brazos. No podría jamás olvidar aquel rostro sollozo suplicando al cielo que nada de ello estuviera ocurriendo, que el zorro no moría y el soldado no mataba, mientras la masa encefálica caía por fragmentos a sus pasos, tras él, los perros acechando. Alguien pateó los perros y un aullido de dolor físico se impregnó en el aire hediendo a pólvora y a secreciones sanguinolentas. Por primera vez tuvo miedo. Remordimiento.

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