Ada

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Y Nakusi bajó corriendo las escaleras, seguido de Miraya, que apenas tuvo tiempo de coger su sombrero, dejado encima de una silla. Mientras los dos suben al coche y el cochero arrea a los caballos, que salen, no al trote, sino al galope, otro carruaje, un fino faetón inglés de guiar, de dos ruedas, marcha en sentido contrario por el camino pintoresco que, desde la Ercolani y siguiendo el borde del mar, conduce a Mónaco. Felipe María, desde la misma puerta de la villa, ha entregado las riendas a Alejo, y este brega por igualar y contener a los dos magníficos y rebeldes potros color flor de romero -un pelo que, según opinión de los inteligentes, denuncia condición falsa y traidora, mientras los alazanes reúnen a la fogosidad la nobleza-. Fijándose sólo en la estampa, el tronco flor de romero era lindísimo. Bajo la claridad del sol, el pelaje de los dos hermosos brutos parecía de seda color rosa pálido, con visos y ondas de plata gris; y sus crines rutilantes, sus delicados remos, sus acopados cascos, sus formas mórbidas, de elegante curvatura, los hacían semejantes a los caballos del sol, esculpidos en alto relieve por los artistas de la Hélade. Cualquiera que no tuviese el ánimo tan abrumado de preocupaciones como lo tenía en aquel instante Felipe, seguiría con interés la lucha entre el hábil cochero y el tronco, aquel día más que nunca inquieto, impaciente y hasta enfierecido ante el menor obstáculo, pronto a espantarse y encabritarse por todo lo que veía, fuese una piedra blanca, fuese un pescador que atravesaba el camino con sus redes al hombro.

Mas Felipe no atendía a los lances de esta batalla, que otras veces le entretenía mucho. Fijos los ojos en el mar, pero sin ver tampoco su azul planicie, sentía aún en el rostro las últimas caricias de Rosario, caricias que eran lágrimas, huella de fuego, húmeda sin embargo -húmeda y quemante. ¡Nunca más! El aire vivo, rápidamente cortado por la carrera de los caballos, secaba en el rostro del futuro monarca las postreras gotas del llanto del amor, y en su cerebro, ligero y casi vacío, sin ideas, como suele estarlo cuando los pulmones respiran activa y copiosamente, sólo campeaba una percepción fuerte, poderosa, absoluta: «No puedo retroceder, no puedo cejar. Pertenezco a mi suerte. Vamos allá, suceda lo que suceda». Iba, sí, iba a su destino, derecho, con los ojos de la mente vendados, para no ver peligros ni dolores; con los oídos tapados, a fin de no escuchar quejas ni voces lastimeras, de las que al pronunciar un nombre reblandecen el corazón... Iba decidido, sabiendo de cierto que abandonaba la ventura, convencido de que no le era lícito disfrutarla desde que había sido saludado rey. Como hoja arrastrada por los remolinos del arroyo, su voluntad ya no conocía más dirección que la de corriente que le impulsaba lejos, lejos de allí, a donde quisiese la fortuna llevarle...

Dos o tres veces los caballos se alborotaron, quisieron desmandarse, y Alejo, sombrío y cejijunto, les fustigó las relucientes ancas, por las cuales corrían estremecimientos de cólera, que hacían rielar la sedosa piel. Si Felipe no fuese tan abstraído, notaría algo extraño en las maniobras del cochero: diríase que procuraba inquietar a los animales, con una provocación sorda y continua, de efecto seguro; y al par que los refrenaba duramente, a golpecitos reiterados, cada vez más fuertes, recalentándoles la sensible boca, toda bañada en espuma, y haciéndoles temblar a veces de dolor -los irritaba con el latigazo injusto, violento, sin causa. El caballo, animal tan capaz de experimentar influjos de simpatía, siente también con vehemencia la antipatía, la protesta, el ciego y desesperado arranque contra la tiranía de un amo. Dóciles, aunque nunca amaestrados, bajo las riendas de Esteban, los generosos potros se volvían esquivos, reacios y traidores bajo las de Alejo, que parecía gozarse en instigarles a la rebelión. Según adelantaban por el camino colgado sobre el arrecife, donde podía ser doblemente peligrosa cualquier defensa del tronco, Alejo, en vez de calmarles con las acciones suaves y conciliadoras de los cocheros prudentes, los excitaba más y más redoblando el castigo y las repentinas sofrenadas. En una huida terrible que dieron de pronto, viose el ligero tren tan al borde del cantil, que Felipe María, saliendo de su ensimismamiento, no pudo menos que exclamar, maquinalmente:

-¡Eh! Alejo, atención... Este sitio no es para bromas.

-No hay cuidado, señor... -respondió el cochero, mirando de soslayo a su amo y conteniendo diestramente al tronco, con movimiento que revelaba tan consumada pericia, que Felipe, tranquilizado, volvió a sepultarse en su absorta contemplación del porvenir. Lo que se desarrollaba ante su imaginación, el panorama de miles de figuras, que adivinaba soñando, no era el cansino cosido como una cinta a la azul faldamenta del mar, sombreado por los copados pinos de horizontal ramaje, y sobre el cual, algunas veces, blanca paloma, se suspendía una villita aislada y solitaria, parecida desde lejos a la Ercolani. Lo que Felipe María iba viendo interiormente eran las olas de la muchedumbre, alborozada y aclamadora; era la vía triunfal, entre gritos de entusiasmo y júbilo; era un palacio de altas techumbres, y, bajo un dosel de seda carmesí, un sillón dorado, rematando en garras leoninas, más elevado que los demás asientos... Y se veía a sí propio, sentado en aquel sillón, dominando a la multitud, mientras desfilaban ante él, inclinándose, militares de uniforme de gala, mujeres hermosas, descotadas, cubiertas de collares y pedrerías, con luengas colas de raso, orladas de armiño, que al deslizarse sobre la alfombra producían un crujido suave, como el que producen al ser arrancados los pétalos de la rosa...

Y eran tan vivas, tan insidiosas estas fantasmagorías, que Felipe María salió como de un sueño profundo al oír al cochero jurar sordamente y restallar la airada fusta, una vez más, sobre las grupas nacaradas de los lindos corceles, enroscándola después con silbido de culebra a su cuello redondo y salpicado de espuma; al advertir que corrían locos, con ese vértigo delirante del caballo que se desboca, y ni atiende ya al látigo ni a la voz, ni conoce otra ley más que su propio frenesí. Felipe entendió el peligro, y el espacio de un relámpago, un segundo, titubeó entre arrojarse al suelo o asir las riendas. Pero a nada tuvo tiempo. Con brusco impulso insensato, desarrollando sobrehumana fuerza y vigor, Alejo volteó hacia la izquierda el tronco, cual se voltea la manilla de un grifo, y mientras los dos caballos, empinados, sublimes de actitud, girando en el vacío y azotando el aire con los remos delanteros, relinchando de espanto, acababan por desplomarse acantilado abajo, cayendo a los peñascos y al mar desde una altura de quince metros, y arrastrando como una pluma el tren, Alejo se lanzaba de costado al camino, sobre el cual quedó boca abajo, desvanecido, aturdido con la violencia del golpe...

Volvió en sí al darle un puntapié Miraya, al triturarle la muñeca con sus dedos de hierro el conde de Nakusi.

-¿Y tu amo?

-¿Y el Príncipe, ladrón, infame? ¿Qué has hecho del Príncipe?...

Nakusi apoyaba el cañón del revólver en la frente del cochero. Pero este se incorporó poco a poco, les miró sin temor, de un modo fijo, siniestro, lleno de salvaje indiferencia, hasta que, en el dialecto de su provincia -que era la misma de Nakusi-, respondió fríamente, como quien sabe las consecuencias de sus acciones y no las rehuye.

-Allí... Allí ha caído.

El Conde, desesperado, rugiendo, se inclinó sobre el precipicio... El cuerpo de Felipe María, retenido por los agudos escollos, no había llegado al mar; estaba debajo, a plomo; con la mano les parecía que podían tocar su destrozada cabeza.

FIN

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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