Ada

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-No se trata de mí -exclamó Felipe, excitándose con sus propias palabras-, se trata de mi madre, señor Duque... ¡Si sólo a mí hubiesen ofendido, chico pleito sería! Lo que no se borra tan fácilmente de la memoria de un hombre, son los padecimientos de una madre. Si yo no pensase ya en ellos, merecería haberselos causado. Y les advierto que era animosa; que no se quejaba nunca; pero he comprendido muy bien que la mató la pena y la humillación inmerecida; y, sobre todo, la idea de que yo, nacido de un matrimonio tan legítimo como otro cualquiera, pasase por bastardo. En su justo orgullo me ordenó no usar más nombre que el de Flaviani, para demostrar que, al menos, no me avergonzaba de él. ¡Flaviani! -repitió Felipe con una carcajada seca y sardónica-, ¿quién sabe si este apellido es más ilustre, más antiguo que el de los soberanos de Dacia? Mi madre, que era romana, descendería de algún patricio de la familia de los Flavios... Me complazco en creerlo así -insistió con la misma risa cruel-. ¡Ya que mi padre ha pensado en mí... para combinaciones políticas... díganle de parte de su hijo, que todo, todo lo podría olvidar Felipe María... menos una idea... horrible: la de que, a no ser por las intrigas y las ambiciones, aún tendría madre hoy!

Dijo estor conmovido, con Lágrimas de rabia y temblor de cabeza; y levantándose de repente, pegó el rostro a los vidrios de la ventana, desde la cual se veía perfectamente la flecha de la iglesia gótica donde habían cantado el funeral a la bailarina, de donde había salido el hijo para acompañar hasta el cementerio el cadáver de la madre... Un dolor vivo, fresco, sano, mezcla de piedad y de indignación, le cortaba el aliento; se sentía grande, y padecía.

El duque de Moldau, caída la cabeza sobre el pecho, no encontraba argumentos ni razones: ¡era natural que Felipe María contestase así! Tan agobiado estaba, que no se movió del sillón al levantarse su príncipe: de pronto recordó y se incorporó automáticamente, confuso por haber infringido las leyes de la etiqueta. Miraya, siempre rudo, casi sonreía; sus ojos sólo se apartaban de la bella Herodías para descender a contar las incrustaciones del pavimento.

-Es cuanto tengo que responder a la honrosa proposición de ustedes -afirmó de improviso Felipe volviéndose a los enviados-. Despachado ya este asunto, me dispensarían un gran placer quedándose conmigo a almorzar sin cumplido, a lo que Dios depare. Están ustedes en casa de un amigo, de Felipe María Flaviani, que tiene en las venas sangre dacia.

-Estamos en casa de nuestro príncipe heredero -respondió Miraya concisamente-. Si él nos honra sentándonos a su mesa...

-Como príncipe heredero no les puedo convidar -declaró Felipe con sequedad exagerada.

Los enviados, que permanecían en pie, guardaron silencio. Estos momentos en que se interrumpe el diálogo desenlazan las audiencias reales. Cortesano respetuoso hasta el fin, el Duque lanzó a Miraya una ojeada expresiva, y, andando de costado, buscó la puerta, desde la cual los dos mensajeros se volvieron para inclinarse en reverencia profundísima, contestada por Felipe con otra más leve; al final de la entrevista, el hijo del soberano desmentía, sin querer, sus protestas de renuncia al trono: se despedía como se despiden los monarcas.

Asaz mohínos bajaron los enviados la corta escalera; el Duque tropezó en el último peldaño, y le sostuvo el periodista. El lacayo abrió la portezuela del trois quarts, y el Duque cayó en el mullido asiento como caería en la cama para morir. La antes atusada trova pendía en lacios mechones; la dentadura postiza se entrechocaba en la boca consumida y severa; las secos manos temblaban dentro de los guantes perla bien ceñidos. Miraya, entrando sin cumplimientos y sentándose al lado del gran señor, preguntó apenas el coche se puso en marcha:

-Duque, ¿no tendrá usted un habano?

-¡Ya va usted a apestarme! -gritó el viejo, perdiendo la paciencia.

-Por no apestarle a usted, le ruego que me dé un cigarro posible -respondió con flema Miraya-. Si saco mi tabacazo... me arroja usted por la ventanilla.

Al abrir la petaca de plata oxidada y martillada, con cifra y Corona ducal de diamantes, Miraya se echó a reír.

-¡Suprima por Dios esa cara de... de mochuelo melancólico! ¿Descorazonarse usted, usted, que representa el partido constante por excelencia, el que cree tener de su parte a Dios, y por consiguiente no puede desesperar?

-Hemos fracasado, Miraya -suspiró el magnate-. Tendremos a Aurelio IV, y a la vuelta de pocos años. Dacia sufrirá la suerte de Polonia: será borrada del mapa, desaparecerá hasta su nombre y su recuerdo... Mi consuelo es que para entonces no viviré; mi pena, que no haya sido estéril mi esposa, como lo fue la Reina. ¡Siento dejar fundada una familia que no ha de tener patria...!

Miraya, chupando el puro ya encendido, se encogió de hombros.

-¿De modo que, según eso, el partido antiguo o tradicional se retira de la coalición?

-El liberal, o mejor dicho, Stereadi, será quien primero rendirá pleitesía a Aurelio IV; y encontrará mil razones especiosas para aceptar el protectorado de Rusia y la mengua de nuestro país.

-Stereadi, ya que ustedes se echan atrás, seguirá el plan por cuenta propia.

-¿Eh? ¿Cómo? -interrogó alarmado el Duque.

-Y coronará en Vlasta a nuestro joven rey Felipe María... Ya lo creo. ¿Pero es posible, señor Duque, que aún sea usted tan cándido? ¿De manera que ha tomado por lo serio la negativa del Príncipe? Pues yo la aguardaba. Era visto que se produciría esta explosión sentimental. Respiró -¿y cómo quería usted que no respirase?- por la herida del amor propio, del rencor y la furia celosa, del veneno que la madre estuvo destilando tantos años en el alma del hijo. Ya desahogó, y ahora empiezan a trabajar otros sentimientos, muy lógicos también... muy humanos... Los tengo descontados, como tenía descontado el exabrupto de hoy.

A medida que Miraya se expresaba así, el rostro del Duque se coloreaba otra vez de fino matiz sonrosado, y sus arrugas parecían borrarse.

-¿Está usted seguro? -tartamudeó gozoso-. ¿El Príncipe aceptará?

-Lo juraría. Sólo que ustedes... no ven tres sobre un asno. Lléveme el diablo si no danza en este negocio, además de la bailarina difunta, otra mujer vivita y más peligrosa por consiguiente... Cuando el barco no sigue la corriente, ancla tenemos... El príncipe está anclado.

La satisfacción del Duque le rezumbaba por los poros. ¿Cómo no se le habían ocurrido a él tales cosas?

-Hay fémina, vaya si la hay... ¡La descubriré...! ¿Sabe usted lo que nos perjudica mucho? Que Su Alteza malgré lui tenga dinero largo... ¡Si le hubiésemos cogido en época de trueno...! Con todo, Duque, podemos organizar sin demora el partido felipista. Vuélvase usted a Vlasta; trabaje a los demás antiguos; prepare la opinión. Yo me quedo en París: que me envíe fondos Stereadi..., ¡y que no se ande con tacañerías!

-Por lo pronto, yo le adelantaré a usted una cantidad...

-Venga de ahí -exclamó Miraya crudamente.

-¿Subirá usted ahora a mi cuarto, en el hotel?

-¡Ay, querido Duque! Increíble parece que no viva usted más advertido. En su hotel no debo yo sentar la planta. Y tampoco usted debe ir al hotel en este coche, que está alquilado a nombre de un amigo mío, un brasileño. Bájese en la plaza de la concordia. y tome allí un simón. ¿Cree usted que el futuro Aurelio IV no nos ha puesto ya espías? ¿Sabe usted a quién he visto anteayer en un café del bulevar? A Nordis, ¿entiende usted? Al mismo Nordis. ¿Qué hace en París? Por recreo no viajará ese pájaro...

-¡Nordis aquí! -repitió pensativo el Duque.

-En persona. De modo que... prudencia. Nos veremos en el gabinete particular del restaurant Britannia, calle de San Honorato. Se entra por un sitio muy reservado... el pasaje, que parece ad hoc para tapujos. Estoy allí esta noche, a las siete. Ahora, me bajo. No se olvide usted de despachar el coche antes de llegar al hotel... Me llevo otros dos puros.

El periodista abrió la portezuela y salió rápidamente, sin que el coche parase. El Duque le siguió con la vista, antes de que se lo bebiese la muchedumbre. Después sacó el perfumado pañuelo y lo agitó, para disipar el humo y el ambiente de Miraya. Y murmuró:

-¡Talento, lo tiene! ¡Pero qué ordinariez! Da asco.

Felipe María, al verse solo, rompió a pasear agitadamente por el estrecho ámbito de la sala, fijando de tiempo en tiempo los ojos en el retrato de su madre. Después se detuvo ante la chimenea, y tendió las manos a la llama que moría en los troncos desmoronados. Una voz mesurada anunció que estaba servido el almuerzo. Recordó: no tenía apetito, aunque debía de pasar bastante de la hora acostumbrada. Al punto en que se sentaba a la mesa y destapaba el bol de plata que contenía el consumado, inclinose hacia su amo el servidor, y dijo, en ese acento que lleva sordina, el tono del respeto exagerado de la domesticidad contemporánea.

-¿Deberé dar al señor en lo sucesivo su tratamiento de Alteza?...

Felipe se turbó. Parecía que el ayuda de cámara había leído en su pensamiento. Precisamente estaba rumiando el efecto singular que produce oírse llamar Alteza por más de una hora... «El periodista me trató de Majestad...». Y era involuntario: el eco de aquellas dos palabras «Vuestra Majestad...» resonaba siempre en su oído, como vuelve porfiadamente el ritornelo de una melodía de las que se pegara... Con vehemencia, cual si rechaza se una agresión, entre el vaho del consumado que le envolvía el rostro, lanzó estas palabras:

-No; ¿de dónde sacas?... ¡Guárdate de ponerme en ridículo!

Al punto mismo sonó la campanilla de la puerta a rebato, y poco después se precipitó en el comedor un hombre que gesticulaba abriendo los brazos y mostrando querer abrazar a Felipe. Tanta familiaridad, habitual sin duda, debió de molestar, en aquel momento, al que era objeto de ella; avanzó las manos como para defenderse, señaló la silla y el cubierto puesto al recién entrado, y dijo en tono agridulce:

-Vamos, Gregorio, para que llegues tú un día en tiempo oportuno de almorzar, preciso ha sido que me retrase yo... Ea, siéntate... y almuerza con sentido común, en orden, una vez siquiera en tu perra vida.

Sentose Gregorio sin más ceremonias, y mientras el criado, impasible, le presentaba otro bol, lleno de un caldo concentrado capaz de resucitar a un muerto, suplicó en voz resquebrajada y ronca:

-Adolfo, hijo, un dedito de cognac... un dedito puesto en pie... Necesito calentarme el alma... Traigo en ella el frío de la muerte... ¡Acabo de ver a las aves de mal agüero! Iban dos, acurrucadas en un coche...

Mirole sorprendido Felipe, mientras Yalomitsa, desdeñando el caldo sustancioso, contemplaba con deleite, al través de la diáfana copa, el color de venturina del rancio cognac, un cognac de naufragio, el contenido de una barrica viejísima, arrojada por el mar a las playas de Bretaña -oro y fuego líquidos-. La luz, entrando por alta vidriera, que caía a un jardín despojado por el invierno, se combinaba con los reflejos movedizos de la chimenea, y los ayudaba a hacer resaltar el tipo extraño de Gregorio Yalomitsa. Era pequeño de estatura, con enorme cabezón; enorme no tanto por las dimensiones del cráneo, como por una melena leonina, especie de zalea, que se esparcía indómita a uno y otro lado del rostro. De un negro azul, no rizada ni crespa, pero de mechones caprichosos, elásticos y enroscados como sierpes, parecía la de Yalomitsa la cabellera de Medusa. La cara, de un moreno anaranjado, que alumbraban dos grandes ojos oblicuos, de blanquísima córnea y sombría pupila, semejaba una moneda de cobre caída entre el plumaje de un cuervo. La nariz era chata, salientes los pómulos, el bigote péndulo: una fisonomía de esas que los antropólogos llaman mongoloides. El vestir de Yalomitsa no revelaba pobreza, sino extravagancia y abandono; un gabán nuevo, forrado de pieles, hecho para otro cuerpo, descubría un chaleco de terciopelo verde, roto y falto de dos botones; un pantalón azul, de rico paño inglés, se escondía en unas botas altas, arrugadas, de vaca, salpicadas de barro. La corbata era de lazo, de color rabioso, flotante; de reloj y cadena, ni señal.

-¡Maldito! -murmuró, sonriendo a pesar suyo Felipe, a quien solía divertir la peregrina facha de su amigo-. Me estás dando fin de la barrica del cognac, y es único: ninguna bodega de París se honra con otro igual.

-Tampoco nadie aprecia en París el mérito de este cognac como yo -respondió el bohemio, trasegando a su estómago otra copa-. Así que me lo echo al coleto, me nacen dentro flores... ¡Flores y estrellas del cielo! No te vuelvas avaro, Lipe... o creeré que te han pegado la lepra esos que he visto subir al coche.

Felipe frunció las cejas. Le sonaba a indiscreción tal modo de hablar. Con ojeada severa recordó a su amigo que los criados podían oír; Gregorio cambió de conversación instantáneamente.

-Ayer -dijo- pasé toda la tarde en el taller de Viodal. ¿Tampoco gusta esta tocata? -añadió, observando una contracción involuntaria en la frente de Felipe-. Antes eras del corro de admiradores del genio... ¿Cuántos días hace que no pones allí los pies?

-Iré... tal vez hoy mismo -contestó fríamente Felipe.

-¡Bravo! A ver si a Rosario se le alegran los ojos... Viodal lleva muy adelantado su cuadro para el salón... y ha emprendido otro, que aún no es más que un boceto: la Samaritana.

-Ese no le conocía -declaró con displicencia Felipe-. Veo que le da por los asuntos evangélicos... Quién le ha servido de modelo para la Samaritana?

-Rosario, naturalmente... ¡Qué postura... y qué sentimiento el de la cabeza! ¡Un poema! El otro cuadro, sin embargo, es más estudiado, más razonado, más intenso... Gana todos los días. Al pronto no entendía yo la psicología del asunto... por que la tiene... ¡y estupenda! Es el momento de clavar a Cristo en la cruz; sólo que los sayones, en vez de soldados romanos o tagarotes judíos, son gente de hoy, generales, políticos, banqueros, ¿comprendes?, de los que codeamos por ahí, en los teatros y en los salones..., y vestidos como tú..., y las caras, en vez de la expresión que tienen en sociedad, presentan la de su alma vista por dentro... Almas que nos enseñan el forro... ¡Vaya un forro más horrible! No es como el de este gabán que me ha regalado mi amigo Flaviani... ¡Oh, gran Flaviani, mi Providencia! Dame la mano... ¿Qué es eso? ¿La tiendes de mala gana? Parece que la siento tiesa, fría...

-Es que el día es de prueba -contestó impaciente Felipe- y además, tú has traído frío de la calle...

-Si vieses -continuó Yalomitsa, engullendo distraídamente huevos revueltos con trufas- ¡qué gestos, qué muecas, qué miradas! Hay un tío viejo, idéntico al barón Weider, que le tira a Cristo del brazo para que se lo puedan clavar en la cruz... ¡Qué tío! ¡Dan ganas de crucificarle a él!... ¡Más antipático!

Como empezase el bohemio a hablar de arte, no se le acababa tan pronto la cuerda. Ni sabía lo que tragaba, engolfado en su entusiasta descripción. Tomó la ampolleta comparando la factura de Viodal y la de otros pintores impresionistas, luministas, borronistas y puntillistas, a los cuales puso como hoja de perejil. Calificó a Viodal de «socialista satírico»; sus cuadros siempre exponían en la picota a las altas clases, especialmente a la plutocracia o burguesía adinerada.

-A fe que se va poniendo pesado con ese tema -observó Felipe, dejándose en el plato un jugoso rumpsteack.

El bohemio protestó:

-¡Al contrario! Viodal sube. Su nombre ya era respetado en Europa: ahora le encargan de los Estados Unidos dos grandes lienzos para el local de la Working Association. (Unión del trabajo).

-Pues yo te aseguro -afirmó secamente Felipe- que Viodal cansa; y es que pinta con el cerebro. Vengan los que pintan con la inspiración y con la maestría adquirida, como Bonnat. ¿Qué tiene ideas? ¡Sabe Dios si son suyas! El cuadro del Salón, sé dónde lo pescó Viodal... Cerca de Madrid, en El Escorial, hay un Bosco muy raro, Cristo cargado con la cruz: Cristo es el mismo pintor, y los sayones que le van empujando, sus acreedores, sus usureros, sus judíos, sus ingleses. ¡Me lo ha dicho Rosario! Cuando Viodal y ella estuvieron en España, el pintor se pasó dos horas en éxtasis ante el Bosco, y hasta se trajo una fotografía... Vosotros, los que tenéis el prurito de asombraros y de descubrir un genio cada mañana, poseéis también unas tragaderas envidiables...

Esta discusión terminó al vaciarse las tazas de té ruso. Pasaron los dos amigos al fumadero, no sin que Yalomitsa, a espaldas de Felipe, hiciese una seña a Adolfo, que la entendió y siguió al bohemio llevando una bandejita con la botella y las copas de cognac. Sobre ochavado velador morisco esperaban los papelitos españoles de Felipe y la pipa de madera de Gregorio, atestada de rubio tabaco. Mas antes de que el bohemio la acercase al mechero encendido, Felipe, ya recostado en el diván, tendió la mano imperiosamente.

-Gregorio, ¡un poco de música! Tocando no disparatas como hablando... ¡Las canciones... de tu país!... ¡Los aires lacios! Sin objeción, el bohemio obedeció a aquel capricho, que parecía mandato regio. Sobre el diván yacía el violín; apoderose de él con una especie de transporte, empuñando el arco y estrechando contra el pecho el instrumento, sobre cuyo árbol recostó amorosamente la mejilla, sacudiendo hacia atrás la melena serpentina, que radió y formó aureola. Al primer roce del arco sobre las cuerdas, cuya afinación no se tomó el trabajo de probar, el violín exhaló un quejido breve, intenso, espasmódico. Los dedos de Yalomitsa, largos y flexibles, de curvas uñas ambarinas, medio dislocados, se adherían al arco transmitiéndole una eléctrica corriente de sentimiento, y volaban las notas, llorosas, irónicas, ensoñadoras, rientes; rumores sutiles y misteriosos como el susurro del follaje, o quejas reprimidas como las que arranca un dolor oculto; violentas exclamaciones de ira, orgullosas protestas, melancólicas frases de resignación... El violín reía con risa del infierno; suspiraba con ansia infinita: y de pronto, sonoro y marcial, lanzaba un himno guerrero, que terminaban estridentes gritos de triunfo.

-¿Cómo se llama eso, Gregorio?

-El canto de Ulrico... Uno de tus abuelos, Flaviani... ¡Un tirano!

-Ulrico el flojo... Ya sé. ¡Cómo revela ese canto el desprecio de la vida!

-Ahora tocaré lo que bailan las aldeanas, y lo que las dicen sus enamorados, y las coplas del molino...

Y como si el violín se bañase en auras de primavera, brotó de él una melodía fresca, húmeda de rocío, oliente a flores campestres, entrecortada por ingenuas risas y requiebros candorosos. Una inocencia maliciosa, idílica, tierna, rebosaba de las estrofas del villancico, y el ritmo del agua al hacer girar la rueda del molino acompañaba con originalidad el amoroso diálogo... Felipe escuchaba absorto. Gregorio, fatigado, echando atrás los mechones que le comían los ojos, pidió tregua.

-Lipe, déjame fumar.

-Descansa y fuma, y bebe... aunque eso no lo pides.

Encendió la pipa, se puso cognac, paladeó un sorbo, y se recostó en el diván, sacando una bocanada de humo que lanzó al techo, cubierto de telas japonesas plegadas en figura de gigantesca sombrilla. De pronto, volviose hacia Felipe, como quien recuerda algo importante.

-Ahora que no nos oyen... ¿Qué te querían esas aves de rapiña?

-Ofrecerme el trono de Dacia -respondió al punto Felipe, cual si esperase la pregunta.

-Lo sabía -gruñó Yalomitsa, ahumando a más y mejor-. Las cosas andan revueltas por allá. Aurelio Leonato es impopular, porque ha vendido el alma a los rusos; y el intrigante de Stereadi aprovecha esa corriente para poner un rey de su mano. Necesita un maniquí para reinar en su nombre, y ha olido que Aurelio, cuando suba al trono, es muy capaz de cortarle la cabeza. ¿Te asombras de que sepa tanto Gregorio? Pues es que a Gregorio, aquí donde le ves, le han querido chapuzar en el estiércol de la política... Stereadi me ofrece el oro y el moro si te decido a hacer porquerías... ¡Oro a mí! Si al menos me hubiesen ofrecido una barrica de esta gloria celestial...

-¿Es de veras, Gregorio?

-Como lo oyes... ¡Pero les canté las verdades! El chalán -uno de los buitres, ese escribidor que se llama Miraya- se largó con las orejas mas gachas. Le solté lo que verás. «Entérate, belitre, de que si tengo hambre, no me falta un faisán en las mesas de los amigos... Entérate de que el frío me lo paso junto a las chimeneas ajenas... Entérate de que visto como un príncipe, y voy más decente que tú con las sobras del glorioso Flaviani... Entérate de que este gabán de pieles me lo ha dado él... Ya ves; yo tengo gabán de pieles y él puede regalarlos; no nos sobornas... Entérate además de que si me das dinero hoy de noche, no tengo una mota mañana por la mañana... Para lo que me había de durar, vaya enhoramala el dinero... El incorruptible has hallado; soy Catón. Llevaré una carta amorosa, pero no me hagas tercero de reinos». Me rogó que guardase reserva... Bien; soy magnánimo: lo prometí. Bastante tiene con la retahíla que le soplé... y con las calabazas que tú le regalaste.

-Te equivocas -declaró intencionadamente Felipe-. ¿Qué te creías tú? Nadie rehúsa un trono.

Yalomitsa pegó un salto brusco, dejando caer la pipa, que derramó su carga. Precipitose a recoger el fuego, y juró al sentir que le quemaba los dedos.

-¡Mala centella! Déjate de bromas. ¿Has aceptado?

-¿Qué querías que hiciese?

-¿Qué quería? Darles un puntillón... echarles por la ventana, ¡centellas y rayos! ¿Qué quería? Soltarles un perro rabioso... ¡El infierno te confunda! ¡Has aceptado! ¿Era por eso por lo que me dabas antes una mano tan rígida? ¿Era por eso, condenado, por lo que mandabas con tanto imperio que tocase en vez de fumar? Qué, ¿ya soñabas tener esclavo, bufón, enarco, mico, músico de cámara? ¡Mala uña te pele! ¿Por eso me pedías el canto de Ulrico el Rojo, de aquel facineroso, de aquel verdugo? ¡Anda y que te canten el funeral! Aunque te pusieses de rodillas, con tu corona y tu cetro en la mano, y me limpiases las botas, ¿ves como las tengo de lodo? Con tu manto de armiño, no volverás a oír otra vez, ¡antes me abrasen las pajarillas cien renegadas centellas!, una nota del violín de Gregorio Yalomitsa.

-Me pasaré sin él tan ricamente. Formaré una orquesta de los mejores profesores, para mi recreo. A los reyes nunca les falta quien les dé música, hijo.

No replicó Gregorio, pero su vívida melena ondeaba, sus ojos oblicuos giraban espantados, y sus manos descoyuntadas se crispaban de furor. Repentinamente cambió de actitud y se arrojó a los pies de Felipe, abrazando sus rodillas.

-Lipe, por Dios, por amor de todos los santos de la letanía... Lipe, vuélvete atrás, no quieras echar sobre tu alma tan gran pecado. Mira que es una locura, que vas a ser muy infeliz. ¿Sabes lo que vale la libertad? ¿Comprendes la dicha inmensa de no deberse a nada ni a nadie en el mundo? ¿De poder llevar el corazón a donde se nos antoje y el cuerpo a donde nos lo pida? ¿Sabes tú lo que es el sueño tranquilo, la vida segura, las acciones a compás del deseo, el amor a capricho, los amigos a voluntad? ¿Y el arte, Lipe? ¿Dónde me lo dejas? ¿Hay nada como vivir para agotar el goce de la belleza artística, la embriaguez de las líneas, de los sonidos, de las formas? ¿Crees que un rey puede ser artista? En arte, un rey es necesariamente un besugo.

-Calla, bobo... Me haces reír, aunque no tenía ganas -dijo Felipe agarrándose a la bravía cabellera para alzar al bohemio, que seguía arrodillado.

-No me levanto: no se me antoja... hasta que me otorgues un don... Mira que este desastrado que te implora, es el mejor amigo tuyo, el leal, el can, el que te ama por ti, por ti mismo, no porque le resuelves una combinación ambiciosa... Te devolveré el gabán de pieles, no beberé más cognac... ¡para que veas!... pero renuncia a ese trono ridículo, sin demora, irrevocablemente. Lipe, ¿qué, ya no tienes conciencia? ¿Has olvidado las injurias que te inferían cuando eras un niño y no podías vengarlas? Entonces te declararon bastardo, ¡bastardo! ¡Qué risa! ¿Por qué te legitiman hoy? También Yalomitsa sabe lo que es honor, lo que es dignidad. Nada me importa que me harten de puntapiés, si respetan a mi madre. ¡A mi madre, que no la toquen ni con un ramo de flores! ¡Centella y recentelleo! ¡A mi madre!

Mientras el bohemio desbarraba, el rostro de Felipe se entenebrecía, al modo del cielo cuando va a llover. Sus pupilas azuladas parecían oscurecerse, como si se les hubiese metido dentro toda la humareda de la pipa de Yalomitsa. Sus cejas se reunieron, señalando en la frente blanca un pliegue profundo.

-Así me gusta ver tu hocico -exclamó Gregorio, levantándose y echándole un brazo al cuello-: Ahora sí que me pareces un rey... ¡Viva Su Majestad el rey de sí mismo! Ahora eres un rey hombre, rey en tu interior, por la nobleza y la independencia de tus resoluciones. ¡Rompe la cadena! ¡Sacude el yugo! Sé rey, Lipe, de tu alma, de tu destino, de tu felicidad...

El bohemio, con la cabellera agitada, la cobriza faz arrebatada de alegría, acariciando a su amigo, estaba hermoso a su manera. Felipe murmuró:

-La suerte está echada... Tengo que ser por fuerza rey de los dacios, pero no temas: serás mi primer ministro.

-¡Era broma! -chilló Yalomitsa, saltando loco de júbilo-. ¡Ya me parecía a mí! ¡No podías jugar tan infame partida, ni a Rosario, ni a Gregorio!

-Pues ya se ve, borrego -respondió Felipe, atusando los viperinos mechones del bohemio, como si fuesen las lanas de un perro favorito.

-¡Qué peso me has quitado de encima! -exclamó él, buscando en los trofeos de la pared otra pipa, y cargándola atropelladamente-. ¡Por la santa Virgen! A ver, cuenta eso, cuenta... ¡Voy a gozar más! Cuenta cómo le soltaste el puntapié a su trono desvencijado, comido de polilla, relleno de nidos de ratones... ¡Con qué estrépito rodaría el armatoste maldito! ¡Por eso iban tan rostrituertos! ¡El viejo sobre todo! ¡Rabia, viejo chiflado! ¿Creías que no había más que llegar y quitarme a Felipe? ¡Menudas despachaderas te han dado, a ti y a tu frac forrado de murciélago! ¿No sabías eso, Lipe? ¡El Duque, que es muy friolero, y al mismo tiempo presume de joven y de talle fino, se ha mandado hacer un frac entretelado de pieles de murciélago, y así va abrigado y no pierde la esbeltez! ¡El murciélago! ¡Simbolismo puro!

Nada se parece a un estudio de pintor como otro estudio de pintor. Son siempre los mismos trapos vetustos, los mismos vargueños, los mismos monigotes japoneses, las mismas armaduras poco auténticas, los mismos macacos bizantinos o góticos; y Jorge Viodal, cansado de esta monotonía que se disfraza de capricho, se había propuesto algo nuevo, distinto de todo lo conocido hasta entonces. No en vano pasaba por pintor cerebral, más atiborrado de ideas estéticas que rico en pinceladas magistrales.

Era en efecto Viodal un inventor, sólo a fuerza de un pensador; y soñaba con hallazgos no debidos a esa fuerza espontánea e inconsciente que se llama inspiración, sino a la labor paciente del que investiga series de combinaciones posibles hasta acertar con una original y caprichosa. Cuando empezó a tratar a Felipe Flaviani, y estrecharon una amistad enfriada después, le arregló la casa con distinción: dirigió la sala amarilla y plata, de tan suave armonía de tonos, el comedor y su decoración de loza de Palissy, con mariscos de relieve sobre un fondo verde mar, obtenido por medio de gruesos vidrios que recordaban el matiz de las olas. En su taller o estudio fue donde echó el resto Viodal. Se hablaba mucho en París del tal estudio, y los extranjeros lo visitaban a título de curiosidad o rareza artística.

Empezó Viodal por alquilar el local más grande que encontró, algo lejos del centro de París, a fin de que costase barato el alquiler. Era un salón inmenso que cogía la altura de los pisos tercero y cuarto; debajo, en el segundo, instaló el pintor su vivienda. Recibía el hall luz vivísima de un frente casi todo de cristales; cortinas hábilmente arregladas permitían graduar la claridad según conviniese.

Llenaba este frente de cristales las dos terceras partes de la altura total de la pared; y la restante la cubría una intrincada espesura de arbustos, plantas raras y flores de invernáculo, agrupadas con tal arte y tan bien cuidadas en verano y en invierno, que remedaban, en su gracioso y estudiado desorden, un rincón de comarca paradisiaca. Las geométricas araucarias descollaban entre las libres enredaderas; las gloxinias florecían bajo las palmeras lustrosas; los helechos flotaban a guisa de verdes plumajes, flexibles y recortados por una tijera fina; los hibiscos de la China abrían sus cálices rojos como heridas enormes; los heliotropos embalsamaban el aire; y los tulipanes holandeses erguían su copa esmaltada de colores duros. Del centro del macizo surgía un obelisco de bronce y lapislázuli, rematando en un globo de porcelana que representaba el mundo, con las montañas en relieve. Ese costado del taller se llamaba la tierra.

A la derecha aparecía el agua. Adelantando el tabique todo lo necesario, se había formado una especie de gruta, cerrada por vidrio enorme, y alumbrada por poderoso foco eléctrico. Arenas y rocas daban fondo natural al acuario, y se distribuían a sus dos lados lindos arrecifes de madrépora y coral, graderías de algas y focos. Nacaradas conchas se entreabrían sobre la arena blanca; peces brillantes cruzaban rápidos como saetas, para volver a repetir sin cesar la misma maniobra y el deslumbramiento de su paso, que era un relámpago de plata; las estrellas de mar y las anémonas se plegaban suavemente o se desplegaban con la magnificencia de una flor extraña y radiante, sin tallo ni hojas; y dos o tres crustáceos, de monstruosa figura, adelantaban dando paladas con sus tenazas enormes, enfermos de vivir a tan poca profundidad, y ansiosos de devorar a las ágiles doradas y a las ondulosas anguilas. La gruta concluía en bóveda, y bajo esta bóveda se cobijaba, recostada en las rocas, dominando y señoreando el acuario, una cuello de mármol, de tamaño natural.

Frente al agua, a la izquierda del espectador, se veía la dorada reja de una pajarera, donde no faltaba ni su tazón de alabastro para que bebiesen las aves, ni sus arbolillos para que se posasen y colgasen el nido si querían. Sólo la gran extensión y altura del hall podían hacer que la algazara de los pájaros no fue se molesta; pero el pintor había cuidado de proscribir las especies parleras y cantoras, los insoportables jilgueros y canarios, prefiriendo las de pluma multicolor, los pájaros moscas, las golondrinas javanesas, los periquitos y las palomas y tórtolas. La maravilla del jaulón era un menurio o pájaro lira, ave rarísima de Oceanía, semifabulosa, traída por un marino y conservada a fuerza de cuidados. Para tener aseada y limpia la región del aire, venía todas las mañanas un empleado del próximo Jardín de Plantas, lo cual le costaba a Viodal un ojo de la cara al cabo del año. Todo lo valía la pajarera, su incesante movimiento, el encanto poético de sus palomas de tornasolado cuello bebiendo en el alabastrino pilón, procedente de Pompeya.

El fuego, cuarto elemento, desempeñaba en el estudio del pintor un papel de notoria utilidad. Representábalo, en la pared que hacía frente a la vidriera, gigantesca chimenea gótica, que el artista, durante su viaje por España, había descubierto en un arruinado castillo en las montañas de Jaca, y adquirido mediante algunos duros: hoy, se la envidiaban todos sus colegas, porque la chimenea era una joya única.

La fértil fantasía de algún imaginero del siglo XV había mezclado con los arrogantes blasones y las jactanciosas divisas nobiliarias inscritas en caracteres de exquisita elegancia sobre complicadas y sinuosas banderolas, los mil caprichos de la fauna y la flora del gótico flamígero; monstruos y quimeras, grifos y endriagos, demonios muequeros, que parecían geniecillos de la llama; pelícanos asomando entre airosa hojarasca, ricas cenefas caladas y treboladas, y, por último, en el ancho dosel que coronaba la chimenea, una cacería, gentes de sayo, venablo y ballesta, persiguiendo a cerdosos jabalíes y a ligeros gamos: un episodio de la vida real en aquellas ásperas sierras, donde en tan espléndida chimenea ardió leña por primera vez. El lienzo de pared en que campeaba la chimenea, lo cubrían tapices góticos también, soberbios: otro hallazgo de Viodal en casa de un anticuario de Madrid. Su asunto, la creación del mundo; sus tonos amortiguados, calientes aún, parecían láminas miniadas de códices viejos, vistas por gruesa lente. El mismo hormiguero de cabezas menudas, las mismas alimañas de ingenuo dibujo, iguales teorías de ángeles de alas simétricamente alineadas -el sueño de un prerrafaelista.

Otra singularidad del taller de Viodal, era carecer de escalera, haberla condenado enteramente. Desde la antesala del piso inferior se subía por un ascensor hidráulico, de caja acolchada de raso, que depositaba su carga en el mismo centro del hall. Sostenía el pintor que así ganaba el efecto del taller, y era mayor la sorpresa de los que por primera vez se hallaban entre los «cuatro elementos». La verdadera razón era que con el ascensor se evitaba la familiaridad de los importunos. Un criado ducho y antiguo sabía perfectamente a quién debía dar subida y a quién convenía despedir bajo pretexto de que el mecanismo no funcionaba, o de que Viodal, al salir a la calle, se había llevado la llave consigo. En el estudio de Viodal no encontraríais jamás a esa gente equívoca y ociosa, a esos vagos que, a pretexto de admiración, infestan los talleres, buscando pasar la tarde a gusto, abrigados en invierno, frescos en verano, Y en todo tiempo de palique. Si algún bohemio conseguía el sésamo, era que, como Yalomitsa, disfrutaba los privilegios de la amistad y la fama de tener olfato artístico.

Viodal, que instintivamente detestaba a los intrusos y a los matadores de tiempo, aún tenía otro motivo para dificultar la entrada. Proponíase evitar a su sobrina Rosario, que vivía a su lado desde la niñez, el roce con la heterogénea sociedad que en los talleres se reúne.

La tarde del día siguiente a aquel en que Felipe recibió a los enviados de Dacia, a eso de las cinco, no estaba muy concurrido el fantástico hall. Tres hombres se agrupaban delante de la famosa Crucifixión socialista; y otro, sentado en el gran sitial hecho de una silla de coro, daba conversación a una mujer recostada en flexible hamaca, muy cerca de la tierra. Próximo al fuego, un melenudo, que no era sino Yalomitsa, arrancaba al armonio los acordes de una sonata de Mozart. En la chimenea, la rota llama de los troncos, al iluminar caprichosamente las figuras de piedra y los simbólicos tapices, dejaba casi en sombra el resto de la habitación; en la enorme vidriera, la luz de una tarde de enero que empezaba a morir tendía ya el velo de tul ceniza del crepúsculo.

Cuando el ascensor subió en silencio y depositó en mitad del hall a Felipe María, sólo se veía del famoso cuadro la mancha blanca del desnudo cuerpo del Salvador. La mirada de Felipe se fijó, no en el grupo de inteligentes que discutía la obra de Viodal, sino en el hombre del sitial y la mujer de la hamaca. De la mujer adivinábase, por la postura, la bonita línea del cuerpo reclinado, la masa sombría del pelo, los dos tenebrosos toques de los ojos en el óvalo claro de la faz. Las conversaciones apenas eran apagado cuchicheo; los pájaros, en la obscuridad creciente, callaban, y la queja del armonio era más religiosa, más melancólica, llenando de solemnidad el recinto. Volviéndose de pronto Viodal, hizo girar una llave oculta por el follaje de la tierra, y el hall se iluminó, surgiendo aquí y allí, en el techo, entre las plantas, sobre la pajarera, intensos focos eléctricos.

La mujer de la hamaca saltó al suelo gentilmente, y dirigiéndose a Felipe, exclamó con acento meloso:

-Buenas noches, señor Flaviani... Creíamos que nos abandonaba ya. ¡Cuántos días! Venga usted, está adelantadísimo el cuadro... y deseamos saber su opinión.

-¿Habla usted del de la Samaritana? -preguntó Felipe, fi jando a la mujer con insistencia.

-¡Ese no es más que un boceto! El tío Jorge lo ha tapado, porque no le gusta que lo vean hasta que esté en planta... No, se trata del cuadro del Salón, ¡del grande!

Viodal se apartaba, con una cortesía exagerada tal vez, con precipitación nerviosa, para dejar a Felipe que contemplase el cuadro. Era este un vasto lienzo, y las figuras de tamaño natural; Felipe haciendo como que se alejaba para ver mejor, retrocedió y se situó sin afectación detrás de todos y enteramente al lado de la mujer, que no era sino Rosario, la sobrina de Viodal; y bajando el brazo paralelamente al de la joven, tocó su mano, avisó con un golpecillo, y deslizó en ella un enrollado billete. Mientras Rosario, palpitante de emoción, cerraba el puño y alzaba la diestra disimulando en el seno, por la abertura del traje, la misiva, Felipe, sosegado, hacía con los dedos anteojo para aislar el cuadro, y lo encontraba aprisa: muy bien, energía rembranesca, valentía en las actitudes. ¡Con qué crueldad estira el brazo derecho de Cristo ese que tanto se parece a Abraham Weider, el banquero israelita!

Viodal callaba. No era de los que beben ávidamente el elogio: al contrario, solía sufrir mucho cuando este le parecía inexacto, aventurado, o vulgar. Sólo una alabanza justa, fundada, razonadísima y, además, vehemente, le producía halagüeño cosquilleo en el alma. Al oír a Felipe se cubrió de arrugas su frente desnuda por las sienes. La voz de Felipe, cuando ensalzaba la Crucifixión, carecía de calor simpático: delataba violencia y un apresuramiento compasivo, que hería.

Los tres aficionados que ya comentaban el cuadro al llegar Felipe, objetaron algo a lo que este decía; entablábase discusión; pero impensadamente, Viodal corrió una cortina pendiente de unas varillas de hierro, y tapó su obra.

-Cuando oigo hablar de él -dijo con voz metálica-, cuando disputan sobre lo que significa, pierdo la fe; empieza a parecerme detestable. Lo haría pedazos. ¡Qué fastidio, ser tan nervioso!

Riéronse los circunstantes. Todos ellos formaban parte de esa aristocracia intelectual de París, ni más ilustrada ni más respetable que la del resto del mundo, pero que se alza sobre mejor pedestal y, respira un ambiente más favorable que ninguna.

Dauff era el cronista diario de un periódico de gran circulación y autoridad; alemán de nación, mal estilista francés por consiguiente, creíanle sin embargo depositario del ingenio chispeante y la reticencia conceptuosa que se aprecia en el bulevar. Loriesse, el crítico de arte minucioso y maniático, el censor antojadizo, solía llevar la contraria al público, y, a fuerza de tratarle de ignorante e imbécil, le extirpaba sus entusiasmos y sus convicciones, determinando esos cambios radicales del gusto, que se advierten con sorpresa cada cinco o seis años en las muchedumbres, sin que se adivine su causa -pues el crítico, al parecer, vive aislado, lejos de la turba-. Distinguíase Loriesse por su afición a descubrir planetas nuevos; gustaba de romper hoy el ídolo de ayer, y a veces divinizaba cosas tan extrañas, que no faltaba quien le acusase de burlarse del público. Era Loriesse el que había impulsado a Viodal por el camino de la pintura religiosa con simbolismo social y humanitario; y los que conocían las mañas del crítico, se apiadaban del pintor, comprendiendo que después de anunciarle al mundo a campana herida como apóstol del ideal en el arte moderno, ya estaba Loriesse preparando las perfidias y desdenes que seguían siempre a sus pasajeros arrobos: como que empezaba a delirar por un español que traía un estilo nuevo y caprichoso, una pintura decorativa y galante, alegre y sensual; una fiesta para los ojos, hastiados del colorido severo y las figuras siniestras o ascéticas del autor de la Crucifixión.

El tercero del grupo se llamaba Lapamelle; un señor de edad, con larga y grasienta cabellera gris: en el ojal del inconmensurable gabán, la eterna cintita roja; el vientre prominente; los ojos miopes bajo las gafas de oro, los guantes forrados y descosidos, y bajo el brazo una cartera que no quería soltar, porque contenía unas estampas curiosísimas, antes de la letra, a toda margen, adquiridas en no sé qué tenducho, y las guardaba como un perro guarda un hueso, pronto a morder si alguien se acerca. Alardeaba de su hallazgo, y lo ponía en las nubes, modo indirecto de desdeñar el arte moderno, del cual acostumbraba decir pestes. Lapamelle era del Instituto, y aun cuando entre sus colegas había escritores jóvenes, corifeos de las nuevas escuelas literarias, él no se creía un carácter sino viviendo en otro siglo. En arte prefería el XVIII; adoraba los pintores almizclados. Erudito y mordaz, tenía frases picantes y donosas para ridiculizar las escuelas contemporáneas, que sin duda se prestan a ello. Así y todo, frecuentaba los talleres, y se le recibía en palmas, con copas de Oporto y galletitas; era sabroso oírle desollar a los demás, y justamente por lo intransigente y descontentadizo, su presencia adornaba un estudio de pintor. Viodal era de los contados modernos a quienes Lapamelle reconocía talento, aunque afirmando que el pobre iba descarriado, ¡descarriadísimo! -Compadecer a un artista porque derrocha o malgasta sus facultades, es una especie de elogio.

La persona que dialogaba con Rosario desde el sitial había intentado escabullirse cuando entró Felipe, y no lo consiguió, por que Viodal iluminó de repente el taller. Hubo de resignarse a que Felipe le viese, le reconociese, y le dirigiese un ligero saludo, que revelaba alguna extrañeza. ¿Desde cuándo se encontraba en París; y qué hacía en el estudio aquel conde de Nordis, encargado en otro tiempo por el Gobierno de Dacia de ofrecer una pensión a la Flaviani para que renunciase voluntariamente sus derechos de esposa? Y que era él, no podía dudarlo Felipe. Aunque diez años labran huella en un rostro, no bastan a cambiarlo, sobre todo, si son la década de treinta y cinco a cuarenta y cinco. En la edad viril, declinando a la madurez, Nordis conservaba su pelo ensortijado, su bigote retorcido de finas guías, su color mate, sus facciones correctas, su tipo de tenor italiano, guapo, insinuante, y que sería atractivo sin lo receloso del mirar, que ocultaban los lentes de concha, y sin cierta dulzura pegajosa y frisa de la voz y del gesto, Ubaldo Nordis era, ¿pero qué viento le traía? Y con la ceguedad del instinto celoso, al pronto Felipe pensó en Rosario, con quien departía Nordis momentos antes...

Bien podía justificar los más exaltados celos la belleza de la sobrina de Viodal. No era, sin embargo, Rosario Quiñones una perfecta hermosura, pero bien sabéis que estas escasean. Si sois algo artistas, y sobre todo, si tentéis ocasión de estudiar y comparar beldades femeninas, os convenceréis de que siempre caben objeciones y reparos. De la misma Elena, esposa de Menelao, por quien los viejas de Troya comprendían que se perdiese la ciudad, dudo que se pudiese decir que era intachable. Si no es en el rostro será en el talle, y si no en los pies, y si no en el andar, y si no en el cabello: defecto ha de existir, cuando no existan varios.

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