Ada

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Lo que necesita una mujer para presumir de hermosa es realizar un tipo, y Rosario lo realizaba: aunque no nacida en España, ni de españoles, la citaban en París coma cifra y compendio del hechizo especial de la raza hispana en el Mediodía. La hermana mayor de Viodal se había casado con un chileno, Ramón de Quiñones, descendiente de conquistadores, pudiente y, señalado en su tierra. Quebrantos en la hacienda causados por los disturbios de Chile y por la oposición de Quiñones al presidente Errazúriz, mermaron el caudal del padre de Rosario, que al fin fue muerto a bayonetazos en una asonada. Su mujer huyó a Europa con la niña, refugiándose al lado de su hermano, ya entonces pintor famoso: venía herida por la pena, y no tardó mucho en sucumbir, confiando a Viodal la criatura. Rosario creció en el taller, educada libre y caprichosamente, mimada, admirada como se admira un objeto de arte, una flor más preciosa y rara que las otras; y era deleitable verla desarrollarse fuerte e impetuosa, con la doble juventud de sus años y de su raza. Por que Rosario, la santiagueña, era joven de todas maneras: étnicamente también. En su tísico prevalecía, sobre el tipo de la familia Viodal, el del padre: de Viodal sólo tenía la estatura aventajada, las prolongadas piernas y el largo cuello; pero la tez mate y pálida, que descubre la frescura de la sangre; pero todo lo que traduce el alma -los ojos, la boca- eran bien hispano-americanos, llenos de fuego, de voluntad, de languidez y de pasión. Los ojos, sobre todo, habían valido a Rosario fama de hermosa. Teníalos muy grandes, y, sin embargo, expresivos, límpidos, insaciables y misteriosos como los de los niños pequeños; llenos de humedad y de calor; dos ojos que se imponían, y dejaban en segundo término a las demás facciones de la cara, reduciéndolas a acompañar y corear, por decirlo así, la magnificencia de tan claros luceros. Y sin embargo merecían fijar la atención la carnosa boca, fresca y encendida como un clavel, y el abundoso pelo negro, algo crespo, a pesar de la pureza de la raza ibérica de que partía alardear Rosario. El pie y la mano, españoles y aristocráticos, combado aquel y diminuto, esta delgada y de dedos afilados como los de las damas que retrata Moro, eran de esas detalles de belleza que si al pronto no saltan a la vista, a la larga refuerzan el atractivo físico de una mujer hasta hacerlo invencible. Para un jaez severo, podrían ser defectos de proporción anatómica lo fino del talle contrastando con lo pronunciado y redondo de las caderas y del busto; pero esta forma prestaba al andar y a los movimientos de Rosario la gracia voluptuosa y el salero perturbador de las figuras goyescas.

En los dos o tres bailes de trajes a que había asistido; en el que dio Viodal para inaugurar sus cuatro elementos, Rosario puso raya luciendo trajes españoles; ya el de Rosina en el Barbero, ya el de la que llaman duquesa de Alba en los tapices de Goya, ya el de la infanta Sánchez Coello, ya el picante calañés y la chaquetilla torera de terciopelo guinda que en sus juventudes ostentara Eugenia de Montijo... Vistiendo este último atavío la conoció Felipe el día de la inauguración del hall, a que asistió con papeleta de convite obtenida por Yalomitsa. La impresión fue profunda; quedaron subyugados los sentidos y la imaginación, puertas de oro del alma.

Es cruel suplicio, para una criatura tan impulsiva como Rosario, guardar en el hueco de la mano y después en el seno un billete cuyo contenido importa más que la vida, y que no es posible leer sin demora. Para enterarse de lo que la decía Felipe, Rosario hubo de esperar la hora de recogerse. Ni en el hall, bajo la claridad delatora de los locos eléctricos; ni en el comedor, a donde la llevó del brazo su tío; ni durante la velada de familia, que se prolongó, halló ocasión de descifrar el papelito que sentía crujir bajo el corsé, encima del corazón cabalmente. Aquel día Yalomitsa se sentaba a la mesa del pintor, y con sus hábitos de desorden y sus improvisaciones de piano y de violín, encaminadas a retirarse más tarde -Gregorio era noctámbulo de profesión-, pasaba de las doce cuando sonó la queda. Al darle Rosario en la antesala el último apretón de manos, Gregorio susurró, aprovechándose de que ya volvía las espaldas Viodal, que madrugaba para trabajar: «Tengo que hablarte, Sarito. Mañana vengo aquí a la hora en que papá esté en el taller». (Yalomitsa llamaba a Viodal papá de Rosario, broma que siempre determinaba en el pintor una contracción de nervios).

Cerrada, por fin, en sus habitaciones. Rosario apresurose a desabrocharse y leer el billete. Era lacónico: sólo decía: «La suplico que esté mañana, a las nueve, en el jardín; sitio, el mismo que la otra vez. No falte; se lo pide encarecidamente - Felipe». Aunque una cita, dada así, podía no significar más que lo que habitualmente significan las citas amorosas: deseo de comunicación, ansia de ver y de hablar a la persona querida -la coincidencia del billete con las palabras del bohemio, que era el amigo más íntimo de Felipe, el que le había presentado en el estudio, dejó pensativa a Rosario.

Nunca la había citado Felipe; su primer entrevista en el lugar que Felipe designaba con el nombre de jardín, y que era el de Plantas, se debía a la casualidad, que los hizo encontrarse en un paseo casi siempre solitario, y más en invierno. Por tácito convenio no se veían sino en público; Rosario obedecía, al proceder así, a un instinto de dignidad; Felipe, a una cautela, que hasta entonces había vencido a la codicia del amor.

Quería Rosario que su cariño se conservase altivo y puro, y aunque si Felipe tardaba en venir muchos días al estudio -y solía hacerlo de algún tiempo a esta parte-, se ponía enferma, preferiría sufrir a que aquellas relaciones cambiasen de carácter y degenerasen en intriga. Lo apremiante del ruego y su extraña coincidencia con el de Yalomitsa, la decidieron.

Levantose temprano, después de una noche de insomnio. Vistiose como siempre que salía a recorrer museos o a visitar los avechuchos del jardín, a los cuales tenía gran afición: chaqueta de nutria, toca de la misma piel, menudo velito de motas, monóculo sin aro colgando del cordoncillo sutil de plata y perlas. Su gracia, su lozana juventud, ganaban con la sencillez de tal avío. A pie hizo el trayecto; el jardín distaba poco, y además sentía repugnancia a tomar un fiacre o simón, el vehículo de las aventuras sospechosas. ¿Qué tenía ella que ocultar? Libre, iba a donde la llamaba su corazón, pero no a delinquir ni a bajar ruborizada la frente.

El trío era agudo y cortante; la helada escarchaba el césped de los arriates; Rosario subió a buen paso la calle de árboles en espiral, y fue derecha al gigantesco cedro del Líbano, traído en el sombrero por Bernardo de Jussieu. Corría con instintiva inquietud: había creído notar que la seguía un hombre, no de mala traza, pero de facha poco fina, vestido con descuido, algo grueso, moreno. Sin embargo, ya cerca del cedro colosal volvió la vista atrás, y a nadie vio.

Felipe la esperaba en el banco, y se levantó al verla. Tendiéronse la mano, y al través del guante fue magnética la presión. Se sentaron silenciosos. El sol de invierno, al través de las ramas desnudas de hoja, bailaba de oro la tez de Rosario y hacía transparentes como el agua los ojos cambiantes de Felipe. La chilena los interrogó, y los encontró ardientes, fijos, duros, llenos de fiereza. ¡Ella que soñaba una acogida loca, una gratitud tierna y alegre! Parecía, por el contrario, que Felipe la recibía como al reo el juez.

-¿Qué le pasa? -preguntó al fin Rosario, impaciente ya, al oír que Felipe exhalaba un suspiro y al ver que seguía callado.

-Nada -respondió él esforzándose en mostrar afabilidad-. Mil gracias, porque ha sido usted exacta a la cita y a la hora... Creí que no la dejarían a usted venir...

-¡Y quién iba a privármelo! -exclamó Rosario con alarde de independencia.

-¡Qué sé yo! -murmuró Felipe dulcificando algo la voz, pero sin variar su actitud de enojo y reserva.

-Yo sí que he creído que ya no pensaba usted vernos más -advirtió Rosario con el dulce dejo de su país, clavando en Felipe sus pupilas de terciopelo-. Quince días hacía, lo menos, que no aportaba usted por el estudio.

-Estaba luchando... -declaró Felipe, decidiéndose a explicarse, lo cual probaba que la voz y los ojos de Rosario producían ese efecto misterioso de la presencia del ser amado, parecido a un talismán-. El estudio se me ha hecho insoportable. ¿Es posible que no lo comprendas? -añadió tuteándola de súbito-. ¿Qué quieres que haga allí? ¿No ves cómo me reciben? Ni los demás son tontos o ciegos... ni tampoco lo soy yo, ¡qué diablo! Mira, Rosario -exclamó con fuerza y ahínco-; te tengo por franca, por leal... Si no lo eres, es que vivo engañado... ¿No sospechas por qué he desertado del taller? ¿No sabes de quién tengo celos?

-Sí, lo sé -contestó súbitamente entristecida la chilena-. Del tío...

-¡Del tío... que te quiere!

-Que me quiere, sí -repitió ella, pensando en alto.

-¿Lo ves? ¿Ves cómo lo confiesas?

-¿He de mentir? -gritó con irradiación generosa de sinceridad en sus admirables ojos-. No sólo digo que me quiere, sino que... si yo fuese muy buena... ¡muy buena!... le correspondería y me casaría con él.

-Cásate cuanto antes. -Y Felipe se echó atrás, colocándose al extremo del banco.

-¡Hijo, ya sabes que no puedo! -tartamudeó ella alterada-. sabes que... ¡que me importa de ti, y que no me importa de ningún otro hombre!

-Sin embargo -objetó Felipe con acento despreciativo y cruel, cediendo a ese deleite de hacer sufrir a lo que se ama, nota característica de los celos en las pasiones que abrasan la sangre-; a ti te importará de mí, pero le sirves de modelo..., ¡lo cual es una infamia! ¿entiendes? ¡una infamia! jamás te he pedido que me permitas ni cogerte la mano así... te he respetado como a una santa... ¡y a él le sirves de modelo!... No lo niegues: creeré que mientes ahora, antes y después.

Rosario sintió en el corazón dolor agudo. Bajo el velo, sus pupilas se apagaron, sus labios temblaron de indignación. ¿Por qué la trataban con tanta aspereza? No podía adivinarlo, por ignorar el estado moral de Felipe en aquella señalada ocasión. Al citar a Rosario, el hijo del rey de Dacia jugaba el albur de su suerte; estaba resuelto a colocar aquella mujer seductora como un obstáculo, voluntariamente, entre su ambición y su destino. En pocas horas había sentido tales ansias, padecido tales desfallecimientos, soñado sin querer, y hasta con horror y repugnancia tales sueños, que quería asirse a algo que le interesase y absorbiese por completo; matar el germen de una pasión con el desarrollo de otra poderosa y embriagadora. Beber para olvidar, beber amor, beberlo a tragos, y aniquilarse dulcemente, no acordándose de nada más; eso anhelaba y eso pedía a Rosario, la única mujer que podía ofrecérselo. Pero el corazón tiene repliegues tan secretos, que aunque Felipe, al encontrarse cerca de la santiagueña, se moría de afán de refrigerarse en aquella fuente divina, notaba a la vez una levadura de cólera, un prurito de buscar motivos de enojo contra Rosario. Diríase que al entregar su porvenir, pedía ya de antemano cuentas de la magnitud del don. Otra contradicción muy humana: mientras la idea de que Rosario servía de modelo a Viodal le sacaba de quicio... la misma sospecha encendía en sus venas fuego de fiebre, y su deseo se exaltaba hasta convertirse en impulso homicida.

-¡Servirle de modelo! ¡Qué vergüenza! -repetía crispando los puños sin notarlo.

-No he servido de modelo al tío... para... el cuerpo... sino cuando era chiquita, de pocos años -balbuceó Rosario abochornada-. Me retrató de ángel en un techo. Después sólo me puse para las manos y las cabezas. ¡Mi tío me respeta y me tiene más cariño que usted! Adiós, hemos concluido de hablar... No debió llamarme.

Y levantándose airada, secos los párpados, dio la espalda a Felipe. Este agarró la falda de la chilena, la cual, al volverse y querer desprenderse, le vio cambiado por completo, azules y serenos los ojos, sonriente la boca juvenil.

-Váyase usted, Rosario, deje a este loco... Déjele usted entregado a su mal sino; no se ocupe más de él... Pero antes, perdóneme.

-¿Qué tienes, Felipe? -murmuró ella aplacada ya, ocupando de nuevo su sitio en el banco-. Nunca me habías hablado tan de corazón negro. ¿No ves que el tío es para mí como un padre? Ha socorrido a mi madre, ha protegido mi niñez; le debo hasta el conocerte. ¿Por qué te pones así? Se me figura que hoy te sucede algo raro...

-No preguntes lo que me sucede -contestó Felipe, mostrando alegría pueril-. Lo que me sucede, es que te necesito; que sólo tú puedes, en estas circunstancias, hacerme un bien incalculable... Espero de ti nada menos que la salvación. Se acabaron los disgustos... Ya pasó el enfado. Esta conferencia es decisiva, nena. Decisiva para los dos. ¿Creías que se trataba de una cita amorosa ¡Bah! No he venido a eso... He venido a proponerte... ¡Adivina! ¡Adivina!

-Dímelo tú, para que me guste más -respondió ella transportada.

-He venido a proponerte que seas mi esposa -articuló Felipe no sin esfuerzo. Parecía que las palabras, al pasar por su garganta, tropezaban en algo que no las quería dejar salir.

Rosario cerró los párpados. Su sangre, apresurándose con deliciosa agitación, vino a inundar su corazón palpitante. Por un momento, la intensidad de la emoción la quitó el sentido.

-¡Tontina! -murmuró apasionadamente Felipe, que en aquel momento se encontraba libre de dudas, y contento como el que realiza una buena acción-. Qué, ¿te vas a desmayar por eso? ¿No es natural que si te quiero sea tu marido?

-Felipe -respondió ella, recobrándose y alzando el velo-, déjame respirar. La alegría también hace daño. Desde que te quiero nunca estoy en mi estado normal: o loca de contento, o desesperada, o impaciente, o aturdida. Esos días atrás pensé morirme, porque discurrí: «Vamos, esta tarde es la cierta: se ha cansado, se le ha pasado el caprichillo...».

-¿Y de dónde sacabas tú imaginaciones semejantes, nena? ¿De que yo no iba por el taller? Famosa razón. En el taller ya no pienso poner los pies en mi vida. ¡Para ver, o para figurarme que veo tu retrato en el boceto de la Samaritana, ese cuadro que tu tío esconde como un tesoro! Si es cierto que me quieres, no vuelvas a servir de modelo, Rosario, ni para los ojos. ¡Tus ojos!... ¡No faltaba más! Promete...

-Así será, Felipe. No hables de lo que pasó... Estoy tan contenta... Creo que sueño... No te incomodes... ¡Recelaba que no pensases en mí para nada bueno ni honrado! Yo no tengo de qué acusarme; no me creo mala; pero al fin... desde la niñez vivo entre artistas... he oído mil conversaciones... quedé huérfana muy chiquita... ¡la sombra de un tío no es la sombra de una madre! Aunque mi conciencia está limpia, mi educación, bien lo comprendo, no es como la de otras señoritas de mi edad... Hoy, que me hablas de matrimonio, desearía haber salido ayer del convento... con la venda de la ignorancia en mis ojos... ¡cómo nos queréis a las mujeres los hombres! A la verdad, no me atrevía a esperar que vieses en mí más que un devaneo. «El se casará -discurría yo- con una señorita de alta clase, de esas que en su elevada condición social tienen escudo, no sólo contra el mal, sino también contra la maledicencia».

-¡Vamos, que ideaste tu novelita correspondiente!... ¿Y en qué te fundabas para colgarme tales propósitos?

-En que... -respondió ella trazando con la sombrilla rayas paralelas en el suelo-, en que tú... no eres cualquiera, que eres un gran personaje... ¡Y tan grande! Tú eres hijo de un rey...

-¡No es exacto! -declaró Felipe apretando los dientes-. ¿Quién te ha contado paparruchas? Soy hijo natural de una bailarina que se llamaba Ada Flaviani.

-Y del rey de Dacia -insistió con tierna obstinación, con cierto matiz de orgullo, Rosario-. ¡Pocas veces que nos lea contado esa historia Dauff! Como que tampoco eres hijo natural (¿a qué inventas eso, m las entrañas?), sino legítimo, y muy legítimo: tu madre se caso con el Príncipe dos años antes de que tú soñases en nacer. Sólo que los intrigantes y los ambiciosos anularon el matrimonio; porque cuando hay influencias y dinero... se hace lo que se quiere, aunque sea una maldad. Ya ves cómo mis miedos eran cosa justa. No somos iguales.

-¡Qué hemos de ser! Tú vales más que yo -declaró sinceramente Felipe.

El regatón de la sombrilla de Rosario marcó otros signos en la arena. El hábito de dibujar al carbón y al difumino con rapidez y maestría se revelaba en aquel juego; en menos que se dice, la sobrina de Viodal trazó un perfil humorístico de Felipe, sumamente parecido, y encima de la cabeza suspendió, como en el aire, una corona real... Eran frecuentes en Rosario los saltos de la devoradora emoción a la aniñada travesura, y daban a su carácter y a su trato el atractivo peculiar de todo lo que varía y se mueve: el encanto del agua y de la llama, que nunca nos cansamos de ver. Sin embargo, esta vez la chiquillada no fue del gusto de Felipe, que se apresuró a borrar la corona con su bastón...

Bajo el toldo de las ramas del cedro, revestida de su compacta hoja; bañados por el reflejo de un sol de invierno claro y tibio, que poco a poco se bebía la escarcha y despertaba el perfume de las violetas, ateridas por el frío en las platabandas, creíanse solos los enamorados. El lejano crujir de la arena cuando corría un niño, el rugir de una fiera o el chillido de un ave exótica, aquilataban la grata sensación del aislamiento. Sin embargo, el hombre que aquella mañana también seguía desde lejos a Rosario hasta el Jardín, había seguido la víspera a Felipe hasta el taller de Viodal; y cuando la pareja se despidió lo más cerca posible de la verja, no sería difícil verle apostado en el malecón donde termina la puente de Austerlitz.

Todavía pudo Sebastián Miraya comunicar parte de sus investigaciones al duque de Moldau, antes que este, habiendo justificado su estancia en País con consultas de padecimientos adquiridos en gloriosas campañas, regresase a Dacia por el Orient Express.

Naturalmente, la cita de Felipe hizo olvidar a Rosario la del bohemio. ¿Quién se para en citas de Yalomitsa? ¿Qué podrá él tener que decir que valga un pito? Seguramente alguna chismografía contra Lapamelle, a quien no tragaba; alguna murmuración recogida en los talleres, y referente al nuevo cuadro de Viodal... Esto debiera ocurrírsele a Rosario -pero convengamos en que ni esto se le ocurrió-. Su felicidad absorbente disipó las demás preocupaciones. Sólo cuando ya se vio cerca del momento decisivo, sondeó la profundidad del sentimiento que consagraba a Felipe. No podía sospechar que fuese tan inmensa. Se asustó casi. Como el que recuenta su caudal y se admira de encontrarse más rico de lo que suponía, Rosario se admiraba de la cantidad de ilusión que cabía en su alma, virgen y ardorosa a la vez. La única espina era el recuerdo de Viodal. No había más remedio que enterarle, y Rosario sabía muy bien que le daba una puñalada en el corazón. El mismo exceso de su amor, los recuerdos vibrantes y deliciosos del coloquio bajo el cedro, contribuían a despertar, por comparación involuntaria, su piedad y su estéril afecto hacia el pintor. Juzgaba del daño ajeno por el propio, y la embargaba una lástima dolorosa. ¿Por qué un horizonte para ella tan hermoso había de ser para otro tan triste y nublado?

No era posible ocultar a Viodal la verdad. Felipe exigía que, en lo sucesivo, se viesen libremente, hasta el momento de la boda, y deseaba que cuanto antes Rosario le participase la conformidad de su tío.

El día que siguió a la entrevista en el Jardín, de mañana, Rosario andaba dando vueltas por el taller, recogida la copiosa mata de pelo con una flecha de oro, vestida una bata japonesa azul pálido, bordada de flores de cerezo, que sujetaba flojamente al talle una banda roja de crespón. Su pie inverosímil se escapaba de la babucha turca y taconeaba impaciente, nervioso. Maldito si sabía Rosario cómo empezar las primeras palabras que pronunciase se atravesarían en la laringe. ¡Cómo resonaría, en la atmósfera serena del estudio, ahora que estaban tan completamente solos ella y Viodal, la frase... «Tío, no sabes... Tío, tengo que decirte...»! Mientras rumiaba el exordio, no podía menos de charlar, murmurando cosas insignificantes, yendo y viniendo de un elemento a otro: «¡Ay, se nos ha muerto una dorada!... ¡Calle, ya tiene botón la esterlicia regia!... ¡Pobre golondrina de Java! ¡Ha puesto un huevo, tío!... ¡Mira qué monería!... ¡En el nido está!...».

Jorge, soltando gustoso los pinceles, corrió a admirar el diminuto huevecillo. Era la sal de su vida, el premio de su labor, la hora bendita del día, aquella en que con Rosario curioseaba y comentaba las novedades de los tres elementos, mientras el cuarto, recién encendido, arrojando llamaradas alegres, empezaba a calentar los ámbitos del dilatado hall, tibios ya por el aire que enviaban ocultas tuberías, pues la chimenea sola no era bastante. En tal momento Rosario volvía a ser la bulliciosa y vivaz criatura que había sido a los trece o catorce años, la que de todo reía, la que en todo se gozaba, la que hacía travesuras, la que no dejaba en paz al tío -un tío relativamente joven, porque sólo contaba entonces treinta y pico de años, y ya empezaba a estremecerse si inadvertidamente, en su candor, la niña le echaba los brazos al cuello... -No tardó en prohibir esta familiaridad de Rosario, que le miraba atónita y no acababa de acostumbrarse a obedecer. Después de la prohibición, su instinto de mujercita interpretó pronto la misa. Hoy Viodal había cumplido los cuarenta, y creía haber dominado valerosamente aquel extravío. No lo había dominado tanto que no esperase con ansia los momentos de intimidad de las mañanas en el estudio. Una satisfacción así, pura, sencilla, no la reprobaba su conciencia, y saboreaba el goce de tener a su lado a la chilena, de verla seguir ansiosa el revoloteo de un colibrí, o una lucha de monstruos en el seno del acuario... «Sarito, mi pincel gordo... allí, a la derecha de la caja... El secante, Sarito... Sarito, ayúdame a graduar el caballete...». ¡La dicha se funda a veces en tan poca cosa! ¡Las pequeñeces hacen un bien tan grande! El deseo de tener a Rosario encantada y divertida, era lo que había inspirado a Viodal la idea de los cuatro elementos. Flores, pájaros y plantas, no hacían sino servir de poético fondo a la juvenil figura.

Entre vueltas y más vueltas, charlando de lo que no le importaba, Rosario no se decidía a empezar. Algo bueno daría por eludir el compromiso. Sin embargo, volaba el tiempo. Se le ocurrió entonces un modo indirecto de entablar la conversación peligrosa.

-Oye, tío -preguntó mientras disponía flores en una jarra de Delft-, ese conde de Nordis que presume de guapo, aunque ya le ha pasado el sol por la puerta, ¿trae pretensiones acerca de mí?

-¿Por qué dices eso? -pregunté, Viodal volviéndose de súbito-. ¿Se ha puesto pesado contigo?

-Un poco -declaró con gentil desvío la muchacha-. Es un pelma, y si vuelve le he de enseñar que no me gusta la gente patosa.

-Rosario -contestó gravemente Viodal-, o ese hombre no te quiere, y en tal caso poco debe importársete de él, o te quiere de veras, y entonces merece consideración. ¿Por qué me hablas de Nordis? -añadió sonriendo, con la paleta fija en el pulgar y el mango del pincel rodando entre los dedos-. Bien sé yo que Nordis no te quita el sueño, morena. Otros pensamientos tienes tú...

-Es cierto, tío -respondió Rosario, asiendo por los cabellos la ocasión-. Perdóname si hasta hoy nada te dije; no me gusta tener secretos contigo; pero como no era todavía cosa formal, ni medio formal...

Los labios del pintor blanquearon, y tembló el pincel que cogía.

-Según eso..., ¿es formal ahora?

-Formalísimo...

-¿Bodas?

-Sí...

-¿Con Felipe María?

Rosario no tuvo fuerzas para contestar sino inclinando la cabeza. Sentía en lo dolorido de la voz, en lo seco de las interrogaciones, el sufrimiento apenas reprimido, el odio involuntario, queja y maldición juntamente. Y aquel hombre había sido para ella padre y madre; tal vez había sacrificado al deber de protegerla, a la ilusión de ver en ella una hija, los definitivos lazos que se contraen en la edad viril y son el consuelo de la vejez... Desde quince o diez y seis años atrás, desde que una mujer, vestida de luto y con una niña de la mano, había llamado a la puerta del pintor buscando asilo, Jorge Viodal no conocía más ternuras, más esperanzas, que su sobrina Rosario. Recoger el último suspiro de la madre; educar a la criatura, respetándola más que a una hija, porque a la hija se la respeta sin esfuerzo; librar la batalla cuyas huellas y estragos se escriben con prematuras arrugas en sienes y en frente; tal había sido el papel desempeñado por el pintor, y Rosario no lo ignoraba: por eso las palabras se detenían en sus labios, y un círculo de plomo comprimía su corazón. Pero Viodal, con varonil arranque, se levantó, depositando metódicamente los pinceles en la ranura de la caja abierta, colgando la paleta del gancho de níquel; y metiendo las manos en los bolsillos de su batín de terciopelo negro, sacó un cigarrillo, y con ligera ironía, adoptando festivo tono, murmuró:

-¿Esas teníamos, Sarito? ¿Y desde cuándo has arreglado tu boda?

-Tío -respondió ella, acercándose y cruzando las manos-. ¡Por Dios, no te enfades conmigo! Ya sabes que si tú me lo prohíbes... no me caso, aunque me muera. ¿Exiges que se acabe todo? Se acaba... Pero no me quieras mal.

-¿De dónde sacas que te quiero mal? -protestó el pintor, luchando para conservar su sangre fría, y ocupado, al parecer, en encender reposadamente el largo cigarrillo-. Es bien natural que te cases... y también que yo lo sienta... es decir, que sienta, no tu casamiento, sino separarme de ti... Al fin te he tenido en mi compañía más de diez y seis años.

-Pero, tío Jorge -murmuró Rosario, afanosamente-, si no nos separaremos. Me pasaré el día aquí, en el taller, como siempre, limpiándote los pinceles... cuidando de los pájaros y de las plantas... ?¿Había de dejarte? ¡Me sería imposible!

-Rosario -repuso el pintor, ya dueño de sí mismo-; no te apures, ni des importancia a lo que no la tiene. Te casarás y te irás con tu marido, y me verás o no me verás; es lo que menos importa. Has elegido, y ni yo ni nadie en el mundo puede oponerse a tu elección. Así como te digo esto, Rosario, hija mía... yo, que no estoy prendado... de tu futuro... que no me ciega la pasión... lealmente añado que tu elección no te hará dichosa; y esta creencia es lo que me pone así... triste... cuando tú rebosas felicidad.

Rosario bajó los ojos de nuevo. Su vanidad mujeril le sugería la maliciosa presunción de que siempre un enamorado es severo crítico del rival dichoso. El pintor debió adivinar la sospecha de Rosario, y sonrió melancólicamente.

-No hablo de memoria, ni por ningún móvil interesado -continuó-, y es mi deber alegar razones. No has conocido otro padre, y me arrepentiría si por una falsa delicadeza no te previniese cuando corres un peligro. Te amargará la advertencia; peor sería que mañana te amargase la boda.

-Pero, tío... No entiendo; explícate.

-Ya entenderás... ¿Conoces los antecedentes de Flaviani?

-¿Los antecedentes?...

-Sabes que el hombre en quien te has fijado -tú, Rosario Quiñones, sobrina de un artista, criada en un taller de pintor, tú, sin bienes y casi sin nacimiento, aunque tengas en las venas algunas gotas de sangre española muy noble-, ¿sabes que ese hombre es un hijo de rey?

-Vaya si lo sé... -contestó Rosario rehaciéndose, resuelta a combatir-. Hijo del rey de Dacia. ¿Eso qué importa? Pero por su madre es de mi misma clase, y aún más abajo; al fin... la Flaviani..., ¿qué? Una bailarina como la Taglioni o la Cerito... ¡Miren qué alcurnia! Todos los días se están viendo bodas desiguales, y felices. Ni he pensado en tal cosa, ni tengo para qué pensar.

-Pues yo no quiero el remordimiento de no haberte llamado la atención, cuando todavía es tiempo de evitar el daño. Se ven enlaces desiguales, es cierto; también lo es que la prudencia los condena; pero la desigualdad entre las clases sociales, cuando consiste en el nacimiento, puede borrarla el genio, la riqueza, el poder, la gloria militar, la artística... La desigualdad entre la sangre real y otra sangre, jamás se borra. Un hijo de rey no puede casarse sino con hijas o nietas de reyes. Si toma por esposa a una particular, tarde o temprano, y generalmente temprano, llega el castigo. Una constante herida del amor propio acaba por ulcerarse y causar la muerte... la muerte de todo amor, de toda ventura. Si te casas con un hijo de rey, Rosario mía... tú, que eres tan hermosa, tan digna de un trono... tú le pesarás bien pronto a tu marido, como pesa una piedra al cuello; tú le humillarás, él se desdeñará de ti. Los reyes no se miden por el mismo rasero que los demás humanos... Yo te conozco, y sé que este suplicio, para ti, es todavía más intolerable que para otra mujer.

Mientras Viodal revolvía en la herida el cuchillo, el rostro de su sobrina se descomponía por instantes, revelando cruel tortura. Las observaciones del pintor iban derechas a lo más íntimo de su ser moral, a su dignidad, a su generosidad, a la delicadeza de su cariño, a su altivez de española. Mortificada, sintió una cólera injusta contra el que la causaba dolor, y queriendo demostrar que no carecía de armas defensivas, afectó reírse, y alegó estas razones, contrarias a sus opiniones de la víspera:

-Tío, no parece sino que Felipe María Flaviani es, en efecto, un rey, y que al casarme con él me gano una corona. ¡Pobrecillo!, tan lejos está de esas grandezas, que no sólo le niegan el derecho a reinar, sino hasta la legitimidad del nacimiento. ¿Rey Felipe? Él mismo me ha dicho que no se considera más que el hijo natural, ¿oye usted?, natural, de la Flaviani. Es un bastardo, de quien su padre renegó.

-Pues míralo bien, Rosario; ahí tienes el cuadro de tu porvenir. Esto es lo que te espera a ti, lo que espera a tus hijos. Mañana, a su vez, por razones de Estado o por razones de soberbia y miseria humana, Felipe María se divorciará, te repudiará, anulará el matrimonio. ¿Pretexto? Siempre hay pretextos. Sobra quien complazca a los grandes y a los poderosos. ¡Pobre chiquilla ilusionada! ¿A que ni te has enterado de la situación del país donde reina el padre de tu futuro? Yo sí... Yo tengo los ojos abiertos, y miro hacia donde tú no miras. Dacia es un país muy viejo y muy nuevo: viejo en tradiciones y leyendas, pero nuevo como nación. En otro tiempo no tenía reyes, sino príncipes soberanos, una cosa semejante a los margraves. Siempre andaba a la greña con los turcos y con los rusos; pero las altas montañas y el valor heroico de los montañeses preservaron su independencia. Hará poco más de un siglo, aliándose con Rusia, derrotó a los turcos, y se constituyó en nación europea. El abuelo del Rey actual era todo un hombre; hizo progresar a su patria. Hoy son los dacios un país casi civilizado, hija mía. Si antes sostenían su libertad como bandidos, ahora la sostienen como diplomáticos. No pierden de vista a Rusia, que no les quita ojo a ellos. Rusia se ha gastado bastantes rublos en crear allí un partido ruso, anexionista, y lo capitanea nada menos que el hermano menor del Rey, el presunto heredero de la corona. Por que el rey de Dacia, el padre de tu elegido, no tiene hijos de su esposa legítima... ¿Vas enterándote?

Rosario, inmóvil, aterrada, hizo seña de que sí.

-Entonces, ya adivinas lo que se prepara. Al morir el padre de Felipe, le sucederá el príncipe Aurelio. Rusia le exigirá el cumplimiento de sus compromisos, y la impopularidad de la anexión y del protectorado ruso hará que la mitad del país se levante contra el Rey. ¿Qué bandera han de oponerle? La del príncipe Felipe María. Allí tienes a tu esposo pretendiente a la corona. ¿Y qué alegarán contra él sus adversarios, los amigos de su tío? Siento decírtelo... Primero recordaran a su madre... a la Flaviani... pero esa, desde el otro mundo, poco estorba... Entonces saldrá su mujer... «Se ha casado con la sobrina de un pintor...». «Una modelo...» añadirán los malos. «La amiga de Viodal» dirán los peores, los infames. Y publicarán grabados del cuadro de la Samaritana, con este letrero: «Retrato de la futura reina de Dacia, hecho por su tío...».

Rosario, pálida y yerta, abría desmesuradamente los ojos, como el que ve un fantasma... Cada argumento se hincaba, a guisa de clavo agudo, en su cabeza. No podía desconocer la verdad de las observaciones de Viodal, aunque su engreimiento amoroso no las hubiese previsto, ni quisiese aceptarlas, aun tocándolas con las manos, en vez de revolverse ella contra los hechos, los hechos sordos y fatales se volvían -cosa bien natural, aunque ilógica- contra el que se los denunciaba implacablemente.

Se sublevaba, maldecía; deseaba lastimar a su vez. «Es inicuo -pensaba- que me diga estas cosas para desahogar el berrinche de que yo no le haya querido... como él me quiere. Inicuo... Se empeña en matarme... Muerte por muerte, que me la dé Felipe...». Así los dos actores de esta triste escena se engañaban: Viodal, desgarrando el corazón de su sobrina pensaba obedecer al deseo de salvarla de un desastroso porvenir; Rosario, al recibir sanas advertencias fundadas en la realidad, creía que la destrozaban el alma por envidia y por celos...

-¡Cuánto me pesa afligirte, Rosario!... -murmuró el pintor con súbita y tierna explosión de pena-. Preferiría sufrir yo... que al fin, tengo costumbre...

-No me aflijo -exclamó Rosario con esfuerzo heroico-. Me sobra valor. Sólo que necesito reflexionar, echar mis cuentas... Pensaré, tío, pensaré...

Pasose la mano por la frente. Sus ojos, como dos negros pájaros, vagaron por el hall. Acordose de que hacía una hora, al entrar allí, la idea de abandonar aquel caprichoso retiro, donde Viodal había reunido lo que más puede agradar y entretener a una mujer joven, la mayor poesía de que se rodea la poesía viviente de la hermosura y los pocos años, había sentido como nunca la gracia, la originalidad y el encanto de los cuatro elementos, notando en su espíritu, embriagado de ventura, la lozanía de las flores, el gozoso gorjeo de los pájaros, la misteriosa paz del agua y el amante e íntimo calor del fuego... Ahora le parecía, por el contrario, que las plantas languidecían, que las aves sufrían de verse cautivas, que las ondas del acuario eran amargo llanto donde se morían los peces desterrados del Océano, y que la llama de la chimenea gótica, al iluminar las figuras grotescas y los místicos personajes de los tapices, descubría siniestras cataduras y ángeles doloridos, consumidos de melancolía eterna e incurable... La creación, simbolizada por los cuatro lados del taller, se le figuró a Rosario algo fúnebre y espantoso, si le faltaba la luz del amor. Encarose con Viodal, y exclamó impetuosamente:

-Tío Jorge, estimo tus advertencias... pero ¡qué quieres! no es fácil precaverlo todo... ¡Algo ha de quedar de cuenta del destino! Si Felipe me escoge, es que tal vez me prefiere a la ambición. Yo le prefiero a cuanto hay en el mundo. Ya sabes que me paso de franca...

Y recogiendo su bordada sotana oriental, escapose del taller por la secreta puertecilla de una escalera de caracol que bajaba a la casa del pintor, y que sólo usaban este y Rosario... No vio que Viodal acababa de romper entre los dedos el mango de un pincel fino... ni pudo verle descubrir el cuadro de la Samaritana y, asiendo la espátula, raspar con furor la cabeza...

Media hora después subió la caja forrada de raso, y soltó en el hall a Dauff y al guapo conde de Nordis, que traía al artista un magnífico bronce griego, encontrado en ciertas excavaciones de Dacia. Al «¿qué hay de nuevo?» del cronista, siempre a caza de noticias, Viodal, impulsado por extraña necesidad de proclamar el motivo de su callada desesperación, dijo en voz que trataba de emitir serena y clara.

-¿De nuevo? Mucho. En primer lugar, que he borrado la Samaritana... No quiero tratar ese asunto; es muy conocido. Otra novedad: mi sobrina va a casarse con Felipe María Flaviani... Acaba de participármelo.

Dauff lanzó una exclamación de sorpresa; por el rostro de Nordis se extendió una satisfacción que apenas acertó a reprimir.

-¡Qué galán tan singular este Nordis! -pensó para sus adentros Viodal-. No quería a Rosario, no... ¡Cómo le brillan los ojos de contento!

Al llegar Rosario a su gabinetito amueblado con virginal sencillez, la esperaba una visita: repantigado cómodamente en el sofá, leía un periódico Gregorio Yalomitsa en persona.

-No me darás hoy el chasco como ayer, paloma querida -exclamó el bohemio al ver a Rosario-. Pero, ¿qué es eso? Vienes muy desemblantada... ¿Estás enferma?

-No -respondió ella con forzada sonrisa-. Un poco de jaqueca... Ya se pasará.

-¡Jaqueca! ¡pch! Las mujeres dan una cada mañana e inventan otra cada noche... Y las jaquecas de las muchachas, ya sabemos cómo se curan... Sarito, perla oriental, ¡me parece que te traigo yo el remedio de la jaqueca!

Diciendo así, Yalomitsa reía de buena fe, con risa inocente y semisalvaje. Si el bohemio pudiese sospechar que, en efecto, tenía en sus manos en aquel instante el destino de tan noble y linda criatura, en vez de hablar, capaz sería de arrancarse la pecadora lengua. Nadie que registre su propia historia dejará de encontrar en ella alguna página irónica parecida a la que Yalomitsa estaba viviendo; un día en que con intención cariñosa hirió en el corazón a la persona que más amaba; otro en que, pensando dañar a un enemigo, le allanó el camino de la suerte. Por otra parte, el error que iba a cometer Yalomitsa se explicaba sin dificultad. ¿Cómo podía sospechar que la víspera Felipe había ofrecido su mano a Rosario, ni adivinar que sus palabras iban a ser comentario vivo de los funestos vaticinios del pintor? Creía Yalomitsa dar un paso altamente diplomático, y se frotaba las manos y sacudía la enmarañada melena, como un niño -¡y qué otra cosa era el bohemio!- a quien le sale de oro una diablura...

-Sarito -empezó- déjate de remilgos; entendámonos, que sólo aspiro a hacerte bien... Canta claro, tórtola... o no vuelves a oírme en el violín los Gnomos. No te pongas colorada..., no te eches a adivinar. Aquí sale el argumento. ¡Atención! ¡Felipe María está muerto por ti... y tú creo que no le matarás a desdenes!

-Yo... -protestó Rosario.

-Te digo que te quiere Felipe, y que tú le quieres a él... y si no le quisieses, de rodillas a tus pies caería Yalomitsa para pedirte que sí le quieras mucho. Siempre el cariño de una mujer como tú es regalo y bendición del cielo para un hombre; pero hay ocasiones de ocasiones, y no puedes imaginarte, lucero, el favor que harás a Felipe ahora atrayéndole y sujetándole a tu lado. Tú no sabes lo que pasa... Yo te enteraré, hermosa, yo te enteraré... y conspiraremos para esta buena obra. ¡Una obra de caridad!

-Venga la explicación -ordenó Rosario casi imperativamente.

-Verás... ¡curiosilla! ¿Te acuerdas del origen de Felipe?

-¡Ah! ¿De eso se trata? -dijo estremeciéndose la chilena.

-De eso. Felipe, nuestro Felipe, ha tenido la desgracia de nacer en las gradas del trono... de eso que llaman el trono, y que es un potro de tormento y una picota ignominiosa. Por suerte de Felipe, anularon el matrimonio de sus padres, y le quitaron así la tentación de andar pretendiendo. Mas la ambición, que deshizo la tela, ha vuelto a urdirla. Hay en Dacia un pillo que se llama Stereadi y un bobo que se llanta el duque de Moldau...

-Adelante, adelante, Yalomitsa...

-Ten paciencia, gitana... A ese pillo y a ese tonto, que son jefes de dos partidos importantes, se les ha puesto aquí hacer rey a Felipe. ¿Comprendes? ¡Nada menos que rey! ¡Como si no estuviese al quite para defenderle Gregorio, que le tuvo en brazos de chiquillo, y que no quiere verle tan desgraciado y tan ridículo como su padre! Porque a su padre también le conocí: fui su amigo íntimo, cuando no era más que príncipe de Dacia, y muchos, muchos escalones le separaban del trono maldito... Pero verás tú lo que hace el diablo: se mueren los dos hijos del Rey; el Rey también espicha, ¡y le sucede Felipe Rodulfo! Una catástrofe. Imagínate tú que Felipe Rodulfo era el pícaro más feliz de la tierra. ¡Esposo de la Flaviani, a quien adoraba, padre de Felipe, que era monísimo, loco por el arte, con una inteligencia para la música!... ¡Qué conciertos recuerdo yo en aquella casa! Todos los jueves iba Listz... La vida más encantadora que puede soñar un hombre. Y me lo arrebatan de su hogar, y me lo llevan a Dacia, a ese país de montañas peladas y de gente feroz... muy poético, todo lo que gustes... Pero inhabitable... y reine usted, y olvídese de que tiene familia, amigos... Y anulan el matrimonio, y a la madre de Felipe la cubren de vergüenza, y a Felipe María me lo declaraban bastardo... y a Felipe Rodulfo me lo casan con una princesa de la rama de Edelburgo, una mujer como un palo seco, de la cual no tuvo hijos... y le remachan el grillete de rey... ¡Y ahora salimos conque les hace falta Felipe para sus chanchullos políticos, y sin más ceremonias nos le quieren robar! ¡Bueno fuera! ¡Tú y yo lo impediremos!... -añadió estrechando las manos de la chilena-. Tú y yo... Es preciso que os caséis, ¿lo oyes, chiquilla? Y os casaréis ¡voto a bríos! Y casado contigo, no le hacen rey de Dacia, ni de bastos... La historia de la Flaviani fue buena para una vez... ¡No se anula tan fácilmente un matrimonio contraído en toda regla, bajo las leyes de Francia! ¡No se repite a cada veinte años la farsa del repudio de una mujer intachable!

-Pero, por Dios, Yalomitsa -preguntó Rosario, con una tranquilidad que asustaría al que leyese en su pensamiento-; ¿no se encontrará usted sugestionado con la aprensión de un imaginario peligro? Felipe María ha vivido muchos años ajeno a la idea de que nadie se acuerde de él para la sucesión al trono. Jamás le he oído mentar cosa semejante. Me parece que ve usted visiones.

-Sarito, tú no entiendes palotada de política -respondió majestuosamente el bohemio, guiñando con malicia el ojo derecho, mientras el otro sonreía y brillaba-. Hija mía, la política da muchas vueltas... Mientras nosotros dormimos y roncamos y ni nos acordamos de esa arpía. Ya te dije que hay en Dacia un pillo y un menso; que ambos quieren servirse de Felipe, bajo pretexto de que representa la causa de la independencia, la causa nacional... Lo sé de cierto. Uno de ellos vino en persona a París...

-¿Le ha visto usted? -dijo ansiosamente Rosario.

-¡Ya lo creo! Parece una lechuza... Es el vejestorio... El otro no vino; comisionó a un buen peje, Sebasti Miraya... Como que se dirigieron a mí para que Felipe María les recibiese en audiencia (así dijeron los muy serviles)...

-¿Y les recibió? -insistió la chilena.

-En su casa.

-Y... ¿qué resultó de la entrevista?

-Que les ha regalado unas calabazas monumentales. ¡No; si Felipe conoce lo que le conviene!

-¿Ha rehusado, dice usted?

-Solemnemente.

-¿Cuándo?

-Hace cuatro días.

Rosario calló. Concordaba fechas, y la verdad se le aparecía, más que clara, refulgente. Felipe María no pensaba casarse con ella, hasta que el mensaje de Dacia le presentó la tentación de la corona. Para atarse las manos y no retroceder, para quemar las naves, en una palabra, buscaba a Rosario. No era el amor ciego y victorioso, sino la reflexiva cautela, lo que inspiraba a Flaviani su declaración bajo el cedro en el jardín. Sus mismas pa labras, que la muchacha descifraba ahora, lo probaban sobradamente. Bien decía Viodal: a Rosario le tocaba desempeñar el papel de la rémora, del obstáculo. Por ella y a causa de ella no alcanzaría Felipe el puesto a que tenía derecho hereditario. ¡Y qué puesto! Rosario entendía que ninguna aspiración podía compararse a la que renunciaba Felipe. ¡Reinar! ¡Un rey! ¡Sonora y misteriosa palabra, envuelta en púrpura y en oro!

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