Ada

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Volvió a detenerse Miraya, y suspendiendo la oración, su mirada vagó por el suelo y se remontó hasta las rosas que enramaban el templete y hasta la estatua mutilada, la Venus antigua, tan serena en su hermosura...

-¡No me atrevo! -añadió por fin.

-¿Quiere usted que yo tenga el valor que le falta a usted. -pronunció lentamente Rosario en tono incisivo y dolorosamente fúnebre.

Clavó el periodista en la chilena tan atónitos ojos, que si ella no estuviese en unos de esos momentos de la vida en que la emoción de lo cómico desaparece, sería capaz de soltar la risa. Contentose con sonreír amargamente.

-Lo único -prosiguió- que puede convencer a los felipistas y exaltar su entusiasmo... sería... el... el enlace... con la princesa de Albania... ¿Verdad que sí?... -interpeló con sobrehumana fuerza.

-¡No se equivoca usted! -declaró Miraya, que veía abrirse el cielo-. Pero... ¿sería usted tan noble... tan generosa... tan...?

-Basta -repitió Rosario con anhelo-. No necesitamos palabras, sino obras. Soy su aliada de usted, y si usted lo olvida o lo duda... ¡peor, peor para usted y para la causa de Felipe! ¿Cómo hacemos para que Felipe declare que accede a... esa boda?

-Lo mejor -indicó Miraya tartamudeando de júbilo- sería... que... dentro de unos días, cuando la familia de Albania venga a pasar una semana en Mónaco... el Príncipe... los... los... visitase... y...

No supo decir más.

Rosario asintió con la cabeza, porque las palabras no acudían; la garganta estaba seca, la salivar se había suprimido, la laringe no formaba la voz... Pero la voluntad, vencedora, movió los músculos del brazo, y Rosario tendió la mano y estrechó la del periodista, sacudiéndola a la inglesa, con lealtad viril. Miraya tuvo un arranque: se arrodilló, besó la mano, y después volvió el rostro, para no ver que Rosario temblaba con todos sus miembros, como un ave azorada, y, que abría la boca para recoger aire, lo mismo que si le faltase la respiración.

Desde el momento en que Rosario y Miraya se estrecharon la mano en el bosque de mirtos, la situación de las tres personas que residían en la Ercolani cambió de una manera al parecer insensible, pero realmente profunda. Sin que la boca de Felipe María dijese que aceptaba el papel de pretendiente, lo declararon sus actos ya explícitos. La vida se estableció y regularizó sobre la base de un plan encaminado a dirigir los trabajos del felipismo en Dacia. Por las mañanas, mientras Rosario se ocupaba en esas menudencias de tocador que roban tanto tiempo a las mujeres, Felipe y Miraya despachaban juntos, leían correspondencia y periódicos y escribían, en cifra, largas cartas.

Antes de la hora de almorzar esperaba enganchado a Miraya el cestito, del cual tiraban dos jacas de resistencia y fatiga, muy distintas de los magníficos troncos flor de romero y negro, que se destinaban especialmente a los carruajes del servicio de Felipe. Miraya, por un rasgo de penetración, desde antes del almuerzo dejaba solos a los enamorados. Entraba en sus cálculos que se creyesen, como antes, libres y en intimidad completa. Pasábase el día en Mónaco o en Rocabruno, no perdiendo el tiempo, por que allí abundaba la gente dacia, ya residente, ya de paso. Miraya conocía perfectamente con quién podía hablar, con quién debía guardar recato y silencio, y de quién no le era difícil recoger noticias, algunas de interés sumo. Las cartas siempre dejan dudas, aunque las de Stereadi, en cifra, por supuesto, contuviesen un tesoro de instrucciones categóricas. Desde que Felipe estaba dispuesto a salir del retraimiento y a tomar «parte activa» en la empresa -y bien sabía Miraya lo que había de entenderse por «parte activa»-, la faz de los negocios políticos había cambiado súbitamente, de la más impensada manera. El gran notición era que el duque Aurelio, el propio duque Aurelio, renunciando a sus desapoderadas ambiciones, dejaba entrever propósitos de retirarse a la vida privada el día en que faltase el Rey, o de contentarse, a lo más, con el papel de una especie de consejero altísimo, de un lugarteniente del monarca futuro, para el caso probable de una guerra. El día en que Miraya dio cuenta a Felipe María de esta nueva actitud del duque Aurelio, al ver pasar por el rostro movible y finamente pálido del Príncipe una expresión de contento, el periodista no pudo menos de menear la cabeza, murmurando:

-¡Hay que desconfiar!... Es demasiado bonito... ¡Soltar su presa el buitre!... ¡Milagro como él!

-De todos modos, Sebasti -indicó Felipe-, esa novedad nos despeja el camino.

Volvió Miraya a hacer el mismo gesto de recelo y precaución. No obstante, en breve los hechos le obligaron a reconocer que, efectivamente, la actitud del Duque, cada día más acentuada en el sentido de la abnegación, producía en Dacia efectos maravillosos, exaltando y difundiendo el movimiento felipista. Había tratado hasta entonces Miraya, perseverante en su sistema prudente y cauteloso, de evitar que algunos personajes lacios de los que concurrían a Mónaco lograsen su deseo de ver, saludar y rendir homenaje a Felipe. Mas ya la ola de curiosidad, de simpatía y de entusiasmo iba siendo sobrado impetuosa para que se pudiese reprimir. Diferentes personas se presentaron en varias ocasiones a la puerta de la Ercolani, solicitando ver a Felipe y marchándose enojadas o condolidas de la negativa; y Esteban, el leal cochero, enteró a su amo de que ciertas señoras dacias le habían ofrecido reservadamente fuertes cantidades, para saber en qué dirección pasearía el Príncipe -a fin de hacerse las encontradizas y contemplarle al paso-. No hay monarca que no provoque este anhelo de la vista, fruto de la misma idea que les atribuía, en la Edad Media, y aun en épocas más recientes, la virtud de curar los lamparones con sólo imponer las manos: forma de la atracción propia del rey, filtro mágico de su presencia... Esteban refería a Felipe cómo alguna de aquellas señoras, ante su negativa, se había echado a llorar, diciendo que era duro no poder mirar el rostro de su príncipe, después de haber corrido bastantes riesgos para introducir en Dacia sus retratos, y de haber sido insultadas por los oficiales de un regimiento adicto al duque Aurelio, a cansa de lucir en el pecho el lazo blanco y rojo...

Cierta mañana, buscó Miraya ocasión de departir confidencialmente cinco minutos con Rosario, y a la noche, la chilena, adoptando el tono pensativo y afectuoso que acostumbraba para hacer esta clase de indicaciones -como si pidiese algo que la interesase personalmente-, dijo a Felipe:

-Mira, compláceme en esto... Tengo el capricho de que hagas una excursioncita a Mónaco.

Y como Felipe, cuyas mejillas se encendieron ligeramente, sólo respondiese con un gesto ambiguo, ella insistió.

-Debes ir. Déjate de aplazamientos. Sé que hay mucha gente de allá hambrienta de echarte la vista encima. Es justo darles esa satisfacción... Merecen algo por el cariño que te tienen... Cosa convenida. ¿Cuándo se hace esa expedición? ¿Mañana?

-No hay tanta prisa... ¡Ya veremos! ¿Y tú, nena? ¿Vendrás también? -preguntó con zalamería Felipe.

-No... -respondió Rosario, venciéndose con energía sobrehumana-. Para ir yo, más valdría que no fuese nadie... ¡Felipe, bien me comprendes! Irás solo... es decir, con Miraya... Yo... sabré lo que ha sucedido... Me lo contarás a la vuelta... Y me traerás de allá... si quieres... ¡un ramo de flores...!

Quedó resuelta la expedición para dentro de dos días. Miraya debía adelantarse, a fin de correr la voz entre la colonia dacia deseosa de ver a su príncipe, y que podía agruparse, con este objeto, a una hora determinada, en la terraza del Casino. La promiscuidad y libertad de esos casinos absolutamente cosmopolitas, donde se mezcla y confunde gente de las más diversas procedencias, y que sirven de punto de reunión a todos los extranjeros, no sólo de noche, para la batahola del juego infernal que se juega allí, sino por la tarde, a las cinco, en busca de las emociones más suaves y anodinas del concierto -serían favorables a la escena que Miraya quería representar; escena histórica, a pesar del carácter nada solemne del teatro-. A la noche regresó Miraya, y encontró en la revuelta del camino, sentados sobre un ribazo, a los enamorados, que le esperaban para saber «qué tal había marchado eso». A decir verdad, era Rosario la que demostraba interés y hacía afanosamente la pregunta: en cuanto a Felipe María, afectaba guardar silencio o querer llevar hacia otros caminos la conversación. Pero Miraya no lo consentía: venía rebosando júbilo, excitado, radiante. ¡Qué recepción se le preparaba al Príncipe! Él mismo no sospechaba que en Mónaco se encontrasen reunidos tantos partidarios suyos: los había de todos colores, de los amigos de Stereadi y de los del partido antiguo entre estos se contaba, por cierto, un sobrino del duque de Moldau, un oficial, mozo simpático y, encantador; el conde de Nakusi, cuyo entusiasmo era contagioso. «¡Si le viese usted cuando supo que mañana conocerá a su príncipe! ¡Yo creí que se volvía loco! Y todos están en la misma tessitura. Tendremos una ovación. ¡Cómo corren las noticias! Un reguero de pólvora... En hora y media se enteró todo Mónaco... Verdad es que allí la gente forma una colonia unida desde medio día hasta media noche para divertirse, flirtear y derrochar... ¡Qué ambiente el de ese paraíso del goce! Allí hay efluvios... Y nadie faltará: Nakusi jura que se han acabado los miedosos, porque el duque Aurelio dice donde le pueden oír, que se ha convencido, que el trono es del príncipe Felipe María, y que él no aspira más que a ser su primer vasallo, ¡el más fiel de todos...!».

-¿Pero eso es auténtico? ¿No hay exageración? -preguntó Felipe María, estremeciéndose.

-Auténtico y real... Tenemos los hados propicios -añadió Miraya accionando como un energúmeno. Y dejando desbordarse la abundancia del corazón, exclamó, sin saber lo que decía-: Todas las noticias favorables. El Rey empeora...

Esta vez Felipe frunció el ceño. Al fin y al cabo aquel hombre que declinaba hacia la tumba era su padre, el que le había engendrado, el que le tuvo en brazos y acaso le besó, aunque Felipe no lo recordase... Miraya, olfateando el yerro cometido, se apresuró a anegarlo en un río de palabras.

-La conversión del duque Aurelio también no deja de darme en qué pensar... Al pronto me pareció una estratagema... ¡Enmendarse ese lobo viejo! Pero, bien mirado, es posible que la opinión se le haya impuesto de tal manera, que no halle medio de resistir; y como buen estratégico, entenderá que una retirada honrosa es cien veces preferible a una derrota humillante. Dacia está que arde, no cabe duda: la hostilidad de Rusia, los vientos albaneses que corren, las complicaciones que se presentan por la parte de Turquía, ciertas indicaciones transparentes del Gabinete de Viena, y, más que todo, la certidumbre de la enfermedad mortal del Rey, noticia que se ha divulgado por todas partes, a pesar de los tapadijos de médicos y palaciegos, han producido tal estado de efervescencia en los ánimos, que oponerse a la corriente sería dar una prueba de locura. El Duque habrá reflexionado. Es listo, muy listo, y los listos saben adaptarse a las circunstancias, cuando no pueden modificarlas a su antojo...

Sin embargo, al hablar así, el acento de Miraya revelaba todavía un temor indefinible.

Mientras fumaban en el pórtico, a la luz de la luna, se combinaron los últimos detalles. Irían en el coche de guiar, con el tronco flor de romero, que aunque inquieto y mal domado todavía, era como pareja de corderitos en las diestras manos de Esteban. Llegarían a Mónaco poco después de las cuatro, y la aparición de Felipe en el Casino se verificaría a las cinco y media, cerca de las seis -el momento de más concurrencia-. Del resto no había que ocuparse: ya haría su oficio el entusiasmo... Estos pormenores los discutían Rosario y Miraya, mientras Felipe fumaba silenciosamente, más agitado de lo que quería dejar notar, pero con agitación reprimida, dominada por esa sombría actitud de impasibilidad aparente que sabía adoptar en las circunstancias graves y difíciles. En el fondo de su alma no existía la petulancia jactanciosa de Miraya, ni la tranquila convicción, generosa y fuerte, de Rosario. ¿Si en el último momento un desengaño viniese a frustarlo todo? ¿Si en vez de ovación recibiese una acogida fría, irónica; si, al contrario, la exaltación revistiese formas grotescas; si en vez de simbólica entrada triunfal en Dacia, la aparición en el Casino de Mónaco representarse la estéril postulación del pretendiente siempre desairado? Era la primera vez que se decidía a exhibirse en público revestido de la aureola que presta el trono no sólo a los que lo ocupan, sino también a los que con alguna probabilidad aspiran a ocuparlo. Su orgullo, su amor propio, enconado por las decepciones de su madre, que habían recaído sobre él, se sublevaban al solo pensamiento de un paso en falso, de una ridiculez, de un fiasco posible. Y las únicas frases con que intervenía en el diálogo confidencial de Rosario y Miraya, que bajaban la voz cual si tramasen un complot, eran rasgos de mal humor y displicencia, objeciones pueriles, augurios y vaticinios pesimistas -últimas resistencias de una voluntad que quiere ser forzada y secretamente aspira a que le ofrezcan un pretexto para dar el salto mortal, el definitivo.

Fue servido Felipe a medida de su recóndito deseo; Rosario y Miraya le empujaron, le estimularon, pacientes y optimistas, anunciándole toda clase de bienes, tolerando en silencio sus arranques de enojo. A la hora señalada, tal vez minutos antes, Felipe subía al coche y tomaba las riendas, con Esteban al lado, por precaución: Miraya había preferido el cómodo asiento interior, sin responsabilidades. Así, erguido en el estrecho pescante, con la irreprochable corrección de su traje claro, con la distinción enteramente moderna y afinada de su cabeza y de su actitud, con la diminuta boutonnière blanca y roja florecida en su ojal, con la ortodoxa posición de sus manos, que calzaba flexible guante de amarilla gamuza -antes que heredero de una corona y que sale a buscarla, parecía Felipe uno de tantos de esa clase numerosa, mal definida, en que caben desde el caballero de industria hasta el más legítimo y empingorotado aristócrata- la clase de los sportmen, creación de una edad en que se rinde culto al lujo disfrazado de ejercicio físico, y en que, así como en la Edad Media se tenía a menos no poder romper una lanza, se tiene en poco al que no es capaz de dominar un caballo con la rienda o con el freno.

Desde el vestíbulo, Rosario vio salir el coche, y tuvo valor para despedirlo con una sonrisa y un ademán enteramente cordial. Así que, al ruido y volteo de las ruedas, el batir de los cascos del fogoso y soberbio tronco, sucedió un silencio plomizo, total, un silencio que envolvió de súbito el alma de Rosario como una sábana de nieve, la chilena, lentamente, cruzó el vestíbulo, atravesó el atrio y el peristilo, pasó bajo el pórtico sin volver la cabeza para mirar a los faunos, que, inalterables, reían con regocijo malicioso; salió a los jardines, dejándose caer en su sitio favorito, en el asiento de jaspe, bajo la dorada sombra del templete, y recostó la frente en el respaldo del banco de mármol, tibio del calor del día. ¡Ah! ¡Qué instante de reposo aquel!

Había creído Rosario que al ausentarse Felipe María, dejándola sola por primera vez una tarde entera, la esperaba un dolor furioso, una especie de convulsión moral; y se asombraba al advertir que sentía, por el contrario, como una especie de amargo alivio, una tranquilidad de muerte, pero, al cabo, tranquilidad. Las almas resueltas, predispuestas al heroísmo hasta por ley de herencia -el padre de Rosario había dado gustoso su vida por la independencia de su patria- saben beber así, de un trago, sin repugnancia, el cáliz del sacrificio. Rosario no titubeaba; no conocía el desfallecimiento. Tristeza, sí; una tristeza inmensa, que empapaba su alma como la hiel empapa la esponja por todos sus poros y ojillos. Aquel lugar, lleno de memorias, aquella atmósfera vibrante aún de amor y de ilusión infinita, aumentaban el sentimiento de fatiga y de indiferencia hacia todo, que invadía a Rosario. El templete era tan lindo como antes: las verdes enredaderas trepaban con la misma gracia airosa enroscando sus delgadas columnitas, pulimentadas por los siglos; al través de los intercolumnios se veía el mar, tan cerúleo y apacible como siempre -mar que, al parecer, no conocía las tormentas que también azotan el alma humana-; la decoración era igual que cuando llegaron a Ercolani, la mañana inolvidable en que Felipe, enajenado, no sabía desprenderse de su cuello ni soltar sus manos, ni dejar de beber su aliento con sed inextinguible; pero, ¿dónde estaba ya la rosa amorosa, aquella flor de esplendor tan breve? El poeta tenía razón; había que respirarla cuando el rocío matinal la impregnaba aún; que después...

Lo singular es que Rosario no por eso acusaba a Felipe. Un sentimiento tan completo y profundo como el de Rosario permite estados morales contradictorios: la pasión es casi siempre, en medio de su vehemente exclusivismo, un fenómeno complejo, y al alma en ella está como el niño en el columpio, tan pronto en el suelo como por las nubes. Rosario, maestra en el arte de depurar y limpiar de toda sombra la imagen de Felipe, se entregaba -a aquella misma hora, primera de su soledad, mientras apoyaba la frente en sus brazos y sus brazos en el mármol- a la consideración de lo que pasaría en su alma si, en vez de ser abandonada por una corona, lo fuese sencillamente por otro amor. Y su sangre española, su sangre de fuego, hervía a esta sola idea, como lava. ¡Ah, entonces! Rosario se complacía, con trágico deleite, en figurarse el caso, y ya se veía empuñando el cuchillo, descargando el certero golpe... Tenía fuerzas para hacerlo, fuerzas sobradas, valor irreflexivo y ciego, el empuje salvaje de la manola, que antes quiere ver muerto lo que ama, que perdido indignamente. Pero no se trataba de eso. Rosario -sin que en tal convicción tuviese parte alguna la vanidad- comprendía que su atractivo era lo suficiente para no temer rivalidades, y que no podía otra mujer disputarle la victoria. Distinto sentimiento llenaba en el corazón de Felipe María todo el lugar que no ocupaba ella... Cuando los labios pálidos de su amante temblaban; cuando se dilataba su nariz, y por sus ojos azulinos cruzaba cierta lumbre fosfórica, ya sabía Rosario qué ideas causaban estos síntomas: conocía la enfermedad, inciada hacía tiempo, desarrollada lentamente, de marcha segura y cada vez más rápida, instinto primero, obsesión después, y ya posesión entera y absoluta del ser de aquel hombre, en cuyas venas residía el germen del mando y la tradición del puesto aparte entre los demás hombres. Inútiles habían sido los remedios, vana la resistencia: poco a poco, sin crisis agudas, la ambición había ido labrando en Felipe, y ya le absorbía por completo, de la cabeza a los pies, a pesar del último y casi desgarrado velo de recato que aún intentaba poner entre su voluntad y los hechos...

Y Rosario -hay que repetirlo- no le acusaba. Ni aún daba a la pasión violenta de Felipe el severo calificativo de ambición. Era la legítima reivindicación de un derecho -del derecho más alto y más grandioso de la tierra-. ¿No se había inmolado ella, de antemano, a este derecho, vinculado por la sangre en Felipe? ¿No había arrojado por la ventana su honra y su felicidad, su dignidad y su orgullo de mujer, resignándose a no ser más que el pasajero capricho de algunas horas, la humillada, la abandonada luego? ¿Qué no valdría lo que tanto costaba?

Sepultada en aquella honda y muda pena, paladeando el ajenjo a sorbos continuos, sin rechazarlo ni aun de pensamiento, Rosario miraba hacia el mar, como pidiendo a aquella superficie serena el secreto de la resignación que exigen los sacrificios totales. La energía desplegada hasta entonces por Rosario, ¿qué era en comparación de la que iba a tener que desplegar en lo sucesivo? Rara vez, en los primeros momentos de abrazar una resolución decisiva y terrible, se tienen bien medidas sus consecuencias. No alcanza la imaginación a abarcar todas las combinaciones de la suerte. Se supone que un salto no es más que un salto, gigantesco, loco, pero salto al fin... y no se presume lo que sigue al salto: los miembros ensangrentados y rotos, los crueles dolores, el amargo martirio de sobrevivir a la caída... Cuando Rosario, liándose a la cabeza su mantilla de blonda, sin cambiarse los zapatitos finos, pisando la nieve pura, había volado a la cabecera del lecho de Felipe María herido de muerte, mal podía representarse la serie de sucesos que se derivarían de aquel: la asistencia, la convalecencia, el idilio trágico en la Ercolani; pero, sobre todo, lo que no supo presentir, fue otra cosa que apenas se había confesado a sí misma, que todavía en aquel momento de reflexión desesperada no quería aceptar como un hecho, y que de tal manera complicaba su destino. Bien lo recordaba Rosario: con el arrojo de la juventud, al instalarse a la cabecera de Felipe, se decía a sí propia: «Hay para todo mal, para el mayor daño, un supremo remedio...». Y he aquí que la suerte -o Dios, porque Rosario volvía a notar el fondo de fe religiosa de su raza- disponía de tal modo los acontecimientos, que le quitaba esa pronta y decisiva solución, la que había de coronar heroica y terriblemente la abnegación de su alma... No tenía Rosario derecho a morir; y al comprenderlo así, un estremecimiento desesperado corría por sus nervios, y una titula surgía en su conciencia, haciéndola oscilar hasta su misma raíz. ¿Cabía prescindir de este nuevo dato? ¿Tenía derecho a disponer de otro destino, asociándolo a la catástrofe del suyo?

Hubo un instante en que tal suposición pareció a Rosario el mayor de los absurdos y hasta de los crímenes. Levantando la cabeza, irguiéndose, fuerte en su santa energía repentina, vio otro horizonte nuevo: felicidad tranquila y absoluta, lejos de las sugestiones de la ambición: una situación normal, idéntica a la de los demás seres humanos que en su camino no han tropezado con la corona... Y sus ojos, en vez de abismarse en lo infinito del mar, recorrieron el templete y las perspectivas del jardín, y su fantasía acogió un sueño delicioso, una esperanza de dicha consagrada por el deber más dulce y adorable de los deberes... Rosario conocía su fuerza. Miraya tenía razón: esta fuerza era incalculable; no se había gastado ni disminuido por concepto alguno: podía ejercitarla y recordar a Felipe sus explícitas proposiciones de matrimonio; resistencia o vacilación en Felipe, no la imaginaba siquiera: comprendía que a su primer reclamación, Felipe pagaría la deuda con la puntualidad estricta del jugador que entrega su última moneda de oro, aun cuando haya de suicidarse en el acto a la salida de la casa de juego. Y aquello era la seguridad del porvenir, y Rosario veía sucederse los años, en la tranquila posesión de su hogar, entre la consideración social, en la plenitud de los afectos lícitos, madre feliz, disfrutando caricias y halagos que envidiarían, si capaces fuesen de envidia, los ángeles del cielo...

Rosario se incorporó sacudió la cabeza y volvió lentamente a la villa. Comió sola, sin apetito, abstraída, dominada por la idea seductora que se apoderaba gradualmente de su espíritu. Al caer la tarde, no pudiendo resignarse a esperar en la sala, pidió mi abrigo, un capaz de seda gris, y tomó el camino del sendero por donde había de volver el coche. Andaba despacio, a fin de hacer más breve la espera. La luna alumbraba la senda, y las luciérnagas despedían, entre los perfumados matorrales, tenues reflejos verdosos, como de agua, que recordaron a la sobrina de Viodal, en aquella hora crítica de su vida, los Cuatro elementos, el acuario, la elegante inclinación de la Dríada de mármol volcando su urna, de donde eternamente fluía un chorro inmóvil. Llegó hasta el ribazo donde habían esperado ella y Felipe a Miraya la víspera, y por involuntaria rutina, se sentó en el mismo lugar, sobre la yerba todavía hollada. Allí aguardó, hasta que el ruido de las ruedas y el trote recio y algo desigual de los caballos anunciaron la llegada del coche.

Al verla, Felipe dejó las riendas a Esteban y saltó a tierra precipitadamente, movimiento que imitó con la pesadez de su rechoncha persona Miraya; y los dos hombres, como si no acertasen a reprimirse, sin conciencia de lo que hacían, transportados, prorrumpieron en exclamaciones:

-¡Rosario! ¡Ah, si vieses! -decía Felipe.

-¡Qué día! ¡Qué hermoso día! -confirmaba Miraya. -Es imposible que te formes idea.

-Ha sobrepujado a nuestras esperanzas todas, todas.

-Es que en realidad tuvo mucho de delirante... ¿Verdad, Miraya?

-Sí, en ciertos momentos yo temía por Vuestra Alteza...

-¡Ah! No, no había miedo -declaró Felipe respirando fuerte y cogiéndose del brazo de Rosario, como si necesitase apoyo para soportar el peso de una emoción potente, abrumadora. La chilena le miraba, y a la clara luz de la luna y al reflejo de los faroles del coche, detenido súbitamente, notaba la transfiguración de su rostro, la exagerada fosforescencia de sus ojos, semejante al reflejo misterioso de las luciérnagas entre los matorrales... Jamás, ni en los instantes de efusión más apasionada, había visto así Rosario aquella cara fina y viril a la vez, dúctil como cera, en que tan visible huella marcaban las impresiones de todo género -cara nerviosa, inestable como el agua-. Por fin, después de tanto tiempo, Felipe aceptaba, con los brazos abiertos, con un impulso de todo su ser, la lucha y el triunfo; y su cabeza, orgullosamente erguida, pareció a Rosario más alta sobre los hombros. Él, entretanto, no cesaba de exclamar, estrechando el brazo de la chilena.

-¡Si vieses! ¡Si vieses! Nunca esperé...

-¿A ver, a ver?... ¿Qué pasó? -preguntaba ella ansiosamente, poseída de curiosidad febril, olvidada ya de sus propósitos, de cuanto no fuese aquella emoción avasalladora.

-¡Una cosa espléndida, increíble! -explicó Miraya, vibrando de gozo-. Aún me tiembla el cuerpo, señora, porque las grandes alegrías parecen epilepsias. El Casino, atestado de una concurrencia brillantísima; la sala de conciertos, que no cabía un alfiler... Y, sin embargo, a nuestra llegada, empieza a alzarse un rumor que va en crescendo, que zumba como el viento, como el mar, y las olas humanas nos rodean y se abren para dejar paso al Príncipe, y las cabezas se descubren, y las manos se tienden, y las señoras luchan por acercarse... La orquesta, ante aquel imponente ruido, calla; y cuando el Príncipe llega cerca del estrado, el director -Dorokali, un albanés- se inclina hasta el suelo, se vuelve, hace una seña, levanta la batuta..., ¡y rompen a tocar el himno dacio, de Ulrico el Rojo! Entonces la explosión es completa: la gente electrizada, estalla en aclamaciones; se precipitan, aclaman al Príncipe, ¡y hasta a mí me vitorean! ¡Hasta a mí!

-¿Eran de Dacia? -murmuró Rosario con afán.

-¡De Dacia y de todas partes! ¡Si es lo que me ha extrañado, si es mi gran asombro! ¡Un auditorio cosmopolita, contagiado de entusiasmo, gritando, apostrofando, agitando pañuelos! ¡Nuestra causa es ya europea, yo bien lo sabía! ¡Europea!

-¿Te han vitoreado, Felipe? ¿Te han vitoreado mucho?

-Miraya puede decirlo... -contestó él con voz enronquecida-. ¡Si estoy medio sordo aún...!

-¡Nada, señora, era un delirio, un frenesí!... ¡Y no había allí más que gente escogida, elegante, difícil de entusiasmar! ¡Pero se ha roto el hielo! ¡Se me olvidaba!: las señoras, engalanadas con ramitos de flor blanca y roja. Muchas se los quitaron y se los echaron al Príncipe alfombrando el suelo... ¡Flores y más flores! Mire usted cómo viene ese coche...

Rosario miró. Hasta aquel instante no lo había notado: la caja, en efecto, estaba atestada de flores finas; mazos de rosas, de lilas, de azaleas, de gardenias y narcisos; enormes ramos de orquídeas y de tulipanes, se hacinaban en el estrecho fondo, desbordándose por todos lados, inundando de esencia el aire.

Y Miraya cogía las flores, las removía, deshojándolas con sus gruesos dedazos, repitiendo la escena de Mónaco, tapizando el suelo a los pies de Felipe. Entonces Rosario, a su vez cogió uno de los ramos y lo arrojó al paso de su amante, en un transporte un posible de describir, y más aún de analizar. Hubiese querido arrojarse ella misma, arrodillarse y saludarle rey; y en aquel instante de embriaguez singular, de absoluto olvido de sí misma, de alegría en el martirio, nada podía prevalecer contra el intenso, el profundo placer de considerar ya a Felipe María distinto de los otros hombres, sagrado y ungido por esa especie de divinidad en lo humano: la realeza. ¡Sangre de rey! ¡Derechos reales! ¿Cómo podía haber prescindido un instante Rosario de que Felipe era un ser aparte, sometido a otras leyes y a otras exigencias que los demás? Lo que importaba al resto de los mortales era indiferente a Felipe y, en cambio, intereses misteriosos, sacrosantos, iban adheridos a su persona...

Miraya continuaba dando suelta a la emoción:

-Claro es que los lacios gritaban más... El conde de Nakusi estaba como loco, y al resonar, después del canto de Ulrico, el himno nacional albanés, trepó a una silla, para que desde allí se le viese agitar el sombrero... ¡Qué hermoso día; qué hermoso día! Costó un trabajo muy grande disuadir a los dacios arrebatados de júbilo y de amor, de que escoltasen a Felipe María con coches y a caballo, hasta la Ercolani... pero no se pudo evitar la manifestación en la terraza y en los jardines, ni que un grupo, capitaneado por Nakusi, rodease el carruaje en el momento en que Su Alteza subió a él...

-¡Hasta Nordis me aclamaba! -murmuró Felipe.

-¿Nordis estaba allí? -preguntó con extrañeza y dejos de inquietud Rosario.

-Allí estaba ese pez... Los de Aurelio se nos han pasado todos: ¡si ya no hay disidencias! -declaró Miraya que, sin embargo, pronunció esta frase con menos aplomo-. ¡Y el Príncipe ha estado admirable, señora, admirable de todo punto!, ¡inspirado! Al despedirse... cuando oyó gritar «¡Viva nuestro Príncipe!», respondió así: «¡Viva Dacia!». «¡Viva la independencia!». No sé si me creerá usted... ¡pero se me humedecieron los ojos!

Desde aquel momento, Felipe entró en su papel del todo, sin que se volviesen a mentar vacilaciones y escrúpulos. ¿No era, casi oficialmente, el príncipe heredero de Dacia? ¿No habían desaparecido los obstáculos? ¿No henchía el viento propicio las velas del deseo? ¿No cooperaban a la obra cuantos veía en torno suyo; la mujer amada, los entusiastas partidarios, hasta los criados, que ya se llamaban a sí propios servidumbre, y sentían -empezando por Adolfo, el ayuda de cámara, como buen parisiense, escéptico por fuera y lleno de ilusiones por dentro- ese singular transporte, fenómeno mal estudiado por la psicología, que se llama adhesión? Un incidente demostró estos sentimientos de los servidores.

Dos días después de la excursión a Mónaco, Esteban el cochero se presentó a Rosario, a tiempo que esta atravesaba el atrio para dirigirse a la sala de baños, y gorra en mano y con voz dolorida y quebrantada, explicó que sufría una desgracia muy grande: desde Dacia le reclamaba con urgencia su madre, por que su anciano padre había aparecido muerto al pie de un muro. «Sospecho que lo han asesinado -decía trémulo Esteban-, y mi madre tiene miedo de sufrir la misma suerte. ¡Pero marcharme ahora!...» -exclamaba, poniendo en esta frase todas sus ilusiones de patriota lacio, todo su fervor monárquico, todo el ciego interés que le inspiraba Felipe María.

-No importa, Esteban -pronunció la chilena afectuosamente, pues era muy dulce con los servidores, y en especial con aquel, en quien sentía la lealtad de un can valeroso y sumiso-. No importa. Se va usted al punto. En Mónaco, encontrará fácilmente Su Alteza cochero que haga estos días el servicio. La madre es primero que todo.

-Pero, señora -exclamó dolorido el cochero, que no quería convencerse aún-, ¡si no comprendo cómo ha podido ser eso! Mi padre no tenía enemigos. Un anciano inofensivo, un veterano de la «guerra antigua» de Iliria, a quien todos estimaban... ¡Asesinarle! Es imposible; habrá pasado cualquier cosa, ¡qué se yo! Una muerte natural, de seguro, y la pobre vieja, trastornada por la pena, habrá creído... Se engaña, de fijo... ¡y vale más que se engañe! Porque si hubiese habido alguien tan infame que se atreviese... -Y la cara morena y aguileña de Esteban adquirió, en la energía de su expresión de cólera y odio, la dureza de una faz metálica, fundida en bronce.

-Sea lo que sea, Esteban, usted se va enseguida -ordenó Rosario-. Ni un minuto más se detiene usted aquí. No hace usted falta; con Cipriano y los troncos de diario, tenemos servicio. Yo me encargo de excusarle con Su Alteza. Vaya tranquilo, consuele a su madre...

Esteban, balbuciendo frases de agradecimiento, dio todavía algunas vueltas a su gorra antes de resolverse a marcharse; y decidiéndose por último, declaró:

-No voy tranquilo, señora... por los troncos buenos. El flor de romero, sobre todo, que no lo pongan en manos de algún torpe... ¡Podría ocurrirle a Su Alteza un lance!... ¡Si hubiese en Mónaco cocheros que supiesen su obligación!... Son caballos jóvenes, muy inquietos y de mucho poder; no van a estarse así tanto tiempo sin trabajar... y el que los saque, necesita saber lo que lleva...

-No se apure usted -dijo Rosario, compadecida del fiel servidor-.Todo se arreglará, le doy mi palabra. Aproveche usted el tiempo y váyase cuanto antes, sin pensar en nada más. Ahora mismo le mandaré dinero para el viaje.

Apenas se había retirado Esteban, cuando una sombra se atravesó entre Rosario y la luz, y el grito que la chilena iba a exhalar se ahogó en su garganta al reconocer a Yalomitsa. Era, sí, el bohemio; pero en mi estado de tan lastimosa decadencia, tan lacio de melena, tan convertido su vivo color de cobre en el tono verdoso que presta la enfermedad a los rostros morenos -lastimera transformación de aquel Gregorio alegre e imprevisor como un niño o como un pájaro- que la chilena en vez de tenderle las dos manos con el amistoso ímpetu de la confianza, con la afable franqueza de la hospitalidad, se detuvo sobrecogida.

-¿No me conoces ya, Sari? -preguntó tristemente el bohemio-. ¿Has renegado tú también?

-¡Gregorio! -murmuró por fin ella, acercándose-. ¡Gracias a Dios! Yo le había dicho a Felipe que le escribiese a usted convidándole a venir...

-Nada me ha escrito, hija mía... Y era natural. Felipe no quería verme, no. Es decir, el que no quería verme... ya no es Felipe, mi Lipe, mi amigo, a quien de niño tuve a caballo en las rodillas. El que no quería verme es Su Alteza, el príncipe Felipe María de Leonato, heredero del trono de Dacia, y aclamado en Mónaco hace pocas horas... Vengo bien informado, como ves. Tengo noticias frescas...

-Lo que vendrá usted es muy cansado, muy deseoso de bañarse y reposar, y de tomar algo...

-¡De comer... razón tienes! -contestó melancólicamente Yalomitsa-. ¡No todos los días he comido en París esta temporada, hija del corazón! ¡El comer es un lujo como otro cualquiera... y yo... qué diablos!...

-Pero, ¿por qué no se ha venido usted, Gregorio, escapado, derecho aquí? ¿No somos sus amigos? Nos ha jugado usted una mala partida...

-¿Venir? ¿A estorbaros, a estropear los únicos días buenos que en la vida habéis tenido? Yalomitsa no hace eso... Si me ves aquí ahora, es que he sabido la presencia de Miraya, y puesto que aguantáis a ese, me aguantaréis a mí.

-Ha hecho usted muy mal en no venir antes... En fin, no le quiero reñir más...

-Mi trabajo me ha costado pagar el viaje... No creas que el dinero se encuentra debajo de las piedras, ni que la gente lo suelta de buena gana. Creen todos que las monedas, si las guardan, van a acompañarles hasta la sepultura; que se las van a llevar en el bolsillo al otro mando...

-¿Por qué no escribió usted? -insistió Rosario, cada vez más cariñosa, sintiendo los efectos de una tierna lástima ante aquella derrotada catadura-. Le hubiésemos enviado a vuelta de correo cuanto le hiciese falta.

-¡Pch! ¡Escribir yo! ¡Escribir por monises! No, hija... Ya sabes que detesto escribir. No hay invención más estúpida que la de la tinta. ¡Así se llevase Judas Iscariote a todos los que embadurnan papel, empezando por el lagartón de Miraya, que tiene la culpa de la mitad de tus desgracias, pobrecilla!

Rosario hizo un movimiento, sorprendida de aquel rasgo de sagacidad del bohemio.

-¡Es usted incorregible! -dijo sonriendo y bromeando-. Venga usted -añadió-, venga usted a descansar, a asearse, que después se le arreglará de ropa... El Príncipe se cuidará de eso.

-¿El Príncipe? ¿Hay algún príncipe aquí -preguntó el bohemio, enseñando sus dientes blancos y agudos-. Si hay príncipes, que me lo avisen... ¡porque pondré pies en polvorosa!...

-Para usted sólo hay aquí amigos, Gregor... Tenga usted juicio alguna vez y déjese guiar. Le cuidaremos, le trataremos divinamente, y volverá usted a estar tan bien y tan satisfecho como en París. No se oponga usted a que yo le mime.

-Por ti, hija mía... ¡por ti me pongo yo a cuatro patas... de alfombra de esos piececitos, que deben moldearse en oro, para que la posteridad sepa lo que es un pie de mujer hermosa, un verdadero pie de los países del sol! Pero por mí... ¿qué más da? No creas, al verme tan flaco y tan verde, que la causa de mi abatimiento es la miseria. No; es que me puse de mal humor, caí enfermo, y me hallé solito, olvidado de todos, próximo a reventar en un rincón como un perro... Tengo yo salud, y me reiré del mundo, y sobre todo del dinero, del maldecido dinero, por el cual se hacen tantas picardías y tantas indecencias, como si al morirnos no hubiésemos de dejarlo ahí todo, todo... Mira, el día en que tu Felipe se ponga majadero con la corona, ¿sabes?, a Gregorio Yalomitsa no le faltan recursos jamás... Agarro mí violín y me voy por los caminos y las aldeas, tocando mis himnos y mis sonatas, más contento que un arzobispo... Aquí me dan un pedazo de pan; allí un vaso de vino o una copilla de aguardiente; este me ofrece un cigarro, el otro me suelta un par de botas viejas, tan viejas como las que llevo ahora... ¡Y Gregorio vive, y Gregorio se ríe de la suerte y de las mojigangas y farsas de este mundo! ¡Esa vida fue la de mis primeros años... y sólo en ella se es libre y dichoso!

Al Hablar así, ya la expresiva y gesticuladora faz se había iluminado y transformado; corría por ella otra vez la sangre, los ojos de azulada córnea brillaban, y el pelo revuelto vibraba y se sacudía como el de los monigotes de médula de saúco sometidos a los efectos de la corriente.

-Pero, Gregor -objetó Rosario-, no me negará usted que ese traje andrajoso...

Hablando así le remiraba, y notaba lo mugriento de la corbata, la absoluta falta de botones del chaleco, lo destrozado del pantalón, y el lastimoso estado de las altas botas, pareciéndole que se reían al borde de la suela, y que las arrugas no eran arrugas ya, sino cortes transversales.

-¿Miras mi facha? -exclamó regocijadamente el bohemio-. ¡Mírala, hija, que tiene que ver! En las estaciones te aseguro que he pasado ratos deliciosos. Aquí, donde todo se vuelve elegancia, última moda y lujo -un lujo exagerado y ridículo, de cocottes-; aquí, donde las mujeres se pasean por el andén con dos cientos francos de plumas en los sombreros de paja y mil de encajes en el vestido de batista, me han mirado como se mira a un ser caído de otro planeta, y he oído carcajadas detrás de los abanicos... ¡Si te dijese que el cobrador quería echarme del tren, nada más que por mi pergeño! ¡Empeñado en que yo había robado el billete de primera! Porque vine en primera. ¿Qué te figurabas tú? Ya que tenía con qué... Y al bajarme, en Mónaco, me quedaban ocho francos; pero los di de limosna a la mujer de un pescador... Así es que tuve que venir a pie. ¡Hace calor, hija!

-Gregor, es tiempo perdido decirle a usted nada... ¡Si ha de ser usted lo mismo siempre...!

-Lo mismo... Yo no nací para veleta... -añadió el bohemio, recargando el yo-. Y tú, paloma, ¿qué tal? ¿cómo lo pasas?

-Bien, Gregorio... muy bien...

-Pues te encuentro desmejoradilla, ¡vive Dios! ¿Y Lipe; puede saberse qué hace Lipe? Tengo más ganas de verle que de beber un grog cargado de ron...

-Beberá usted el grog antes... En este momento, Felipe despacha con Miraya, y ha mandado que no le interrumpan...

Yalomitsa se echó atrás. Sus ojos lucieron con salvaje inquietud y, con indescriptible fiereza irónica.

-¿Y va conmigo esa orden? Conmigo, con Gregorio Yalomitsa, que le ha tenido en brazos, que he sido el amigo y el confidente de su madre? ¡Centellas! ¡Sari, le calumnias! Ahora mismo he de abrazar a Felipe, y ahora mismo me vas a llevar a donde esté... ¡Después de los sacrificios que hago por venir! ¡Pues no faltaba otra cosa! ¡Centellas!

Y arrastrando a Rosario, antes que dejándose conducir por ella, Yalomitsa penetró en el despacho como una bomba.

Contribuyó la presencia del bohemio en la Ercolani a despejar y normalizar la situación de Felipe y Rosario. Desde la llegada de Miraya se había establecido cierto alejamiento: lo que no fuese encontrarse completamente solos, era estar aislados: la interposición de un hombre equivalía a la de una multitud. Y lo que más les apartaba moralmente, no era la persona de Miraya, sino la idea representada, encarnada por el agente de Stereadi. En Miraya tenían que ver el símbolo de su eterna separación -tan próxima, y que sin embargo parecía una pesadilla.

Viviendo Yalomitsa bajo el techo de Felipe, constaba que a las horas dedicadas a la política, Rosario quedaba acompañada y atendida por alguien adicto y cariñoso, que gozaba fueros de pariente, y que por su humorismo inagotable, era como bufón voluntario, altanero y genial, a quien ninguna ley sujeta, a quien no mueve el interés, y que sólo por amistad se presta a espantar ajenas melancolías. Yalomitsa, excluido de los consejos y de liberaciones, «acompañaba» a Rosario, y cada día el cargo daba más que hacer, puesto que cada día estaba Rosario más sola, y mayor número de horas. Ya no era caso desusado el que Felipe y Miraya se pasasen el día en Mónaco o en Rocabruna, almorzando allí, invitados por Nakusi, conferenciando después con los personajes dados de ambos partidos felipistas. La situación política era muy distinta que al principio. Como la actitud del duque Aurelio había suprimido el obstáculo más temible que la candidatura de Felipe podía encontrar, los dos partidos, casi desligados de su pacto, empezaban a practicar activos manejos para comprometer a Felipe en el sentido de sus miras e interés: la coalición, nunca muy estable, se había roto. Es el destino de las coaliciones todas: formadas por la necesidad de aplastar a un enemigo común, se desbaratan el día en que esta necesidad desaparece. Habiendo renunciado el duque Aurelio a sus pretensiones, más enfermo y decaído el Rey a cada instante, ya Felipe no hallaba oposición; y a no ser por la sorda pero iracunda resistencia de la Reina, celosa hasta más allá de la tumba, no faltaba quien creyese que era posible llamar a Felipe María en vida de su padre, para que este sancionase libre y públicamente la transmisión de la corona. ¡Sí: a no ser por aquel rencor de una mujer constante en guardarlo y acariciarlo como se acaricia la hoja lisa de un puñal -rencor que no aplacaban el transcurso del tiempo ni la proximidad de la muerte-, Felipe podría ya entrar en triunfo, aclamado príncipe heredero, en lo que había de ser su reino! Pero mientras tanto y, aun cuando hubiese que aguardar la procesión de los sucesos -esa procesión que lo trae todo, las horas de triunfo y las de derrota, las de embriaguez y las de desaliento, las supremas y las últimas-, los partidos, mirándose ya con desconfianza, temerosos del porvenir, se empeñaban en asegurar la presa de antemano. Los liberales y Stereadi llevaban la mejor parte, porque tenían cerca de Felipe a su representante Miraya; pero los del partido antiguo, y el duque de Moldau a su cabeza, no dejaban de confiar en Nakusi, que si bien distaba mucho de poseer la inteligencia y el pico de oro del periodista, tenía sobre él la superioridad de la educación y del nacimiento y en su carácter un sesgo caballeresco, entusiasta y varonil, por el cual se había captado la simpatía del joven príncipe.

Cabildeos y gestiones, intrigas y esperanzas sazonadas, se traducían en movimiento, en una ausencia casi continua de la Ercolani, que ya era para Felipe María una especie de apeadero, donde descansaba antes de asistir a nuevos conciliábulos y de dejarse ver, solicitar y halagar por sus partidarios, nunca saciados de su presencia en los primeros instantes, luna de miel del entusiasmo y la adhesión. Hoy era un viejo general cubierto de heridas, compañero del duque de Moldau, que solicitaba el alto honor de sentar a su mesa al Príncipe; mañana una hermosa patricia, ornamento de la corte de Vlasta -una futura dama de honor de la futura reina de Dacia- que organizaba en los jardines de su villa un concierto o baile, pretexto para que desfilase ante el Príncipe lo más lucido de la colonia. Y Felipe andaba de Ceca en Meca, en continua exhibición, oyendo el rumor halagüeño que se alzaba a su paso, y recogiendo, mezcladas con sinceras y vehementes pruebas de amor, las prematuras y enervantes auras de la adulación y la interesada bajeza. Eran anticipadas emociones del reinar las que saboreaba Felipe, y se le subían al cerebro como los vahos de un licor emponzoñado, como bocanada de opio que embarga la razón y la voluntad.

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