Ada

Ada


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-   ¿Qué son esas groserías, muchacha?- reclamó Doña Verónica

vestida con su bata de cama- ¿No  sabes distinguir entre un pato de agua y esas aves de mala suerte?. ¡Esas confusiones solo atraen malas energías! ¡Con Dios siempre presente nada turbio nos perturba, así que a dormir todo el mundo!

Yoneida Veracruz se mordió la lengua impidiéndose protestar. Solo ella podía comprender lo que aquel sonido representaba, eran los viejos mitos y leyendas de las montañas. De los campos. Azorada se encerró en su habitación dejando a la pobre Inés convertida en un manojo de nervios. No dejaba de orar pidiéndole a Dios su bendita protección para ella y su hijo. Rogaba porque la debilidad de ambos no fuera blanco fácil para la parca. Necesitaba a su hijo para vivir y su hijito la necesitaba a ella para crecer. Yoneida encerrada entre las cuatro paredes se sentó al pie del pequeño santuario que decía proteger sus pasos. Nerviosa encendía un par de velas que terminaron iluminando el espacio. Su sombra se plasmó distorsionada en una de las fachadas. De uno de los santos tomó una estampita a la que se aferró hasta que las velas se derritieron en el piso de cemento. Doña Verónica era de las que aseguraba temerle más, a los vivos que a los muertos. Era fiel creyente de Dios, así que no albergaba temor alguno. Confiaba plenamente en las bendiciones de Dios. El padre, el hijo y el Espíritu Santo, así que ante sus tres potencias divinas no existía mito o leyenda pueblerina capaz de despertar sus miedos.

La esposa del capataz durmió a un costado de Lorena. Su delgada figura le permitía darse el mejor acomodo posible en la cama compartida, cosa que Doña Verónica no habría podido hacer.

Retomada la serenidad, cada quien reposó entre sus sábanas, inmersos en un pesado sueño. Breve pero profundo hasta las once de la noche, hora en que Lorena Blasco Veragua empezó a levantarse de la cama. Dormía desde pasadas las doce del medio día, pero parecía no recordarlo. Se levantó ante una imperiosa necesidad fisiológica. De seguro el diurético inyectado por el galeno estaba haciendo efecto. Era el momento de expulsar componentes ajenos.

Al principio estaba confundida. Mareada. Tuvo que aceptar la ayuda de la mujer que aún no reconocía entre su desvarío. Un escozor extraño le hiso estremecerse y cerrar las piernas mientras cumplía con su necesidad sobre el pulcro tazón de porcelanato. Se sintió húmeda y adolorida. Una voz retumbaba en los tímpanos como si buscará amplificar el sonido. Minutos después el timbre agudo de la voz de la esposa del capataz le dio indicios en su soñolienta memoria. A penas pudo preguntar qué le había pasado cuando una montaña de recuerdo se balanceó sobre ella. Recordó su comportamiento lascivo con José Artiaga. Aprisa cayó sobre su memoria el rostro furibundo y decepcionado de Bruno Linker. Su arma en la mano. Él, arrastrándola hasta el despacho. Quiso llorar. La cabeza comenzó a dolerle así que sus dedos presionaron su sien. Las masajeaba como si deseará remover así los recuerdos. Buscaba un qué más había pasado. No era necesario preguntar. Los recuerdos se venían sobre ella como una montaña de escombros. Un remolino. Un huracán. Despiadado. Lanzando por doquier los trozos de recuerdo. Saboreó con amargura los labios de Bruno. Los recordó tan cerca. Amenazándola. Recriminándole algo que aún no comprendía bien. Exaltada se puso de pie. Nerviosa caminó de un lado a otro ignorando las peticiones de calma de la mujer que apenas reconocía. Se abrazó a sí misma. No podía creerlo. Los recuerdos iban y venían. Bruno Linker recostándola contra el madero del escritorio. Halló la razón por la que estaba adolorida en su bajo vientre. Aquel escozor extraño. El sexo no podía ser más deprimente. Se sintió vejada. Humillada… Su alma salió de ella dejando un cuerpo frío y pálido.

-   ¡Señorita, señorita, despierte. No me haga esto, por favor!-

Corrió hasta el baño en busca de alcohol, confiada en que debía haber algún frasco. Hallándolo, regresó hasta donde se había desvanecido Lorena. Mojando las manos le dio a oler repetidas veces hasta que la hizo volver en sí. Sus gritos habían alertado a su esposo, el capataz que decidió pasar la noche en los muebles de la terraza continua por si su esposa lo necesitaba. Inés, doña Verónica y Yoneida llegaron aprisa. “Santos Benditos, que esta mujercita no se muera, por lo menos no está noche”- Suplicó desesperada Yoneida Veracruz dándose cuenta que no era tan cruel y villana como creía serlo o… quizás no deseaba verse incriminada de una forma tan evidente.

-   Necesitamos al doctor Fermín, vaya Tomás a buscarlo.

-   ¿Cómo cree doña Verónica que las voy a dejar acá solas con

esta muchacha así como está?- Se dirigió a Yoneida – Vaya usted Yoneida a la cocina y tráigase un vasito de agua con azúcar. La reanimamos y nos vamos al dispensario.

Obediente salió en carreras convencida de que con esa bebida la traería de regreso al mundo de los terrenales.

El fuerte aroma del alcohol isopropílico corroía el interior de sus fosas nasales creando en ella una repulsión compulsiva que obligó a sacudirse la mano que impregnaba el alcohol tan cerca de su nariz. Arrugó el rostro confundida. Parpadeó nerviosa. El calor fugaz de una hilera de lágrimas erosionó su carrillera ante la mirada estupefacta de quienes la rodeaban. Sentada en la cama se dobló boca abajo, de repente se inclinó hundiéndose en el acolchado almohadón. – ¡Déjenme sola!, ¡déjenme sola!  - pedía una y otra vez ahogada en un llanto que creaba en ellas un balbuceó ininteligible.

No podía sacar de sus recuerdos el rostro compacto de Bruno Linker sobre ella. Las pupilas oscuras dilatadas como si del iris de un felino en medio de la noche se tratarán. El chirrido de su dentadura al embestirla tratándola como lo había prometido: como una cualquiera. Su corazón parecía detenerse. Recordó el calor que una de sus manos le propinaba a la piel de una de las piernas enloquecidas de lujuria. Estaba confundida. Se cruzó de brazos deseando protegerse…Entendió lo que había pasado y debía tomar una decisión inmediata. Se sentó retomando la postura, se limpió con el dorso de las manos dirigiéndose a quienes aún la contemplaban inmutables. ¡Debía huir! Huir lo más pronto posible de tan despiadado ser. Lanzó al olvido lo que por él pudo haber sentido, lo que pudo haber hecho por estar a su lado.

-   Necesito regresar a mi casa, por favor.

-   Primero debes calmarte amor- sugirió Doña Verónica con

gesto consolador, le acarició la cabellera cuando en ese instante apareció Yoneida con el vaso de agua con azúcar, pero Lorena lo rechazó de mala gana ignorando que su estado era producto de la envidia inmensurable de la mujer del servicio- Toma esto, te calmará un poco los nervios.

-   Por favor Doña Verónica, necesito regresar hoy mismo.

-   Así será señorita- Afirmó con profundo pesar el capataz,

omitiendo comentarle acerca de las órdenes que su patrón le había dado. Consideró inoportuno mencionar  que el mismo Bruno Linker había dispuesto su viaje. Sería demasiado para un corazón tan frágil.

Los brazos de Doña Verónica la abrigaron como si se tratase de

una niña abandonada, carente toda una vida, de amor y cariño. Los besos en su cabellera llevaban impresos el sabor amargo de la despedida, el olor a incienso que emanaban las procesiones de santos vestidos ante los feligreses que entonaban oraciones con cruces cargadas de sueños que quizás, nunca serían realizados…

Reposó en los brazos regordetes de doña Verónica hasta que el reloj marcó la tres y media de la mañana. Debía darse un baño. Lo necesitaba. Tenía que dejar en el desagüe de la propiedad Linker el sabor a ácido acético y las sensaciones viperinas dejadas en su cuerpo por el único hombre a quien le hubiese permitido tanta intromisión. Renegó de sí misma mil veces. Debió ser mucho más analítica, más sensata. Realista. Nunca debió permitirse tal debilidad. ¡Si jamás la hubiese tocado! ¡Si jamás hubiera sentido como se descomponía cada una de las partes de su cuerpo! … Si nunca hubiera subido a su camioneta. Si nunca hubiera perdido el autobús. Quiso poder retroceder el tiempo, cambiar el pasado para que el presente no le dañase de tal forma. Con gestos despectivos se deshizo de la bella vestimenta que en mal momento llevaba puesta, recurriendo a la suya aún en contra de la amable insistencia de Doña Verónica. No le importaba si la tela jeans lucía roída o desgastada, era la suya y punto. Su orgullo no le permitiría llevar puesto nada que Bruno Linker hubiese comprado para ella.

-   Señorita, es hora de salir- Le indicó Tomás en baja voz al

momento en que vio como masticaba con desgano el último bocado servido por Doña Verónica.

Las despedidas nunca dejan de ser amargas- murmuró la Doña  aferrándose a su espalda sin evitar un par de lágrimas. Se disculpó por ausentarse durante tanto tiempo justificándose con argumentos de valor incalculable. Las razones, Lorena, suponía conocerlas de sobra. No quiso desconfiar. ¿Para qué ponerlas en tela de juicio?¿De qué serviría reclamar tantas ausencias? ¿Qué ganaría con decirle lo que pensó de ella y Bruno? A fin de cuentas, ella solo era un huésped. Prefirió creer que Inés y su bebé conformaban el mejor argumento llevando consigo una bella imagen de quien le abrazaba. Ella le manifestó su deseo de visitarla en Caracas. Lorena solo pudo sonreírle de buena gana. La verdad no deseaba dejar la mínima pista para que dieran con su paradero. De repente chasqueó los dientes de mala gana admitiendo lo inconcebible que pudiese resultar que Bruno Linker algún día quisiera buscarla. Después de tantos recuerdos amorfos, destrozados y arrojados al vacío no aspiraba a saborear nunca más aquellos primeros besos.

-   La señora Lucia anotó su dirección, tranquila Doña Verónica

que yo se la consigo- comentó con pesar la mujer del capataz. Lorena sonrió con tristeza albergando la posibilidad de que la dueña de la boutique extraviase la nota de su dirección o que ni siquiera recordase los nombres de las avenidas o de las calles en donde dijo colindaba su tintorería. Deseaba dejar una página en blanco y muchos puntos suspensivos tras ella.

“El amor es una batalla repleta de tormentas. ¡Sí, señor! Cuanto más se cree haber ganado, más se está perdiendo. Truenos y Relámpagos anunciando la hecatombe de quien yace convaleciente por las dagas silenciosas del amor.  ¡Sí señor,  muy cierto decir que quien ama, tarde o temprano muere a traición”- Dijo con un tono solemne señalando una figura virtual en el techo, como si conversarán acerca de la incongruente filosofía de la vida. La botella de Whisky estaba a medio contenido sobre la mesa de noche y un vaso de vidrio boca abajo sobre las sábanas  - pero he olvidado mencionar cuántas mentiras se ocultan tras él y cuán vacío queda el cuerpo al revelarse… ¡Maldito, sea el amor!, nunca se debe sentir. ¿De qué sirve ir al cielo si al parpadear vas a caer en un colchón de espinas?-  Se convenció de que el amor era el estado irrisorio de los fracasados. En ese instante, se sintió así. “Fracasado”. Hasta el aire le resultó con demasiada plusvalía. Jamás en toda su existencia imaginó verse en el estado deprimente en el que se hallaba inmerso. Añoró su Ámsterdam, Róterdam y  Utrecht. Las noches de fiesta. Los viajes de placer. Sus citas a ciegas. Dijo algo en su idioma que terminó en un balbuceó mientras impotente se removía sobre la cama. No llevaba camisa puesta. Ni siquiera previno no arrojarla al piso, la lanzó restándole toda la importancia debida, el broche del pantalón estaba abierto haciendo visible su voluminosa masculinidad. Sacó el celular I phone del estuche que colgaba de la correa. Se miró en la pantalla táctil para luego dejarlo a un costado suyo. Hizo lo mismo con el arma que solía cargar consigo.  Deseó estar en su país para así marcar el número de sus exquisitas compañeras de noche con una excitante propuesta de sexo, ¡mucho sexo!, lujuria, pasión y no entregas, simples… Restringidas por la moral. La imagen virginal de Lorena en su primer encuentro bajo las sábanas le arrancó una feroz lágrima al instante en que empuñaba una mano para golpearse el pecho desnudo. En otras épocas sería irreconocible, no podía entender como una simple jovencita era capaz de destruirlo en un instante.

El licor lo arrastró a un mundo paralelo. Ebrio, como nunca antes lo estuvo. Sin palabras cayó en un estupor profundo hasta el día siguiente.

Mientras Bruno Linker culpaba en sueños a Lorena Blasco de su desdicha, el doctor Fermín reorganizaba las delicadas pruebas que lo incriminaran y Tomás su capataz se abría camino hasta la ciudad de Mérida desde donde podría trasladarse a Caracas. Tal como lo había supuesto, respecto a la receptividad de los onerosos regalos, Lorena Blasco fue radical al rechazarlos, aún con la limitada capacidad de análisis que su quebrantada salud le permitía.

El mundo giraba a tres mil revoluciones por minuto. Lorena creyó haber caído en el aspa de una lavadora y ser presa fácil de la fuerza centrifuga que amenazaba con sacarla del tambor giratorio mientras que su yo interno se aferraba a la fuerza centrípeta para permanecer en el mismo ojo del huracán. Estaba mareada. No lo podía disimular pero siempre pudo mantenerse firme al rechazar la propuesta del señor Tomás de desviarse hasta el ambulatorio. No lo haría. No más retardos. No más obstáculos, ni desvíos. Era el momento de cruzar el puente, retomar su vida y rehacerla. ¡Fortaleza Lorena! Se decía así misma sin poder extraer de la mente la furtiva entrega no solo de su cuerpo sino del alma entera. Su Yo interno no dejaba de halarse la cabellera y darse cabezazos en medio de una pataleta infantil.  Preguntándose “¿Por qué tuvo que ser de esta forma?, de tantas veces que soñó llegar a enamorarse jamás imaginó un desenlace como el suyo. Recriminó el sentido del romance y desprecio mil veces el montón de novelas que ingenua leía y releía creyéndose al pie de la letra las vivencias contadas.” ¡De ilusiones se visten las gafas! ¡Despierta Lorena Blasco Veragua! … debes empezar de cero.

Reconstruirte a ti misma…”Pensó en lo difícil que sería recoger las ruinas en que se había convertido en tan breve tiempo. Su cuerpo parecía levitar en el reducido espacio de la cabina de la camioneta. Su corazón, por instantes parecía diezmar los latidos y de repente brincaba acelerado impregnando su epidermis de una suave sensación estival. En su garganta los sonidos guturales amenazaban con ahogarla, entorpeciendo la vocalización de las cuerdas en su tráquea. Se preguntó así misma si así sería la muerte, porque no cabía duda de sentirse moribunda…Rememorar tantas caricias y tantos besos.  Sus brazos cuidando de ella. Su silencio sepulcral mientras le escudriñaba el alma a través del iris de sus ojos. La cabalgata. La cosecha y la aparatosa caída, cuesta abajo. Sus cuidados. Las ardientes caricias propagadas por todo su cuerpo. Las sensaciones nunca vividas y tan ansiadas. Su intimidad y la suya entre un par de palmas. ¡Estúpido Bruno Linker, nunca debiste atravesarte en mi camino! - Debió emitir algún quejido mientras hundía los puños en el cojín del asiento trasero de la doble cabina, porque Tomás volteó en una mirada fugaz. Aún así no pronunció palabra alguna. En el fondo lo agradeció. Reacomodándose en el amplio cojín suspiró como si estuviera liberando carga, se sintió liviana. ¡Basta!, era el momento, debía empezar de nuevo. Retomaría su anhelado ritmo de vida. Universidad. Tintorería. Mueblería. Universidad. Tintorería. Mueblería. ¡Broma! ¡Cuánto trabajo pendiente! De seguro el técnico no habría resuelto el problema de los equipos, la conocía desde que sus padres se hacían cargo de ello y estaba claro en lo exigente y problemática que podría ser si no se le satisfacía. Idéntica a su padre. Era muy probable que pospusiera la revisión hasta su regreso.  El capataz apenas la miraba de reojo, con su silencio parecía comprender más de lo que ella misma comprendía. No insistió en hacerla regresar, ni siquiera en detenerse en algún ambulatorio al estar al tanto de su  cefalea, se conformó ofreciéndole un par de tabletas de analgésicos y respetó su deseo de querer dormir hasta arribar a la terminal, aunque escuchó sus sollozos por breves lapsos, no se inmutó. Creyó hacerle más daño al preguntar o decir “j” siquiera. Se concentró en el camino. En los cambios de velocidad.

 Desde que la luz del día empezó a guiarlos el capataz no dejaba de tocar, mover y cambiar de posición su teléfono móvil deseando con gran fervor recibir una llamada de su patrón que le exigiera cambiar la ruta de tal forma que aquel idilio tuviera un final feliz. “Este aparato no puede ser más inoportuno”- Se dijo así mismo al revisarlo por vigésima vez- “¿cómo se te ocurre descargarte este día, si te tuve conectado toda la noche? En una ocasión lo golpeó un par de veces contra el tablero de los relojes de velocidad, chasqueando los labios con desesperanza.  Supuso lo mal que pudiese estar su patrón sin imaginar siquiera lo que en su contra se estaba suscitando.

A las ocho y media de la mañana el doctor Fermín se apostaba frente al madero de la puerta principal de las tierras del nuevo propietario: Linker. El ladrido de los perros anunció la llegada de un extraño que ignoró el revuelo que su presencia creó a su alrededor. Los nudillos de los arrugados dedos del galeno posaron firmes en el madero liberando un toc-toc grave que hacía eco en el hasta su llegada, silencioso rancho.

Doña Verónica atendió al llamado con su usual elegancia al vestir. Un saludo cortés de parte en parte no dejó de crear sorpresa en las facciones acechadas por el tiempo de la dama. Excusándose por la visita a tempranas horas de la mañana preguntó de inmediato por la señorita Blasco. “Vengo a ver a la señorita Lorena. Me gustaría llevarla a mi consultorio para hacerle una revisión más exhaustiva”

-   A mí también me habría gustado doctor Fermín. No vi muy

bien su estado de salud, pero decidió viajar de regreso a Caracas esta madrugada.

Congestionado y con el pulso nervioso intentó controlar la incomodidad producida por aquella noticia. “Bruno Linker resultó ser más sagaz de lo que imaginaba”- pensó molestó consigo mismo al no haberla trasladado al momento de los hechos al ambulatorio. No había otra forma de corroborar el daño físico y moral aunque tuviera pruebas de la presencia de fármacos en la sangre de Lorena, no existía víctima, por ende no había delito.

¿A quién Iba a acusar sin víctima? ¿Cómo podía enlazar los casos anteriores con la llegada del nuevo propietario de las tierras de Sebastián?  “Es un miserable. No merece ser hombre” – Balbuceó encolerizado al estar de regreso en su Renault amarillo. Pasó la llave de encendido tras azotar la portezuela. La ira contenida y la desconfianza vertida en la mirada le impidió dar mayores explicaciones a la consternada mujer quien lo veía marcharse entre una humarada gris dejada en la marcha por el escape del carro. “Dígale al señor Linker que me urge conversar con él”- No podía dar más explicación. Se descompuso emocionalmente. Distante de la entrada se detuvo. Golpeó el desgastado volante un trío de veces al unísono de las vociferaciones de sus reproches personales. No lo dudaba más. No podía. ¡Era él! Había sido él quien cometiese tales faltas a la dignidad de una mujer.

¿Cómo no lo supusieron antes? Con su llegada los vicios perniciosos hacían gala entre las calles pueblerinas sembrando temores en padres e hijas… “Si me lo encuentro en el camino no lo pensaré dos veces para ponerlo en su sitio”- Se prometió así mismo, despreciando el raciocinio y pasibilidad de la que siempre se enorgulleció- “¡estas vainas en la tierra de uno son las que le sacan la piedra a cualquiera!”

Molestó más consigo mismo que con Linker retomó su compostura, serenándose para poder conducir hasta las calderas y sus alrededores en donde solía hacer su visita rutinaria a los improvisados dispensarios. No pudo sacar de la mente a la bella Lorena Blasco. Aparentemente absorto en su trabajo cavilaba nostálgico sobre el desenlace de su estado post traumático. Si el daño se hubiese perpetrado, llamándole daño- se decía así mismo-  al contacto sexual inducido por la ingesta de narcóticos, la señorita Lorena debería estar sufriendo con una avalancha de recuerdos capaces de hacer escoriaciones muy dolorosas en el alma de una dama. Su psiquis podría convertirse en su peor enemigo. Sin posibilidad de atrincherarse o escapar con bandera blanca. ¿Cómo se puede escapar de uno mismo? ¿Cómo aliarte con una máquina de recuerdos lanza piedras que busca lapidarte sin piedad. Sin escrúpulos? Estaba convencido de la necesidad de traer de regreso a las señorita Blasco. El problema era ¿Cómo?

Las horas matinales solían esfumarse. Era como si los minutos contados antes del meridiano se disiparan entre las agujas de los relojes a mayor velocidad que las vespertinas. “Abrías los ojos al unísono con el canto de los gallos, parpadeabas y de repente ya era mediodía”. Curioso. Pero era algo a lo que parecía haberse acostumbrado.

En la Mucoposada Valle Encantado, todo lucía como su nombre: “Un encanto”. Las mañanas eran las más bellas de las montañas, el aire frío se impregnaba del peculiar aroma de las hortensias y las rosas junto con el adictivo aroma a café molido. La dueña de la posada empezó a inquietarse al ver trascurrir las horas de la mañana si saber de la presencia del huésped de la cabaña privada, junto al recodo. No había registrado el ingreso de persona alguna consigo. ¿Un caballero como él, solo, entre las cuatro paredes de una posada? ¿No es acaso él, dueño de las vastas tierras de Don Sebastián?, si es así, ¿qué necesidad tiene de pernoctar fuera de su quinta y en ese carcacho? ¿Será que le paso algo?- comenzó a inquietarse. Se llevaba las manos a la boca mordisqueando una que otra uña, sin saber si era pertinente tocarle la puerta o entrar en ella si él no respondía. Su hijo la encontró yendo de  un lado a otro. Lucía nerviosa.

-   Buenos días viejita, ¿qué me le pasa que la veo más pálida que

un papel?

-   Mi hijo, es que tengo una corazonada. Algo que zumba acá en

el pecho con el muchacho éste que se hospedo anoche. El Europeo ese que compró las tierras de Don Sebastián.

Traía un par de machetes y algunas herramientas para podar las rosas del traspatio que por peso se dejaron caer sobre la amplia mesa de roble que ocupaba el centro de la cocina rupestre. Un terrón de tierra húmeda resbaló ensuciando el mantel ante las miradas indiferentes de ambos.

-   ¿Y qué cree usted, vieja?  No me diga que cree que el patrón se

va a venir a morir en nuestro paraíso, viniéndose de tanto sitio lujoso- Comentó sarcástico.

-   No bromee Atanasio, qué esas cosas no son juego. Además

para morirse cualquier lugar es bueno. Es que anoche yo lo noté tan pálido, tan triste. Era como si cargará mil cruces encima.

-   Seguro anda con mal de amores. No se preocupe mamá, que

esos males son comunes en los Don Juanes como el señor Linker. Si quiere sírvale una sopita de esas que usted prepara, las que son para el alma y yo se la llevo. Así se queda usted tranquila. ¿Le parece mi vieja?

Convencida en parte se dispuso a calentar la olla en donde hace más de cuatro horas había preparado el popular hervido. Lo hacía de la forma en que sus abuelas y bisabuelas lo venían haciendo: en leña. Ese delicioso olor a ahumado marcaba la diferencia en cada plato. Sus manos dibujaban un recetario de cocinas andinas ancestrales envidiada por cualquier chef de cocina internacional.

Tal como lo había prometido Atanasio se metió entre los lavaderos del  traspatio para lavarse manos y caras. El cuidado del jardín siempre hacía de las suyas en él, era como si estuviera terreno adentro sembrando hortalizas. Del perchero que adornaba un pasillo terracota descolgó una camisa que terminó reemplazando la suya. Se peinó con las manos frente a un espejo del pasillo para tomar el manojo de llaves que guindaba de una repisa cercana. No le tomó mucho tiempo detenerse frente al madero de la puerta en donde se hospedaba el silencioso huésped. Elevó la mano derecha, tocando el madero con los nudillos. Un silencio sepulcral carcomía el golpeteó. Tras un segundo y tercer  intento fallido pegó el pabellón de la oreja a la puerta mientras llamaba por el nombre registrado. Buscaba captar algún sonido, pero todo llamado fue en vano. Detestó el silencio espectral que se creaba tras cada llamado. Una cháchara se escapó de un trío de guacharacas domesticadas que su mamá solía dejar de pasillo en pasillo como atractivo de la posada-  ¡estás loras borrachas!- Rezongó asustado mientras buscaba la llave que acoplará a la hendidura de la cerradura. Al hallarla se percató de la presencia de su madre tras suyo, frotándose las manos arrugadas en el delantal. El chirrido de las bisagras oxidadas anunció el despliegue de la entrada. Las cortinas de la ventana no habían sido corridas impidiendo la entrada de la luz  matinal con toda intensidad. La claridad se esparcía como migajas entre las sábanas arrugadas de una cama en donde yacía sentado un joven vestido con sus botas loblan recubiertas de jeans azul marino. Parecía estar cavilando, con la cabeza baja mientras apoyaba los codos entre sus piernas. Al saberse sorprendido levantó la vista. La señora se puso colorada de la vergüenza y no dejo de excusarse manifestándole el grado de preocupación que su silencio les causaba. Al notar que de ese rostro inescrutable no escapaba razón alguna, inquirieron sobre su estado de salud. No lucía bien. Giraron la vista evaluando la habitación. Sorprendidos observaron una botella de un litro de vino rojo vacía. No parecía ebrio. No como debería estar alguien que ha ingerido tanto alcohol en una sola noche. Solo era de notarse un tenue color sonrosado en mejillas, nariz y orejas que se asemejaba al tono de cascaron de un cangrejo de mar.

La anciana sintió un profundo pesar por aquel joven, así que insistió tomándolo del brazo. Halagó el caldo de gallina que le serviría con deseos de incitar su apetito. “También tengo un juguito de papelón y la tacita de café, que de seguro le va a encantar” – Insistió con el ofrecimiento de la casa. Bruno Linker se dejó llevar con una mansedumbre que ni él mismo lograba comprender. Atanasio se sentó frente a él, en otra de las sillas de cuero y madera. Lo miraba indiferente al servirse una taza de café humeante que acompañó con un trozo de un esponjoso  pastel casero.

-   Señor Linker, ¿quiere que platiquemos de hombre a hombre?, a

veces es bueno desahogarnos con alguien.

La mujer continuó sirviendo el caldo prometido en una cacerola de barro cocido. “Señor Linker, disculpe que nos metamos tanto, pero es que usted se ve mal. Cuente con nosotros y no se preocupe que somos de pico cerrado. Como una tumba.”

-   Esta muy rica la sopa, señora- dijo al dar el primer sorbo a la

cuchara- Por la cuenta no se preocupe, yo le… - Iba a decir algo acerca del pago por el exceso de tiempo en el hospedaje pero la señora indignada acalló su comentario. Debía dejar muy claro que en ningún momento el costo económico de sus habitaciones era más relevante que la tranquilidad de sus huéspedes. Era norma de la casa. O se iban complacidos. O reintegraban su hospedaje. “No señor, ¿qué es eso?” Algo si le digo señor: usted no merece esos desvanes. Que no decaiga el ánimo de un muchacho tan buen mozo como usted. ¡ah! Y otra cosa, usted ahora es que le queda tiempo de hospedaje con lo que pago anoche. ¿O es que no se acuerda?

La conversación fue amena y en cierta forma revitalizante. Aceptó las tazas de café para contrarrestar los efectos del alcohol, aunque insistió en ser innecesarios. Repuesto por el reparador sueño y saciado su apetito decidió que era momento de regresar a la propiedad a retomar las riendas tal como debe ser. Sin obstáculos. Sin tentaciones. Sin Lorena Blasco Veragua. De seguro Tomás habría cumplido con su orden. Era lo mejor. Después de lo ocurrido anoche no deseaba toparse con los labios venenosos de la única mujer capaz de robarle el sueño. El orgullo de un hombre no merece heridas. No se recupera. Lorena definitivamente había muerto.

Luego de llenar el radiador del amasijo rodante en el que viajaba, medir el aceite del motor con la respectiva varilla, constatar que contaba con suficiente combustible y calentar como es debido el ruidoso motor. Se despidió tocando la bocina y se marchó en retroceso en busca del recodo del camino que lo condujera hasta la larga intersección en Y de las dos vías. Al llegar a ella, luego de esquivar baches y ramales que caían en la senda se detuvo ante el estruendoso llamado de la bocina de un Renault amarillo cuatro puertas. Alguien sacaba la mano por la ventanilla aleteándola con indicaciones burdas de hacerse a un lado. No supo quien era hasta verlo bajar. Entonces él hizo lo propio. No podía ser descortés con el médico del pueblo.

Ambos se acercaron uno al otro, pero el doctor Fermín venía remangándose los puños de la camisa desde el mismo momento en que descendió del auto. Era un hombre mayor que de seguro no resistiría el puño fuerte de un joven robusto como Linker, pero aún así sin detenerse a pensarlo un segundo, se balanceó sobre el rostro consternado de Linker, desviando su barbilla hacia otra dirección. El respeto que conservaba por los mayores le impidió responder de la misma forma. Solo se plantó sobre sus talones, impotente. Preguntando a gritos las razones de aquel improperio que el Doctor Fermín hacía en nombre de una tal Brenda y de Lorena.

-   ¿Razones? ¿quiere usted más razones? ¡desperfecto humano!

Anoche tenía leves sospechas del tipo de hombre que es usted, pero hoy las he constatado.

-   ¿De qué habla usted? ¿ha enloquecido acaso?

-   Sí. He enloquecido y se me antoja ponerlo en su lugar.

¡violador!

-   ¿Qué?- No podía creer lo que oía. Bien era cierto que se sentía

inmerecedor del amor de cualquier ser por haber tomado anoche a Lorena, pero que lo llamarán de esa forma tan despectiva y agraviante, era otra cosa. Era grave.- ¿Qué está diciendo doctor Fermín? Me acusa usted de un delito muy serio.

-   ¡Por supuesto que lo hago! He verificado mis sospechas con las

pruebas de laboratorio. ¡Usted dopó a la señorita Blasco con Yohimbina para meterla entre sus sábanas!

El mar aunque estaba a miles de kilómetros podía ser escuchado por los oídos de Linker. Sintió la brisa marina chocando contra su tez. El olor a algas. El golpeteó de las olas contra las rocas de la costa. Una tras otra. Fuerte. El sonido de las gaviotas al volar. Hasta la sensación de ensimismamiento que da al contemplar una barca distante y sinuosa atada en algún muelle mientras el horizonte se dibuja grotesco al fondo. Petrificado y desconcertado no hallaba explicación a tal acusación. Retrocedió con los puños cerrados ante los señalamientos del galeno- ¡Claro! Resulto usted muy astuto al mandar de regreso a la ciudad a la ingeniero. “El movimiento perfecto para una mente maquinadora”- Enfatizó-  como la suya. Sin víctima no hay denuncia. Sin denuncia no hay delito. Debo admitir y finalmente admirar su inteligencia Bruno Linker.

Retrocedió. Estupefacto no dejo de mirar al galeno quien no hacía otra cosa que vociferar y agitar sus puños con una vitalidad que resultaba ajena a su edad. Paso atrás sin girar. Sin dejar de mirar a quien le acusaba de tal forma. No volteó ni siquiera al tropezar con una piedra del camino, sus pies diestros retomaron el rumbo superando un posible desliz.

De vuelta a la camioneta, cerró sin prisa la portezuela. Subió el vidrio con la manivela forzándola a encarrilarse en la hendidura. Encendió el motor al haberse apagado por sí solo, movió la palanca de velocidad, luego el quita y pon, entre el croché y el freno para marcharse dejando atrás el Renault amarillo del doctor. Rememoró el momento en que llegó al rancho, subió el peldaño de la entrada principal hasta sus pasos a la cocina. El aire del ambiente le resultó extraño. Era un aire enrarecido, como si las proporciones de trazas de inertes, oxígeno y nitrógeno se hubiesen invertido. Como si estuviera escalando el monte Everest. -¿Cómo pudo desconfiar de Lorena? si esa mujer que se revolcaba lascivamente sobre las piernas de Artiaga no era la mujer que él conocía. ¿Cómo pudo estar tan ciego y sordo a la vez para limitar su proyección sensorial, su capacidad de análisis? Los celos acabaron con el poco raciocinio que hombre alguno pueda tener en circunstancias tan grotescas como esas. ¡Maldita sea! ¿Cómo pudo ser tan idiota!- Se maldijo al detenerse metros después. Con los puños cerrados golpeó con brusquedad  el volante y el tablero, tantas veces que perdió la cuenta. La vena de su yugular se dilató haciéndose visible. En ese instante se odio. Renegó de su conducta. Una posibilidad asaltó su mente. Una forma de remediar todo ese caos.

“¡Debía llamar a su capataz! “ Si contestaba, podía ordenarle que regresará con Lorena. Necesitaba mirarla a los ojos. Sincerarse. Pedir perdón. ¡No! Debía suplicar perdón. Lo merecía por ser tan inhumano. Tan villano. ¿La había hecho suya sin recato alguno y había osado a repudiarla cuan leproso se tratase? “¿ese era yo?”, “¿qué me paso? ¿ qué pensaría su nana de su conducta?” -Sacó el celular del bolsillo del pantalón. Su Iphone era uno de los mejores en cobertura. Marcó confiado en la pantalla táctil. Esperó un minuto. La contestadora cayó. Lo intentó cinco veces más evitando la operadora ruidosa indicándole dejar algún mensaje. Luego un número incontables de veces. El mismo resultado. “El celular estaba apagado”. Lo pensó mejor, así que optó grabar un mensaje, luego otro. Hasta que se cansó de grabar su voz en principio imperativa, arrogante. Terminó con un mensaje de voz, ahora quebrantada suplicándole a Tomás que regresará con Lorena bajo cualquier circunstancias. Su pecho. Oprimido. Vacío. Una hilera de lágrimas inundó su carrillera. Quemaba. Como la esperma de una vela.

Yacía quebrantado frente al volante al albergar la posibilidad de perderla para siempre. ¡Qué idiotez! – Reconoció con los puños cerrados que ¡Los hombres también lloran!

El doctor del pueblo lo acusaba con pruebas de un delito que jamás pensaría cometer. Jamás lo hubiese tramado siquiera. Menos aún contra la única mujer capaz de avivar sus terminaciones nerviosas alterando su ritmo de vida y forma de pensar de la manera en que Blasco lo habría hecho. Pero sabía de alguien que la deseaba a pesar de las indiferencias. Alguien a quien siempre buscó abrirse campo en su corazón. Un supuesto peón de hacienda a quien deseó matar con sus propias manos. Palpó su arma casi por instinto tras su cintura. Estaba en el mismo sitio de siempre. En la misma pistolera. De seguro con la misma carga. La misma pasividad tras la caricia del gatillo. “El mismo desgraciado que cortaba florecitas de campo para conquistarla”… José Artiaga.  Él. Terminó metiéndose entre ceja y ceja… El ruidoso ronroneo del motor y los quejidos del amasijo de hierro al caer en cada bache retumbaba haciendo ecos en su cabeza. Eran las tres de la tarde cuando cruzó la portería de la hacienda de los Artiaga y no habían pasado cinco minutos cuando ya estaba cayéndose a golpes con el joven José ante las miradas estupefactas de sus hermanas menores. No dejó de recriminarle la falta de hombría y desfachatez para poder hacer suya a Lorena Blasco. José comprendió todo aprisa. Entre cada puño recibido una serie de episodios acontecidos esa mañana caían sobre sí mismo. Recordó la conversación con Yoneida. El recado dado. ¡La muy miserable le había tendido una trampa! Otro golpe contra su mandíbula ensangrentada lo tomó desprevenido. El dolor de su tabique nasal rotó al recibir el tercer o cuarto asalto lo traslado al plano de los desconciertos. Intentó recuperar las fuerzas, pero la embestida lo había tomado por incauto. Los golpes con los que respondía no equiparaban la intensidad y secuencia con la que aquellos puños buscaban abatirlo. Distante escuchaba las voces y alaridos de las hermanas menores. Mujeres que gritaban impotentes mientras buscaban interponerse entre aquel intruso que osando cruzar los límites de su propiedad, atentaba contra la integridad física de un Artiaga. Un anciano aceleró el paso cambiando la función de su bastón mientras lo agitaba en el aire en busca de la espalda del agresor.

Un estruendo de bala rompió el escándalo formado en la apacible propiedad. Entonces una voz fémina con mucho ímpetu y firmeza taladró la bola de cristal en la que se había convertido el entorno.

-   ¿Se puede saber que vaina es este señor Linker?  ¿Cómo se

atreve a agredir un Artiaga en nuestra propiedad?

-   ¡Vaya!, veo que quien lleva los pantalones es otra.

José estaba adolorido. Se retorcía mientras buscaba poder ponerse de pie apoyándose en los brazos de las hermanas menores.

-   Pregúntele a su hermanito, señorita Dayana.

-   Yo le he preguntado a  usted sr Linker.- Dijo apuntándole con

el arma.

Bruno Linker metió la mano tras el cinto sacando la suya de forma instantánea. Sin titubeos. Cañón frente a cañón.

-   Y yo le he dicho que le pregunte a la marica esa- El aire

enrarecido diezmó la capacidad de inhalar oxígeno, obstruyó la traspiración. Un cruce de miradas tomó protagonismo. Un silencio espectral invadió el entorno hasta que ambos bajaron, el arma ante la intercepción del jefe de la familia: Don Artiaga, que sin mediar razones se interpuso entre los dos cañones de las armas automáticas, ahora sosteniéndose en pie del bastón que airoso recuperaba su función - disculpe usted señorita,  pero este problema es con su hermano, no con usted. Ni con el caballero- Se dirigió a José-  Dígale a los suyos la manera en la que pretendía poseer a la señorita Blasco. Drogándola con Yohimbina. Doblegándola a sus sucios placeres.

Atónito su padre clavó los ojos en su hijo buscando explicaciones. Bruno Linker continuó señalándolo.

-   Espero tenga la hombría suficiente como para admitir su

interés por la señorita, que desde siempre fue mi protegida. El respeto no forma parte de sus valores, así que no se puede esperar menos.

Su padre buscó donde reclinar su cuerpo. Una de sus hija acudió a su lado mientras Dayana lo enfrentaba con una altivez de Amazona. Su mentón arriba. Pudo ver en ella unos grandes ojos negros que parecía bailotear con el mismo desconcierto de los presentes. Por un momento creyó verla parpadear, pero no pudo corroborarlo ya que las manos plantadas a los lados de sus caderas, sosteniendo un arma derrotada, con una pose que distaba bastante para una dama, concentró su atención. De repente sintió admiración por ella y lastima por los demás.

-   Mi hermano es incapaz de hacer algo como eso.  ¿Qué está

diciendo usted,  si ni siquiera montamos nuestro ganado? Usted está equivocado.

-   No lo creo señorita Dayana. El daño es irremediable. Su

hermano será sentenciado. Tarde o Temprano…Lo he dicho todo.

Dio media vuelta al acomodarse el arma en el mismo sitio y se marchó. Pudo sentir como lo acuchillaban con las miradas dejando tras suyo un escenario tenso.

El señor Artiaga enmudeció atónito esperando una respuesta. Sus ojos parecían culparlo, recriminándole su falta de sensatez. Lo imaginó. Muchas veces le habría aconsejado no poner los ojos en la mujer que estaba en la mira de otro. Lo sabía. Sobraban las palabras. Muchos hablaban del interés de Linker en la Ingeniero. El chismorreo era una labor que pasaba de generación en generación entre las calles de los pueblos. ¿Cómo no saberse algo tan evidente? ¿Habiendo tantas mujeres en el mundo, por qué venir a poner los ojos en la de otro?

-   Yo le creo papá- Espetó Dayana al escuchar las excusas de su

Hermano-  Y si esa tal Yoneida Veracruz tramó este culebrón para perjudicar a nuestro hermano, téngalo por seguro, padre, que aquí en este mundo, esa mujer las paga.

José se levantó con dificultad, pero insistió en que solucionaría ese altercado lo más pronto posible. Debía ir a buscarla. Enfrentarla y exigir explicaciones. Su padre no pudo pronunciar palabra. Había caído en un profundo silencio. Como cuando su esposa murió. Ensimismado en su propia dimensión. Haciendo gestos de “Déjenme tranquilo” con la mano arrugada y salpicada de manchas pardas en medio del chasqueó de unos labios sonrosados.

Dayana le sugirió a sus hermanos llevarlo a descansar. Necesitaba tranquilizarse y convencerse de que ambos solucionarían semejante atentado contra la moral. Debían rescatar la honorabilidad de su apellido.

“ No ha nacido el primero que venga a joder a un Artiaga y se vaya de lo más forondo” – Resoplaba Dayana- ¡ Faltaba más, nojoda, que una tierruda de las Veracruz nos haga esta vaina!

Bruno Linker estaba distante, rumbo a su propiedad. Perturbado con todo lo acontecido se orilló en el camino. Le pesaba el cuerpo. Se miraba en el retrovisor de la portezuela. Se desconoció. Era como si no quedará rastro alguno de la sofisticada elegancia del hombre de negocios. Bruselas, Amsterdam, Paris. Su asistencia a prestigiosos clubes. ¿Qué le había pasado? ¿Cómo pudo sufrir una metamorfosis social de ese calibre? De seguro, al regresar a Holanda  demandaría a su Terapeuta. Estaba loca. Deberían despojarla del ilustre título que ostentaba. ¿Cómo se le ocurría prescribirle unos meses en el campo? Por un instante creyó preferir las sofocantes discusiones con su ex esposa. Rememoró los días de cacería con alguno de los socios del club campestre en Amsterdam. La sensación de amo y señor, de poder y egocentrismo que da el inhumano deporte de la cacería no se equipararía jamás a las razones que había adquirido para relucir el porte de arma fuera de su país. En el extranjero, representaba protección. Representaba riego. Defensa. Representaba al cazador, pero también la presa… Nunca había apuntado a alguien con su arma. ¡Mierda! ¡Mucho menos a una mujer!- Se sintió indigno. ¿En qué se había convertido?... ¿Amaba más que a nadie a Lorena y aún así se aprovechó de su inducido desenfrenó para castigarla?, admitió, con profundo pesar, haberse hecho daño así mismo. – “ Estúpida Terapeuta” Claro, me recomiendas unos meses de relax entre las montañas,   con labores campestres y el destino cínico y despiadado me atraviesa entre mis contactos nada más y nada menos que a Sebastián. Un viejo amigo Venezolano del internado en donde por semejantes razones habían llegado allá. El padre de Sebastián, adinerado y sin tiempo no encontró la mejor manera de criar a su hijo que entregándole la potestad al mismo internado en donde su tío pensaba igual acerca de sus cuidados académicos. ¡Estos designios de la vida resultaban ser piezas de un tablero de ajedrez y por desgracia le estaban haciendo jaque!. Molestó con la vida se convenció de la posible existencia de un titiritero macabro que se jactaba y placía con cada personaje creado. Que jugaba otorgando libre albedrio reconociendo a espaldas,  no ser cierto, de antemano, desde el inicio de la creación humana sabía que solo él tendría lápiz para escribir y rescribir, borrar o cambiar los destinos de  cada quien. El escenario. El ambiente. La trama. El Desenlace. El Fin. 

Chasqueó los dientes . “Si pudiera elegir poseer un don, elegiría el de la clarividencia-Se dijo así mismo-  de esa forma podría develar el futuro en mis narices y evitarme tan dolorosos golpes”.

Parpadeó. Encendió el motor para regresar. Debía buscar la forma de traer de vuelta a Lorena sin importar lo que ella dijera. Estaba convencido de lo adolorida e indignada que estaría, después de todo la había culpado de acciones que se escapaban de su raciocinio tomando de ella lo poco de decencia conservada. Ultrajada en nombre de ser su dueño o su alguacil, poseída en medio de alucinaciones y arrebatos que preferirían borrar de los lienzos de la memoria. Pensó en viajar en el amasijo de hierro andante que ahora conducía, pero se convenció de que lo único adecuado para un recorrido tan extenuante serían los neumáticos y la bocina… Quizá alguien pudiese trasladarlo. Respecto a su nana, no se atrevía a mirarla a los ojos. Lo conocía como a la palma de su mano y su nostalgia y preocupación sería demasiado evidente, así que al llegar se estacionó tras el enrejado del ganado junto al porche trasero. Esquivó el contacto con cualquiera hasta plantarse frente a la puerta de su habitación. Seleccionó la llave adecuada, giró el picaporte abriéndose paso. Tras ella el leve traqueo del cerrojo. Encendió una de las luces del techo, cerró con mansedumbre la puerta. Dio algunos pasos hasta dejarse caer de bruces sobre la King size en donde recordó haber despertado entre los brazos de Lorena Blasco. Los recuerdos dolían. Reacomodándose con unas almohadas bajo su cuello sacó el celular de su cintura y esperanzado, volvió a marcar.

Sorprendido notó que el bendito aparato timbraba. Alguien llamó a la puerta. Un golpeteó con los nudillos de alguien logró interrumpirlo haciéndolo salir.

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