Acre

Acre


Portada

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acre

LUCRECIA ZAPPI

 

Título original:

Acre

Traducción de Victoria Zappi revisada por la autora

© De los textos: Lucrecia Zappi

© De la traducción: Victoria Zappi

Santander, septiembre 2017

EDITA: La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

Reservados todos los derechos de esta edición

ISBN: 9788417118013

Diseño portada: Enrique García Puche para Tresbien Comunicación

A Victoria

1

Sólo me acordaba del suelo nuevo cuando entraba en casa. No estaba de mal humor, simplemente me parecía absurdo el hecho de que ni yo ni Marcela, de que nadie en esta casa hubiera pensado antes de salir que el sol iba a ser fuerte —hoy más fuerte que el de ayer, y mañana más fuerte que el de hoy— y haría que el barniz crepitara hasta en la oscuridad.

Me agaché para sentir con los dedos la madera lastimada, pensando en el tipo que se pasó el fin de semana de rodillas sobre el suelo de nuestra sala, contando en el móvil su vida, nosotros comprándole comida, el sujeto fastidiando, y todo para verme parado allí, lamentando mi descuido otra vez, mientras el sol ya se había ido y regresado quinientas veces en el horizonte. Contemplé por un instante la claridad de la noche que se extendía por la sala y cerré la cortina.

Cuando me puse frente a la ventana, noté una silueta en la penumbra: era Marcela sentada sobre la encimera de la cocina americana, como a ella le gustaba llamar a aquel hueco sin puerta.

Pensé en comenzar por preguntarle por qué no había cerrado la cortina. O que era raro que ella permaneciera de aquel modo en la oscuridad, balanceando las piernas, como si fuera una niña demasiado pequeña para alcanzar el suelo.

¿Qué haces ahí, Marcela?

Nada.

No soy adivino. ¿Qué misterio te traes?

No hay misterio.

El tipo acaba de aplicar el barniz. El sol quemó el piso, mira eso, Marcela. ¿Dejaste la cortina abierta?

No.

Marcela. Ya. Enciende la luz. ¿Qué pasó? ¿Por qué estás sentada así en la oscuridad?

Ella estiró el cuerpo hasta el interruptor y se tapó los ojos para protegerse de la luz súbita. Mi mujer realmente parecía una chiquilla sobre la encimera, con los pies lejos del piso.

¿Ahora me puedes ver? Con la mano ligeramente elevada frente al rostro, Marcela pasó de parecerse una niña a uno de esos ángeles de cementerio, que esconden el rostro de las tinieblas. No sabes quién subió conmigo en el ascensor.

¿Quién?

Nelson. El de Santos.

Pensé que ese tipo había muerto.

Pues no. Pudo haber desaparecido, pero no murió. Lo reconocí de inmediato por la falta de color en las manos. ¿Te acuerdas que tenía vitíligo? Le subía por los brazos. ¿Te acuerdas, Oscar?

Sí, me acuerdo.

Aumentó.

Y a mí qué me importaba el vitíligo, ni qué vino a hacer Nelson a nuestro edificio. Los visualicé en el pasado. Estaban sentados en la arena, Marcela apretaba su cuerpo contra el de él, permitiendo que aquellas manos desteñidas le acariciaran su vientre adolescente.

¿Y hacia dónde fue?

¿Cómo?

¿En qué piso bajó?

Marcela bordeó su ceja con el pulgar, abarcando con el gesto el dolor de cabeza frente a lo inesperado y el cansancio del fin del día. Se deslizó hacia el piso y abrió el grifo. No pareció notar que el agua salía en pequeñas explosiones de descarga amarilla. La iba a avisar de que habían cerrado el registro durante el día para limpiar la cisterna cuando ella empezó a lavarse las manos. Sólo al cerrar la llave se percató de que el agua salía en chorros irregulares y explosivos.

Qué raro. ¿Otra vez hay racionamiento en el edificio? En el restaurante no faltó agua hoy.

No, limpiaron la cisterna.

Desde que Adriano era administrador, este tipo de mantenimiento se hacía con cierta frecuencia, lo que para mí tenía que ver con que fuera médico cirujano. El cuidado clínico me parecía natural para alguien que pasaba mucho tiempo en la sala de cirugía del hospital, en la Santa Casa, perfeccionando sus cortes uterinos de bisturí, protegido por gorro, mascarilla, bata, guantes y cubre calzado.

Marcela tomó una taza del fregadero, examinó la borra de café endurecida en el fondo de la cerámica y me encaró sin paciencia. Seguramente querría saber si yo seguía allí, preocupado por las vidas ajenas. Se ensució la yema del dedo con en el polvo seco y se lo llevó a la boca. Contrajo los hombros. Ella hacía eso, probar las cosas y contraer los hombros. Un día terminaría por envenenarse. Dio la espalda para enjabonar la taza como si hubiera agua.

¿Qué pasó, Oscar?, preguntó sin voltearse. Estaba ocupada.

No, nada. Pero entro a casa y te encuentro callada, en la oscuridad, y luego me cuentas la historia del ascensor. Diría que estás afectada.

Qué buena broma. Yo. Afectado quedaste tú, se defendió ella sin cambiar la voz.

Mi mujer volvió a sentarse sobre la encimera, junto al armario empotrado, otra obra suya. Sus dedos alisaron el granito.

Vamos, Oscar, dijo en seguida, ya, olvídalo. Su voz sonó débil, pero se endureció cuando me encaró con una sonrisa forzada. Sólo me encontré a Nelson en el ascensor. Una casualidad de la vida.

Estuve a punto de decir que seguramente no era una casualidad, pero cambié de idea. No quería que ella se irritara, tampoco deseaba parecer un hombre inseguro. No iba a someterme a mis propias acusaciones. Aunque fuera difícil creer que, de la nada, el tipo entrara al ascensor de nuestro edificio treinta años después.

Marcela volvió a posar las manos sobre la piedra pulida. Buscó con los dedos los surcos de un camino que terminaba en un recorte de cajón. Se rascó la axila y mantuvo la cabeza inclinada, con la mirada cristalizada a media altura. Un ángel de piedra. Pensé en el sabor amargo del café en su boca.

¿En qué piso bajó?

Salió conmigo, amor. Iba a casa de doña Vera Panchetti.

¿Donde la vecina? ¿A qué?

Dijo ser su hijo. La mujer se pasa la vida hablando del niño que vive fuera y resulta ser él.

Eso se pone cada vez mejor. ¿Traía equipaje?

No. Quizás ya hubiese entrado antes, quién sabe. No creo que haya llegado sin nada.

¿Llegado de dónde?

Marcela no contestó. Se quedó pensativa por un momento. Oye, Oscar. ¿No era hoy?

¿Qué?

Rozó la pared y desvió el dedo índice hacia el calendario. ¿Cuándo dijo el fulano que vendría a arreglar esta grieta?

La imagen que Marcela pasó a observar era una escena de una construcción. La foto del mes de marzo no traía ninguna nube en el cielo, sólo era un paisaje potencialmente abrasivo, un aluvión de maquinarias que anticipaba una carretera, pero que no pasaba de un descampado de lodo con tractores en fila.

Piensa en doña Vera, viendo a su hijo regresar a casa después de tanto tiempo.

Así que ahora te pones emotivo, Oscar. Será porque ella de vez en cuando te llama hijo. Hasta siento una punzada de celos.

¿Y él? ¿Todavía tiene ese encanto?

¿Encanto de qué? Oscar, no desvaríes. Sólo me lo topé en el ascensor. Nada más.

Escuché el sonido engranado de los cables del ascensor. Especialmente al comienzo de la noche, cuando el movimiento en el edificio aumentaba, era cuando se oía con más intensidad. Hacía once años que vivíamos allí, en el noveno piso, justo bajo el cuarto de maquinaria. Antes, durante dieciocho años, vivimos en un estudio muy reducido, nuestra quitinete de la plaza Roosevelt. Fue al salir de Santos. Ya casados.

Marcela y yo, quién lo diría. Pese a no ser ya un adolescente, sigo sintiendo cierto pudor cuando me acuerdo de la primera vez que me desnudé frente a ella.

Marcela se frotó las manos vigorosamente para que la crema penetrara bien. Guardó el frasco en la bolsa, disimulando el gesto. Parecía estar sólo de paso, como si nuestra sala fuera la sala de espera de una estación de autobús. O de aeropuerto. Sus hombros estaban siempre tensos, como si concentrara toda la fuerza allí o se sintiera constantemente sitiada por gente como yo, que le vigilaba hasta la postura.

Comía cereales frente al televisor con los pies cruzados sobre la mesita que había delante del sofá. Toda una vencedora. Se le notaba en la mirada fija, con el control remoto en la mano. Cuando quería algo le bastaba con mirar en mi dirección, siempre me gustó adivinar sus pensamientos, aunque sólo sus caprichos más simples estaban al alcance de mi mano.

Me consideraba un romántico, no porque estuviera siempre a su disposición, sino porque apreciaba las pequeñeces que nos rodeaban, cojines y antojitos que yo traía de la cocina con gusto, aun cuando ella tensaba el cuerpo en rechazo a mi devoción. Con el paso de los años, nuestras noches se transformaron en un equilibrio delicado entre gestos y observaciones invisibles. Y si le faltaba espacio, cuando no era la tele, el sonido aterciopelado del ascensor era lo que la ayudaba a evadirse de ahí.

La cruz que llevaba olvidada sobre el pecho tenía un brillo viejo. Era una pequeña letra T de oro rayado que le había durado toda la vida. Una vez dijo que aquella joya le daba sentido de dirección.

No es por Cristo, aclaró. ¿No lo ves? Son como los cuatro puntos cardinales.

Recuerdo el metal pegado al sudor de su pecho adolescente, la cadena sobre la piel de gallina y lo blanquecino de la sal que se diseminaba por sus hombros. Y la recuerdo a ella, sola con la madre pobre, sin educación, ambas vivían al final de la playa. Y Nelson siempre rondando.

Tal vez a Marcela no le gustaba exponerse. Hacía años que no la veía en bikini y había dejado de usar el lápiz negro alrededor de los ojos. Podía pasar por paulistana, sin tiempo para nada. De ese tipo de personas que se orienta por la memoria más reciente.

Oye, Marcela.

Ella frunció el ceño y me miró.

Marcela.

Sus ojos vagaron sin rumbo por la casa. Todo el departamento estaba lijado, preparado para la primera mano de pintura.

Oscar, ¿tú crees que regresó para quedarse?

No lo sé. ¿Por qué tanto interés?

No, nada. Pura curiosidad. Marcela se tocó el pelo, olió las puntas e inclinó la cabeza hacia su axila. Me voy a bañar. Hoy hizo calor y ahora este frío molesto.

Miré a Marcela. Intenté imaginar la cara de doña Vera al reencontrarse con el hijo. Ella misma debía dudar de su existencia. Hablar sobre él era parte de su soledad de años. Avanzaba con calma afligida en los asuntos que la afectaban, que eran prácticamente todos, cautelosa como quien abanica una herida con mercromina. Si supo del regreso del hijo, guardó secreto.

Marcela salió del baño vistiendo un jersey y por encima una chaqueta de lana. Traía una toalla enrollada en la cabeza, firme como un merengue. Estudié su rostro enmarcado por el talco de las axilas que le subía al cuello. Los ojos inflamados le daban un aire bonito de tragedia. Mi mujer abrió los brazos al sentarse, como si exhibiera los detalles de un quimono inexistente. La boca enfadada, dura como una manzana, y el mentón un poco levantado, inquisitivo, tenían algo de libidinoso.

Traes talco hasta las orejas.

Pues sí.

¿Tienes hambre?

No hay nada de comer.

¿Quieres un jugo?

¿Me lo haces?

Me levanté sin decir nada, exprimí tres naranjas y puse el vaso en su mano. ¿Algo más?

En la casa de la vecina, la televisión estaba encendida a la hora de siempre. De vez en cuando el sonido de la novela se mezclaba al arrastre de las cadenas que iban y venían desde el cuarto de máquinas. Nada fuera de lo normal, deduje, hasta que noté un ruido en el pasillo. En un impulso fui a la puerta, pero no abrí.

Marcela se rio. En serio, Oscar. ¿Crees que es él? Enderezándose en el sofá, golpeó dos veces el cojín que tenía junto a ella. Ven, siéntate.

Imaginé a Nelson allí mismo, primero en el pasillo, luego empujando nuestra puerta que estaría abierta, hablando alto. Entraría a nuestro departamento, dirigiéndose directamente a la ventana. Abriría las cortinas, observando que nuestra vista tenía mucho cielo, la misma que se veía desde la casa de su madre. Sí, era una vista magnífica. Lo cual nos igualaba.

La idea de comprar el inmueble de doña Vera surgió de un viejo cliente de la tienda. Él mismo negoció algunos pisos así. Era un sujeto que ya no compraba ni un foco, pasaba por allí sólo para ocupar mi tiempo, recostándose sobre el mostrador. Para reforzar la lógica de la adquisición del inmueble. Señaló que, tratándose del departamento de al lado, sería una gran inversión. En el futuro podríamos optar por vivir en un espacio doble. Eso cuando la actual propietaria se marchara de esta vida. Hacia otra mejor.

El hecho fue que doña Vera se sintió bastante aliviada cuando comenzamos a reducir las deudas de sus dos tarjetas de crédito, además del mantenimiento que ella no pagaba hacía años, todo a cambio del departamento. Acordamos en papel que ella seguiría viviendo allí.

Entonces todo sigue igual, quiso confirmar.

Sí, por supuesto. Pero ¿por qué dos tarjetas de crédito, doña Vera? Yo sólo tengo una.

De no ser por las cuentas de la vecina, andaríamos un poco más tranquilos con el tema del dinero, observó Marcela. Te recuerdo que además tenemos que pagar nuestro propio departamento, más la reforma que haremos en el restaurante.

Marcela rediseñó su ceja con el pulgar. Miró de frente, determinada a no colaborar. Aun así, ella estaba de acuerdo en que el departamento de al lado era una oportunidad única. Por ese motivo la grieta en la pared, recuerdo del arco que antes uniera los dos inmuebles, no le molestaba tanto. Hasta le gustaba mirarlo, imaginar que un día el arco se abriría nuevamente, en todo su esplendor, para dar lugar a un salón de dos ambientes.

En un golpe de inspiración, algo raro para ella porque no le gustaban los arranques de irrealidad, Marcela propuso el color lila. Lila sería un cambio profundo, suspiró.

Me fijé en la grieta y me vino el recuerdo que, ya desde el carnaval, el tipo del piso debía haber empezado a dar la masilla.

Mira eso. Le enseñé la pared. El albañil debió haber empezado por las paredes, no por el suelo.

Marcela siguió callada.

Últimamente, ella y yo no lográbamos tomar decisiones. El albañil se metió con el material y terminamos por improvisar dos noches sobre un edredón en el restaurante.

Me levanté para llevar el vaso vacío a la barra de la cocina y sonó el interfono. Es el vecino del 4d, anuncié.

Marcela, arrancada a sus pensamientos, miró la puerta. ¿Adriano?

Pues sí. ¿Recuerdas que te refieres a Adriano así? ¿Con letra y número?

Bueno, sí, él todavía es el 4d. La diferencia es que ahora frecuenta el 9a cuando le da la gana. Ajustó lentamente la toalla sobre las orejas. Esta vida de edificio es un asco.

Dile que suba, Décio, contesté al portero. Abrí la puerta para que Adriano no tocara el timbre y Marcela dejara de mirarme así.

Al girar la llave, aproveché para espiar. No distinguí nada extraño en la casa de la vecina, sólo se oía la televisión encendida. Y el movimiento del ascensor que se detuvo en nuestra planta. Adriano empujó la puerta.

Qué cuentas, são paulino. ¿Así que ya te pones a esperar en la puerta del ascensor? Al rato vendrás a buscarme a mi casa. Toda una recepción.

Adriano era el típico simpático, inyectado de energía positiva. Regresaba del hospital vistiendo bata y no se quitaba la bermuda los fines de semana. Sus asuntos eran tan relevantes como aburridamente detallados, desde la limpieza de la cisterna hasta la fila de espera en urgencias. Cuando entraba a nuestro departamento solía elogiar la vista al parque siempre con el mismo entusiasmo, recordando que su departamento miraba hacia la parte de atrás, un patio oscuro lleno de tendederos.

¿Cómo andan, chicos?

Seguimos igual, dijo Marcela, mirándome. Siéntate.

Era obvio que no había química entre mi mujer y el administrador. Adriano, al menos, intentaba integrarse.

Qué vista, ¿eh?

Siéntate. ¿Fumas, Adriano? Me sentía avergonzado por la actitud de Marcela. Anda, amor, líanos un porro, le dije.

Marcela sonrió. Por supuesto, contestó. Pero su semblante, incluso refrescado por la ducha, no me engañaba. ¿Me pasas la cajita, amor?

¿Ustedes se enteraron de que el tal hijo de doña Vera apareció? Pensé que el tipo no existía. Honestamente.

Marcela se enderezó en el sofá. ¿Y puedes creer que lo conocemos desde la adolescencia?

Ah. ¿En serio?

Así es. Conocí a Marcela en Santos en la misma época. Nelson, que también es de São Paulo, fue a vivir allá. Eso fue por el 87, 88. Estuve dos años en Santos y regresé ya casado con Marcela.

Bien, Oscar, tú no pierdes el tiempo. ¿Pero el Nelson que ustedes conocieron allá en Santos es el mismo Nelson, el hijo de doña Vera? ¿Ustedes nunca imaginaron que se trataba de la misma persona?

No. Parece que la madre lo envió a Santos a toda prisa, pero él estuvo poco tiempo por allá, unos tres o cuatro meses. Creo que antes Nelson pasó por la correccional de menores aquí de São Paulo, la Febem. A la madre le dio miedo que el hijo se volviera aún más violento y envió el niño con la familia a Santos.

¿Febem? No me digas. Adriano puso cara de sorpresa sin comprender la importancia de lo que yo le contaba, tan sólo interesado por el peligro que supondría para él tener a un individuo de temperamento inestable viviendo en el edificio. ¿Así que el tipo es un delincuente?

Así es, Adriano, dijo Marcela, mirándolo a distancia, sin verlo, aunque él estuviera sentado a su lado. Un delincuente. Adriano no sólo le parecía tosco, era un sujeto pegajoso, difícil de esquivar.

Estaba a punto de preguntar qué piensan de él. Qué sé yo, hacerme una idea. Pero si es amigo, no hay problema, lo dejamos aquí. ¿O no es amigo?

¿Por qué?

No, por nada. Me crucé con el tipo en la entrada y me pareció medio raro. ¿Se fijaron que tiene vitíligo en las manos? Es el tipo de cosa que me pone nervioso.

Gran comentario de médico, dijo Marcela con una sonrisa. Espero nunca tener que ser atendida por ti, Adriano.

No imaginas los especímenes que llegan así al hospital. Hasta me dan ganas de preguntar si el tipo metió la mano en una cubeta de cloro. Adriano se rio sólo. Pero ahora en serio, el hombre es raro, medio torpe, demasiado confiado.

Será tu impresión, dijo Marcela, desmenuzando la hierba sobre el papel acanalado entre sus dedos. Humedeció la hoja delicadamente con la punta de la lengua, suavizando antes la sonrisa para el vecino.

Sí, será mi impresión. Al menos doña Vera estará contenta, pobre.

Marcela me miró. Sí, pobre. El hijo acaba de llegar de Acre. Vera siempre dijo que tenía un hijo ingeniero, ¿te acuerdas?

Adriano nos observó, distraído. Estiró las piernas. Jugó con el llavero entre los dedos sin soltar el móvil de la mano, esperando su turno para fumar. Últimamente nuestro sofá servía, para Adriano, de transición entre el trabajo y su casa.

Venía directamente de la Santa Casa. La bata mostraba los títulos de ginecólogo y obstetra, profesiones hermanas que legitimaban su gusto por las mujeres y la sangre, como él dijera una vez. El rechazo de Marcela comenzaba por aquellas letras bordadas.

Lo único que puedo afirmar es que resulta difícil creer que este sujeto sea un ingeniero civil que se precie, que excave carreteras en Acre. Ustedes, que son vecinos de puerta, de seguro que ya escucharon esas historias de doña Vera. Si la dejas, queda hablando en los pasillos para siempre.

Sí, sí, reaccioné, observando el cigarrillo retorcido morir en su mano.

¿Y qué plan tienen para hoy? Si quieren, hay comida abajo. Ana preparó una lasaña, me acaba de avisar que está en el horno. No es la comida del Kidelicia, verdad, Marcela, pero no debe estar mala.

Qué dices, Adriano. Si Ana cocina tan rico.

Ahora, te lo digo como amigo, Marcela. Te ves muy delgada. Ven por lo menos a llenar el estómago. Adriano chasqueó su cuello endurecido. Date una apariencia más saludable. ¿Eh, Oscar? Sobre todo si tienes vecinos nuevos. Hay que cuidar lo que de por sí ya es bonito.

2

No hubo mudanza oficial a Santos. Pensé que estaría un fin de semana, pero dos días se volvieron dos años. En 1987, yo tenía dieciséis y mi madre estaba en las últimas.

Fui a dar a casa de Tuca, su amiga de infancia y, aunque estuviera acostumbrado a arreglármelas sólo, sentí que mi vida quedó atada a la casa de aquella mujer a la cual no me unía ninguna intimidad. Ella vivía en la avenida de la playa, la Bartolomeu de Gusmão, junto al terreno baldío de la esquina. Era un paisaje repentino y arrebatador para un adolescente del centro de São Paulo. El sonido de las olas llegaba para distraerme, además del de las gaviotas que asaltaban la ventana en busca de sobras en los platos.

Tuca pasó una temporada en casa de mis abuelos, por eso debía algún favor a la familia, pero de eso sé poco, como ignoro los detalles sobre la infancia de mi madre en Santos. Lo estipulado fue que me quedaría con su amiga hasta que la situación mejorara. Lo decidieron mis padres, entre idas y venidas al hospital y cálculos desesperados para pagar el tratamiento, sin mencionar los cheques devueltos por el banco.

No hay otra, hijo, paciencia. Por eso prefiero que te quedes por un rato en Santos. Con Tuca, te acuerdas de ella ¿verdad?

Mi madre tenía la costumbre de retener la puerta con el pie cuando hablaba conmigo. Era la manera que encontraba para situarse, siempre en el límite de las cosas, mostrándose ágil, pero presente. Otra vez venía a decirme que la batalla contra el cáncer era complicada, y que por eso teníamos que intentar todo lo que estuviera a nuestro alcance. Finalmente optó por una versión más alentadora para sí misma, que todo saldría bien, aun cuando era evidente que el ánimo andaba un poco desgastado frente a su cuadro de salud. Disimulaba la delgadez con hombreras y maquillaje, inflándose de buen humor.

Seguimos luchando, dijo mi madre con los ojos fijos en mí, deteniendo la puerta de mi habitación con el pie. El médico quiere que empiece otro tratamiento.

Durante el viaje, recuerdo que dormité entre los túneles que se abrían y cerraban, esforzándome para no sentir náuseas por las frenadas bruscas durante el descenso de la Serra do Mar. Mi padre manejaba sosteniendo el freno de mano, distraído por el casette en el que sonaba Alcione a todo volumen. Las ventanas cerradas hacían que nuestro Volkswagen blanco pareciera una burbuja sin aire.

Desde el asiento trasero, la Mata Atlântica olía a gasolina y nuestro recorrido sinuoso al borde del precipicio encubierto en algunos tramos por neblina me hacía pensar que, si nos desplomáramos desde allí, no habría Santos ni nada. Cerré los ojos con fuerza para perder de vista las luces sudadas de los coches, hasta que las copas de los árboles de la Mata Atlântica perdieron altura y lo verde se transformó en un gran manglar. Abrí los ojos y allá estaba el paisaje de Santos, esperando por mí. Tras el vidrio, la tarde caía con la precisión de un cuentagotas.

Hacía más de medio año que no veíamos a Tuca, pero, cuando ella abrió la puerta, reconocí el poncho peruano que traía puesto la última vez que la visitamos. Estaba confeccionado con una lana tan rígida que daba la impresión de ser un tapete con un agujero en medio. Le costó abrir el candado del portón. Las manos lentas se desencontraban.

Oscar, saluda a mi amiga.

Hola.

Oscar, qué alegría, dijo Tuca, encuadrándome en su mirada. ¿Verdad?

Era evidente que ambas exageraban su entusiasmo, hasta el propio poncho, arrastrado por el suelo con cada movimiento de su dueña, parecía seguirles el juego. Mi madre no me quitaba ojo de encima, como si tuviera que contestar a aquella interrogación de su amiga.

Sí, lo sé, me apuré en decir.

Mientras mi padre descargaba la cajuela, me senté sobre el registro de la cisterna —un bloque de cemento pegado al muro—, apartado de la escena, consciente de que las dos mujeres necesitaban de mi interacción para amenizar lo incómodo de su amistad olvidada.

Tu madre era compañera de verdad. Jugábamos en la calle todo el tiempo, dijo ella. ¿Qué le habrá pasado a toda esa gente? Parece que sólo quedamos nosotras.

Mi madre se rió del comentario de Tuca, realmente no sabía qué había ocurrido con los demás.

Así es. Pero Oscar se acuerda de mí. Probablemente esté harto de escuchar que solíamos jugar en la calle. ¿Cuándo fue la última vez que estuviste aquí, Oscar? ¿Como tres meses que no vienes? Entren, por favor.

Me fijé en las varices aplastadas bajo las medias elásticas.

No, hace más. Medio año, algo así, corrigió ella. ¿Pasamos? ¿Oscar?

¡Anda, bájate de ahí, Oscar! No actúes como un niño.

Cuando mi madre vino en mi dirección, di un salto y entré, antes que todos. De cualquier forma, no quería permanecer allí, entre muros gastados que imitaban palomitas de maíz y aquel conglomerado de trozos de ladrillo que formaban un piso de mosaico rojo, amarillo y negro, además de las sansevieras clavadas en macetas de barro como estacas viejas. No por nada las llamaban espadas-de-são-jorge. El piso era irregular, con manchas allí donde se formaban pequeños charcos. Hasta ese momento, todo en Santos me parecía como el patio de Tuca. Un poco chocho, fatigado y decaído.

La sala tenía dos ambientes, con una línea de ventanas arqueadas. Azul y blanco. La sencillez neo-colonial llegaba a ser bonita. Para que Tuca no me creyera infantil, quise comentar que aquella construcción era interesante, pero tuve miedo de decir algún disparate. Sólo me arriesgué a decir que me gustaba la arquitectura.

Sí, es una casa muy bonita. Te quedarás aquí algunos días, dijo mi madre, mirándome, adivinando mis pensamientos. Hasta que yo termine de hacer todos los análisis.

Desocupé el armario para ti, Oscar, en el cuarto donde siempre te quedas, al fondo. Además preparé una comidita.

No me agradó que Tuca estuviera tan lista para recibirme porque yo no me sentía listo en absoluto, una observación que bien podría haber hecho, pero que decepcionaría a mis padres. El sonido del mar golpeaba fuerte y yo alcanzaba a sentir el olor intenso de las algas al otro lado de la avenida, de las cavidades de las rocas de donde se escapaban montones de cochinillas de mar, esos crustáceos inofensivos que de niño me hacían correr despavorido.

No dejaba de pensar que estaba a punto de quedarme a solas con aquella mujer. Tuca descruzó los brazos y los extendió en mi dirección.

Ven, Oscar.

Sentada a la mesa, mi madre no dejó de comer, mostrando en el rostro avivado su gusto por los pimientos picantes. Antes de pasar el frasco a mi padre, recitó sus nombres en voz alta, despacio, estudiando con calma el vidrio que sostenía en las manos, biquinho, dedo-de-moça, pimenta de cheiro, bode, cumari, cambuci.

Definitivamente, la malagueta es mi favorita.

El cáncer ya debía haber alcanzado la lengua, su voz salía pastosa. Con un tenedor chico, de estos para postre, buscó los pimientos en el frasco de vidrio.

Hay que gotear así, mira, dijo a mi padre.

Yo tenía ganas de llorar. Quise gritarles a todos que, si mi maleta ya estaba abierta en la habitación, tenía derecho de cerrar el frasco y guardarlo en el refrigerador cuando me diera la gana. Porque ya era como de la casa.

Lo aparté de mi madre y giré la tapa con fuerza. Chega, mãe.

Ay, hijo, ¿qué haces? Todavía no he terminado, dijo ella, tratando de hacerme ver que ese tipo de comportamiento no era permisible en casa ajena.

¿Ah no? Y no alcancé a decir más.

¿Ya quieres que me vaya?

Se rieron, y luego se rieron de todo. Tuca pirueteaba entre las anécdotas lejanas, mientras mi madre seguía pinchando malaguetas. Me afligía verla sacudir el vidrio con insistencia, de forma cada vez más desagradable, todo por pescar del fondo los más rojos y puntiagudos. Mi padre, que observaba la escena en silencio, le acercó un vaso con agua.

Creo que se van a llevar bien, dijo él finalmente, pero sin voltearse para verme.

Asentí con la mente en blanco, con miedo a ser abandonado en aquella casa con olor a mar y margarina, armarios abiertos y almohadones recubriendo la pared. Aquella mujer, dueña de todas aquellas cosas y de las venas aplastadas bajo las medias de seda, aparentaba ser mucho más vieja que mi madre. Se masajeaba las piernas mientras trataba de insertarme en su mundo, contándome una y otra vez que tenía una papelería, y que además impartía clases de inglés en el cuarto de servicio.

Clases no. Refuerzo, corrigió.

Llegué un fin de semana de septiembre y el lunes me encontraba ya en la nueva escuela. Fui a dar al Objetivo, junto a la iglesia de Embaré, frente a la playa. No hubo presentaciones, del tipo «este es el nuevo estudiante», lo que facilitó mi paso hasta una silla al fondo de la sala.

De entrada me cayó bien Bakitéria. El apodo era por su cara llena de granos. Igual que yo, era un sujeto raro que intentaba pasar inadvertido y vivía por el mismo paseo de la playa. De vez en cuando regresábamos juntos y él me enseñaba la ciudad durante el trayecto.

Santos posee la estrella de fútbol más grande, Pelé, y consecuentemente a su novia, Xuxa. También tiene a los mejores surfistas. Verás que Santos, muy a su manera, es un lugar avant-garde, decía.

Nunca había escuchado el término, pero asentí, sólo porque al tipo le agradaba una música de afinación rara, como los Mulheres Negras, una banda de dos integrantes que despuntaba en São Paulo y se definía como la tercera menor big band del mundo.

En los primeros días ansiaba hablar por teléfono con mis padres, pero las llamadas de larga distancia eran caras, entonces me buscaba un rincón para que la nostalgia se disipara. Me sentía preso de aquella extraña situación, y a veces me quedaba afuera hasta tarde, sobre un bloque de cemento que tapaba el registro del agua. No estaba a gusto en la casa, que por las noches se volvía un juego de largos pasillos revestidos con alfombras y puertas cerradas con llave.

A cierta hora, el lugar parecía deshabitado. Algunas ventanas quedaban olvidadas azotándose sueltas, con las cortinas ondeando en la semioscuridad, y el portón del garaje sin auto permanecía con candado, sólo Tuca tenía la llave, pero era fácil saltarlo.

La rutina se dibujaba poco a poco en mi cabeza, con el camión de gas que pasaba tocando su musiquita monótona para llamar a la gente. Estaba el día del mercado en la calle y el día de sacar la basura, y desde mi banquito improvisado de cemento, donde yo cabía perfectamente con las rodillas dobladas, acompañaba también a los bañistas al otro lado de la avenida.

Hacían sus recorridos por la arena húmeda y, como el Canal 7 era el último desagüe de la playa, se convertía en el punto de partida o de llegada. La mayoría iban descalzos, sin preocuparse por la infinidad de seres invisibles en la arena, como los cangrejos ermitaños bajo las conchas o la maraña de algas que expelía un olor agrio a mar descompuesto.

Tuca, después de lavar los trastos de la cena, normalmente se acostaba. Insistía en darme un beso de buenas noches, examinándome con ojos tranquilos. Todo saldría bien. La mesa del desayuno amanecía puesta, con café en el termo, pan, margarina y un paquete de galletitas de coco.

Un día, mientras secaba los platos, quiso saber si me interesaba el surf.

Mi historia con las olas es complicada, contesté apenas, tratando de conservar mi dignidad al no tener nada que aportar al tema.

¿Cómo de complicada?

Fui a ver algunas películas, de naufragios y esas cosas.

Su mirada, absolutamente comprensiva, era la que empleaba durante el refuerzo de inglés. Le gustaba jugar a la psicóloga. Parecía que velaba a un enfermo, siempre con una curiosidad mansa. Tenía una presencia abrumadora, prolongada en su espera.

No. Bueno. Eso, que hubo una película que vi por casualidad, una vez que encendí la tele porque sí.

¿Tuviste miedo, Oscar?

Creo que Tuca se dio cuenta de que yo no había visto nada, tampoco me había planteado si me gustaba el surf. Hablé del equilibrio sobre la cresta de las olas, y todo eso, pero el desconcierto y el miedo se me escapaba por los ojos y me delataba.

No, no tuve miedo. Pero sí vi la película. Quiero decir, otra.

Ah, si.

El actor tenía el cabello rubio por el sol y se la pasaba frotando parafina en una tabla. Era la historia de un sujeto al que le gustaba una chica, pero a ella le interesaba un hombre mayor. Al final la chica terminó por casarse con el rubio, el que enceraba la tabla. Pensé en contarle a Tuca la historia pero me pareció complicado y desistí.

Al principio me quedaba tumbado sobre la tabla, flotando lejos de donde las olas reventaban. Observaba a los otros, con ganas de pertenecer al grupo. Tendría que aprender a surfear para superar mi timidez. Me esforzaba por remar sobre la tabla de poliestireno que encontré en el garaje de Tuca, pero hasta que mi padre no envió dinero para comprarme una longboard, no se acercaron los chicos del condominio que quedaba próximo a la casa. Habían notado que llevaba poco tiempo viviendo en la avenida y me rodearon sin decir mucho.

Uno de ellos traía un reloj digital a prueba de agua. Se quedaba presionando la luz verde de la pantalla, mientras hablaba de forma exagerada y un poco estúpida, imitando mi acento de São Paulo para el resto del grupo, que le contestaba con silbidos en señal de aprobación. Otro dijo que, si lo que quería era surfear con ellos, no tenía que demostrar nada a nadie.

La lealtad hacia el grupo ya es suficiente. Sólo tienes que unirte a nosotros, dijo de pronto el de la luz verde. Ven.

Él solía lanzar comentarios científicos sobre el mar marmóreo, pero los otros no parecían escuchar, distraídos con sus propios sonidos, una orquestación gutural de escupitajos de agua tragada. Narices y gargantas irritadas por la sal. Uno de ellos empezó a cantar, supongo que se refería a mi. Surfista calhordaaaaaa.

Entonces tienes que acompañarnos, meu.

Comentó enseguida algo sobre otro tipo recién llegado de São Paulo. Su nombre era Nelson y estaba viviendo en casa de un primo santista.

Washington, ¿lo conoces?

Nadie conocía bien a Nelson aún, pero a juzgar por sus andanzas por la playa lo juzgaron atrevido, un hijito de papi con pretensiones de malo. Estaba inscrito con el primo en el Colégio Santa Cecília, entre los Canales 3 y 4. El de la luz verde volvió a apretar el botón del reloj, como si así concluyera la transmisión de la ficha completa de Nelson.

Ah, olvidaba un detalle. El tipo tiene una enfermedad asquerosa en las manos. No tienen color.

Recordé que Bakitéria ya me había preguntado si yo lo conocía, al paulistano de manos blancas. ¿Y qué hay con él?

El de la luz digital se inclinó sobre la tabla, apoyando la barbilla en la parafina. Le tienes que dar un susto. Te avisamos cuando aparezca.

Era típico de las pandillas, como pasó con Adidas. Me contó sobre la chica de uñas largas que atacó a Adidas para defender no sólo a su hermano, sino a toda la pandilla del Canal 7. Le clavó las uñas en la cara, y tres cicatrices en la mejilla lo convirtieron en Adidas. La moraleja de la historia era que no querían intrusos en el Canal 7 y en mi caso era importante probar lealtad mosquetera para iniciarme en el grupo. Pese a su petulancia, me pareció que eran más del tipo que escuchan baladas románticas de Léo Jaime que de música punk.

Mira. La navaja es solamente para amedrentar, explicó el del reloj. Es normal traer una navaja en la mano.

De acuerdo, dije. Abracé mi tabla deseando que fuera un cojín. Ele não surfa nada, respondí, tratando de ser gracioso al seguir con la canción de los Replicantes, pero la frase salió seca, sin efecto alguno sobre el grupo.

Aún así, la náusea que experimenté frente al desafío de lanzarme al mar con una navaja para asustar a un desconocido me hizo recordar la sensación que tuve cuando inhalé cloroformo en mi habitación con un compañero de escuela en São Paulo.

Fue a principios de año, recién cumplidos los dieciséis. La tarea de Geografía fue el pretexto para encerrarme por la tarde con mi colega, que me ofreció la manga de su camisa impregnada para que yo también inhalara el líquido robado en el laboratorio. La sustancia entró hondo, provocando un hoyo en mi estómago. Era tal la repugnancia visceral que me resultaba casi imposible levantarme del suelo.

De pronto escuché a mi madre al otro lado, gritando que si no abríamos la puerta llamaría a una ambulancia y luego a la policía. ¿O era primero policía y después ambulancia? Logré alcanzar la manija, salí con un semblante más o menos normal. Dije que me dolía la panza, lo que no era del todo mentira. Mi colega la saludó con un hola y se quedó mirando a mi madre, un poco averiado.

Las primeras caídas que sufrí fueron en la oscuridad. Al principio me metía en el mar por la noche, no quería que nadie viera lo torpe que era sobre una tabla. Iba a escondidas, calculando que Tuca sería la última persona en permitir que entrara al agua sólo, menos aún de noche. Remaba en diagonal, buscando un ángulo, me revolcaba hasta el fondo, acababa con la cara en la arena, pero la idea de que todo eso hacía parte de una tradición antigua me daba ganas de seguir. Pensaba en la fuerza del arañazo en el rostro de Adidas.

Un día —era un domingo por la mañana—, decidí acercarme a los tipos del Canal 7. Había una corriente fuerte de resaca, las olas eran enormes. Me dijeron que me llevaría algún tiempo aprender lo básico, mientras admiraban mi longboard nuevecita. Yo también la admiraba.

El regalo de mi padre me llenaba de orgullo, aún cuando me lo hubiese dado por haberme echado de casa de aquella manera. Para aliviar su conciencia. Seguramente seguiría pasando las horas alternando el trabajo entre la tienda de la calle Consolação y la de la calle Aurora, actualizando el precio de las luminarias por la inflación, molesto con algún mosquito, pero incapaz de mantener a su familia cerca suyo. Mi madre en un lecho de hospital y yo en Santos.

Desde el agua, por detrás de las olas, se notaba más lo cerrada que era la bahía. No era casualidad que los surfistas se trasladaran hasta Guarujá. Mientras hablaba con los chicos, imaginaba que Tuca me espiaba a través de una rendija de la cortina. Después de todo, era una casa muy larga, con más de diez ventanas mirando al mar. La timidez me dominaba, sólo lograría levantarme sobre la tabla cuando estuviera fuera de su vista.

Sentí que alguien me llamaba. Dijeron su nombre, era Nelson que venía remando hacia nosotros. El sujeto parecía un vigilante de playa, con su optimismo deportivo. Llevaba puesta una visera transparente verde limón,bien ajustada a la cabeza y un silbato colgado del pecho.

Cuando Nelson estuvo a pocos metros de distancia, el tipo del reloj digital me pasó una navaja. Nelson lo vio, pero no hizo nada.

No tuve manera de escapar, ya los otros nos rodeaban. Me sumergí y sujeté el pie de Nelson para pasar la navaja por su leash. Fue medio sin querer, en realidad no era esa mi intención.

Busqué el apoyo de los demás cuando saqué la cabeza del agua, con la impresión de no haber superado la prueba. Mis colegas ya se distanciaban sin esperar a que yo regresara a la superficie. Sólo quedó el tipo que imitaba mi acento paulistano, quien hasta entonces parecía ser mi mentor. El de la luz verde del reloj digital. Antes de remar, dijo que no me preocupara, que me encontraba en buenas manos, y aprovechó para saludar a Nelson antes de retirarse.

Nos vemos, dijo.

Por su lado, Nelson no dijo nada, sólo me miró, como si yo fuera capaz de intuir lo que iba a suceder. Fue cuando me di cuenta de lo que estaba a punto de pasar. Apenas pisara la arena, Nelson me iba a atacar y ninguno de mis nuevos compañeros del Canal 7 me defendería.

En la playa, mi instinto fue el de proteger mi longboard, pero la patada que recibí en la cara hizo que me golpeara la cabeza contra la punta de la tabla. Mi voz brotó débil, sentía que el sonido que provenía del interior de mi cabeza me destrozaba el cráneo. Eran descargas eléctricas que me hacían arañar la arena. Escuchaba a las personas de alrededor en eco y el cielo temblaba al mismo tiempo, con un azul tan estridente que llegaba a marear. Mi boca se llenó de sangre, lo que trataba de decir no se entendía. Escupí y me limpié la nariz ensangrentada. Se juntó más gente, los gritos de apoyo aumentaron.

Fue cuando vi a Marcela. Estaba parada en la rueda, abrazada a un chico rubio bronceado. Como el de la película del surfista que enceraba la tabla. No sé por qué fijé la vista en ella, esa chica morena de ojos oscuros. Me pareció hermosa. Fue la última certeza que tuve antes de caer desmayado.

La siguiente vez que Nelson y yo nos vimos, fue como si nunca hubiera ocurrido nada. No hubo segundas presentaciones ni pelea. Recuerdo que hasta llegamos a fumar hierba juntos, mientras él explicaba que en aquella ciudad no existían pandillas reales como las de São Paulo.

Que allí nadie era punk. En Santos había pura pandilla de surfistas. El lado A contra el lado B. Todo muy básico.

Agradecí cuando me pasó el porro, ante la mirada curiosa de los locales. Para mí eran locales, y seguramente no confiaban en mí. Cualquiera hubiera confiado más en Nelson, aunque no transmitía ninguna seguridad. Algo así pensé.

De nada, dijo él, ofreciendo hierba al que se le antojara, invitando a las personas con los brazos abiertos. Basta con que un bando invada el territorio rival para que se rompan tablas o se agarren a golpes. La gente del litoral es así. Hacen una rueda dentro del agua y lo resuelven por la fuerza.

O con una navaja, dije, para no quedarme callado con cara de idiota.

Pero aprende, Oscar. Es sólo para impresionar. No hay que perforar la piel, tampoco cortar la cuerda. Ese tipo de cosas no se hacen, y fue justamente lo que intentaste conmigo. ¿Fueron qué? ¿Dos semanas las que estuviste en el Ana Costa?

Sí, dos en el hospital, dije, aguantándome para no tocarme la cabeza vendada.

Por otro lado, cuando no hay olas en Santos, los del Canal 1 tienen que pasar por aquí para llegar a Guarujá. Pero la rivalidad es más por las niñas, dijo, viendo a Marcela. A ellas les gustan los surfistas. No los de São Paulo, como nosotros. Somos demasiado pálidos. Pálidos no, verdes.

Marcela me miró con los mismos ojos rasgados de antes, sosteniendo un mechón de cabello a la altura de la boca sin aparentar ninguna emoción. Lamió la punta, acomodándola detrás de la oreja.

En aquella noche de luau, Washington, su novio, abrazaba su cintura. Había un tipo al que decían Namor, el Submarinero, que bailaba como un místico, dando vueltas a la fogata. Rezaba a la llama para que la noche terminara pronto y le trajera buen surf por la mañana.

Me quedé un poco aturdido, sintiendo cómo aumentaba mi mareo por el olor a diesel de los barcos. Volví a mirar a Marcela. Recostó la cabeza sobre el hombro del novio como si fuera la cosa más bella que hacer en ese silencio arrullado por las ondas que se doblaban bajitas sobre el brillo del mar.

Me puse a pensar si aquello entre ellos perduraría por siempre, pero meses más tarde, y esta es otra historia, Washington recibiría un balazo en la espalda. Lo enterraron al día siguiente.

Ajuste de cuentas, dijeron.

Sonaron tan desprovistos de afecto que parecía que comentaban que se había ido descansar. Y que ya no podría vencer el peso del sueño.

El rumor que circulaba era que lo mataron porque debía dinero. Por esa razón lo enterraron rápidamente, por temor a una venganza sobre el resto de la familia. El caso nunca fue aclarado, pero Nelson y Marcela se marcharon de Santos. La policía no investigó, y al final nadie supo con certeza cómo fue el crimen.

No sé por qué asocio este pasaje al escándalo de la marihuana da lata. Lo vi en el noticiero, con Tuca a mi lado. Creo que fue porque alternaban en la tele imágenes de Marcela y Nelson, la pareja desaparecida, con la maconha da lata. Esperé a que Tuca se fuera a dormir para pensar libremente al respecto.

Washington, cuando no estaba en el bar de Vasquinho fumando cigarrillos con Chulapa y otros del ambiente del fútbol, surfeaba. Uno de los traficantes, que vendía droga en Maresias, se llamaba Douglas, un tipo del que Washington había sufrido amenazas de muerte.

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