Acre

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La gente comentaba que su madre trataba de tapar los agujeros, saldar las deudas con los traficantes. De una forma u otra, la madre siempre encontraba el medio de comprar cocaína para que el hijo se la inyectara. Todo eso me resultaba raro y nunca me acostumbraría a la idea de una aguja penetrando la piel, ardiente como una brasa viva. Era un juego que yo no comprendía.

En esos primeros meses de Santos, también vi morir a un tipo. Cruzó la avenida en traje de baño, se notaba que le quemaban los pies sobre el asfalto del mediodía. Fue tan rápido que rodó hacia la acera tras ser atropellado, para ir a dar casi de frente a nuestro portón. En la playa, los niños hacían guerras de arena.

Cuando Marcela posó la cabeza sobre el hombro de Washington, yo todavía ignoraba todo eso, ni siquiera me había fijado en las marcas de su brazo, en aquellas heridas resecas. Él tenía un tatuaje en el pecho, una especie de ancla con un pulpo. Recuerdo que el diseño me pareció algo tonto, pero aún así Washington tenía a la novia más linda, fría e indiferente. Marcela traía algo de caiçara, con aquellos ojos rasgados que no dejaban de impresionarme. Eran como la fogata frente a nosotros, rasa en la brisa.

Había un montón de gente riendo y una canoa al fondo, en la mansedumbre de la noche. Namor, el Submarinista, seguía bailando. Y ahí seguía el cielo con la imagen del cangrejo incrustado en las estrellas, de espaldas al mar.

Observando la canoa, pensé en aquel modo de los antiguos de abrir el tronco de madera a pura hacha. Vi los peces que flotaban en la superficie, el cardumen atontado por el timbó que crecía a lo largo de la costa. Timbó, la planta cuyos principios activos llegaban a matar a los peces, era una solución de los indígenas para conseguir alimento. Lo aprendí en la escuela, recuerdo el libro, la página abierta en la imagen de la aldea costera que fray Vicente do Salvador pintó en el siglo xvi.

Me acordé de los pies cruzando el asfalto caliente para llegar al otro lado, del tipo atropellado y luego de Nelson golpeándome dentro de la rueda de colegas, y yo llevándome las manos a la cara, buscando protección. Cuando lo intenté agarrar en un esfuerzo por poner fin a aquello, parecíamos dos medusas revolcándose en la arena caliente.

Era cierto que nunca tuve motivos para provocar una pelea con él. Desde el principio sabía que yo no tenía razón alguna para enfrentarme a él en el agua, pero estaba seguro de que, tarde o temprano Nelson me hubiera retado de todas formas. Su fama era esa. No sé en qué momento de la noche empecé a considerar eso. No podía dejar de pensarlo. Nelson ya me había golpeado, pero sabía que una única paliza no le bastaría. Presentí que ese sujeto nunca volvería a dejarme en paz.

3

Con permiso, ¿estás en la cola del Kidelicia?

Doña Vera se abrió paso entre los médicos y enfermeros de la Santa Casa, también entre los funcionarios de las empresas aledañas. Se protegía la vista del sol y pedía permiso para pasar, palpando su antebrazo y secándose cada poco tiempo los ojos con un pañuelito sujeto entre los dedos. Kidelicia, el restaurante de comida al peso de Marcela, abría puntualmente a las once y media, pero siempre había gente frente a la puerta diez minutos antes.

El viernes era el día más concurrido, y cuando mi vecina venía a comer al restaurante porque sabía que me encontraría allí. Yo dejaba a mi empleado puliendo las luminarias en la tienda y me escapaba para ayudar a Marcela con la caja. Desde allí observé a doña Vera llegar.

Bajo los helechos que adornaban el salón, Vera se vio reflejada en la combinación fracturada e infinita de los espejos. Parecía un poco confundida por el murmullo de la sala, perdida, si no fuera porque con su presencia, bien plantada en medio del salón, no cedía espacio a los otros. Se colocó cerca de las bandejas, marcando territorio, concentrada en observar qué comida prefería la gente. Antes de incorporarse a la fila, que avanzaba más lentamente que de costumbre porque no todos los platillos estaban listos, examinó las opciones de almuerzo como lo haría un inspector municipal.

Vera se mostraba un poco ajena a todo aquello, a veces dirigía un gesto de desprecio a los que se demoraban un poco más en elegir el almuerzo. Parecía preocupada por el orden de las bandejas, si era el mismo de siempre. Los que no la conocían podrían pensar que la tardanza de la gente la incomodaba profundamente, pero yo sabía que aquella expresión dura se debía a un tic, de esos que se apuntalan tras largos años de soledad.

Se concentró en los berros, luego en el huevo de codorniz, en el betabel, en la ensalada de patatas con alcaparra. Pollo chino chow chow, ragú napoletano verace. Sosteniendo el pañuelo frente a los ojos, Vera inclinó ligeramente la cabeza para certificarse de que la llama seguía bajo el filete con salsa de pimienta, movió el arroz y lo volvió a tapar. Cuando notó que yo la observaba desde la mesa del bufé, disimuló, mirando en otra dirección. Si Marcela la viera revolver la comida de esa forma se enfurecería. Me acerqué.

Sólo vine a ver si las cosas estaban en orden, dijo.

Qué bueno, doña Vera. Me alegra que haya venido.

Es una suerte que estés aquí, el restaurante no es el mismo sin ti, Oscar. Aún así, esta gente que no sabe esperar. Por Dios.

No se puede siempre, doña Vera, ya sabe, pero parece que hoy todo el mundo se despertó con mucha hambre. ¿Se queda a comer con nosotros?

Si no es molestia.

Usted siempre será nuestra invitada, contesté.

Vera sonrió con rigidez, chasqueando el cuello.

Busqué en ella algo que evidenciara la presencia de Nelson en su casa. Desde que el hijo llegara, casi no la había visto y me incomodaba el silencio sobre su regreso. Aquel exceso de ropa, en un día caluroso como aquél me daba más calor. El lugar estaba mal ventilado y el olor del queroseno que calentaba las charolas impregnaba el ambiente.

Doña Vera, siéntese antes de que se lleven la silla. Allí, mire.

No quiero robar el lugar de nadie, dijo, saludando en seguida a un grupo de secretarias que también acostumbraban llegar temprano.

Ella debía conocer a las tres muchachas que estaban ahí, todas con el mismo uniforme azul marino. Una de ellas agarró dos pedazos de solomillo, pero cambió de parecer.

Voy a ser rápida entonces. Ya son qué. Ni las doce. Almuerzo bueno es almuerzo tempranero, comentó ella para la muchacha de enfrente, y tomó un plato.

Vi a doña Vera por primera vez en el ascensor, once años atrás. Sujetaba los puños del abrigo con discreción y me espió con el rabillo del ojo, con el rostro, ligeramente inclinado, como ese día en el restaurante, expresando timidez, moviéndose a cada instante, intentando afianzarse en el espacio. Notó que yo traía la llave de la inmobiliaria y preguntó sin rodeos si yo era el nuevo propietario.

Déjeme adivinar. 9A. ¿Es usted?

Se tocaba el brazo al hablar, el frío no la abandonaba. Soltó una de las mangas del abrigo para acariciar los botones de latón de la placa del ascensor, como si pertenecieran a su ropa.

¿Noveno, entonces?

Sí, por favor.

Ay, ese Décio. El portero tiene que esmerarse más, dijo ella, señalando el metal mal pulido, cubierto de crema reseca. Pero el ascensor nunca se ha estropeado. No que yo sepa, prosiguió, haciendo un gesto tardío con ambas manos, que de pronto abarcaban el espacio cuadrado. La caldera funciona bien y la vista del edificio es buena, aunque la plaza estuvo mucho mejor. Y el barrio, por más que haya mendigos y de esas cosas, no está nada mal. ¿De dónde vienes? Bueno, ya le hablo como si lo conociera. Pero como vamos a ser vecinos.

Nosotros vivimos en la plaza Roosevelt durante casi veinte años. Yo y mi mujer.

Tan joven y ya casado.

Cerró los ojos como si sintiera la velocidad repentina del ascensor en la subida. Al llegar al último piso, Vera me dijo que el 9A estuvo desocupado por mucho tiempo.

Era una muy buena familia la que vivió aquí, pero dicen que tuvieron un problema con la justicia, no sé el motivo, y se cambiaron a la provincia. Ahora voy a poder compartir esta vista otra vez.

Asentí. Así es, seremos vecinos.

Al entrar al departamento pensé en aquella familia de la que me acababa de hablar, pero ya no había vestigios allí, de no ser por algún adhesivo olvidado en las ventanas. Los cajones se atascaban un poco y el interfono estaba descompuesto.

Desde el ventanal, la vista daba a la plaza, toda una manzana que otrora había pertenecido exclusivamente a los niños. Desde arriba la podía ver entera, y estudiar las transformaciones que el sitio sufrió a través de los años. Pasó por remodelaciones baratas a las que llamaron ampliaciones, que se limitaron a cubrirla con más y más cemento. Quedaron únicamente los subibajas, más bien los olvidaron ahí. El puente colgante de madera que los niños cruzaban a gritos en fila india desapareció, al igual que gran parte de los ipês morados, cuyas sombras parecían moverse más despacio durante los días soleados. Ahora, desde mi sala, podía observar todo por encima de las copas de los árboles. De niño solía ir por un helado de pistacho a donde Mario, la Confeitaria Little, y asistía a obras de teatro en la Biblioteca Monteiro Lobato los fines de semana. Mudarme frente al parque era un sueño adormecido.

Ese día, en el restaurante, me dieron ganas de preguntarle a doña Vera acerca de la familia que habitó mi departamento, pero se había alejado. El vidrio de la ventana reflejaba la luz del sol en los espejos recortados de las paredes.

Cruzando la calle del restaurante había un hospital. La Santa Casa, era de inspiración gótica, de 1881, algo muy especial para un niño del centro de São Paulo. Ni la cercanía con el Minhocão, la cicatriz más gruesa de São Paulo, ni el trazado de las calles, con letreros indicando nombres de personas desconocidas, como el Major Sertório o el General Jardim, afectaba al placer que la cuadra entera, con sus torres de ladrillos, despertaba en mí, un pequeño castillo clavado en el corazón del barrio, protegido por las construcciones vecinas. Alrededor de la plaza los edificios no rebasaban los nueve, diez pisos, gracias a una antigua ley de urbanización, lo que humanizaba la vista, cediendo más espacio al cielo. Y pensar que el barrio Vila Buarque alguna vez fue una hacienda.

Frente a la vista compartida con doña Vera, imaginaba el anfiteatro del parque, demolido en los años setenta para evitar cualquier concentración de protestas durante el gobierno militar, sobrevivió únicamente la biblioteca infantil Monteiro Lobato, que frecuenté antes de que abatieran tantos árboles para dar paso al cemento.

Aun sin los ipês, el cemento tiene sus encantos, me dijo Marcela un día. Estaba viendo la televisión, pero el comentario, por más seco e irónico que fuera, daba pie a una charla.

Porque cuando vivía de niño en la calle Rego Freitas, empecé a decir, era todo tan distinto.

Pues sí, dijo ella. Cambió de canal con el control remoto, levantándolo a la altura del rostro.

Qué, ¿no quieres oír?

Trataba de disimular, pero la voz le salía arrastrada y ladeaba la cabeza revelando un nerviosismo creciente. A veces intentaba parecer interesada, pero nada era más aburrido que este tipo de asuntos para ella.

El otro día me hablaste del dueño de la confitería, el que hacía los mejores helados del lugar, y que no trabaja más ahí. ¿Cómo dices que se llamaba?

Mario.

Marcela levantó sutilmente el mentón. Ah, ok. No dijo nada más, como si de golpe se hundiera en un pozo sin fondo.

El mundo de los recuerdos tenía una consistencia atmosférica que no le interesaba. Prefería permanecer sumergida en una especie de ostracismo perverso provocado por el televisor, y lo ponía muy en claro subiendo el volumen.

Un recuerdo llevaba a otro, como el hijo del carnicero, que me recordaba al Jesucristo del póster enmarcado en la pared de la carnicería donde mi madre me enviaba a comprar contra-filé. Era idéntico. Mientras aguardaba a que el muchacho cortara la carne, no podía evitar la comparación, lo que me provocaba un poco de asco. Uno de los Cristos cortaba carne y me la entregaba en un paquete de papel blanco, mientras que el otro Cristo señalaba su propio corazón. También le quise contar sobre la alberca del Sesc, de cómo fui un niño de ojos rojos y dedos con olor a cloro, pero mi mujer dijo que no estaba interesada en el pasado.

¿Para qué? me da igual. Empezando por la grieta de la pared. Por cierto, pueden venir a arreglarla cuando quieran. Me acostumbré a ella. Hasta me gusta.

Nelson ya llevaba algunos días en el piso de doña Vera y probablemente Marcela y él se habrían encontrado casualmente más de una vez. Pero ella no me lo hubiera contado. Al contrario. Guardaría silencio.

Por mi lado, no noté nada extraordinario. Los sonidos en la casa de la vecina eran los de siempre, con la radio encendida por la mañana y el noticiero de la tele en la noche. Cuando Marcela no estaba cerca, yo pegaba la oreja a la pared para intentar oír. Nada. Daba la impresión que él estaba del otro lado, también a la escucha.

Aún no había visto a Nelson. Para mí era un asunto pendiente, y mientras más tiempo transcurría, más me quitaba el sueño. Un día decidí tocar el timbre, pero desistí. Llamar la atención, o evidenciar que su presencia me tenía intrigado, era exactamente lo que lo haría sonreír, triunfante.

La misma doña Vera, que andaba desaparecida últimamente, prefirió no tocar el tema cuando se apareció por el Kidelicia ese viernes. Pensé en lo difícil que debió resultarle ver de nuevo a su hijo. El abandono debió doler durante todos esos años, y luego verlo cruzar por la puerta de repente, como si nada. Menudo susto. Estaría seguramente sentada al sol cuando sonó el timbre, relajada en una poltrona, leyendo el periódico. O quizás —y más probable—, estuviera puliendo algo, muy agitada, asediada por las dudas de lo cotidiano.

Se decía que Nelson era hijo de un policía y que los padres de ella no aceptaron la situación, por eso Vera tuvo que criarlo sola. Fue lo que oí contar a otro vecino, de esos a los que les gusta encarmarse al pozo de las vidas ajenas, como si así las suyas fueran a resultar más interesantes.

Nelson probablemente ignoraba que su madre tenía la costumbre de bajar con una bolsa para recoger restos de comida después del mercado, junto a los mendigos, y que se quedaba por allí, buscando compañía, supongo, y que realmente el dinero no le alcanzaba. No sé si llegó a padecer hambre, pero Vera no parecía avergonzada por mezclarse con los de la calle. Hasta a Marcela, que no era de conmoverse por la miseria, cuando se enteró de la situación de nuestra vecina, entre el abandono y la falta de dinero, le dio por pensar al respecto.

Imagínate llegar así a la vejez, comiendo sobras, dijo. Si no fuera por nosotros, podría formar parte de esa indigencia desmedida del centro de la ciudad. ¿Te fijaste en la cantidad de gente que vive en las calles?

Mis conversaciones con Vera se fueron dando con naturalidad, como cuando nos vimos por primera vez en el ascensor del edificio. Marcela decía que le hablaba por lástima, y que yo no sería capaz de rehabilitar a aquella mujer. Pero para mí esa no era la razón.

Creo que Marcela sentía un poco de celos porque yo disfrutaba de la compañía de la vecina, quizás porque ella compartía todos aquellos detalles domésticos conmigo, era lo que me daba sentido de pertenencia al lugar. Aunque la charla no pasara de una simple queja por un limón demasiado caro comprado en el mercado, eran detalles que me acercaban a la vida de la ciudad y del edificio. Vera era capaz de desenvolver y extraer la fruta de la bolsa sólo para enseñármela.

Mira, compré uno solamente.

A veces, llamaba por teléfono para saber si no había olvidado tomar mi medicamento de hipertensión. Y ella me contaba cómo se depilaba, aprovechando el solecito, en el piso de la sala. Así la cera se suavizaba y de paso agarraba color. La imagen de la vecina buscando pelos enterrados con una pinza no me causaba repulsión, e imaginar el sonido del celofán me hacía pensar en el barniz cuarteado de la sala, o en los ipês abatidos de la plaza, en esas cosas que llenaban mi vida cotidiana.

¿Quieres que agarre un poco de solomillo relleno para ti, Oscar? ¿Antes de que se acabe?

No hace falta, doña Vera. Gracias.

Vera había ido a la caja a buscarme risueña con un plato vacío, regresó enseguida a las charolas. Se puso a admirar las ensaladas, los frijoles, la papa frita, sin decidirse. Sus labios murmuraron algo.

Una vez la llevé de paseo a la cocina para distraerla un poco. Me confesó que le gustaba el sonido de la fritura y ver cómo las burbujas engullían tranquilamente el pastel de carne com palmito, mientras ella esperaba con la impaciencia de una chiquilla a que estuviera listo. Luego surgía la crosta dura y rugosa, con un brillo sedoso. Me dijo que la imagen del aceite escurriéndose en el plato le recordaba a una isla que gana territorio.

Es cuando adquiere alma, dijo. Pero lo que realmente me gusta es estar cerca del bufé.

El bufé. Vera era la misma mirada hambrienta de la soledad, pensé.

La mujer se sentó en un rincón del restaurante, bajo los helechos que colgaban del techo. Fui hasta allá.

Coma, le dije, ofreciéndole un corazón de gallina pinchado en un palillo.

Ay, gracias, Oscar, cuántos mimos. Será mejor que me dé prisa porque enseguida esto se llena.

Vera sonrió, coqueta, en el instante en que Marcela salía de la cocina. Llegó muy atareada, limpiándose las manos en el delantal, diciendo que estaba pasando unas legumbres por un colador de malla fina, tarea que correspondía a una de las cocineras que había faltado al trabajo. Se agachó junto a mí para recoger una servilleta caída y tiró con firmeza de mi brazo para subir. Me hizo una caricia.

Practicidad es la palabra, dijo en voz baja, y sonrió dinámica, con todo el vigor de quien trabaja en un restaurante.

Me extrañó su vivacidad. La boca levemente abierta, sus dientes blancos, como de porcelana, me recordaron a la pieza de azulejo que doña Vera colocó en el exterior de la puerta de su casa, junto a la puerta, encantada porque lo había copiado de un programa de televisión, y aún más por el hecho de que era fácil de limpiar. Pero ella prefirió dejarlo en blanco, total, el número del departamento estaba escrito en la puerta.

Marcela me llevó con ella. Me preguntó al oído por qué siempre invitaba a aquella mujer.

Marcela, mi amor, ¿qué pasa con ella? Apareció, nada más. ¿Cuántas veces te tengo que recordar que es nuestra vecina de puerta?

¿Y?

Que no puedo permitir que se quede tirada por ahí.

Ay, qué drama. Entonces quieres decir que si no viene a comer aquí se va a morir en un cubo de basura. Llévala a ver luminarias a tu tienda, entonces. Aquí se queda mirando a la gente, como si estuviera loca, y es muy desagradable. A ti no te importa porque quien saca este negocio adelante soy yo. Son mis clientes.

Marcela.

Mi mujer tenía razón. En el fondo Vera era una cretina muerta de hambre, era vergonzoso ver su plato repleto de farofa, que se desmoronaba sobre el arroz, el frijol, la carne, las frituras y la ensalada. Mientras discutíamos en voz baja, doña Vera, a cierta distancia, nos dirigió la mirada. Abordaba a un joven que se sentó en diagonal a su mesa.

Tú eres Tomás, ¿verdad? Conozco a tus papás del edificio Jacobina, dijo ella. Vecino al nuestro. ¿No te acuerdas de mí? Examinó al muchacho. ¿Sabías que mi hijo estuvo fuera, pero que ya regresó? Hacía mucho tiempo que no venía a casa. ¿Todavía vives con tus padres?

Los helechos, demasiado largos, llegaban a contornear las puertas, y la mirada de Vera, enmarcada por las plantas de plástico, tenía algo raro. Parecía vigilar al muchacho.

¡Marcela, Oscar!, llamó Vera de pronto. Hace falta sal y pimienta en las mesas, advirtió sonriendo. Miren, hacía mucho que no me comía unos frijoles tan frescos.

Sus ojos verdes se veían más grandes, exhibían una curiosidad afectiva. Estaba contenta, se le notaba en la forma abierta de platicar con las personas, y el maquillaje bien aplicado sobre el rostro redondo y claro le favorecía.

Arrugó una servilleta sobre el plato y volvió a mirar alrededor. Alzó las cejas, concentrada. Probablemente intentaba calcular si habría gelatina de postre para toda aquella gente.

4

No hubo modo de retroceder. Nelson remó en nuestra dirección, y de pronto quise huir, pero los ocho surfistas del Canal 7 cerraron el círculo cuando él se aproximó.

Bajo el sol intenso, Nelson acomodó la visera de plástico en un gesto estudiado y tardío. Agitó las manos despigmentadas frente a mí, como dos carpas nerviosas salidas del agua, arrancando risas a los demás. Debí haberme hecho el héroe también, burlarme de su expresión desafiante, con aquellos ojos fijos en mí. Pero me quedé mirándolo, sin lograr hacer nada.

Brother.

Nelson me llamó brother. Aquella palabra me confundió por un segundo, no quería decir nada con eso, era tan vago como decir que estábamos bajo el mismo cielo. El sol pegaba tan fuerte que no lograba ver bien. Su cuerpo se movía al compás de sus manos, resbalosas y flexibles. Una carpa, pensé, revolviéndose entre el cardumen, en un círculo cerrado.

Guardé la navaja en el calzón, y nos quedamos mirándonos, reconociéndonos, como si nos disputáramos un pedazo de territorio de Santos. Proveníamos de la misma ciudad, pese a que frente a los demás estábamos reducidos a dos muñecos pugilistas. Yo temblaba de miedo y llegué a dudar si realmente sabía nadar, en el caso de que me arrebataran la tabla, o si era una ilusión lejana de infancia. Quise explicarle que no tenía la más mínima intención de lastimar a nadie, pero de todos lados llegaban miradas que indicaban que yo tendría que cumplir con mi parte.

El del reloj digital no tardó en provocarlo, gritando que tuviera cuidado porque Nelson tenía sida. El aviso me hizo espabilar, la confrontación era real. Cuando me percaté de que no podría escaparme del cerco, el miedo a enfrentarme a aquel lunático aumentó, tanto más cuanto Nelson no parecía intimidado por el grupo, y mucho menos por mi presencia achicada. Mantenía la visera bien ajustada y parecía ajeno a las circunstancias, flotando en el agua con la naturalidad de un desecho de naufragio.

Pretendían que asustara a Nelson, mientras, yo luchaba con todas mis fuerzas para mantenerme en calma. En la desesperación, me sumergí y corté el leash, e inmediatamente me arrepentí de haberme dejado llevar por los planes de los surfistas. Vi cómo la tabla se desprendió de su tobillo a cámara lenta. Bajo el agua medí mi acción, sabía que aquello había sido un error, y por descuido tragué agua y tosí. Sentí miedo de regresar a la superficie, miedo a Nelson y al resto del grupo, reunidos encima de mí, esperando a que yo reapareciera, pero tampoco podía aguantar mucho allí abajo.

De repente, Nelson me agarró por los codos y me sacó del agua, con los ojos fijos en mí, como si yo fuera su pesca del día.

Tranquilo. Respira.

Cargado de adrenalina, me aferré a mi longboard. Sin hablar, Nelson empezó a alejarse con la corriente, remando para regresar a la playa, tras los chicos del Canal 7. Observé su cuerpo flaco sobre la tabla. Algunas veces volteaba en mi dirección, riéndose.

Yo tosía sofocado, mi nariz no dejaba de gotear y las manos seguían trémulas. Metí con dificultad la navaja en el bolsillo del calzón y me quedé flotando, sobre mi longboard, tratando de vislumbrar un destello de gloria por el hecho de haberme enfrentado a alguien por primera vez, y por haberlo hecho en el mar, aunque sólo a un imbécil como yo se le ocurriría cortar la cuerda de una tabla. Nelson no parecía estar muy ofendido, pero, desde el mar, la orilla de la playa me solitaria y peligrosa. Sabía que él no dejaría así las cosas.

Intenté fijarme en cómo surfeaban los otros, lo que me transportó a la colección de postales de tierras lejanas que Tuca tenía sobre el mueble junto a la televisión, pero no lograba pensar con claridad, eran ideas y memorias confusas. Mi pecho y el rostro quemaban, no era sólo a causa del sol. Ardían contra la parafina de la tabla. Me sentía humillado.

Observé cómo la luz penetraba en el mar, recortando el agua en pedazos de gelatina, y sentí un olor a bollo azucarado, remojado en café con leche. Visualicé la mesa puesta en casa de Tuca y me percaté de que tenía hambre, un hambre que empezó a consumirme dulcemente en aquel instante. Seguramente ya estuviera adivinando que no volvería a ver un plato de comida hasta dos semanas más tarde.

La personalidad impenetrable de Nelson, o la imposibilidad de ser igual a él, me causaba impotencia. Proveníamos del mismo barrio de São Paulo. Él había crecido frente a la plaza Rotary y yo a algunas cuadras de allí.

Corrió el rumor de que él llegó forajido de alguna confusión. Se apareció de repente y se fue a vivir a casa de los tíos. Dicen que bajó del autobús cargando apenas una mochila, y que su aspecto realmente era de delincuente. Hasta la forma pausada de hablar era la de alguien que hubiese sido golpeado en la cabeza.

Nelson fue tema de conversación desde que arribó a Santos, lo que me sorprendía porque su cara vacía, sin expresión no revelaba ningún mundo interior. Llamaba la atención de las personas con las maniobras de su yoyo, por ejemplo, atrayendo las miradas hacia el cordón que volaba alto, enrollado en los dedos descoloridos, haciendo rodar perfectamente el plástico sobre el suelo.

Miren, paseando el perrito.

Con su aire eufórico, lograba despertar el interés de la gente, incluso hacía tropezar a quien pasara cerca de su juguetito, su actitud era tan imprevisible y neurótica que nadie sabía a lo cierto si su intención era la de hacerse el gracioso, o si no podía evitar ser el centro de atención porque su espíritu vivía en un estado de tormento perpetuo.

Algunos decían que Nelson había venido para tratarse la piel con el tío, pese a que el doctor Rodrigo no era dermatólogo. Otros, que la despigmentación no tenía solución, que era incurable, que lo que tenía era sida. Era lo que se oía tanto en su escuela como en la mía. Llegaron a interrumpir una clase para aclarar el asunto. Lo que Nelson padecía no era contagioso, explicaron, era apenas una deficiencia. Le faltaban melanocitos para producir melanina. Aun así, la fobia causada por el vitíligo de Nelson se volvió un buen pretexto para que algunos alumnos faltaran a clases.

Sólo Marcela no tenía miedo de tocarlo. Se burlaban diciendo que el mero intercambio de miradas entre los dos ya era contagioso. Me causaba repulsión imaginarla rozando aquella piel, y no por el hecho de que su novio fuera otro, el primo.

No me interesaban los chismes, eran principalmente las chicas las que comentaban, con cierta envidia. Decían que Marcela era una cualquiera, Nelson un perturbado y Washington un adicto. En ese orden.

Los que se se inyectaban cocaína compartían aguja, una práctica común hasta entre los surfistas que comenzaban a destacar en los campeonatos. No sé si fue la disputa por Marcela o el uso de la droga hasta muy entrada la mañana lo que hizo que la camaradería entre Nelson y Washington durara poco. Al principio solían estar juntos todo el tiempo, pero después daba la impresión de que lo único que tenían en común era a Marcela, en turnos alternos.

Lo que ofendía a los santistas no era el hecho de que Nelson se tirara a la chica del otro, sino que fuera un tipo que no sólo se creía new wave, que además tenía una actitud burlona, medio excéntrica, con su cabello emplastado de gel, el pantalón verde limón arremangado enseñando el calcetín, o los tenis cuadriculados. Un payaso con sus trucos de yoyo no podía llegar allí para dominar la escena.

De ahí lo de la navaja. Querían que otro paulistano lo pusiera en su lugar, así no ensuciarían sus propias manos.

La presencia de Nelson en el departamento vecino me traía esos recuerdos de la adolescencia, como la golpiza que me dio en la playa en el momento que pisé la arena y el tiempo que pasé internado en el hospital. Pero lo que realmente me molestaba era la compasión en la voz de Marcela al mencionar su encuentro con él, lo mucho que parecía afectarle que las manchas hubieran avanzado por su piel a lo largo de los años.

Es como si no pudiera tolerar la luz fría del ascensor, añadió.

Empecé a sentir una curiosidad morbosa, casi irresistible, por ver cómo sus brazos descoloridos se habían deteriorado desde que yo lo conociera, en su juventud. En algún momento coincidiríamos, era sólo cuestión de tiempo. Me ponía a imaginar que el encuentro se daría de la forma más inesperada, cuando hiciera algo inusual como subir las escaleras del edificio en vez de tomar el ascensor, o al atajar camino por la plaza, que evitaba por los mendigos y por algunos vagos que se agrupaban en los rincones para fumar crack. O quizás fuera en la esquina de la Major Sertório con la calle Doutor Vila Nova, donde los travestis discutían a gritos hasta la mañana y se exhibían con la camiseta levantada a los conductores que desaceleraban al pasar. O en la misma entrada del edificio, bajo el sol de mediodía. Quería saber si, en el momento de saludarme, haría mención a su sensibilidad a la luz, como le dijo a Marcela.

El que ella se atuviera a ese detalle era lo que más me incomodaba. Nelson jugaba a ablandar los corazones de las mujeres. De mi mujer. Marcela suspiró, giró el anillo de matrimonio en el dedo y siguió quieta. Su pecho vacío y las piernas delgadas me arrojaron nuevamente al pasado en Santos. Intenté sentir el aroma de la marea en el viejo malecón que llegaba hasta el mercado de pescado, pero no pude. Me acordé de un vendedor con dientes postizos, que gritaba más fuerte que los otros, ofreciendo todo lo que había en la barraca, incluso recordé que la gaviota que sobrevolaba su techo estaba a la venta. Tosía, la llamaba filha de uma figa, sin quitar los ojos del maldito pájaro.

Cuando estaba en Santos, a veces me entraba cierto temor a terminar olvidado en aquel viejo puerto de almendros, con los canales encharcados que olían a desagüe. Quizás alguien vendría por mí. Era un anhelo de niño de puerta de escuela, siempre a la espera de algo que nunca llegaba. Mi padre llamaba poco por teléfono, parecía haberse resignado a que yo no formaba ya parte de su rutina. Tenía casi diecisiete cuando llegué a Santos, estuve dos años allí y tuve que casarme porque dejé embarazada a Marcela. Fue su madre la que insistió, probablemente esperanzada por la posibilidad de que su hija comenzara una vida mejor en São Paulo.

Mi padre levantó los hombros y resumió la situación en tres partes iguales: dijo que el problema era mío, que la vida era mía, y que la mujer también. Mucho antes de todo eso, al salir del hospital, pude simplemente haberme marchado de Santos, pero no lo hice, porque, y aunque entonces no lo tuviera tan claro, esperaba a Marcela.

Después de la paliza de Nelson, estuve algunos días inconsciente. El primer recuerdo que tengo, tras despertar en el Hospital Ana Costa, es el del vidrio de la ventana en el que se reflejaba el cuarto que olía a sal endulzada por el suero. Me acuerdo también de la sensación de hambre, como si mi cuerpo se hubiese adormecido sobre las olas, sentí ganas de bollo azucarado, remojado en café con leche.

Recuerdo el bizcocho de yuca que Tuca sacó lentamente del bolso cuando me vino a visitar, pero ese momento lo confundo con otros, con momentos de alucinación y fragmentos de pesadillas que tenía a menudo, como la de dos medusas revolcándose en la arena. Me despertaba creyendo que todavía me encontraba en la playa, temblando entre el calor y el frío.

El tío de Nelson también vino. Era un médico conocido en el hospital por ser comedido y sensato, sin el mínimo rasgo transgresor de su hijo, Washington. Me acuerdo de él, a veces de pie, otras hundido en la silla. Era un tipo que encarnaba el presente, con dominio de sí y que no aparentaba temer ningún obstáculo. Daba la impresión de ser objetivo, sentado allí mismo, meditando, con el rostro entre las manos, masajeándose lentamente la frente y las sienes, como transportado hacia afuera de la habitación, del hospital, quizás incluso de Santos. Permanecer a mi lado, mientras yo no daba señales de estar despierto, debía ser su refugio.

Por la misma razón, yo también disfrutaba de su compañía. Me recordaba a mi madre internada en el hospital, me la imaginaba amparada por alguna mirada desconocida como la del doctor Rodrigo. Cuando mi padre no estaba a su lado, pensaba en cómo lograría comunicarse con los demás, porque ella era de hablar lento.

La última vez que la vi fue en la cocina de Tuca. Estaba serena como quien observa fuegos artificiales explotar en el horizonte, bien dispuesta a la felicidad alrededor de la mesa y al picor de las malaguetas. Antes de irse me abrazó y besó con ganas, apretándome la cara como el médico hacía con las manos al sentarse a mi lado, para pensar en lo suyo.

Sólo cumple con su deber, comentó una enfermera, refiriéndose al cardiólogo, mientras cambiaba las curas de mi cabeza. Se lo decía a la compañera que enrollaba la gasa para que ella pudiera cubrirla con el esparadrapo. ¿No fue su sobrino el que hizo esto?

La sensación era la de que confeccionaban un balón de fútbol con mi cabeza, aislando bien el zumbido insoportable, para que sólo yo lo oyera. La mayor incomodidad de aquel casco que me apretaba el mentón y exprimía mis orejas era la comezón. Enloquecía. Rompí varias puntas de lápiz intentando alcanzar más atrás, más arriba, más hacia el costado.

Fui fuertemente reprendido cuando me llevé un pedazo de piel, nada serio, pero la sangre que escurrió sobre la almohada alarmó a las enfermeras. Debieron pensar que el zumbido concentrado explotó mis sesos. Gracioso. Se mostraron demasiado preocupadas, como si yo no hubiese entrado sangrando en el hospital y ensuciado todo el piso de linóleo.

La imagen de un trapo aclarado varias veces en una cubeta me consumía. Me quedaba allí, achatado en la cama, pensando en la rutina de un hospital, intentando no anticipar la intensidad del dolor cuando el efecto del analgésico terminara. Tampoco quería adormecerme, con miedo a despertar en otro lugar.

La enfermera llevó mi dedo a un botón. Si necesitas algo, aprieta aquí.

Hablaban de sus vidas en mi presencia, como si aún me encontrara inconsciente. Según pasaban los días y me quedaba despierto por más tiempo, ellas empezaron a desplazarse a la puerta del cuarto. Trataban de hablar en voz baja, pero me acuerdo que las exclamaciones susurradas de estas conversaciones perdidas entraban en mí como puntadas.

Hoy ya no sabría decir si me dolía la cabeza. No dolía, creo que no. Lo único que sé es que las imágenes de las agujas se transformaban en otras, hasta que se desplomaban en la oscuridad absoluta del fondo del mar, y yo me quedaba sin oír nada más. Sólo el zumbido perduraba. A veces mis propios gritos llegaban a la superficie, queriendo huir de alguna pesadilla. Soñaba conmigo mismo, era un espacio interior desamparado, en donde canales de agua se anudaban en la playa, y se mezclaba con las enfermeras y sus sobresaltos. Era un tránsito entrelazado con el exterior, y al despertar me acordaba de que no sentía la mitad del rostro. Me ponía a observar la puerta por largos ratos, a la espera de alguien.

El doctor Rodrigo vino varias veces y, en una de esas visitas, trajo al hijo. Abrí los ojos y Washington estaba sentado frente a mí, el sol pegaba de lleno en su cara.

Lo primero en lo que me fijé fue en el ligero temblor de su mentón. Se me ocurrió que tendría frío, la boca seca y quebradiza le daba una apariencia demacrada, como si realmente no hubiese dormido. Era más notorio bajo la luz natural. El rubio con la cara carcomida por años de sol me miraba fijamente, las venas dilatadas del cuello marcaban esa intensidad. Algo lo detenía, pero no era yo. Quedó así hasta que esbozó una sonrisa como si fuera él el que acabara de despertar, o como si quisiera comunicarse conmigo, pero fue su padre quien habló.

¿Oscar?, llamó el hombre de bata blanca. Soy el tío de Nelson.

Explicó que era cardiólogo, que sólo estaba allí de visita, y que la buena noticia era que no hubo mucho sangrado, pero que tuvieron que someterme a una cirugía. No concluyó lo que iba a decir. Se veía preocupado, un poco nervioso.

Intenté acomodarme en la cama pero un mareo intenso me impidió hablar. Noté que mi cabeza estaba adormecida. Tosí sin fuerza, sentí presión en la garganta y me dolió a la altura de las costillas. Las manos hinchadas me hicieron pensar en el aspecto que tendría mi rostro a distancia, si estaría abultado o si tendría algún corte profundo y aparente.

El médico se quedó callado por un largo instante. Solamente me observó con curiosidad directa y penetrante. Tuve vergüenza de preguntar cuántos días había pasado ahí, o simplemente qué hora era. No quería que aquel señor altivo pensara que yo había perdido la noción del tiempo, tampoco que me tratara como a un paciente consciente que apenas reaccionaba, pero imposibilitado para hablar.

Sufriste un traumatismo craneal, dijo el hombre, haciendo una seña con la mano para que no lo interrumpiera, a pesar de que yo no había pronunciado ninguna palabra hasta el momento. ¿Oscar?

¿Sí?

Ese traumatismo te puede ocasionar adormecimiento en la musculatura, tal vez alguna parálisis. Esperemos que no sea de importancia, concluyó. Puedo supervisar tu situación con mis colegas. Quiero decir, es lo que vengo haciendo. Realmente tienes suerte de que yo trabaje aquí, en este mismo hospital.

Por la forma en que habló, no parecía que fuera suerte ninguna. Nada parecía bueno. Lo que yo estaba era completamente jodido, eso fue lo que él quiso decir.

Nelson también te vino a ver algunas veces, dijo. Pero el que vino hoy es su primo, Washington. El médico desvió la mirada hacia el muchacho. Ya ves, hijo. Es hasta bueno que veas a Oscar en ese estado, así lo pensarás dos veces antes de meterte en problemas, ¿o no?

Hice un gran esfuerzo para verlo bien. Tendría mi edad, tal vez fuera algo mayor que yo. Entonces ese era Washington, el tipo que se aparecía en casa por la mañana sólo en calzoncillos, corroído como un castillo de arena, cobijado por la madre. Escuché que ella siempre encontraba la forma de pagar las deudas del hijo para liberarse de algún que otro traficante que hacía guardia al otro lado de la calle. Ella, sin embargo, sabía que era inútil luchar. Poco a poco la sombra enemiga ocupaba la puerta de su casa, preparando una emboscada. Seguramente se burlarían del pánico que invadía a la madre y, cuando ella entregaba el dinero en medio de la calle, sabrían también que se sentiría vejada por la posibilidad de que algún vecino la estuviese espiando por detrás de la cortina.

El padre no se dejaba sitiar como la madre, probablemente ni estaba enterado de las operaciones que ella realizaba para salvar el pellejo del hijo. El doctor Rodrigo salía a trabajar temprano y a veces se quedaba de guardia en el hospital. En aquel momento nos miraba a Washington y a mí como a dos latosos de igual peso. Todo era culpa de la adolescencia, de la temible adolescencia.

Ahora, prosiguió, la otra noticia, y os aviso que es menos agradable. Esta vez, el médico esperó un poco para ver mi reacción. La policía quiere platicar contigo. ¿Escuchaste bien? Sobre lo que sucedió. Ya hablé con ellos, puedes quedarte tranquilo. No hace falta que digas mucho. Ya saben que Nelson actuó en legítima defensa. ¿Verdad que fue así?

Asentí ligeramente con la cabeza.

Excelente, dijo el médico, encaminándose a la puerta.

El padre de Washington todavía no se retiraba del cuarto cuando se acercó una enfermera. El otro doctor dijo que ya puedo retirar la sonda, les explicó.

Mientras ella sonreía para el doctor Rodrigo, como si quisiera recordarle que él era un gran sujeto, con una valiosa predisposición para acercarse al alma de los pacientes, aún más que mi neurólogo, quien venía a verme con menos frecuencia, sentí un tirón desde el fondo de la garganta. Parecía que me arrancaban un anzuelo. No sólo el cuello estaba ligeramente adormecido, sino parte la cabeza.

Quise preguntar si estaba anestesiado, pero me distraje al notar que de la hinchazón que comenzaba en mi mano izquierda y se extendía por el antebrazo, adherido a un esparadrapo, salía un catéter conectado a una bolsa de suero.

El doctor Rodrigo vaciló antes de irse, pero salió sin decir nada, dejando entreabierta la puerta. Washington siguió a su padre, con los pasos entrecortados y la cabeza proyectada hacia adelante.

La puerta se volvió a abrir y entraron dos policías. Luego, Washington regresó. Dio algunos pasos en mi dirección y se detuvo. Los agentes lo miraron, indicando que saliera, pero el joven me miraba con persistencia, alentado por las ganas de decir algo.

Pero qué mierda, amigo. Le dije a mi primo que se excedió contigo. Bueno, que te mejores. Washington miró a los agentes. Valeu, dijo, y volvió a salir.

Justo cuando salían los investigadores, con sus cuadernitos en los que estban los apuntes sobre mi altercado con Nelson, entró Tuca, proyectando su calma abatida de siempre.

Debía llevar mucho tiempo en sala de espera porque entró sosteniendo la labor de punto, con dos agujas largas clavadas en el material fofo y un periódico abierto en la página de crucigramas. De la bolsa que traía al hombro sacó un paquete de bizcochos de yuca y se sentó en la única silla del cuarto, masajeando su tortícolis con la mano. Corrigió la postura.

Hola, Oscar. ¿Quieres uno?

Cuando salí del hospital, Tuca me preparó una merienda especial, hasta había mantequilla Aviação, amarilla y ligeramente salada, bien untada sobre la bisnaguinha. Después de servirme leche con chocolate, Tuca se sentó a mi lado y preguntó si me encontraba bien.

Sí, ¿por qué?

Puso el plato a un lado y acarició el vendaje en mi cabeza como si acomodara de lado mi cabello. Tu madre falleció.

Fue todo lo que dijo, sin rodeos, y se puso a llorar. Aparte del esfuerzo que hice para engullir lo que traía en la boca, me quedé quieto, creo. Tuca se secó las lágrimas y me dijo que telefoneara a mi padre.

Marqué despacio, demorándome en cada número. Mi padre no mencionó mis dos semanas en el hospital. Me habían golpeado duro, pero preferí que las cosas quedaran así, no llamar la atención. Al otro lado de la línea, él no podía sentir el calor bochornoso que me provocaba la comezón, ni los murmullos de las enfermeras que todavía me perseguían, ni mi temor al sol abrasador. No se me ocurrió preguntar si todavía tenía sentido quedarme en Santos, y él tampoco mencionó el tema de mi regreso. El hecho fue que no osamos decir nada, nos quedamos prácticamente en silencio.

En las llamadas siguientes, mi padre notó que yo seguía callado. Tal vez creyera que yo andaba demasiado ocupado para poner atención a lo que me contaba, pensando, seguramente que era buena señal, signo de que las cosas marchaban bien de mi lado.

Desde el rincón de la sala, observé el movimiento de las hojas grandes del almendrón tocando la ventana, queriendo entrar. Yo llamaba el árbol de chapéu-de-sol, y Tuca se refería al sete-copas. Señalaba que sus hojas eran buenas para preparar té fitoterápico. Parecía que vivíamos en un tempo anterior a aquello.

Mi padre, a su vez, contaba que las cosas se estaban arreglando en la ciudad. Yo intentaba poner atención a su voz que arrastraba una pasividad desconocida, lo que me hacía pensar que la vida no sería la misma cuando yo regresara a São Paulo. Creo que mi padre no sabía cómo tratarme sin la presencia de mi madre. Me dejaron en Santos siendo un niño, pero semanas más tarde yo me había convertido en un adulto.

Seguramente no le resultaba cómodo tener que lidiar conmigo así.

Su habla remota e inalterable maceraba lentamente la rutina solitaria. Discurría entre las dos tiendas y las trivialidades del cotidiano, me daba detalles de cada luminaria, nota fiscal o cliente. Yo no sabía cómo reaccionar a esa clase de no noticias, a las descripciones vacilantes que seguían haciendo eco en mi cabeza, desde mi día a día desabrido de carros subidos a la acera, gaviotas en el camino a la escuela, billeteras verdes y las luces flotantes del mar.

Hablaba con la lentitud de un hombre resignado, y yo solamente pensaba en colgar rápido, pero Tuca me miraba, vigilando nuestra conversación. ¿Qué esperaban que dijera? No conseguía preguntar nada. ¿Que si él se encontraba bien? Se me hacía un nudo en la garganta. Permanecer mudo era más fácil. Enrollé el dedo el el cable en espiral del teléfono azul claro, al principio despacio, luego más rápido.

Tenía muchas ganas de acostarme en mi cama, junto a la lámpara infantil que Tuca había traído de la papelería, y el vaso de agua fresca que ella cambiaba cada noche para mí.

Cuando regresaba de la papelería, Tuca pasaba horas frente a la máquina de coser. Confeccionaba sábanas y cortinas por encargo. Cuando llegaba la hora, se movía a la cocina. Preparaba una comida tibia y sin sal. Pelaba las patatas cocidas con un pequeño cuchillo, teniendo cuidado para que la piel se desprendiera sin llevar consigo lo demás. Durante el lento proceso de cocer las patatas, sus anteojos se empañaban, y cuando eso sucedía usaba el trapo de los platos para limpiar los lentes.

Sentado frente a ella, yo observaba a la mujer reorganizando el congelador, para que cupieran los pequeños paquetes de frijoles y carne molida, no sin antes tener el cuidado de anotar la fecha en cada una de ellos. Después, con el paso de las semanas, partía las mini cargas congeladas, esculpiendo hoyos en los ladrillos blanquecinos de comida, hasta que lograba romperlos al tamaño adecuado para que entraran en la olla.

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