Acre

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Cuando salió la revista con la reseña, la pista ya estaba destruida, pero guardé el reportaje, por supuesto. Además, me recordaba a Washington. Por esos días él ya estaba muy pillado con las drogas, quizás influyera lo de sus sospechas sobre lo de Marcela y Nelson, pero creo que era más bien mi forma romántica de ver la cosa. Por mucho que se hubiera dado cuenta, andaba más ocupado en conseguir coca. Le gustó que yo por lo menos intentara darle una lección a su primo. Poco después, Washington murió.

Me gustaba contemplar la bahía de Santos, lo cerrada que era, ver cómo allí todo había sido construido para desaguar. A pesar de estar bajo el nivel del mar, construyeron edificios. Dicen que no fue un error de arquitectura, sino de ubicación.

Todo muy cerca de la arena. Y había tantos edificios. Quince años después empezaron a caerse, simultáneamente. Observándolos desde el mar, parecían ampararse unos en los otros. Emplearon una tecnología americana con un gato hidráulico fijado a la viga para que ésta pudiera ser destruida y reemplazada. El proceso era muy delicado y fue ejecutado poco a poco. Cada día subían el gato medio centímetro de altura para posibilitar la reconstrucción de la viga. Incluso con todos los mecanismos y la ayuda de los pilones de hierro, algunos edificios se hundieron más de un metro.

Creo que eso fue lo que despertó mi interés por la arquitectura, ser testigo de aquel acto desesperado para salvar lo irremediable entre el mar y la arena. Bakitéria y yo llamábamos a todos aquellos edificios muleta, o Ultramen del Ultramar. La posibilidad de detener el avance de la arena e impedir que los edificios fueran succionados por la corriente tenía algo de gran producción cinematográfica, y aunque me diera un poco de vergüenza, secretamente me imaginaba vistiendo un traje metálico, como los superhéroes japoneses.

Cuando salía a surfear, fantaseaba con que el mar se llevaría lejos todos los edificios. Dependiendo de la luz, cambiaba de parecer respecto a la extensión de la playa, a su aspecto, a su escala. Desde el agua la bahía se veía más grande de lo que era en realidad.

Los perros deambulaban sueltos por la arena, a veces también avistaba gatos sentados en el perímetro de la playa o explorando la vida por ahí, incluso el gato de Tuca, llamado Banguela porque le faltaban dientes. Un día, cuando estaba a punto de meterme al mar con la tabla, lo llamé, y Banguela vino atraído por un trozo de galleta. Acaricié su espalda, sintiendo cada vértebra del animal, él cerraba los ojos y se estiraba para no perder el contacto con mi mano. Se me ocurrió que estaría dispuesto a dar un paseo, aquel gato viejo y manso.

Quería fumar marihuana bien lejos de allí, para observar todo desde el mar, pero Banguela no resultó ser buena compañía. Maulló enfurecido, rehén, empapado. Se subió sobre mí, rasguñó mis hombros, mi cabeza. Después de aquel día, nunca más se acercó. Me acuerdo que, al regresar, me senté envuelto en una toalla en el suelo de la sala a ver la tele. Estaban poniendo Ultraman.

No faltaba a las clases para surfear, o por lo menos no lo hacía muy a menudo, pero empecé a ir al mar todos los días. Me gustaban los diseños de las tablas, la adrenalina, la sal que se secaba en el rostro. Una vez, cuando empezó el rumor de las latas flotantes de marihuana, fui a Guarujá. Lo había visto en el noticiero, pero en Guarujá, mientras observaba cómo el mar subía y bajaba, lo comprobé, vi el brillo aquel que seguía el movimiento de las olas. Parecían latas grandes de leche en polvo.

Estábamos en octubre, noviembre de 1987, y no se hablaba de otra cosa desde que encontraron las primeras latas flotando cerca de Maricá, en la costa de Rio de Janeiro. Y no dejaron de aparecer, fueron meses así, principalmente en Rio y en São Paulo.

Quien me pasó la marihuana de la lata, ya liada en un cigarrillo, fue Washington. Me contó, muy profesoral, que entonces había cierta tolerancia hacia la marihuana. Decían que el motivo era que estábamos en un momento posterior al militarismo, aunque eso sí, los policías seguían actuando como siempre, intimidándonos en la noche con las linternas, obligándonos a salir de los bares. Podíamos esperar cualquier tipo de abuso por su parte. Sin embargo, algunos surfistas insistían en que la cosa había cambiado para mejor, hasta llegaban a afirmar que la marihuana había cambiado el escenario por siempre, que había llegado para marcar el final de una era.

Pero se trataba sólo de libertad en apariencia. Nadie cambiaría ninguna regla, ninguna ley. La gente sólo quería divertirse. Washington dijo que Santos siempre sería un gran club Lyon’s, bañado en fios de ovos, el huevo hilado que recubría las tartas de cualquier celebración.

Tenemos complejo de Marquesa de Santos.

No entendí bien lo que quería decir con eso. ¿Tú tienes?

¿Que si tengo qué?

¿Complejo de Marquesa de Santos?

Mírame bien, mano. Yo no. Mi corazón le pertenece a Chulapa.

No sabía que eras tan aficionado al fútbol de Santos.

Pareciera que no me conoces.

Su pasión por el fútbol no iba más allá de vestir la camiseta del equipo cuando había partido. O encontrarse de casualidad a Chulapa en el bar Vasquinho. O hacerse una paja mientras Xuxa se asoleaba. Poco le importaba el fútbol. El mundo de Washington se dividía en dos bandos: los que fumaban y los que se pinchaban el brazo. Luego, las jeringas al muelle.

Una vez llegué a apretar la goma en su brazo, mientras él se pinchaba, pero nunca probé cocaína inyectada. Sentí a la vez horror y fascinación por cómo una gota de sangre brotaba de su piel, se escurría y goteaba en la loseta del baño del bar. Washington sonreía, volteando los ojos. Era la droga de los iniciados, consumida en los ambientes más obscuros de Santos. Mis compañeros de escuela y de playa fumaban marihuana, asegurando que provenía de la lata, el sello de garantía del momento. Pura fantasía. Las latas existían, pero no todos tenían acceso a ellas. Y esos novatos no se mezclaban con los tipos de la cocaína. Yo sí, a pesar de que sólo los observaba.

Washington me llevaba unos tres años pero me dejaba acompañarlo, como si yo fuera su mascota. Luego me percaté que no tenía buena fama. No lo tomaban en serio y además, tenía fama de gorrón. Remaba fuera de la bahía con la peor calaña de entre los surfistas, los de la droga y nulo oficio, y se quedaba por allí matando el tiempo con ellos, aunque no fuera bien aceptado.

La última vez que vi a Washington fue en la playa. Él nunca fue buen surfista, pero era mucho mejor que Nelson y yo juntos intentando dominar una ola. Uno de los tipos que frecuentaba su círculo era amigo de Lequinho Salazar, el mayor de tres hermanos que conformaron la mejor cosecha de todos los tiempos del surf santista. Tenían fama de marginales, especialmente Lequinho, pero entre tantos títulos brasileños e internacionales, se volvieron una leyenda, mucho más que nuestra pista de skateboard.

Se decía que Lequinho contrajo sida compartiendo la jeringuilla con una chica en una fiesta durante una etapa del Mundial de surf en Florianópolis. Tal vez fuera en el Hang Loose Pro Contest de 1986, el de las olas perfectas en la playa Joaquina. Lo único que sé es que en 1987 el tipo ya se encontraba muy mal, en cama. Se puso tan mal que se internó. Aun estando en el hospital, se enteraba de todo, con la tele encendida todo el día, también recibía llamadas telefónicas. Nadie lo olvidaba. Los hermanos, Picuruta y Almir, y los amigos del Quebra-mar, todos telefoneaban para saber cómo se encontraba.

Washington sentía por los hermanos Salazar una admiración de hermano menor, los unía el dominio de la olas, pertenecían a la sangre noble santista. Un día llamó. La voz de Lequinho temblaba al otro lado de la línea. Dijo que la playa estaba hermosa, que las olas estaban tremendas. Exageró para dar ánimos al amigo.

Incluso con la enfermedad en etapa avanzada, Lequinho, cubierto de lesiones, logró escaparse del hospital. Pasó a su casa por la tabla y se fue a surfear. Y todavía hizo un tubo. Yo estuve allí. Washington fue quien me avisó.

Llevamos a Lequinho de regreso prácticamente cargado porque él no tenía fuerzas para caminar hasta el hospital. Las personas abrían paso por la arena, mientras Washington y yo tratábamos de ayudar a Lequinho a cruzar la avenida.

Enmudecí, sentí la conmoción general que llegaba de todos lados, fue uno de los momentos más memorables de aquellos tiempos de Santos, hasta que dos sujetos aparecieron en medio del asfalto y dijeron a Washington que se marchara de ahí porque estaba marcado. Que tenía que pagar lo que debía. Que se largara. Por su falta de reacción, me di cuenta de que estaba fregado. Se resignó a mirar a la altura del pecho a aquel tipo.

Uno de ellos llamó a Lequinho de amigo y le dijo que se apoyara en él. El otro me arrebató la tabla. Me quedé parado, viendo cómo los tipos se alejaban con el surfista, vi entonces que Washington había cruzado de regreso la avenida, la división entre la playa y la ciudad. Se alejó sin decir nada. Supe de su muerte al día siguiente.

Yo no veía a Washington con mucha frecuencia, pero fue el único amigo que tuve en Santos, a lo mejor en toda la adolescencia. La frustración que sentí por la noticia de su muerte empeoró cuando empezaron a comentar sobre la desaparición de Nelson y Marcela.

Algunos creyeron que la fuga de Nelson estaba relacionada con la muerte del primo, pero la policía no investigó porque el padre de Washington, hombre influyente en la ciudad, pidió silencio. La familia temía el desagravio de algún jefe de pandilla. Era bien sabido que el hijo del doctor era un adicto. Decidieron respetar su deseo, no hubo ni autopsia. Murió a las cuatro de la mañana de un disparo en la espalda, en la calle, junto al bar de Vasquinho, y fue enterrado doce horas después. Nadie habló al respecto.

Tras su muerte, recuerdo a doña Vera en la televisión. Nunca la había asociado a aquella madre desesperada, entrevistada con prisa por la reportera, confundida ante la insinuación de que su hijo pudiera tener algún vínculo con el crimen. No sabía qué contestar, pero el golpe más duro se lo llevó Marcela. La televisión la convirtió, en cuestión de minutos, en una especie de muchachita que sólo pudo haber sido raptada. La cámara se acercó hasta el portón de su casa, hasta las jaulas de pájaros colgadas en el garaje.

Miré aquellas imágenes perplejo. El día en que desapareció con Nelson, habíamos salido de paseo en regata. Marcela, Bakitéria y yo. No podía creer que ella hubiera huido con él la noche siguiente a nuestra excursión, lo supe dos días después. Una lágrima de rabia escurrió por mi rostro, disimulé. Estaba sentado con Tuca en el sofá. Ella me miró de reojo, preguntó si yo conocía a la chica.

En Santos adquirí el hábito de caminar por ahí, de mirar a lo alto, hacia la naturaleza extraña que me rodeaba, desde la Serra do Mar hasta los imposibles edificios planos a ras del agua, pasando por el cableado expuesto y torpe de la ciudad. Eran tantos cables que aquello me recordaba a una red vieja de pescador, cubriendo fachadas corroídas. Me imaginaba en una ciudad que hubiera permanecido años sumergida y un día amaneciera seca, donde quedaban los residuos que el mar no pudo arrastrar.

El cableado me resultó aún más interesante cuando mi padre quiso que me inscribiera a un curso técnico de electricidad básica en el Senac. Dijo que sería importante para cuando yo regresara a São Paulo y fuera a trabajar con él en sus dos tiendas de luminarias, en la Consolação y en la calle Aurora. Insistió, diciendo que se trataba de algo útil para la vida, que cualquiera tenía que saber cómo reemplazar un fusible. Para eso no hacía falta ir a una escuela, contesté, entonces él se enojó al teléfono, diciendo que no quería un hijo vago que burlaba los estudios para ir a surfear. Dijo que estaba enterado de que eso ya había ocurrido, que si lo tomaba por idiota. No habló sobre drogas, pero dio a entender que una cosa llevaba a la otra.

Yo pensaba que el curso técnico no me salvaría de nada, pero me empezó a gustar la escuela profesional porque allí también había clases de dibujo. Era dibujo arquitectónico, pero me interesaba. Convencí a mi padre para que me dejara tomar el otro curso porque quería estudiar arquitectura en la universidad. Toleraba al maestro gordito italiano que aplicaba exámenes sorpresa sobre Leyes de Cargas Eléctricas o Código de Colores, llamándonos topos, como si los topos fueran criaturas sin visión sólo porque andaban bajo la tierra.

En Santos, con o sin curso técnico, yo hacía más o menos lo que quería. Decidí apoderarme del lugar, explorar los terrenos baldíos y poner a prueba mis conocimientos sobre potencia eléctrica en las cajas de luz de los barrios.

Durante el Carnaval, Bakitéria y yo planeamos apagar las luces de una cuadra completa. Nuestro objetivo era el baile en el club Regata Santista, pero el apagón fue general. Supimos que tuvieron que terminar una cirugía cardíaca de urgencia durante la guardia con el auxilio de la planta de luz. Afortunadamente, cuando el generador se descompuso, el corazón volvió a latir.

Era viernes, la primera noche del Carnaval de 1988. Anduvimos por las calles como dos perros sin dueño, riéndonos del daño provocado. Frente al club, las personas más disfrazadas eran obviamente las más enfurecidas. Por esos días Nelson y Marcela todavía seguían desaparecidos, ya habían transcurrido tres meses desde la muerte de Washington.

Mientras Bakitéria iba a comprar un perrito caliente, esperé en una banca frente a la playa. Hacía un calor infernal. Estaba echándome el resto de agua de una botella sobre la cabeza cuando pasó una muchacha que me recordó a Marcela. Iba toda de negro, empezando por el maquillaje corrido en los ojos, llevaba botas militares, capa y camisa abotonada hasta el cuello, lo que me hizo dudar si era una tipa gótica o si venía disfrazada.

¡Marcela!

Llamé por el placer de decir su nombre en voz alta, sin estar seguro de quién era. La chica volteó, se detuvo por un segundo y después dijo mi nombre. Marcela.

Se sentó a mi lado y sonrió. Tenía una sonrisa cansada y el sudor le escurría por el cabello.

¿No sientes calor?

No.

¿Dónde estabas?

En casa de mi madre.

No, antes.

No lo sé. No me acuerdo.

Me reí de su respuesta.

Oscar, ¿podemos no hablar sobre eso?

¿Y Nelson?

Él no está.

Marcela se limpió el rostro.

Estás toda manchada. Combina con tu disfraz. Es disfraz, ¿verdad? ¿O realmente te hiciste gótica?

Sí, ahora soy dark. A ver qué te crees.

Dark en Santos.

Es curioso, continuó. Mi madre me dijo que viniera al club, para distraerme, pero no había luz. Entonces me puse a andar por ahí y ahora estoy sentada aquí contigo en la banca.

La abracé y ella me abrazó de vuelta. Sentí el calor que salía de su ropa. Me dio un escalofrío. Acaricié su cabello mojado, limpié su frente, temiendo perderla otra vez. Ella se dejó hacer.

Sentí que teníamos algo en común, un viaje. Ella era una exiliada como yo, sólo que venía de un viaje agotador. Acababa de regresar de un lugar del cual afirmaba no tener memoria, pero se veía cansada, quizás decepcionada. Era lo que quería yo.

Bakitéria se acercó con dos perritos calientes envueltos en plástico blanco, preguntando por señas qué estaba pasando.

Unos días después del carnaval, salía de mi curso técnico y nos encontramos en la calle, por casualidad. Ya había oscurecido. La invité a comer en un puesto de la playa, cerca del acuario, y nos quedamos platicando hasta tarde. Ella se encogía en la silla, como si anticipara alguna embestida por mi parte. Preguntó si la acompañaría a su casa. A mitad del camino, cambiamos de rumbo.

Caminamos hasta la casa de Tuca y entramos despacio. Estaba todo quieto, ni las luces del pasillo estaban encendidas. Marcela cuchicheó a mi oído que le temía a la oscuridad.

Entrando a mi habitación, que estaba al fondo, cerré la ventana que daba al patio, acabando con el último hilo de luz. Inmediatamente después de decir que tenía frío, se quitó la falda y la camiseta, metiéndose debajo de las cobijas sólo con sus bragas. Hice lo mismo, y me acosté desnudo a su lado. Estaba nervioso, nunca había estado con nadie.

La abracé con cuidado. Ella estaba de espaldas, y presionó el cuerpo contra el mío. Hablamos bajito de las linternas de los barcos a lo lejos, de la tienda de luminarias de mi padre. Pregunté si ella se acordaba del apagón durante el Carnaval. Le conté que planeamos aquello juntos, Bakitéria y yo.

Marcela se rio, arrimando todavía más su cuerpo al mío. Hablamos sobre muchas cosas. Rozaba mi boca en su cabello como si no fuera intencional, en su oreja, y su boca se volteaba suavemente en mi dirección. Tuve la impresión de distinguir sus ojos verdosos en la oscuridad.

Sentí que no había obstáculo alguno entre nosotros, pero traté de controlarme cuanto pude, sintiendo su piel contra mi pene, avergonzado por respirar profundo y decir que el condón que llevaba siempre en la billetera ya no se encontraba allí porque Bakitéria me lo había pedido prestado. Marcela se rio.

Tocó mi cuerpo mientras nos besábamos, pero no me permitió acariciar su pecho. Clavaba la lengua hondo en mi boca, decía que tenía frío, que le temía a la oscuridad, pedía más cobija. Todo al mismo tiempo. Me pidió que encendiera la lámpara, pero poco después cambió de idea.

Prefiero la oscuridad para oír el mar, dijo.

El interruptor estaba justo ahí, pero bajé los dedos por su hombro erizado. Ya no detuvo mis manos, sólo cuando abrió las piernas, guiándome hacia el calor mojado de su pubis. Cuando se subió en mí, apoyó las manos en la pared. Al día siguiente, intenté hallar las marcas de sus dedos, pero en la superficie blanca únicamente había un adhesivo de Hang Loose.

9

Acababa de llegar del trabajo cuando oí dos golpes en la puerta.

La noche del cumpleaños de Adriano noté que la mirilla estaba rayada, pero lo había olvidado, y aunque reconocí a mi vecina por sus brazos cruzados sobre el suéter rojo de siempre, la imagen me agarró de golpe, como si un detective o un matador buscando venganza por la muerte del boliviano hubiera encarnado el cuerpo cansado de doña Vera.

Qué sorpresa. Entre.

La mujer esbozó una sonrisa, pero no se movió. Sus manos tenían marcas de cera, probablemente hubiera aprovechado el sol para depilarse. Me parecía que depilarse a aquella edad era un capricho, un ritual doloroso e innecesario para quien ni siquiera andaba por ahí en traje de baño.

¿Se va a quedar ahí en la puerta, doña Vera?

Vera sonreía sin ganas, y tenía los ojos ligeramente irritados, lo que los volvía más verdes.

Miró el reloj pero no vio la hora. Disculpa por molestar, Oscar. Sólo te voy a robar unos minutos de tu tiempo.

¿Está todo bien?

Todo bien, graças a Deus. La verdad, Oscar, es que se me acabó el café. No quisiera tener que bajar. A pesar del sol, fue un día malo para mi reumatismo.

Entre.

Vera levantó cautelosa el cuello del abrigo, avanzó achicada. Parecía que el pasillo era demasiado estrecho y que la temperatura en mi departamento hubiera caído drásticamente.

Traía en la mano un bote cuadrado de cristal grueso labrado, de esos que adornan con algún destilado color ámbar las salas de las tías. Ya había visto antes el bote, estaba en un armario donde guardaba la vajilla y donde almacenaba el café en polvo. Era uno de esos objetos que me recordaba la taberna adormecida de algún hotel de carretera, o un anuncio panorámico de Cinzano en un tren nocturno.

Siéntese, voy por el café.

¿Y Marcela?

No lo sé, doña Vera. ¿En el restaurante? Últimamente ha olvidado contestar el teléfono. ¿Son qué? ¿Cuatro de la tarde?

Está a punto de llegar.

Sí.

Tú eres el que terminó temprano hoy, Oscar.

Así es, no hubo movimiento en la tienda.

Ah, ¿no hubo gente?

Vera me miró sin ocultar la curiosidad. Mantuvo las cejas elevadas y el tono distraído de intriga, lista para hacer un comentario vano al respecto. Se lo contaría a Nelson. Pobre, le diría, la situación no está fácil para nadie, y mira que Oscar es muy trabajador. Utilizaría el hecho de que yo estuviera en casa para justificar su desempleo.

Bueno, siempre hay clientes. Hoy fue un día excepcional, doña Vera, unos manifestantes bloquearon la Consolação.

Ella volvió a observarme, no parecía convencida. Sólo veía que yo estaba en casa temprano, sin nada que hacer. Sí, dijo, lo entiendo.

Mire.

Coloqué el bote de café frente a ella, sobre la mesita de centro, pero Vera parecía tener la cabeza en otro lugar. Inclinó el cuerpo para abrazar el frasco. Estaba claro que no venía sólo por el café.

Vera elogió el barnizado. Siguió inspeccionando el ambiente, mirando las paredes lijadas y la lámpara vieja de conchitas que Marcela trajera de Santos. Comentó que había salido temprano por pan y que se encontró a la vecina con la que no se llevaba, Sueli. Quiso saber si me fijé en cómo llevaba la contraria a todo durante la asamblea del otro día. Y si alguna vez me había dado cuenta de que llevaba en el bolso crema hidratante de avena para limpiar las patas del perro en el portal del edificio.

La he visto entrar al edificio con el perro, pero nunca me fijé en lo de la crema de avena, contesté.

Vera enumeraba sus varias preocupaciones, como lo de la parada del trolebús a algunos metros de la puerta, con el gentío esperando en la fila y estorbando el paso. O los policías encogidos detrás del vidrio de la caseta, esas cosas.

Es que hace frío a las seis de la mañana, pobre gente.

Así es. Diga, doña Vera. ¿Qué pasó?

A veces parece que uno se reconoce en el mundo de los otros, ¿verdad, Oscar? Y no logra guardar los secretos del corazón. Es lo que más lastima.

No comprendí dónde quería llegar con aquello del corazón.

¿Has notado que, visto de la calle, nuestro edificio es estrecho y oscuro, Oscar? Parece un desván, un camino de ratas, un callejón sin salida. Un pasillo hondo. Por supuesto que el nombre no lo ayuda. Trapézio Imperial. Habrá sido un ingeniero el que construyó el edificio.

Mi teoría es que el nombre debió ser Topácio Imperial, pero se equivocaron, doña Vera. Hasta me gusta lo circense del nombre. Trapézio Imperial. Es un poco raro, pero da la sensación de volar entre las nubes. Noveno piso.

Eu, hein? Qué horror.

Piense también en un trapecio, en la forma geométrica. Si el topacio tenía que ser brillante, bien lapidado, aquí la precisión no podría ser más nítida. Hicieron un trapecio con la piedra.

Pues a mí me parece espantoso. Realmente feo. Ahora me voy a inquietar, pensando que vivimos en el barrio equivocado. ¿No es en la Aclimação donde todo tiene nombre de piedra? Topacio, turmalina, ágata. Ay, Oscar. Ya me cansé de decirle a Décio que ponga más atención a la jardinera de afuera. Por pequeño que sea el espacio, merece un pastito, una flor bien regada.

Volvió con sus quejas del edificio, y siguió con buen ritmo entre susurros, lloriqueos y explosiones de indignación, hasta llegar a lo que vino: decir que no se llevaba bien con su hijo.

¿Cuándo pasó?

Hace ya tiempo.

Vera fijó la vista a la ventana. Una brisa la hizo parpadear. Hace mucho.

Quería hablar sobre el hijo. Empezó relatando cómo lo había criado sola. No había sido fácil. Me contó que durante un tiempo llevó una vida de costurera a escondidas del hijo porque quería que él creyera que su madre tenía una renta más alta, que no vivían tan apretados de dinero. Volvió a asegurarme que había poseído unos terrenos en provincia, una herencia de un tío, que los vendió para pagar la vida de ambos.

Ya me andaba impacientando con ella, siempre caía en el mismo relato que yo me sabía de memoria, el de los terrenos que no especificaba dónde estaban, y en contra de lo que decía su hijo: que él siempre había estado en Acre. Lo curioso es que estas tierras, aun sin lugar en el mapa, parecían más reales que Acre, una unidad de medida imprecisa del inglés antiguo, usada para medir campos de siembra. Un acre, dos acres. Vera proseguía en su monólogo arrastrado, como si pesara pequeños montones de tierra con las manos.

Quería llamar por teléfono a Marcela, pero no delante de ella. Me levanté de repente del sofá y Vera calló, justo cuando iba por la adolescencia de su hijo, cuando se peleó en la plaza enfrente del edificio y ella llamó a la policía. Me dio vergüenza interrumpir, además cada vez tneía más curiosidad por la historia de Nelson. Me volví a sentar.

¿Es verdad que gracias a esa pelea Nelson fue a dar a Santos, doña Vera?

Sí y no, Oscar. Presencié todo desde la ventana por casualidad. La pelea en la plaza se empezó a poner fea y Nelson estaba allá. A decir verdad fue Décio, que ya era portero, quien me llamó por el interfono para avisar que había empezado una pelea.

¿Entonces?

Corrí a la ventana. Eran tipos drogados que se la pasaban subidos a las jaulas donde los más chiquitos juegan, ¿sabes? Después, cuando la policía iba de camino, la cosa se puso peor. Él, pobre, estaba realmente enojado y terminó por arrancar la oreja a otro adolescente.

¿Él quién?

Pues Nelson, Oscar. No fue a propósito, pero se la arrancó. Cuando lo esposaron pedí que lo liberaran. Expliqué que era su madre y que había llamado a la policía después de que el portero me avisara, pero dijeron que yo no tenía ninguna autoridad, que a partir de ese momento el asunto era con ellos, aun siendo yo la responsable.

¿Y se llevaron a Nelson?

Válgame. Pero, Oscar ¿cómo iba a permitir que se mataran? ¿En qué cabeza cabe? ¿Un griterío absurdo y mi hijo en medio? Vera inclinó el torso, acercándose a mí para imitar, susurrando, los gritos que atrajeron su atención a la plaza: maricón, traficante, hijo de puta. Tenías que verlo. Una bajeza enorme, hasta salió una nota chiquita, de este tamaño, en el Jornal da Tarde.

¿Y qué pasó?

Nelson estuvo unos meses en un centro correccional. En cuanto salió, quise que se fuera muy lejos. No me agradaba su vínculo con aquellos sujetos, temía que la cosa empeorara. Quise cortar el mal de raíz. Lo hice por su bien. Por fortuna, mi hermana vivía en Santos. Ya falleció, la pobre, pero en esa época fue muy buena con mi hijo. Él nunca me perdonó que yo tomara medidas en aquel asunto.

Comprendo.

Cuando mi hijo regresó de la Febem —así se llamaba entonces—, hasta quiso golpearme. Apenas abrió la puerta, dejé caer al suelo la fuente de espagueti, tal fue el susto que me llevé. Él me empujó, estaba furioso. De nada sirvió decirle que yo quería lo mejor para él y que de seguir frecuentando a aquellos vándalos se volvería un delincuente. ¿Y sabes qué me contestó? Ya me he vuelto uno, madre.

Dijo eso para lastimarla, doña Vera. Es obvio que no se volvió un delincuente. ¿Pero y su primo? ¿A usted no le preocupaba la mala influencia que pudiera tener sobre su hijo allá en Santos, en casa de su hermana?

Ah, nadie comentaba sobre eso. Sólo me enteré del problema de Washington cuando él murió. Aun así, nunca supe mucho. Creo que ni ellos sabían. Nadie sabía.

Nos quedamos en silencio. Los ojos de ella estaban más enrojecidos y, bajo el peso de los párpados, parecía que la iban a quemar por dentro. No había cómo escapar de su aflicción. Respiré hondo, y quise que ella hiciera lo mismo, intentando absorber la brisa que llegaba de la plaza por el recorte de la ventana. El sonido de los periquitos era quebradizo e incómodo, como el celofán sobre la piel de Vera. Froté las manos en mis ojos, pensando en Marcela que no llegaba, pese a que todavía no era la hora.

Entonces su hijo fue a dar a Santos. A un lugar donde nunca había soñado estar.

Vera no reaccionó. Ni cuando pregunté si fue allá, en casa de la hermana, donde Nelson conoció a Marcela.

¿Y de mí? ¿Nunca le habló de mí?

No.

Me parecía imposible que nadie le hubiera dicho a Vera que su hijo casi me mató. Debían andar ya preocupados por Washington y quizás no quisieron causar más estrés a la mujer. Lo más raro para mí era que tampoco hubiera asociado a Marcela, la santista del 9a, con los dos primos adolescentes. Seguramente pensaba que aquello era inmoral, que sé yo, la tal muchacha que mantuvo un noviazgo con Washington para después huir con Nelson por tres meses, regresando sola a Santos.

Vera prefirió dejar en el pasado el recuerdo de la chica fugada con su hijo, tal vez pensara que esa vez Nelson sí había cometido un crimen de verdad, que pudo haber asesinado al propio primo. Washington había muerto días antes de la desaparición de Nelson. Si bien recuerdo, la muerte ocurrió en la madrugada de un sábado, el entierro horas después y la fuga de Marcela y Nelson el martes o miércoles siguiente, por la noche.

Mi Marcela, con la promesa de la sal en el cuerpo, silenciosa y arisca. Me acuerdo de ella el día de la fuga, de nuestro paseo inusitado en barca —ella, Bakitéria y yo—, sin imaginar que ella y Nelson tenían la maleta lista. Los tres meses que estuvo fuera con Nelson le dejaron una marca profunda, yo estaba seguro de eso, aunque no supiera identificar dónde se encontraba esa cicatriz.

Después, en São Paulo, recuerdo los primeros años en la plaza Roosevelt, que se transformaron rápidamente en dieciocho de quitinete. No victimizo a mi mujer por ser una caiçara en la ciudad grande, nada de eso, pero Marcela siempre fue medio salvaje. Se la veía arrinconada, transmitía una sensación de malestar en los espacios cerrados. Mientras más reducidos, peor se sentía. No sabía para dónde mirar, qué hacer. Creo que no cambió en nada, sólo aprendió a disimular.

Marcela y yo salimos casados de Santos, pero ella ya había perdido al bebé. No alcanzó a preparar el ajuar, la madre nos regaló algunas cosas y los pequeños islotes de ropa se acumulaban por la sala de Tuca. El aborto coincidió con la noticia de que yo había aprobado el examen de la universidad, me acuerdo de su madre llevándose los obsequios de regreso, haciendo una pausa para tomar un café con Tuca.

La pérdida espontánea a los cinco meses de un embarazo no planeado no despertó interés por otro hijo. Los que sabían del aborto ponían cara de consuelo, pero no había nada que consolar, pues no hubo exactamente un sentimiento de pérdida entre nosotros. No oí ni una palabra de Marcela, ni un llanto silencioso, lo que para mí confirmaba su aislamiento, no sólo en São Paulo. Estaba sola, siempre.

Creo que Marcela vivía una etapa de transición. No estudiaba y, cuando consiguió un empleo más tarde, no lo comentó en casa. El sonido del televisor no cesaba, mientras ella entraba y salía de nuestro estudio. Yo dividía mi tiempo entre assistir a clases en el Mackenzie, por la mañana, y ayudar a mi padre en la tienda de la Consolação, por la tarde.

Mi padre me alertó que ella no tenía temple para la ciudad grande, pero yo defendía a Marcela, decía que se adaptaría con el tiempo. Me acuerdo del ascensor, de las personas que entraban empujándose unas a otras, Marcela volteando el rostro hacia un lado, sin tolerar el olor de otros, el sudor ajeno. Para ella, aquello sí que era una barbarie. En nuestro pequeño apartamento, decía que extrañaba la playa, hasta a los vendedores oscurecidos por el sol, de calzón y sandalias, ofreciendo sus criaturas moribundas, los cangrejos que mueren la muerte lenta en el calor del asfalto, forcejando en el cordón que los atraviesa y los une. Yo pensaba con asco en aquel un cordón que olía a podrido, a mar, a gasolina.

Cuando no estaba trabajando, Marcela se dormía con el televisor encendido. Yacía hundida en el colchón, enrollada en la sábana. Su cuerpo a veces se estremecía, iba cayendo en un sueño cada vez más profundo, que a su vez la hacía dormir todavía más. Vivía en un estado permanente de somnolencia. Me pregunté si era así en Santos, y mi padre, por su lado, insistía, diciendo que aquello era señal de enfermedad o de otro embarazo. Nada de eso, le contestaba con presteza. A Marcela simplemente le gustaba dormir. Y yo empecé a apreciar la importancia de su sueño.

Regresaba a casa con muchas ganas, mi obsesión era verla inanimada, para despertar a aquella presa en las sábanas, mi mujercita que olía a algo suave, mientras su mirada abismal rogaba que la dejara en paz. Nuestros cuerpos coexistían como los cangrejos vendidos en la carretera, unidos por un hilo, Marcela con el cabello desaliñado, toqueteando mi pie con la punta del suyo, y yo recorriendo su cuerpo en búsqueda de migajas. Era un placer de pellizcos y besos suaves en su carne, a la espera de que ella fuera perdiendo la fuerza para ceder a mi persistencia. Eso me atraía más hacia ella, hacia aquel cuerpo que se dejaba abandonar.

De tanto ver programas de cocina en la tele, vino el hábito de cocinar. Probó hacer empadinhas hasta alcanzar la perfección. En nuestro reducido espacio de la plaza Roosevelt, cenamos empadinha durante meses. El olor a quemado se sentía en el ascensor a veces, arrojaba bandejas enteras a la basura, y se arrancaba pedazos de piel con el cuchilllo. Cuando no había empadinha, comíamos galletas en silencio y alguna sobra de arroz. Probó más recetas, pero, cuando la contrataron de vendedora en el centro comercial, empezó a vender lo que cocinaba en casa. En poco tiempo percibía más dinero con las empadinhas, sándwiches naturales y brigadeirões que con su sueldo fijo.

Marcela era una figura solitaria que no encajaba. Iba y venía. Nos despertábamos el uno sobre el otro, y ella recomenzaba un día nuevo, marcado por una cosa que llevaba a otra, como ella acostumbraba decir. Explicaba la vida así, mientras masticaba una galleta con la boca abierta, sosteniendo el paquete. Sentada en la cama con los hombros ligeramente curvados hacia adelante, y en el rostro pálido la mirada infecciosa. Pellizcaba mi cuerpo de vuelta para jugar. Dormía con sostén y me admiraba la habilidad que tenía para desprender la pieza con sólo dos dedos, haciendo saltar los senos pequeños, puntiagudos y delicados.

En la televisión daban dibujos animados y nunca sabía si ella quería que cambiara de canal. No parecía importarle. Para los de afuera, todo aquello podría parecer poca cosa, o poco amor, pero entre nosotros el silencio se volvió una especie de mar liso. Sentía que allí había entendimiento, cierta cadencia, una costura íntima de pocas palabras, sin riñas ni desacuerdos. No importaba que ella no reaccionara siempre a lo que yo decía. No teníamos que entretenernos.

Aquello me enorgullecía al principio, pero con el tiempo empecé a sentirme triste, triste como las andanzas solitarias hasta la alberca, que seguí frecuentando siguiendo la rutina de mi padre. Todos los días iba con mi bolsa de plástico al Sesc Vilanova, anticipando el olor a cloro en las cosas que avistaba por la calle.

Mis manos se descamaban. Fantaseaba con que se desprenderían de mi cuerpo en pedazos y desaguarían en el río que pasaba bajo la alberca, el Anhanguera, que también cruzaba la Consolação, la facultad, la plaza. El agua corría sin sal, sin olas, sin nada que recordara a una playa. Doblaba la esquina de la panadería con las manos metidas en los bolsillos, y avanzaba con los ojos bajos, perfilando la acera, como una rata de la región, deteniéndome para observar mi reflejo en los aparadores de las pequeñas tiendas, que no eran muchas.

Soñaba con un edificio de la Major Sertório, un día vi que pusieron un departamento a la venta. Pasaba frente a él de camino al Sesc. La construcción me gustaba tanto que llegué a adquirir, casi sin querer, el hábito de raspar la uña en la pared exterior, en la aspereza del cemento de los años cincuenta, sintiendo el olor del polvo calentado por el sol. El acabado déco con venecianas olvidadas, frente a la plaza encantadora que yo frecuentara de niño, era lo que me agradaba de él. Me daba la sensación de estar en otra época. Había otros por ahí así, como el edificio Santa Rita a la vuelta, o el neoclásico Jacobina.

En nuestro edificio —pues ya le decíamos nuestro aun antes de la compra—, la terracota suavizaba su decadencia. Era uno de los más antiguos del barrio.

Eso fue a finales de 2005, cuando mi padre murió. Vendí la tienda de la calle Aurora y decidimos invertir en el departamento. Trabajé duro para poder pagar las mensualidades, mientras Marcela seguía con los pedidos de comida.

Cuando nos cambiamos, entrábamos al edificio sintiendo que el lugar tenía algo de histórico, un recorte en el centro de la ciudad de lo que un día fuera la parte más elegante, no sólo por el adorno de las ventanas, en una línea que evocaba otros tiempos, sino también por la presencia enigmática de los ríos enterrados bajo él. Marcela se reía cuando yo le hablaba de esos subterráneos de São Paulo.

Fantasías de arquitecto, decía con dulzura.

Yo replicaba que por esos subterráneos corrían los residuos, pero sin los rayos de sol, como en los regalos para Iemanjá, la diosa africana, que flotaban sobre las olas, arrastrando consigo un resto de sedal y de anzuelos, o una maraña de redes, como si las ofrendas estuvieran hechas de nailon y flotaran por siempre. Las aguas subterráneas de São Paulo, serpenteando por la ciudad hundiendo todavía más los edificios, esa era mi teoría de niño. La Vila Buarque ya se había hundido, por eso las construcciones no eran muy altas, como en Santos. Marcela se reía aún más.

Vera me miró con atención. Detestaba que lo hiciera, era como si quisiera adivinar mis pensamientos, los más miserables. ¿Marcela supo desde un principio que Vera era la madre de Nelson? No lo sé. Quizás. Era algo que nunca se me había ocurrido, pero ahora, con Vera ahí, me sentía confundido.

¿Oscar?, me llamó, como si me hubiera ido.

¿Pero por qué Nelson se marchó a Acre?

Se marchó porque quedó impactado por la muerte del primo, pobre.

¿Huyendo de la muerte del primo?

Doña Vera no me miró esta vez. Si no me falla la memoria, todo empezó en Bertioga. Me refiero al trabajo que lo llevó hasta Acre. Conoció a un hombre que tenía un negocio de autos usados que lo ayudó. Después de aprender a conducir, se sacó la licencia allá mismo y se pasó a los camiones de mudanza.

Cada vez más lejos por la carretera, dije.

Hasta Acre. Y no era un forajido, como se dijo por ahí. Nelson aceptó trabajar como conductor. Después estudió Ingeniería en la capital de Acre. Rio Branco.

¿Ingeniería?

Una ola de entusiasmo la hizo sonreír. Se acercaba a la parte feliz de la historia, al momento en que el hijo arreglaba su vida, aunque todo aquello que me contaba me pareciera un gran cuento. La desaparición de los dos fue muy comentada en Santos, Nelson no podría simplemente haber estado ahí al lado, en Bertioga, durante meses sin haber sido visto. Y menos con aquellas manos manchadas y aquel temperamento explosivo. Además, no hubiera podido manejar un camión sin una licencia especial. Tenía que contar por lo menos con un carné falso.

Durante los primeros días en São Paulo, Nelson casi no salía del departamento. Las semanas siguientes a su llegada fueron las más largas. Ahora sale, pero no tiene nada que hacer, dijo doña Vera. No está aquí casi nunca.

Después de tanto tiempo fuera, creo que es natural, doña Vera.

Sí, lo sé, pero creo que vino a por los recuerdos. Nelson ha preguntado por el hombre del silbato de bambú en la boca que apaleaba una bolsa negra en la Barão de Itapetininga. Por los gatos del Teatro Municipal que invadían el escenario durante el ensayo general. Por el Viaduto do Chá. Era como si los neones del centro de los años ochenta penetraran su cabeza. Hasta canta viejos temas publicitarios. ¿Cómo era? Arouche, Barão, São Bento e Direita, só na Jeans Jeans Tarka.

Meneó la cadera al recitar la estrofa, y me reí mientras trataba de pescar las imágenes en sus ojos. ¿Entonces regresó así, de la nada? ¿Sin planes?

Encontrará trabajo pronto, me contestó.

O sea que vino para quedarse.

Mi hijo no es un vago, se apuró en decir, y volteó el rostro en otra dirección. Se puso a hablar en voz baja, le preocupaba la familia de su hijo en Acre. Nelson había tratado de hablar con su mujer, pero no tuvo éxito. Vera me dijo que Nelson no mencionaba mucho el tema de la mujer. Es más, que evitaba hacerlo.

No sabía que tuviera pareja.

Sí, pero creo que ya no quiere regresar a Acre.

Se quiere deshacer por completo de la vida de allá, olvidar aquel fin de mundo. Incluso a la mujer y los hijos.

¿Hijos?

Son los hijos de ella. Y si hasta hoy no se han casado, para mí eso dice mucho. Pero sabes cómo son las cosas. Viven juntos, es como si Simone realmente fuera su esposa. Vera se limpió la humedad del ojo que insistía en aparecer en los momentos más inoportunos. Metió el pañuelo en el bolsillo del pantalón. Sabes, no quisiera que abandone São Paulo.

Pero estará preocupado por su mujer.

Si intentó comunicarse con ella fue sólo para quedar bien, Oscar. Desaparecer así de pronto está muy mal.

¿Quedar bien, doña Vera? Pero usted acaba de decir que tienen una vida en común.

Vera agarró su brazo. ¿Recomenzar aquí? ¿Traer a la familia de Acre y meterla dónde? Si al menos los hijos fueran de Nelson, y él quisiera estar con ella.

La respiración suave de doña Vera denotaba la falta de interés por la familia de Nelson. La simple posibilidad de que su hijo retornara a Acre era más remota que el lugar en sí. Sentí curiosidad por los hijos de la tal Simone educados por Nelson, me preguntaba si tendrían algunos de los rasgos de él. Quizás tuvieran cierto acento paulistano al hablar, o fueran insolentes como él. Vera dio el tema de Acre por cerrado y cambió el rumbo de la conversación hacia los primeros años de su hijo.

Es curioso, pero cuando Nelson era pequeño, dijo que no tendría hijos. Es que no tuvo padre, creo que fue por eso. ¿Y el tuyo, Oscar?

¿El mío qué? ¿Mi padre? Murió en la calle, de un infarto.

¿En serio? Qué raro que nunca habláramos de eso.

Sucedió un poco antes de que yo comprara este departamento.

Generalmente es así. Una cosa viene tras otra, dijo ella. ¿Herencia?

Sí. Fue lo que hizo posible la compra. Él falleció y vendí la segunda tienda de luminarias. Generaba menos ganancias y había que pagar un sueldo extra. Sabe, yo tampoco me sentía parte de la calle Aurora.

Con tanta indigencia, yo tampoco, Oscar. Adriano tiene mucha razón cuando se queja del centro, de que la ciudad está sucia.

Me quedé únicamente con el Lustre Imperial en la Consolação. Recuerda el nombre de nuestro edificio, ¿no?, le pregunté, pero doña Vera no reaccionó. Bueno, le estaba contando de la muerte de mi padre. Se murió tempranito. Me avisó la policía.

¿Tenía problemas cardíacos? ¿Tomaba medicamentos para la hipertensión?

Tardé en contestar.

Es gracioso que me lo pregunte.

¿Por qué? Si tú te medicas. Pensé que él también lo hacía.

Hoy ya no me parece raro, pero en aquella época no sabía que me ocultaba lo de sus medicamentos. Lo descubrí después.

¿De veras te lo escondía?, preguntó casualmente, casi distraída, mientras examinaba la pared.

Pues sí. Y no noté nada. Tras dejar la universidad, pasaba la mayor parte del tiempo en la calle Consolação. Solía ir por la mañana.

Al Lustre Imperial.

Exacto. Cando él murió empecé a considerar el cierre de una de las dos tiendas para pagar la entrada de este inmueble. Estuvimos mucho tiempo en el pequeño estudio, antes de venir para acá.

De estar vivo, tu padre hubiera aprobado el cambio. Aquí estás mejor que en la quitinete.

No lo sé. Nos peleábamos mucho. Se molestó tanto por la idea de mis estudios que renuncié a medio camino. Para él, pagar una carrera de arquitectura era una pésima inversión. Creo que porque él nunca estudió. Decía que además de caro, el ambiente de los arquitectos me crearía gustos demasiado exquisitos, como encontrar defectos en cualquier pared.

Yo creo que estaba en lo cierto. Tú eres como Adriano, sólo que observas callado y nuestro administrador monta escándalos. ¿Piensas que no me doy cuenta de que no dices las cosas?

Sí, su hijo siempre ha pensado que soy un cobarde.

No es así.

Devagar e sempre, doña Vera. Es lo que yo digo. Tengo un empleo y una mujer que trabaja.

Tienes suerte, Oscar. Mi hijo tiene el título de ingeniero y se encuentra sin trabajo. No es por falta de carrera.

Bien por él, ¿a quién le gusta trabajar?

A nadie, se rio Vera.

Cuando mi padre aparecía por la tienda, alguna mañana, traía huevos cocidos. Yo detestaba aquello. Los dos ahí, sin tener de qué hablar, mientras él golpeaba el cascarón en el filo de un plato, sólo para oír el ruido. Tardaba un buen rato en pelar el huevo. Lo gracioso es que el teléfono casi siempre sonaba a esa hora.

¿Y contestaba con la boca llena?

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