Acre

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Uno era el tipo de la prisión, Josias, el noviecito de Nelson, pero que estaba muy encabronado con él. El otro era el tal sicario conocido, el boliviano. Uno representaba la ley, el otro no tanto, y llegaron juntos al bar. Querían a Nelson vivo o muerto. Bueno, en realidad fueron a matarlo. Según Nelson, la suerte fue que salieron pronto de allí, porque hubo otros que no tardaron en ir a buscarlo.

Sintió que no saldría con vida. Entonces se llevaron a Nelson.

¿A dónde lo llevaron?

Marcela clavó los ojos en mí. Lo llevaron a una construcción sencilla, cuadrada, de cemento. En medio de un matorral, cerca de allí.

No sé si estás hablando en serio, Marcela.

Puedes elegir si quieres regresar a la cárcel o morir aquí mismo. Aunque creo que no tienes opción.

¿Ese era Josias?

Exacto, que no ocultaba que conocía a Nelson. Piénsalo bien, le dijo. Si te vuelven a aprehender, me encargaré personalmente de que no salgas vivo de prisión.

¿Y Nelson qué hizo?

Tú me liberaste para volver a encerrarme, Josias. ¿Qué mierda es esta?

¿Y luego? ¿Qué le contestó Josias?

Luego ya no sé que pasó, Oscar.

¿Cómo que no?

¿Pedimos la cuenta?

¿No quieres tomar otro vino?

12

Se me ocurrió tomar un café en la confitería Little antes de ir al trabajo. No había dormido bien, necesitaba pensar. Pasé por la parte cementada de la plaza, cerca de donde existió un puente de madera colgante que los niños cruzaban eufóricos, incluso yo, forzando el cuerpo en todas las direcciones para que aquello se sacudiera mucho, simulando un barco durante una tempestad en alta mar.

Fue exactamente allí donde ocurrió la pelea que llevó a Nelson a la Febem, cuando cortó la oreja del otro chico. Me detuve por un instante para imaginar la escena, porque eso me lo perdí, a pesar de que frecuentaba el mismo parque. La coincidencia me llamaba la atención. Solía ir los sábados, cuando era niño, pero no me juntaba con los chicos mayores, como Nelson, que me llevaba dos años, y se la pasaba enredando los columpios.

Sentí una brisa gélida. Me acordé de Vera y de su advertencia: el frío siempre llega por los pies. Sería porque justo allí atravesaba el río Anhanguera, le dije una vez. Ella me miró con dificultad para imaginar el subterráneo lleno de agua, como si se tratara de una historia mal contada. Luego vi en sus ojos la presión de los ríos que corren por galerías enterradas, y en seguida me preguntó si era como caminar sobre charcos congestionados y contaminados de un sistema de aguas completamente desconocido.

Eso mismo, doña Vera. Negro y desconocido.

Ella se rascó el brazo, sin entender si yo realmente podía vislumbrar aquel mapa invisible de nuestro barrio. ¿Alguna vez lo viste? Vera me miró en silencio, como si fuera dificil imaginar el agua que nunca se riza por la falta de cielo con viento.

Lo que se me hace raro es la idea de caminar sobre estas galerías sedimentadas, y al mismo tiempo no saber muy bien en dónde están. Me pregunto si alguna vez en el centro de São Paulo hubo algún tipo de tráfico marítimo.

¿Pero eso qué tiene que ver con el frío que me ataca por los pies, Oscar? Nada. Te gusta amedrentarme con eso de que voy a morir ahogada. Vera echó una risita desconfiada. Qué hay abajo no sé, pero sí sé que es una ciudad llena de hoyos.

Saliendo de la plaza, antes de cruzar la calle General Jardim, avisté a Nelson. Ante tamaña sorpresa —hacía dos minutos todavía intentaba recordarle en su infancia, un niño impulsivo que salía gritando por la plaza sin detenerse nunca—, tuve el ímpetu de llamarlo, pero como yo andaba desconfiado de todo y de todos decidí seguirlo. Tal vez me trajera una pista de lo que yo no lograba ver.

Iba a paso rápido en dirección al centro, y a mitad de la calle paró. Parecía desorientado, tal vez porque avanzaba siempre con la mirada clavada al suelo, cuidando dónde pisaba, como si la tierra bajo la ciudad pudiera en cualquier momento romperse en oquedades. Se le notaba de lejos el comportamiento compulsivo, y por lo que me contó Marcela, debía estar bastante paranoico, con miedo a la gente.

No lograba escapar a los celos, hasta el frío repentino que sentí me llevaba a pensar en ella. Era como un mal presagio. Me pregunté si volvería a apagar el teléfono para abandonarlo intencionadamente en su bolso. Y conociendo a doña Vera, estaba seguro de que preguntaría a Nelson hacia dónde se dirigía cada vez que abría la puerta del departamento, y que no me lo contaría. No, no lo haría.

Nelson se detuvo por un instante frente a otra cafetería, pero desistió. A partir de ese punto aceleró el paso, cruzó la Amaral Gurgel y aceleró de nuevo, desviándose otra vez hacia la Major Sertório. Lo seguía a unos metros de distancia, hasta que llegó a la tienda Aerobrás y apoyó las manos descoloridas sobre la vitrina. Se quedó a observar los modelos de aviones antiguos, a lo mejor fueron una diversión durante su infancia, como lo fueron para mí. Mi padre me daba dinero para gastar en la casa de aeromodelos y después me ayudaba a armar los pequeños aviones. Los pintaba y luego los colgaba en algo que se parecía a una tela de araña confeccionada con hilo dental, simulando una batalla en el cielo.

El bar que Nelson eligió quedaba en la Sete de Abril. Quizás buscara un refugio para leer el periódico que traía bajo el brazo, un refugio no tan cercano a nuestro edificio. Pasé por detrás de él, que estaba de espaldas sentado en la barra, y me acomodé al lado de una columna.

Nelson sacó el periódico y estuvo un rato subrayando anuncios con un bolígrafo grueso. Jaló para sí un plato de la empadinha y se la llevó a la boca. De repente escupió en la servilleta lo que había masticado, y a ese gesto brusco le siguió otro más mesurado. Dobló la servilleta a la mitad para limpiarse la boca, mirando a la muchacha de detrás de la barra, con una sonrisa que expresaba una mezcla de alivio y de frustración. Le dijo que la aceituna estaba agria, amenazando con doblar el periódico y marcharse.

La empleada, avergonzada, se disculpó, fijándose en la decoloración de las manos de Nelson. Él sonrió con escarnio y le dijo que no se preocupara, que no era contagioso, y retomando tranquilamente el subrayado de los anuncios clasificados, le dijo que ella tampoco debía cobrarle el bocadillo.

Se giró para evitar el ventilador dirigido a su espalda, claramente disgustado por el exceso de aire. Rezongó, llamando otra vez la atención de la muchacha de detrás de la barra, y fue cuando me vio, casi pegado a la columna. Alzó las cejas, saludándome en silencio, sin parecer sorprendido por la coincidencia de que estuviéramos sentados en el mismo bar. Quizás pensaba que de cualquier manera todos estaban a su acecho, y que yo representaba la menor de todas sus amenazas.

La mesera que le había servido la empadinha se inclinó para decir que no era posible apagar el ventilador. Nelson la miró sin interés.

Qué tal, Oscar, dijo, sin voltear el cuerpo en mi dirección, ni tampoco levantar los ojos del periódico.

Nelson estaba recostado sobre la barra y cualquier esfuerzo parecía excesivo para él. Siempre fue así. Volvió a cruzar las piernas largas, sin doblarlas.

Qué pasó, Nelson.

Nelson hizo una seña con la quijada y me senté a su lado.

¿Buscando trabajo? Indiqué el periódico.

Así es. Llegué de manos vacías. Nelson miró a la muchacha con la misma sonrisa de escarnio. Esta frase le correspondía. Dejaba en claro que no pagaría por la empadinha de la aceituna agria.

A veces la vida da vueltas, alcancé a decir.

De verdad que estoy sin nada. Nelson volvió a contarme con la mirada fija en el periódico. Pero sólo por ahora, junté mucha plata durante estos años, tengo un excelente negocio y quisiera comprarme una casa en breve. Hablo de trabajo asegurado en varias partes del país.

Comprendo.

Después lo arreglo contigo.

Espera. ¿Me estás pidiendo dinero?

Te lo voy a devolver.

Ni aun queriendo, no tengo. Estoy lleno de deudas.

Nelson quedó impasible. Podía transformarse, de la nada, en una fuerza inexpresiva. Hasta diría que esa era una de sus virtudes, pasaba de aquello a echarse reír. Le gustaba provocar a la gente con esos cambios súbitos, marearlos, desconcertarlos. Sus piernas delgadas seguían cruzadas y extendidas.

Se rascó el cuero cabelludo, y con ese movimiento tuve la sensación de que él vislumbraba algo que yo no era capaz de ver. Un recuerdo profundo por algo perdido, pero luego comprendí que era el odio que sentía por tener que someterse a la voluntad de otro. Volvió a reírse. Fue una risa solitaria, sin conmoción.

Sería poca cosa, prosiguió, sólo para salir del apuro. Lo tengo todo retenido. Mi cuenta, ves, me defraudaron. Estoy pasando por días difíciles, unos días de mierda, Oscar.

Entiendo. Cuando esas cosas suceden, nunca vienen solas. Y llegar prácticamente desnudo a São Paulo, después de tanto tiempo, no debe ser nada agradable.

Pero yo sólo vine a tomarme un descanso aquí, después regreso a Acre. Allá siempre es más fácil recomenzar la vida.

Ha de ser.

Si no quieres, no me des nada. Me las arreglo. Sólo necesito tiempo. Hasta poder vender algunas cosas.

¿Cuándo llega ella?

¿Ella quién?

Tu mujer.

¿Cómo lo sabes? ¿Te lo contó mi madre?

Sí. Tu madre me habló de tu mujer. Y también Marcela.

No les dije que pudieran hacerlo

¿Creíste que ella no me lo contaría?

Nada más pronunciar estas palabras me sentí mezquino, un tonto. Medía fuerzas con Nelson, las que yo no tenía. Para qué, pensé.

Realmente andaba preocupado por Simone, prosiguió Nelson. Le habrán dado el recado, que morí en prisión o que me mataron durante la fuga. Tuve que pasar por mi casa, pero después me largué. Tuve que huir. Marcela también te habrá contado que yo estaba amenazado de muerte por los tipos de la maderera. Me detuve en la casa para agarrar el coche. Lo necesitaba, pero después lo dejé tirado en la carretera, en el arcén, junto a un bar. Estoy muerto para los que deseaban que me muriera. Pero pasé por mi casa antes porque necesitaba arreglar unos asuntos.

Dinero, Marcela me lo contó.

Así es.

Entiendo.

Nelson sujetó el bolígrafo y trató de volver al periódico. ¿Crees que si te pidiera prestado dinero te defraudaría?

No es cuestión de confianza, es que realmente no tengo para prestarte.

Te creo.

¿Y ella te fue a visitar a la prisión?

¿Simone? Sí, fue durante las primeras dos semanas a verme. Después de un tiempo, empezó a desentenderse. Dejó de hablarme, cortó con todo.

Nelson soltó el bolígrafo. Desistió en lo de marcar los anuncios.

Mis compañeros de celda me preguntaron que cómo permitía que mi mujer desapareciera así, que era una tremenda falta de respeto. Pero yo sabía que ella tenía miedo. Además estaban los niños. Los días pasaban y me convencía de ello cada vez más. Después de todo, si ella no espabilaba, también la agarrarían. Ya ves, la pondrían en la lista negra.

¿Por qué?

Ella encubrió las mierdas que hice. La última vez que vino a verme le dije que sería mejor que se regresara a Ceará. Tiago quiere estudiar biología y Tamires todavía no sabe qué quiere hacer de su vida. Son sus hijos, nuestros hijos. Es una idiotez tener a esos dos en el culo del mundo. Y pensar que Santos me parecía una porquería.

¿Y ella, qué dijo?

No dudó ni por un instante. Dijo que se iba a esfumar de allí. Así. Nelson se rio de lo que dijo. Levantó el dedo índice para imitar la amenaza de la mujer. Mira que me voy, repitió con voz aguda.

Debe ser horrible para ella quedarse sola con los hijos en un poblado salvaje plagado de insectos. Creo que es así, ¿o no?

Sí, Oscar. Pantano, lluvia tibia y una vida más o menos criminal, a pesar de la casa bonita. Esa es la perspectiva que ella tiene allí.

Entiendo.

No creí posible juntar dinero en aquella tierra, pero de unos tiempos para acá empecé a triplicar lo que ganaba en una semana, porque los pagos eran constantes y provenían de varios clientes.

Trabajabas con contratos.

Sí. Me cambié con Simone y sus hijos a una casa de vidrio que renté, la última en ser construida en aquel fin de mundo. Antes era un comisario el que la rentaba, pero murió. No conocí al sujeto, pero también estuvo metido en el tráfico de madera. En un año fui expulsado de allí dos veces. Estaba robando el trabajo de otros, realmente llegué a molestar a la competencia, pero uno se acostumbra al riesgo, es mucho mejor que depender de un sueldo bajo y aguinaldo. ¿Sabes en qué pensaba, Oscar?

No.

En encontrar estabilidad. Regresar a São Paulo, a mis orígenes. Mi madre se está haciendo vieja, ¿sabes?

Sí, Vera está muy sola.

Sola es poco decir. Se ha vuelto pesada, convivir con ella es insoportable.

Diablos, Nelson, es tu madre.

Estuvo mal, ya sé. Y no quiero herir tu corazón de vecino de puerta.

Nos reímos, Nelson llegó a carcajear golpeando la barra con las manos. Seguramente pensaba que yo era un pendejo.

Marcela dijo que vas al Sesc a nadar.

¿Marcela?

Y que tu padre también lo hacía. Que heredaste ese talento.

No pensé que a Marcela le interesara ese asunto de la natación, pero ya que lo mencionas, es cierto. Sí nado.

Serás un as, ahora. Triunfando en la alberca. ¿Sigues cortando cuerdas como un loco? ¿Eh, Oscar?

Ah, tonterías.

Buenos viejos tiempos.

No sé si buenos, pero seguro que viejos tiempos sí, Nelson.

Préstame la credencial y voy en tu lugar. Hasta nos parecemos. Dejando a un lado mi calva.

Miré a Nelson disimulando la repugnancia que me causaba la mera idea de parecernos, ya fuera en la alberca o en otro lugar cualquiera. Intenté calmarme, después de todo él sólo bromeaba.

Pasó por mi mente entonces, y de forma vaga, que pudiera sustituirme, no sólo en la alberca, pero en la vida. Y sin tener que borrarse del mapa con Marcela, como ya hicieran en la adolescencia. Sin tener que abandonar su asiento en aquella barra, ni su piel manchada y lisa que todavía me hacía pensar en una carpa.

En realidad, no nos parecemos.

Veo que puedo contar contigo.

Así es, Nelson. Quieres mi dinero, quieres mi credencial. ¿Qué más necesitas, Nelson?

Mañana encontramos un empleo para mí, dijo. Se aproximó y me dio una palmadita en la espalda. ¿A que hora estaría bien? Cualquier cosa sirve, en realidad. Rio de nuevo. Ya le dije a Marcela que puedo ser de ayuda en el restaurante.

Podría considerarlo si no fuera mala idea.

No confías en mí, ¿no es cierto? Yo realmente asusto, hasta puedo tener cara y manos de criminal, pero soy honesto. ¿E aí, gatinha? Nelson enseñó las palmas de las manos a la muchacha. Mira, no estoy ocultando nada. Soy lo que soy.

Un libro abierto. Y lo de gatinha estuvo perfecto, Nelson. Muy profesional. ¿Así les dices a las chicas allá en Acre?

¿Me vas a dar una lección de cómo tratar a la gente? Tú, ¿Oscar?

Sacó la cartera del bolsillo como para pagar la cuenta, pero desvió la mirada hacia mí y la volvió a meter. Se volvió a dejar caer sobre la barra.

Está bien. Yo me encargo de la cuenta.

¿Pero cómo? De ninguna forma. Pidamos otra cosa, sería una falta de cortesía por mi parte que llegues y yo me vaya. ¿Qué quieres tomar?

Nada, gracias.

Si había algo que no le agradaba a Nelson era hablar de su vida. Se frotaba las manos como si lavara manchas en el aire y se cuidaba de no rozar las cosas. Nelson, de alguna manera, conservaba esa marca del pasado. Era arisco y desconfiado, conservaba la distancia con las personas. Por otro lado, daba la impresión de temer tocar cualquier superficie por miedo a lastimarse la piel.

Déjalo Oscar, no te preocupes. Todo va a salir bien. Señorita, otros dos cafés. Con todo el respeto, tienes un perfil angelical. Me recuerdas a una niña que iba conmigo al catecismo.

Nelson, deja ya tranquila a la empleada. Cuéntame cómo viniste a dar aquí otra vez.

Cómo o por qué. Huí, carajo, ya te lo había dicho. Salí de prisión y estuve dos días por ahí. Fue cuando pasé por mi casa. Suerte que no se encontraban los niños, solamente Simone.

Hubiera sido más difícil con ellos, es verdad.

Pero aguantar a la mujer estuvo cabrón. Simone quería follar, actuaba como una mujer rechazada. No me visita en la cárcel y luego soy yo el que tiene que hacerle un cariño. Bueno, de cualquier forma yo necesitaba un poco de sexo, pero tenía prisa, te lo imaginarás. Nelson se rio. Tenía que largarme. Largarme, pero por lo menos la tranquilicé. Y ya no tiene por qué delatarme, cree que estoy muerto.

¿Muerto?

Sí. Ya te dije que unos tipos venían por mí. Por cierto, también el boliviano que ustedes tuvieron la delicadeza de llenar de plomo el otro día.

¿Qué boliviano?

Bueno, puedes agradecer a Adriano de mi parte. Estaba allí, atrincherado detrás de un coche del otro lado de la calle, observando la escena. Sinceramente, no podía creerlo. ¿Quién necesita enemigos cuando tiene a un administrador insomne patrullando el centro de esta forma, a las tres de la mañana? Válgame Dios, como diría mi madre. Ese Adriano está bien chiflado, ¿no? Ni hacía falta haber huido de Acre.

Ah, era eso. Entonces el tipo vino por ti. ¿Era un capanga, un matón?

Bueno, al menos la última vez que lo vi en Acre eso era. Querían mi cabeza. Sé que el boliviano extraía caucho, era seringueiro de profesión.

Pero si alguien le daba unos centavos salía a matar.

Eso es. No sabes, me escapé de la casita donde me retuvieron, él y otro sujeto, Josias. Pero todavía no estoy a salvo. Es mejor que Simone piense que estoy muerto. Si regreso, me meten unos balazos. Eso es lo que hay que entender. No es nada contra ella.

Y ¿qué querías? Fuiste a dar a tierra de nadie, seguro que te matan si regresas.

Acre, dijo Nelson abriendo los brazos en el aire, es el mundo del caucho, el de las seringueiras de Luiz Gálvez, el Emperador. Imagínate, Oscar. Del oro negro del caucho pasaron al oro rojo del mogno. Y de los ipês.

Siempre existió mercado clandestino por allí, ¿no?

Sí, hasta el momento en que empiezas a cambiar de coche cada año.

Entiendo.

Nunca me gustó jugar al militar por allá, ir dando órdenes. Fue donde las cosas me salieron mal. Faltó comunicación. Faltó mano dura por mi parte. Pero te estaba contando lo de la casita y que no regresaría a prisión. Y ustedes dos lo saben perfectamente, les dije a los tipos. Porque vinieron aquí a matarme ¿no? Pero esto de aquí es una maravilla arquitectónica, miren, miren esta casa.

¿No se te ocurrió mejor cosa que provocarlos?

Intentaba reponerme de mi caminata en la oscuridad por el matorral, sabía que moriría en aquella casita, de tener suerte cubrirían mi cara con la revista donde el hombre escondía el arma. Josias, el custodio de la prisión, y el boliviano no hicieron comentarios. Estaban concentrados, me iban a matar, carajo. Yo sabía que iba a morir.

Vaya.

¿Sabes qué sentí? Miedo. Una angustia bestial. Veía mi mano al sol, quemándose por adentro.

Caralho.

Sí. Y era difícil ir de listo ahí, ¿entiendes? ¿Qué estás mirando, muchachita? Encárgate de tus platos sucios, carajo.

Cálmate, Nelson.

Josias me dijo que si quería marcharme, tenía que firmar una declaración de que jamás volvería a aparecer por esos rumbos. Porque tú sabes que la cagaste, me dijo. Entonces me reí, Oscar. Le dí por el culo estando en prisión, el tipo estaba encabronado, el tal Josias, qué se yó. Supongo que se enamoró de mí y dijo aquello.

¿Por qué estaba encabronado?

Se encabronó porque se sintió utilizado. Y creo que se dieron cuenta de que él me ayudó en la fuga. Lo habrán degradado por eso. Me dijo, dándoselas de alto funcionario, que únicamente quedaban los que ellos consideraban que tenían recursos. Los que creían capaces de burlar a la ley. Y quienes no habían sido sentenciados a muerte. Examiné el techo de la casita en aquel instante y supe que mi hora había llegado.

¿Y el boliviano?

Ese era el peor. Hablaba intimidándome. ¿Qué estás mirando? El boliviano se rascó la barba. ¿La maravilla arquitectónica? Ni contesté. Me dirigía solamente al custodio, pero ése también estaba enfurecido. ¿Viniste aquí a cooperar? Quiso saber Josias, un poco aturdido. Parece que no entendiste que el preso aquí eres tú, dijo. Entonces le contesté, muy alto, que en realidad… En realidad ese es mi trabajo, le dije, soy contratista. ¡De casitas, lo sé! ¿Qué fue lo que me dijo? Déjame recordar. Ah, sí. ¿Y que hacías con todo aquel papeleo? El problema no fue infringir la ley. El problema fue esparcir nombres por ahí. Entiendo que ya te golpearon mucho, pero sería bueno que te pusieras a las vivas cuando hablas conmigo. Tenemos a cuatro jueces operando justo aquí. Verás que el sistema de justicia es tan eficiente como tu arquitectura y la puta madre. ¿Qué podía decir o hacer, Oscar?

¿Pedirle perdón arrodillado?

Eso. Recoger los fragmentos de su corazón roto. Me quedé viendo a Josias. Y el boliviano cagado de miedo, haciéndose pasar por valiente. De pronto yo sólo pensaba en dormir. Estaba exhausto. Por mí hubiera dormido una siesta en aquel cuarto lleno de mierda, atestado de mosquitos. Entonces el boliviano, con su cara de demente, extremadamente delgado, sacó el arma de la revista. Presente do teu patrón, dijo, me pidió que metiera una bala en tu cabeza. Anda, de espaldas. Mi amigo de la penitenciaría, de pronto, me defendió. Calma, Calma, lo saqué de la cárcel para que platicáramos, dijo, esas fueron las instrucciones. El boliviano se quedó mirando como si no entendiera portugués. Entonces el boliviano, que estaba armado, disparó al pie del custodio. Empezaron a insultarse, un tremendo griterío. Josias se agachó para sentir la herida y sacó un arma de adentro del dobladillo del pantalón. Vas, hijo de puta, le dijo al boliviano. El boliviano disparó y el otro también. Uno al otro.

Antes de seguir, Nelson me miró con absoluta tranquilidad como si me contara una cosa tan simple como lógica.

Yo corrí. El boliviano intentó perseguirme, pero la pierna le sangraba. Se sentó en el suelo, fue cuando cambió de discurso. Volta, Nelson, no te mato mais. Lo juro. Dejamos esta historia en paz. Corrí hasta perderme entre la maleza.

El boliviano murió aquí en São Paulo, ¿pero que le pasó al custodio? ¿Ese tipo venía a matarte? ¿O realmente quería negociar?

Creo que vino a matarme y sintió lástima. Si sobrevivió, Josias ha de estar jodido ahora, pobre. Nadie lo obligó a defenderme.

Tuviste suerte.

Cierto, tuve suerte con él, ya desde la cárcel. Pidió mamarme la verga, así como lo oyes. Se lo permití y se volvió un aliado. Hasta me llamaba maridito, me salió peor que Simone. Lo último que me interesaba era andar de amoríos, aún menos con un sujeto carente de afecto y de dientes, pero Josias se lanzó con todo. El tipo me chupaba cada vez con más fuerza, y a cada día me prometía más cosas.

¿Y…?

Nelson se rio y se acercó para hablar en voz baja. Oscar, eché saliva a mi verga y se la metí. Hice un esfuerzo por no pensar.

Vaya.

Me lo tiré en el montón de colchones y contra la pared, esforzándome también para que nadie nos oyera. Fueron esas escapadas durante la madrugada las que salvaron mi vida. El el almacén de la prisión, en el cuartito de Josias. Ahorcaba al hombre con el brazo e imaginaba el dolor que sentía el desquiciado en aquel culo al que yo arremetía sin compasión. Josias gemía para el maridito. Eso me dijeron cuando me dieron una paliza en el comedor. Maridito. A esas alturas todo el mundo ya estaba enterado de que yo me comía al custodio, y sentían envidia porque me volví un privilegiado allá adentro. Pero por eso pude escapar.

Caminé por la carretera, a la orilla del asfalto, de la manera más tranquila que pude, intentando calmarme, pero sin saber si alguien me seguía, cada vez más tenso con la posibilidad de ser avistado. Bueno, todo estaba oscuro, pero aún así. Al mismo tiempo la sensación de libertad, ¿sabes? De poder ser otra persona. No sé cómo explicarlo. Muy bueno. Nelson respiró hondo, como si reviviera la esperanza que sintió en aquel momento.

¿Pero y entonces?

Entonces tenía un dinero en el bolsillo, acaba de cobrar un trabajo. Un coche se detuvo, era una pareja de borrachos discutiendo en voz alta que no parecía llegar a los treinta años. El tipo tenía barba de candado y la muchacha un flequillo bien recortado a la mitad de la frente. Parecía que acababan de salir de la peluquería, los dos modernitos locos. El conductor hablaba con voz estridente, tenía un rostro un poco raro, con ojos grandes y barbilla pequeña. Levantaba el dedo hacia ella cada vez que hablaba, y ella decía que no la tocara. Creo que olvidaron que yo venía en el carro.

Nelson se rio de su propio relato, del alivio que sintió por estar en un vehículo que lo llevaría lejos de la casita.

Me estaba cagando en la pelea de los chicos, que por cierto venían bien drogados, pero me llevaron hasta el aeropuerto de Rio Branco. Vi mi sueño de Acre revolotear por la ventana, si es que existía tal.

Como la bandera de Acre.

Exacto. La bandera de Acre que parece una pista de skateboard con una estrella en lo alto, a la izquierda. Rio Verde, eso es. Dicen que akir es dormir. Hasta rima.

Y tranquilidad no fue exactamente lo que encontraste por allá.

Así es. El río nunca tiene un sólo margen.

Vaya, qué profundo, Nelson.

Como Acre, en el Mediterráneo. Era una de las ciudades más antiguas del mundo, con un jardín encantado y calabozos. A Marcela le encantó cuando le dije eso. Pensó que era muy culto.

Agrégale algunas hadas a tu cuento, maridote. ¿Cuándo pasó eso? ¿Lo del Mediterráneo?

Qué sé yo. Cuando perdieron el dominio durante la Tercera Cruzada para los musulmanes. Aún sigue allá, en Israel.

Todo es una cuestión de geografía, Oscar. Mis facturas también eran de Acre. A veces de la Amazonia. Así las cosas. Especialmente porque dejé atrás mi coche, la vida, todo. Puta, amigo, estaba en aquel coche pensando sobre todo eso.

Me lo puedo imaginar.

Les dije que condujeran con más precaución, sobre todo cuando pasamos junto a la policía de carretera. El hombre al volante siguió peleando con la mujer, llamando la atención, prácticamente a golpes, y la patrulla no vio nada.

Entonces viniste en avión.

Compré un boleto para Porto Velho, el avión estaba a punto de zarpar. Entonces esperé varias horas antes de salir del aeropuerto, paranoico por si alguien venía a por mí, no sé.

¿Y que hiciste mientras?

Me tomé unas cachaças y agarré otro vuelo a Brasilia. Entonces me quedé como paralizado, pensando si había tomado la decisión correcta, si debía ir a São Paulo, aún teniendo el boleto. Lo cambié para la mañana del día siguiente, a primera hora, y me fui. Llegué al aeropuerto de Congonhas.

Tu madre dijo que llegaste a Guarulhos.

Ella lo lía todo. Uno le explica una, dos… Y ella contesta que está bien, está bien mi hijo, no me repitas. Pero ya sabes.

Por lo menos lograste dormir durante el viaje.

Dormí todo el viaje, pero sin dejar de soñar con la policía, que vendrían a por mí. Pero cuanto más consciente era de distanciarme de Acre, más me tranquilizaba saberme fuera de la zona de peligro. Rondé por el aeropuerto de Porto Velho, después por el de Brasília, observando a otros pasajeros, para tener la certeza de que nadie me seguía. Hice eso varias veces.

Un viaje largo.

Qué bien, Oscar, ya veo que tienes la capacidad para ponerte en el lugar del otro. Me alegra saberlo.

Bueno, supongo que estás siendo honesto.

¿Sabes qué pensé, Oscar, cuando me fui acercando a São Paulo? Me acordé de cuando fui a Santos a vivir con mis tíos. Las luces en la niebla, el miedo que sentí. Yo era muy joven. Cómo odié a mi madre por ello. Tenía diecisiete años. Bajé por la carretera vieja, con miles de túneles.

En eso nos parecemos.

Anda, carajo, suelta tu credencial del Sesc y te permito que cortes mi cuerdita. La cuerdita de mi calzón de baño quiero decir.

¿Qué dices?

Nada. Bromeo, Oscar. ¿O crees que me estoy insinuando? A ver, un besito.

Ya.

Llegué a São Paulo en la mañana. Me crucé con policías, tomé un taxi, pedí que me dejaran en la Praça da República. Necesitaba caminar, reconocer el lugar. Las bocinas eran la locura, estaba completamente desacostumbrado, ¿me entiendes? Parecía que me perseguían en la calle. Me detuve frente al edificio donde crecí, estaba conmocionado. Me quedé un rato mirándolo, hasta que decidí entrar. Toqué el timbre, donde mi madre. Si hubieras visto su cara, casi se muere.

¿Fuiste por la mañana?

Sí. El portero de la mañana, ¿cómo se llama?, timbró a mi madre por el interfono. Después vi a Décio, a ése ya lo conocía de antes, me reconoció a la primera. Traía unas botas blancas altas. Estuve a punto de pedirle que me prestara ropa. Nelson se rio. ¿Cómo es posible que se hiciera maricón con los años?

¿Y Marcela? Ella me dijo que subió contigo en el ascensor.

¿Marcela? No, eso fue más tarde.

¿Más tarde?

Sí. Más tarde. Bajé, vi a Décio como dijiste, más bien, como yo dije, estaba haciendo no sé qué, porque su turno todavía no empezaba. Entonces salí a dar una vuelta, caminé un buen rato y al regreso me senté en la acera, luego decidí moverme de allí, para no llamar la atención de la policía o de algún curioso. Fue cuando avisté a Marcela. Caminaba apresurada, tenía el bolso bien agarrado bajo el brazo, ya no se parecía a aquella santista relajada de la juventud. Estaba oscureciendo.

Tuve la sensación de que no concluyó lo que había empezado a decir. Creo que fue por la forma en que me miró durante algunos instantes, en el intento de finalizar bien su versión de los hechos.

13

Siempre supe que Marcela tenía la necesidad de aventurarse, de salir por el mundo, desde antes de mudarse a São Paulo. Me gustaba creer que era su cómplice en ello, que sólo yo sabía lo contraída que se sentía por las nubes bajas y cambiantes de la playa. La luz plomiza de São Paulo desencadenaba una reacción química en ella, creo que por eso sentía mayor necesidad de escapar a lo cotidiano, para vencer los propios límites.

Reconozco que mi esfuerzo por amoldarme a su temperamento no le daba mucha holgura, seguramente la agobiara más que otra cosa e incluso hasta influyera en sus escapes. No lo hacía con frecuencia, pero como llegó a decirme, ella no era mi mascota.

Hasta una mascota requiere de espacio fuera de casa, añadía.

Desde el regreso de Nelson, intentaba no preguntarle dónde había estado para que no me mintiera. A su vez, ella apagaba el móvil para no tener que ignorar mis llamadas. Cada quien hacía lo suyo para que las cosas marcharan bien, pero aún así yo terminaba resentido e inseguro por ser sometido a un juego del que no formaba parte.

Marcela se acomodaba sobre los cojines, entre el televisor encendido sin sonido e innumerables recetas de cocina que copiaba en el ordenador. Mantenía su distanciamiento característico, en el fondo el mismo de siempre, y ese silencio en el que se envolvía, roto sin necesidad de palabras, al levantar el rostro en reacción a algunos relampagueos de los anuncios de la televisión. Quería saber qué traía en mente, pero intentaba disfrazar mi duda en indiferencia.

No quería que se diera cuenta de que había escarbado todos los rincones de la casa buscándola. Al llegar, antes de entrar en el cuarto, respiraba profundo por la ventana, ansioso frente a los árboles de la plaza, recorriéndolo todo con la mi mirada. Incluso en la noche. Parecía avistar los ipês, los mismos que Nelson empacaba en la selva de Acre, cerca de Manoel Urbano, para meterlos a un camión, amarrados en rectángulos bien apretados. Y yo intentando proteger nuestro suelo con una capita de barniz.

Al menor ruido me encaminaba a la puerta de entrada, intentando distinguir cualquier cosa a través de la mirilla que algún imbécil había logrado rayar, oyendo desde muy lejos algo que seguía pulsando como una fantasía. La quería de regreso, entregada a nosotros, a nuestra pequeña familia. Por los buenos tiempos. Sentía que me brotaba un rubor imperceptible, una sensación lacerante de rabia, y me daba vergüenza sentirme así.

Nada, Marcela, sólo quería estar junto a ti.

Pero no hacía falta decirle nada. Me instalaba a su lado, tratando de atenuar su actitud arisca, pero todo lo que lograba era provocarla más.

¿Estuvo aburrido el restaurante hoy?

¿Por qué?

Vi que fuiste por el coche otra vez.

Marcela empuñó su cabello espeso. Me estás vigilando.

Sólo pasé por el restaurante. Es normal que haya ido, ¿o no? Tenías el móvil apagado. Como el otro día, cuando fuimos al Sujinho.

Mira, Oscar. No me estés fastidiando, caramba. Ya te lo dije, no estoy ocultando nada.

La voz exaltada indicaba su mal humor, sobre todo cuando venía acompañada por un timbre metálico, y sentía que aquella mirada, bajo los párpados hinchados, que clavaba en mí, podría destruir todo lo que tenía por delante. Marcela era capaz de absorber el mundo entero para luego desecharlo en el mismo impulso.

Tuve un día largo.

Se nota, dije sin darme por vencido.

Marcela volvió a encararme, como si intentara recobrar un poco de paz antes de lanzar el ataque siguiente.

Nuestras manos ya se evitaban hacía mucho tiempo, pero no tanto como ahora. La ocasión para una caricia rápida cuando subíamos encapsulados en el ascensor se había convertido en un viaje solitario a dos. Marcela se aferraba a sus propios brazos para mantener la distancia. Los cruzaba, muy distraída, y así permanecía. Para no dar la impresión de depender de su buena voluntad, me ponía a buscar algo en el bolsillo y, si me encontraba cerca del mostrador, hacía como doña Vera. Alisaba la chapa de acero o contornaba con la punta del pulgar los números en bajo relieve. Mi dedo llegaba a quedarse blanco por la fuerza con que presionaba el número nueve.

Oscar, con una sola vez basta.

Volvía a presionar el botón, por puro enfado.

Si algún vecino subía con nosotros, ella se desquitaba. Llegaba a ser embarazoso, escondía el rostro entre los cabellos, mirando hacia abajo, con la llave del departamento preparada en la mano.

En la plaza Roosevelt era diferente. Vivíamos en un cuarto piso y el elevador era más chico y antiguo, con reja. Hasta llegar a nuestro destino escuchábamos toda clase de desperfectos y crujidos, y la expresión en el rostro de Marcela era de pánico, especialmente en el primer arranque del ascensor. Yo la abrazaba, riéndome de ella. Los primeros años en São Paulo fueron así, pero ya no se repetieron en el nuevo edificio.

Últimamente Marcela parecía estar ajena a todo. Sus pensamientos fluían en sintonía con las cadenas del cuarto de máquinas, los mismos sonidos que un día sirvieron de excusa para estar más cerca el uno del otro.

Esas fugas, más frecuentes desde que Nelson regresara al edificio, me llevaron de vuelta a la adolescencia en Santos, a una escapada que ocurrió entre semana, y que me marcó mucho porque fue la primera vez que pasé algunas horas con Marcela en una pequeña playa desierta, gracias a una invitación de Bakitéria. Llevaba casi tres meses en Santos y empezaba a adaptarme a la ciudad. Mi colega era socio del Club de Regatas Santista y hacía ya tiempo que teníamos la idea de faltar a la escuela para remar fuera de la bahía. Él mismo tenía una pequeña embarcación y decía ser experimentado.

Marcela nos oyó cuando planeábamos los detalles de la excursión y preguntó si nos podía acompañar. Bakitéria me encargó el lunch. Recuerdo que me desperté muy temprano para esmerarme en el sándwich de margarina con ate de guayaba que ella devoró más tarde con muchas ganas, endulzando nuestra distancia en la arena con su sonrisa dominante, pero dejando que se diluyera en el paisaje manso. Es un recuerdo que contrasta radicalmente con otro que vendría enseguida.

No se cumplía ni una semana del asesinato de Washington por un disparo en la espalda y de su fugaz entierro al día siguiente. En la ciudad sólo se hablaba de eso, incluso escuché rumores en el recreo de que Nelson y Marcela habían planeado su muerte, si bien la sospecha recaía sobre un traficante que incluso yo había visto por ahí. Cuando Marcela quiso venir al paseo, pensé que querría airear la cabeza, pero no era exactamente eso. Quería ganar tiempo para pensar en el plan que había acordado con Nelson.

Quedamos en vernos en la punta de la playa. Marcela llegó sola, mirando hacia abajo, el cabello le protegía el rostro. No pareció reconocerme, se limitó a mirarme con los ojos rojos de llorar. Pensé en Washington, que era mi amigo, y sentí pena por ella. Bakitéria explicó que nos alejaríamos de la bahía, mostrando el mar como si avistara algo concreto.

¿Listos?

Sí. Marcela inclinó la cabeza hacia donde caía su cabello, como si las madejas de pelo pesaran.

La marea saliente nos ayudó a salir de la costa. La ballenera, como él llamaba a aquel barco, medía dos metros. Cabíamos los tres sin que sobrara demasiado espacio. Bakiteria y yo remamos por dos horas, cada uno a un lado porque la corriente era fuerte, mientras Marcela cuidaba la mochila con los sándwiches, para que no se mojaran. Miraba al frente, cerrando la camisa de mezclilla a la altura del pecho para protegerse del viento, pero sin miedo al agua que salpicaba su rostro. Debajo llevaba una camiseta que dejaba a la vista el cordón del bikini anudado en la nuca.

En medio del canal, entre grandes embarcaciones pesqueras, éramos minúsculos. Avanzamos contracorriente y las gaviotas nos acompañaron por un rato detrás de los residuos que ondeaban sobre el agua cristalina, con mucho movimiento a causa de los barcos. Aun donde el mar era más abierto, flotaban latas perdidas, a veces una caja de poliestireno o algún trozo de madera. El mar de Santos era un exceso de cosas sin nombre, sólo cosas, pudriéndose bajo el sol.

Tras dejar atrás la Bahía de Santos el mar quedó tranquilo, volviéndose una masa pesada y constante, sin olas. Pasamos por la playa del Sangaba, luego por la Ilha das Palmas. Fuimos por el Saco do Major y fue idea de Bakitéria detenernos en la playa del Cheira Limão.

Jalamos la embarcación fuera del agua y nos abandonamos en la arena, exhaustos. Marcela dijo que nunca había llegado tan lejos en barco. Había visitado una vez una isla, Porchat, con las amigas, pero por tierra, por el puente conectado a la isla de São Vicente.

Y mira que Porchat sólo es isla cuando la marea sube, dijo Bakitéria, porque cuando baja, las arenas se encuentran. Bakitéria señaló una gaviota. El plumaje de las gaviotas tarda años en formarse, dijo. ¿Sabían eso? Esas aves son monógamas, miren qué curioso.

Marcela clavó los dedos en la arena y levantó la mano, como un pequeño tractor. Se volteó hacia Bakitéria, las cejas parecieron pesar sobre los ojos. De pronto, se puso a llorar. Yo sabía que era por la muerte de Washington, nada que ver con lo que Bakitéria acababa de decir. Sentí ganas de golpear a mi colega de escuela. Después de algunos sollozos, Marcela se esforzó para no volver a llorar. Se enderezó y me miró, intentando recordar dónde se había interrumpido la plática.

¿Ya viste? La vegetación se acaba en el mar, arriesgué a decir.

Marcela sonrió. Es cierto.

Marcela se sentó para quitarse la ropa. No tuve valor para volverme hacia ella, pero sentí su presencia calurosa mientras ella acomodaba el bikini sobre sus pechos. Cuando la volví a espiar quedé cautivo por el pequeño hoyuelo que aparecía en su rostro cada vez que sonreía.

Recalqué lo que dije, señalando los árboles de limón, con las ramas enredadas en las rocas. El en aire se entremezclaban los olores de las frutas podridas con la brisa del mar. Eran veinte metros de playa, de una pestilencia dulce peculiar, cítrica y sedante.

Estuvimos allí el resto de la mañana, acampados sobre toallas, intercambiando frascos de bronceador y un porro que Marcela trajo. Examinábamos las conchas y todo lo que se aparecía por la arena. Marcela tenía el don de transformar todo lo que tocaba en algo especial.

Lió el porro con maestría, dejando espacio en el papel para pasar la lengua mojada, un poco temblorosa. Las puntas de sus dedos estarían saladas, pensé, también el resto de su cuerpo. Volvió a encenderlo. Aspiró el humo, se rascó la pierna, me lo pasó y se volvió a acostar, con el rostro volteado en mi dirección. Era un rostro bonito de ojos cerrados, con las cejas arqueadas, el hoyuelo visible y la boca mirando al cielo.

Me quité la camiseta y me acosté junto a ella. Se sentía el olor a limón en la playa. Rocé su mano, que descansaba abierta, lacia, sosteniendo una concha rota. Ella dejó caer su objeto para estrechar mi mano en la suya. La miré y ella empezó a observarme muy de cerca, y sus dedos se cerraron entre los míos, húmedos y un poco temblorosos.

La presencia vertical de Bakitéria hizo sombra.

¿Qué pasa, Bakitéria?

No, nada. ¿Vieron las gaviotas? Me ha entrado hambre, será la mota, ustedes disculpen, escuché a Bakitéria decir de pronto. Me voy a comer las papas fritas, todas de una vez. ¿Me las pasas, Oscar?

Bakitéria era nuestro intermediario, un cupido de ojos rojos. Se atragantó y terminó por escupir las migajas empapadas.

Una hora después vino la tormenta. Llovió mucho. Esperamos a que pasara mientras hacíamos una guerra con limones podridos, los tres carcajeándonos bajo la lluvia.

De regreso Marcela perdió una de sus sandalias y gritó cuando una ola la mojó. El mar estaba muy agitado y por un instante pensamos que no lograríamos salir de allí. Finalmente una embarcación pesquera grande, de las que pescan de todo, hasta camarón, remolcó nuestro barco. Marcela se limpió el rostro mojado, mientras el motor que nos arrastraba ganaba velocidad.

Yo sabía que ella se encontraría con Nelson, pero no imaginaba que ya habían acordado todo y que horas después de nuestro paseo huirían juntos. Cuando vuelvo a examinar aquel día, me percato de cómo Marcela se volvía más y más callada según avanzábamos de regreso a Santos, abrazando su cuerpo como si sintiera frío.

Recuerdo los matices indecisos de una tarde que terminó bañada de sol después de una tormenta, del paisaje urbano que se acercaba a nuestro pequeño bote, de los edificios que se cerraban con una solidez acosadora según nos adentrábamos en la bahía.

Anochecía cuando pisamos la arena. Vi la silueta de las personas recortadas en la fogata. Cuando distinguí a Nelson parado allí en medio, creí que estaba encabronado conmigo porque me había llevado a Marcela. Soporté con firmeza aquella cara indolente y su andar incierto, como si aún no estuviera acostumbrado a la arena. Pensé que me daría otra paliza, pero Marcela caminó hasta él e inclinó la cabeza sobre su hombro antes de decir hola.

Empezaron a discutir y lo poco que alcancé a entender era que se trataba de algo entre ellos. No tenía nada que ver conmigo, ni con la excursión en barco.

Marcela miró hacia nosotros. Hizo señas de adiós, llamé a Bakitéria para que también la saludara, pero la pareja ya se había alejado. Pensé que hablaban sobre la muerte del primo de Nelson, probablemente estuve en lo cierto. Desaparecieron de Santos esa misma noche, sin dejar rastro.

Cuéntame una cosa, Marcela.

Hmmm.

¿Te acuerdas de aquel viaje en barco, después de la muerte de Washington?

Sí.

¿Ya lo tenías todo planeado antes de salir con Bakitéria y conmigo, verdad? Sólo estuviste todo el día fuera con nosotros para ganar tiempo, ¿sí o no?

¿De qué hablas?

Lo sabes muy bien.

Ya te he dicho que no recuerdo esos días.

Así como tampoco te acuerdas del día de hoy, ni de ayer y tampoco de anteayer.

Oscar. ¿Qué es lo que quieres? ¿Y qué necesidad tienes de hablar todo el día de Nelson?

Marcela, me gustabas.

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