Abyss

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3 – Coffey

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3 – Coffey

Es preciso que conozcan a otra persona antes de seguir adelante. El teniente Hiram Coffey, de los SEALs de la Marina de los Estados Unidos.

Cuando vemos a una persona con uniforme, nunca pensamos en la persona en sí…, sólo en el uniforme. Sea cual sea nuestra opinión de los militares, así es como pensamos respecto a ella. Quizá, para algunos, sea un héroe. Quizá, para otros, sea un asesino con el dedo fácil en el gatillo. Quizá, para otros, sea simplemente un robot carente de sentimientos. Pero la persona dentro del uniforme no es ni un héroe, ni un asesino, ni un robot: es simplemente una persona. En su momento fue un muchacho, y luego creció hasta convertirse en el tipo de persona que por una u otra razón se alistó en el ejército. Vio ese uniforme, y supo que debía meterse en él, costara lo que costase, aunque tuviera que renunciar a una gran parte de su libertad, y quizás a otras cosas también. Hay tantas razones distintas para que alguien se revista con un uniforme como personas que los llevan.

Hiram Coffey no era un tipo duro. Si se hubiera educado en otro ambiente hubiera jugado al béisbol y al escondite con otros niños en el vecindario. Hubiera acudido rápidamente a la llamada de su madre, y hubiera contado hasta diez antes de darle un puñetazo a nadie. Lo peor que hubiera podido llegar a hacer hubiera sido robar algún Penthouse y compartirlo con su mejor amigo.

El problema era que el vecindario donde se educó no era del tipo que se ve en la televisión, excepto en las series de policías. Su padre se fue cuando Hiram tenía diez años, y cuando cumplió los doce él y su madre estaban en el mismísimo fondo. Ambos vivían en el segundo piso de un decrépito edificio de cuatro plantas al este de Los Ángeles, que necesitaba urgentemente ser derribado y reemplazado por algo mejor, por ejemplo una autopista.

Incluso en los tiempos difíciles, sin embargo, Hiram Coffey intentó ser un buen chico. Su definición de bueno no era tampoco demasiado complicada. Bueno era su mamá. Cualquier cosa que ella necesitara, cualquier cosa que le pidiera, intentaba cumplirla. Después de todo, ¿no hacía cada día dos viajes de cuarenta y cinco minutos en autobús para acudir a su asqueroso trabajo de mecanógrafa en una asquerosa compañía de rótulos de segundo orden, sólo para comprarle a él comida y ropa? Así que no se arrodillaba cuando llevaba sus tejanos siempre que podía impedirlo, para que no se le gastaran en las rodillas y ella tuviera que ponerle parches, y si estropeaba sus zapatos se sentía tan bajo como una mierda de perro pisada.

No era que su madre lo llevara siempre al extremo de un palo o algo así. Confiaba en él y le daba mucha libertad. No era ella quien imponía las cosas a Hiram Coffey. Era el propio Hiram Coffey quien se las imponía. No creía tener el derecho a decidir lo que debía de ocurrir. Pero una vez su madre decía que algo estaba bien y era correcto, bien, entonces estaba dispuesto a matarse si era necesario para ver que eso que estaba bien y era correcto ocurriera.

Esto lo convirtió en un muchacho serio. Podía reír y bromear, por supuesto, pero su rostro siempre volvía a su firme expresión grave. Nunca hacía el payaso en clase, puesto que mamá había dicho que tenía que tomarse en serio la educación y obtener buenas notas o nunca podría ir a la universidad, y ahí era donde tenía que ir si alguna vez quería salir del este de Los Ángeles. Nunca haraganeaba por la calle porque mamá decía que los chicos que hacían eso no eran buenos y que nunca llegaban a nada excepto quizá terminar en la comisaría con una lista de nombres falsos.

Estaba ese chico vecino de Hiram, llamado Darrel Woodward. Tenía quince años, y era grande, y asustaba a la gente. No porque fuera fuerte y peligroso. De hecho, era más bien flojo y lento. Lo que asustaba en él eran sus ojos, siempre medio cerrados, y su boca, que siempre parecía estar sonriendo a un chiste que nadie había contado pero que él sabía. Cuando lo veías, sabías que era capaz de hacer cualquier cosa. No cosas como ser honesto y decente, por supuesto, eso era para los mamones. Le pegaría a un bebé si se sentía con ganas de hacerlo. Si luchaba contigo y te derribaba, no paraba, sino que seguía pegándote y te hinchaba los ojos si le apetecía.

Y cuando sabes estas cosas de alguien, eso le proporciona poder sobre ti. Siempre que te deje tranquilo, no te metes con él. Cuando ya no te deja tranquilo, entonces intentas doblegarte a lo que él desea a fin de que vuelva a dejarte tranquilo. Por encima de todo, nunca permites que sepa que, después de que te toque, lo primero que haces es ir a lavarte allá donde te ha tocado, frotar hasta que la piel sangre, porque tener su marca en ti hace que sientas deseos de vomitar.

Eso era lo que sentía Hiram respecto a Darrel Woodward. Darrel Woodward vagabundeaba por el vecindario, y Hiram se mantenía fuera de su camino. De tanto en tanto, sin embargo, Darrel le veía. Entonces le llamaba:

—¡Hey, Folgers! ¡Hey, Maxwell House!

Hiram no se mostraba ofendido por los chistes a costa de su nombre. Simplemente iba hacia donde estaba Darrel con sus satélites reunidos a su alrededor. Todos esperaban a ver qué tipo de espectáculo iba a ofrecerles Darrel, usando a Hiram Coffey como blanco.

—Hey, Coffey, he oído decir que te pusieron así porque tu padre era realmente un cofrade del chupa y empina y el codo.

Hiram no decía nada. No discutía, no decía ni sí ni no. Cuanto menos dijera, más pronto Darrel lo dejaría tranquilo.

—He oído decir que tu padre tenía una tranca así de gorda y negra, y es por eso por lo que tu mamá salió huyendo, porque cada vez la mataba con ella.

Hiram se encogía de hombros.

—¿No se atragantó con ella ninguna vez, Coffey? He oído decir que fue por eso que lo dejó, porque sentía náuseas de tanto beber coffey con leche.

Los amigos de Darrel reían a su alrededor. Hiram seguía sin decir nada.

—¿Tú también tienes una tranca gorda y negra, Coffey?

Hiram agitaba la cabeza.

—Oh, vamos, Hiram, no nos la ocultes. Déjanos echarle una mirada, Hiram. Vamos, bájate la cremallera y sácala fuera, déjanos ver tu tranca.

Hiram simplemente se quedaba de pie allí. No pensaba obedecer, pero tampoco pensaba echar a correr. Lo mejor era quedarse allí hasta que los amigos de Darrel lo echaran al suelo y le quitaran los pantalones y los calzoncillos. No se debatiría ni intentaría escapar o cubrirse. No discutiría cuando Darrel hiciera un montón de chistes acerca de lo pequeño que tenía el pito. No suplicaría cuando Darrel se sacara su navaja del bolsillo e hiciera como que iba a rebanárselo. Finalmente, Darrel decía:

—Mierda, este pito es demasiado pequeño para cortarlo. Apuesto a que alguien ya lo hizo antes. —Y, cuando las risas se apagaban, añadía—: Soltadlo.

Hiram Coffey se ponía entonces en pie. No se mostraba furioso ni se cubría ni nada parecido. Éste era el truco. Se sentía furioso, por supuesto, pero no humillado. Uno puede sentirse humillado sólo si le importa lo que la gente piense, pero a Hiram no le importaba en lo más mínimo lo que pensaran Darrel y sus amigos. La única persona cuya opinión importaba para Hiram Coffey era su madre. Así que el único pensamiento que cruzaba por su mente era: Tengo que volver a ponerme los pantalones porque mamá no puede permitirse comprarme otro par, y tengo que volver a casa sin que ella sepa lo que me han hecho estos gamberros porque de otro modo se pasará preocupada todo el tiempo.

¿Hacía esto que Coffey pareciera el niño de su mamá? Espero que sepan notar la diferencia. Coffey no intentaba complacer a su madre a fin de conseguir algo de ella. Eso significaría que pensaba sólo en sí mismo. No, en la forma en que él se dibujaba el mundo, estaban: su familia a un lado, y todos los demás en el otro. Mamá y él eran nosotros, y todos los demás eran ellos. Él tenía que hacer lo que era bueno para nosotros, eso era todo, y era trabajo de mamá decidir qué era bueno. El trabajo de Hiram era ayudar en todo lo posible, hacer lo que ella le pidiera, y asegurarse de que nunca tuviera que preocuparse por él, asegurarse de no añadir una nueva carga extra sobre sus hombros.

—Lárgate —le decía Darrel—. ¿A qué estás esperando?

—Necesito que me devolváis los pantalones —respondía Hiram. Su voz era tan firme como si estuviera sosteniendo una pistola.

Darrel agarraba sus pantalones del chico que los tenía y los alzaba en el aire. Darrel era un palmo más alto que Hiram.

—Ven y cógelos.

Hiram se limitaba a quedarse allí de pie.

—No debes desearlos tanto, si no vienes a buscarlo.

—Mi mamá no puede permitirse comprarme otro par —decía Hiram. No le preocupaba en lo más mínimo que supieran lo pobres que eran. Su orgullo dependía de que le devolvieran los pantalones, no de fingir que no eran pobres. Todo el mundo en el vecindario era pobre. De hecho, todos ellos sabían que la razón estaba del lado de Hiram: dejar a un muchacho sin pantalones en medio de la calle era divertido, pero robárselos de modo que su madre tuviera que comprarle otros no era divertido en absoluto.

Darrel no era un estúpido. Podía notar agitarse a sus amigos a su alrededor, ahora un poco avergonzados. La broma había ido demasiado lejos.

Darrel arrojaba entonces los pantalones a la cara de Hiram. Hiram veía sus calzoncillos tirados en la acera, e iba y los recogía. Luego se daba la vuelta y cruzaba la calle y recorría unas cuantas casas antes de llegar a la suya. No se detenía a ponerse los pantalones. No sujetaba los pantalones de modo que le cubrieran. Es como si no se diera cuenta de que iba con el culo al aire. Darrel intentaba gritarle algunos chistes obscenos a sus espaldas mientras se alejaba, pero ya nadie los reía. Pronto Hiram subía las escaleras y abría la puerta de su apartamento, y ya estaba dentro.

Éste era el orgullo de Hiram. Volvía a ponerse los pantalones, y estaba en casa antes de que mamá regresara del trabajo, así que ella nunca sabría lo que había ocurrido. Y en cuanto a Darrel, no había nada que pudiera hacer que le importara a Hiram, mientras la familia estuviera bien. A Hiram simplemente no le importaba.

Les he contado esto para que se den cuenta de que Hiram no albergaba ningún rencor personal hacia Darrel. No le importaba en absoluto Darrel Woodward. Si todo hubiera seguido así, Hiram hubiera continuado manteniéndose fuera del camino de Darrel, y finalmente Darrel hubiera terminado en un correccional o caído en la adicción de alguna droga o muerto por algún matón de otro barrio que fuera aún más despreciable que él.

Pero las cosas no siguieron así. Darrel no tardó en cansarse de meterse con los otros chicos y empezó a picar más alto. Hizo que sus satélites tiraran por los suelos las bolsas de la compra de las mujeres viejas y deshincharan los neumáticos de los coches aparcados. Les ordenó que robaran caramelos y cigarrillos para él. Y, cuando los adultos le gritaban, simplemente se les reía a la cara. Ni siquiera intentaba echar a correr. Simplemente se les reía a la cara. Era algo nuevo en aquellos días, en aquel vecindario, tener a un chico que no mostrara ningún respeto por los adultos.

Quien lo desencadenó todo fue el señor Ling, el propietario de la pequeña tienda de comestibles de la esquina. Atrapó a un par de los chicos de Darrel robando cocacolas de su nevera, y llamó a la policía. Llevaron a los dos chicos a la comisaría, y durante todo el tiempo el señor Ling no dejó de decir:

—Ya es hora de que alguien ponga freno a esas pandillas. No estoy dispuesto a soportarlo más. Muchachos, esta vez no vais a libraros.

Fue una especie de crisis para Darrel Woodward. La policía entrando en el vecindario y llevándose a dos de sus chicos…, eso demostraba de qué lado se hallaba el auténtico poder, y no era del de Darrel. Aunque los padres de los chicos los tuvieron fuera antes de que se hiciera de noche, fue un auténtico golpe para él.

Al día siguiente, Darrel se saltó la escuela y fue a la tienda del señor Ling a las dos de la tarde. No robó nada, no dijo nada, simplemente se quedó allí, mirando. Finalmente, el señor Ling le gritó que se fuera o llamaría a la policía. Darrel salió de la tienda, pero se quedó allí fuera, al otro lado del escaparate, donde el señor Ling podía verle cada vez que alzaba la vista. Lo estaba volviendo loco, hasta que a las tres y media el señor Ling recibió una llamada de su esposa. Dejó a su empleado a cargo de la tienda y salió por la parte de atrás y cogió el coche hasta el hospital, porque alguien había atacado a su hija de nueve años en su camino de vuelta a casa desde la escuela y le había dado una paliza tal que tenía el brazo roto y también un par de costillas, y su rostro estaba tan maltrecho que fueron necesarios cincuenta puntos de sutura para recomponerlo. Le quedaron cicatrices para toda su vida.

El señor Ling le dijo a la policía que sabía quién era el responsable. Era una venganza de Darrel Woodward. Pero Darrel tenía una coartada. El señor Ling lo había visto junto a su tienda durante todo el tiempo que su hija estaba recibiendo la paliza.

Quizá pensarán ustedes que estoy contando esta historia porque Hiram oyó hablar de ella e imaginó que ya era hora de poner freno a Darrel Woodward y así fue y se enfrentó a él y le dio una paliza y salvó así el vecindario. No fue esto en absoluto lo que ocurrió.

Vean: El señor Ling y su hija no eran nosotros para Hiram Coffey. Eran ellos, con tanta seguridad como lo era el propio Darrel Woodward. Y lo que ellos se hicieran a ellos podía ser muy triste, pero no era asunto de Hiram.

Un par de días más tarde, sin embargo, su madre fue a la tienda de Ling y la encontró cerrada. Tuvo que ir a diez manzanas sólo para comprar leche, y cuando regresó a casa echaba fuego.

—Es una vergüenza cuando necesitas tener coche para ir simplemente al colmado —dijo—. Clama al cielo que un buen hombre como Ling no pueda mantener su negocio en este vecindario sólo porque un maldito quinceañero pierde el control. La policía no puede hacer nada, pese a que todo el mundo sabe que ese chico Woodward fue el responsable. Así que, ¿qué ocurre? Ling cierra su tienda, y, ¿quién más va a abrir un negocio ahí? Ya es hora de que alguien haga algo respecto a ese Darrel Woodward, le pare los pies de una vez por todas. Si la ley no puede hacerlo o no quiere hacerlo, entonces tendrá que hacerse de alguna otra manera, o nuestras vidas no valdrán absolutamente nada. —En realidad, la madre de Hiram no hacía más que expresar lo que sentía, eso era todo.

Lo que no se dio cuenta fue que acababa de transmitirle a Hiram un encargo. Una misión. Hasta aquel momento, Darrel Woodward había sido un fastidio. Ahora, sin embargo, su madre había redefinido la situación. Darrel Woodward era un peligro para nosotros, y alguien tenía que hacer algo al respecto.

Hiram veía la televisión. Conocía los arreglos de cuentas y las peleas en las que dejabas que el otro tipo sacara primero y el héroe siempre disparaba al chico malo en la mano. También sabía que los programas de este tipo eran tan falsos como un billete de cuatro dólares. Si dejabas que el chico malo sacara primero, te disparaba. Tú le disparabas a la mano, él te disparaba a la cabeza. «Jugar limpio» no formaba parte de los planes de Hiram.

No ser atrapado, eso era lo importante. Hacer algo decisivo y definitivo, y luego no ser atrapado, de modo que la amenaza a nosotros fuera eliminada sin hacer que mamá se preocupara por nada.

Fue casi dos semanas más tarde. Era de noche. Darrel estaba solo, subiendo las escaleras de su apartamento, donde su padre el borracho y su madre la gritona estaban peleándose como siempre. Hiram aguardaba en mitad del siguiente tramo de escaleras cuando Darrel llegó al descansillo, completamente solo, de espaldas a Hiram. Hiram dio dos rápidos pasos escaleras abajo y golpeó la cabeza de Darrel desde atrás con un pesado ladrillo de hormigón. Darrel nunca lo vio venir, nunca supo lo que le había ocurrido. Hiram retrocedió escaleras arriba y salió al tejado, donde había dejado el ladrillo de hormigón hacía más de una semana. Nadie le vio en el tejado; nadie le vio bajar por el lado del edificio de apartamentos. Cruzó el bloque, con paso tranquilo para que nadie se fijara en él, y fue por la parte de atrás, siguiendo el camino más largo, a su propio edificio de cuatro plantas, donde subió hasta su habitación por la parte de atrás. Funcionó perfectamente. Sabía que lo haría. Lo había ensayado una docena de veces. No había dejado nada al azar.

Darrel Woodward no murió. Pero su cerebro resultó dañado, y a partir de entonces caminó y habló de una forma lenta y curiosa. Su pandilla se deshizo, por supuesto. Después de salir del hospital, se limitó a ir de un lado para otro del vecindario, con su paso cansino, haciendo torpes chistes, pero nadie se paraba a escucharle. Era como un cartel que dijera: «No te metas con este vecindario».

Nunca llegaron a sospechar siquiera quién lo había hecho. Interrogaron a Ling, por supuesto, pero aquella noche estaba en Riverside, trabajando como director ayudante en un Lucky’s, de modo que quedó libre de toda sospecha. Hiram Coffey jamás insinuó siquiera que él era el responsable, nunca intentó adjudicarse el crédito de lo ocurrido ni siquiera cuando los vecinos se quedaban contemplando la torpe forma de andar de Darrel y decían:

—Bueno, es una lástima, pero el chico se lo estaba buscando. En realidad, quien se lo hizo le hizo al mundo un favor. Me gustaría estrecharle la mano.

Nadie estrechó jamás la mano de Hiram por este motivo.

Cuando Hiram cumplió diecisiete años, su madre se casó con su jefe y se trasladaron a Sherman Oaks. Hiram no necesitó mucho tiempo para darse cuenta del alcance de lo ocurrido. Mamá y él ya no eran nosotros. Ahora ella estaba con su nuevo esposo, Burt. Ya no decidía las cosas…, aguardaba a saber qué era lo que Burt pensaba que debían hacer.

Quizá, si a Burt le hubiera caído bien Hiram, las cosas hubieran ido bien. Pero Burt dejó claro desde un principio que no confiaba en dejar a Hiram a solas con sus hijas núbiles, de catorce y dieciséis años. Burt dejó claro también que no confiaba en dejar a Hiram cerca de su billetera. Y las débiles protestas de su madre pronto se sumieron en el silencio.

Ésa fue la primera vez en su vida que Hiram se dio cuenta de que no pertenecía a nadie, que no formaba parte de nada. Ya ni siquiera sabía quién era, ahora que no era parte de ese grupo llamado mamá y Hiram. No tenía ningún propósito en la vida. En su último año en el colegio, sus calificaciones fueron a la basura. Nunca había tenido amigos íntimos, y ahora perdió incluso a los no tan íntimos, sólo porque nunca quiso tener que ver nada con ellos. Vagabundeaba en torno a los nuevos salones recreativos con sus videojuegos, pero ni siquiera jugaba mucho en ellos, limitándose a escuchar los sonidos del agonizante PacMan y la música de Donkey Kong y las explosiones de Asteroides. Observaba jugar a los otros chicos. Y, cuando jugaba él, creo que lo único que le gustaba era el hecho de que, mientras se desarrollaba el juego, él y la máquina eran uno. La máquina establecía el mundo para él y le proporcionaba una tarea que realizar, y él la llevaba a cabo con lo mejor de su habilidad. No era mucho, pero era algo.

Tras graduarse en la escuela secundaria Hiram se alistó en la Marina, por razones que ni él mismo llegó a comprender. Pero era lo más lógico que hiciera Hiram Coffey. La Marina era algo a lo que valía la pena pertenecer…, era Norteamérica, ¿no? Sólo que era una parte de Norteamérica donde siempre había alguien para decirte lo que Coffey debía hacer, donde siempre había una finalidad que cumplir.

¿Por qué estás en la Marina, marinero Coffey?

¡Para servir a mi país, señor!

¿Y cómo puedes servir a tu país, marinero Coffey?

¡Seré el mejor marinero de este buque de la Armada, señor!

¿Qué?

¡Seré el mejor maldito marinero de este buque de la Armada, señor!

¡No puedo oírte!

¡Seré el mejor maldito jodido marinero de la Marina de los Estados Unidos! ¡Señor!

Eres un buen hombre, Coffey.

Después de un par de años en la Marina y un turno de servicio en el Golfo Pérsico, se presentó voluntario para los SEALs. Sea, Air, and Land: Mar, Aire, y Tierra. Fue admitido. Empezó con un grupo de doce hombres. El entrenamiento fue un infierno para la mayoría de ellos. A Coffey le encantó.

Un día, al principio de su entrenamiento, su instructor los condujo hasta un poste telefónico de cuatro metros de largo.

—Quiero presentaros a alguien —les dijo—. Ésta es vuestra dama. La querréis con todo vuestro corazón. No podréis soportar el apartaros de ella. La llevaréis con vosotros allá donde vayáis. Y me refiero a todos vosotros, allá donde vayáis. Si uno de vosotros necesita mear, todos os llevaréis a la dama con vosotros y aguardaréis juntos mientras él mea. Si oigo que uno de vosotros la ha abandonado, mejor que le vea sacándole punta a su pito, porque éste es vuestro único y auténtico amor, ¿habéis comprendido?

Durante semanas los doce llevaron aquel poste consigo allá donde iban. Hicieran lo que hiciesen, tenían que hacerlo con una mano contra el poste. Cualquier cosa que tuvieran que hacer que necesitara las dos manos, uno de los otros miembros del equipo tenía que ayudarle a hacerlo. Los doce estaban absolutamente, completamente juntos, y tenían que cooperar o volverse locos intentándolo.

Coffey tenía la impresión como si hubiera vuelto a casa. Los doce hombres, sujetando aquel poste, eran ahora nosotros para él. Coffey observaba todo el tiempo, intentando ver qué era bueno para el equipo. Cuando las presiones del entrenamiento o las tensiones de no tener intimidad empezaban a minar a los demás muchachos, era Coffey quien estaba siempre allí para ayudar a remontar la moral. No soltaba discursos…, pero su mano era la que sujetaba el nudo por ti. Era el primero en hacer chistes acerca de la puta —no, perdón, quiero decir la dama—, pero cuando sentías que ibas a morir de dolor y agotamiento, suya era la voz que murmuraba detrás de ti: Puedes hacerlo, marinero. Y cuando Coffey decía eso, lo creías, porque sabías que él creía en lo que estaba diciendo, que realmente creía que podías hacerlo. Y podías.

Nunca te formulaba ninguna pregunta, nunca te corregía si estabas equivocado. Si cometías un error en algo como explosivos o colocarte la mascarilla de buceo, algo que realmente importaba, se limitaba a corregirte, sin una palabra, y cuando te había corregido te miraba como diciendo: ¿Lo ves ahora? Y si veía en ti alguna inseguridad volvía a hacerlo, una y otra vez, hasta que lo captabas. Y sin embargo, durante todo el proceso, jamás tenías la sensación de que estaba pasando por encima de ti.

Era como si estuviera diciendo: Éste es un trabajo que hay que hacer bien, y ocurre que yo sé cómo, y tú necesitas saber cómo, así que te ayudaré. Nunca te sentías avergonzado de que Hiram Coffey te enseñara. Pero, cuando finalmente lo hacías bien, y él te hacía ese pequeño signo con la cabeza, entonces, por Dios, te sentías orgulloso.

Al final, utilizaron su entrenamiento en demoliciones para colocar una carga y hacer volar el poste. Cuando llegó el momento de la voladura, el instructor tendió el detonador a uno de los hombres, un tipo llamado Monk. Monk no dijo una palabra, ni una sola palabra, simplemente sabía lo que sabían todos sin necesidad de hablar. Se dirigió a Coffey y le tendió el detonador.

Coffey no sonrió ni nada parecido. Simplemente miró a su alrededor para asegurarse de que todo el equipo estaba en lugar seguro, y entonces envió aquella puta al infierno. Sólo entonces, con el resto de los hombres gritando y vitoreando y abrazándose, sólo entonces se permitió sonreír. ¿Sabía lo mucho que todos le querían en aquel momento? ¿Sabía que aquellos hombres estaban dispuestos a morir por él? Creo que sí…, pero no creo que significara mucho para él, porque eso era precisamente lo que esperaba. Formaban un equipo, ¿no? Cuando formas un equipo, el morir por los demás es simplemente lo que tienes que hacer.

¿Creen que los instructores no se dieron cuenta? Aquél fue el equipo más perfecto y de funcionamiento más suave que jamás pasó por el entrenamiento de los SEALs, y Coffey era el porqué. Cuando enviaron al equipo de Coffey a alguna misión, nunca salió nada mal, jamás perdieron un solo hombre. Eso era algo inusitado. El tipo de misiones que emprendían los SEALs eran de las que tenías suerte si regresabas con tan sólo el treinta por ciento de bajas.

Los SEALs nunca hacían públicos sus éxitos, jamás ofrecían funerales públicos por los que habían muerto en el cumplimiento del deber. Su trabajo era hecho siempre por manos invisibles. Eso era demasiado para muchos de ellos. Tenían hambre de reconocimiento. Pero no así el equipo de Coffey. Si obtenían su aprobación, eso valía más que todas las medallas. Y en cuanto a Coffey, había arreglado aquella cuestión hacía mucho tiempo. No trabajaba para la gloria. Trabajaba por Norteamérica. La Marina le había dicho lo que Norteamérica necesitaba, y él y su equipo lo hacían. Para eso vivía. Jamás escribió a su madre hasta que un oficial le dijo que podía hacerlo, y entonces nunca dejó pasar una semana sin hacerlo. Siempre tenía una reserva de unas treinta cartas para ella preescritas y cerradas en sobres, a fin de que cuando se hallara en alguna misión un SEAL de algún otro equipo pudiera enviarlas por correo por él cada viernes, como un reloj. Nunca llegó a darse cuenta de que ya no la amaba.

Con su equipo, Coffey no tenía secretos. Les contó las dos historias que he relatado aquí, acerca de la vez que Darrel Woodward le quitó los pantalones, y acerca de romperle la cabeza con un ladrillo de cemento. Ambas historias, sin embargo, tenían una finalidad determinada. Contó la primera historia cuando llevó a un grupo de cuatro hombres con él a Beirut, en una misión donde había bastantes posibilidades de ser capturados. La finalidad de su historia era que puedes resistir cualquier cantidad de tortura.

—El dolor no es nada. Lo que te vence es la humillación, la sensación de impotencia. Pero no pueden humillaros, no pueden romper vuestra voluntad, si a vosotros no os importa. Si os cortan los testículos, ¿qué? La única razón de que tengáis esos testículos es para servir a vuestro país, y ése es el momento en que vuestro país los necesita.

Quizá les suene curioso a ustedes, en sus seguras y pacíficas vidas. Pero para hombres como Coffey y sus SEALs no era ninguna broma. Ellos arreglaban las cosas, en cuerpo y alma, una y otra vez, de modo que ustedes pudieran sentarse en casa y ver la televisión y maldecir acerca de lo mucho que tenían que pagar de impuestos.

Y esa otra historia, la relativa a golpear a Darrel en la cabeza, la contó después de que corriera la noticia de que un ex SEAL que regentaba un bar en Florida había empezado a alardear de algunas de las cosas que solía hacer antes, y que algo de ello había llegado a los periódicos. El teniente Coffey no tuvo necesidad de explicar la finalidad de la historia. Todos comprendieron. Parte de vuestro trabajo, les estaba diciendo, es mantener la boca cerrada. Parte de vuestro trabajo es no conseguir jamás la gloria por lo que estáis haciendo. Todos los periódicos hablarán acerca de cómo los Marines desembarcaron en alguna pequeña y estúpida isla caribeña…, pero nunca dirán una palabra acerca del equipo de SEALs que fueron allá primero y destruyeron las instalaciones de radar exactamente a las cuatro de la madrugada, justo antes de que los primeros barcos norteamericanos aparecieran por el horizonte. Y eso está bien. Eso es lo que hacen los SEALs. Los marines chillan y dicen nosotros siempre los primeros y todo eso. Los SEALs mantienen la boca cerrada y hacen el trabajo.

Era el trabajo para el que había nacido Coffey. Y hacía que todo su equipo sintiera como si ellos también hubieran nacido para él. Eran absolutamente leales los unos a los otros, absolutamente obedientes a sus órdenes, el equipo absolutamente perfecto.

Excepto uno. Resulta curioso, pero ni él mismo lo sabía. El que más quería a Coffey no era realmente uno del equipo, no en el fondo, y él nunca llegó a sospecharlo.

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