Abyss

Abyss


4 – Contacto

Página 7 de 31

4 – Contacto

La Tierra no es mucho como planeta, pero, pese a lo pequeña que es, la mayor parte de la historia humana ha tenido lugar en un espacio aún más pequeño, una delgada capa que empieza en el suelo y se alza quizá cuatro metros en el aire…, más o menos la altura de un hombre a lomos de un caballo agitando una espada. De tanto en tanto, un edificio perfora un orificio en ese techo de los cuatro metros. De tanto en tanto, el túnel de un minero desciende un poco del nivel del suelo. Pero, al cabo de unos pocos años, o décadas, o siglos, la gente abandona esos trabajos. Entonces, el viento y la lluvia barren aquello que se alzó sobre el suelo y llenan aquello que fue hacia sus profundidades, hasta que la Tierra queda curada de nuevo.

Siempre podemos ver un poco fuera de esa capa: las nubes girando en el cielo, la luz del sol durante el día, las estrellas por la noche. Podemos suponer lo que ocurre debajo de nosotros cuando la Tierra tiembla, o cuando un enorme pez viejo queda varado en la arena de una playa para morir. Pero las alturas del cielo y las profundidades del mar se hallan tan lejos de nosotros que civilizaciones enteras pueden haber residido aquí sin que nos hayamos enterado nunca de su existencia.

Ellos estaban, y nosotros no nos enteramos.

No hay forma de decir cuánto tiempo hace que llegaron por primera vez a la Tierra. Ningún ser humano fue capaz de darse cuenta de ello cuando llegaron, pero eso sólo significa que vinieron aquí algún tiempo antes de los telescopios de gran potencia y el radar. Ni siquiera ellos saben cuánto tiempo hace que llegaron, ni cuánto les tomó el viaje, porque ellos no miden el tiempo excepto de la misma forma que lo hace un niño pequeño: Esto ocurrió antes de aquello, y esto otro ocurrió después. ¿Por qué deberían mantener la cuenta de los años y las estaciones? Cuando vives a seis kilómetros bajo el mar, no hay primavera ni otoño, e incluso las mareas son como una débil brisa diaria, si es que llegas a sentirlas. ¿Y por qué deberían medir el paso de los años? Cuando no puedes morir, no hay ninguna razón para contar el tiempo que has vivido.

Y, sin embargo, les importa el pasado. El nombre que se dan a sí mismos es el de «constructores de memoria». Se aferran a todo lo que les ha ocurrido desde su primera conciencia. Esa enorme memoria es su propio yo. Recuerdan su llegada a la Tierra, y antes de eso su llegada a cada uno de los mundos anteriores, desde la partida de su planeta de origen. Si alguna vez les hubiéramos importado, hubieran recordado toda nuestra historia también.

Puede que hubieran notado nuestra presencia si hubiéramos compartido el mismo hábitat, de igual forma que nosotros notamos las colonias de hormigas y las aves migratorias. Pero nuestra delgada capa en la corteza terrestre les es tan hostil como la Luna lo es para nosotros. Nuestra atmósfera es sólo ligeramente más densa que el casi vacío del espacio. La única parte de nuestro planeta que les importaba está tan profundamente enterrada en el océano que en ella el agua presiona como las manos de crueles gigantes. Sólo allí se sentían como en casa, y a esa profundidad la raza humana no importaba.

Hasta que empezamos a entrometernos. El cieno de nuestros polucionados ríos empezó a fluir más allá de las plataformas continentales y luego a hundirse hacia las insondables profundidades, donde ellos notaron su hedor, su horrible sabor. Los peces empezaron a desaparecer del océano, así que cada vez menos y menos de sus detritos derivaron hacia el fondo, a las regiones donde los constructores de memoria acostumbraban a recolectarlos y utilizarlos. Los torpedos y las minas generaron explosiones submarinas cuyas ondas de choque cuartearon los cimientos de sus altas y delgadas torres.

Al principio, debido a que la mayor parte de sus comunicaciones son de tipo químico, pensaron que aquellas cosas eran mensajes, y durante algún tiempo intentaron descifrarlos. Luego, cuando nuestra polución empezó a ponerlos enfermos, a infectarlos e infestarlos como una epidemia, cuando hubo una hambruna de restos de esqueletos de peces e incluso el plancton microscópico escaseó, muerto por las radiaciones que cruzaban la disminuida capa de ozono…, entonces empezaron a pensar que nosotros, las criaturas que vivimos en esa delgada capa entre el mar y el cielo, éramos enemigos que intentábamos envenenarles o matarles de hambre.

Sin embargo, fueron muy cautelosos. Podríamos decir incluso que fueron pacientes con nosotros, aunque no fue ése su motivo. Durante largo tiempo simplemente evitaron los lugares donde fluían nuestros venenos, mientras nos observaban, para intentar comprender quiénes éramos, qué estábamos haciendo. Aunque nada de lo que enviábamos al mar era un mensaje, finalmente comprendieron que las ondas de radio que emitíamos eran mensajes, aunque sólo entre nosotros. Puesto que ellos poseían poco lenguaje, al menos tal como nosotros lo entendemos, necesitaron años para descifrarlos, primero separando nuestros mensajes según sus longitudes de onda y luego descubriendo gradualmente sus unidades de significado.

Si el concepto de lenguaje ya era difícil para ellos, la idea de que miembros de una misma especie tuvieran lenguajes diferentes era casi impensable. ¿Naciones? ¿Hambrunas? ¿Guerra? ¿Todo dentro de la misma especie? ¿Qué tipo de criaturas éramos? Como una familia cuyos padres han muerto. Como un cáncer que devora el cuerpo que es su única fuente de vida. Cuanto más aprendían de nosotros, más extraños les parecíamos…, más repulsivos, insanos, monstruosos.

Ahora lamentaron los muchos siglos durante los cuales nos habían ignorado. En vez de dedicar una parte relativamente pequeña de su atención a estudiarnos, volcaron todas sus energías en nuestra dirección. ¿Cuán peligrosos éramos para los constructores? ¿Cómo podían detenernos, si necesitaban hacerlo? No estaban equipados para la guerra. Sólo habían desarrollado las armas necesarias para defenderse contra los predadores, peligrosos pero estúpidos. Nosotros, en cambio, habíamos desarrollado armas que podían vencer y dominar enemigos igual de inteligentes que nosotros, porque nuestro principal peligro provenía siempre de otros seres humanos. A fin de aprender el arte de la guerra, de modo que pudieran eliminar la amenaza que planteábamos para ellos, tenían primero que estudiarnos.

Éste, sin embargo, no era un trabajo que pudiera hacerse en el fondo del océano. Nuestras señales de radio y televisión nunca alcanzaban ese nivel. Ni siquiera la luz del sol significa algo para ellos…, toman su energía de las chimeneas de la corteza terrestre, de la descomposición de las moléculas, de las diferencias de temperatura entre las distintas capas del agua del mar. Para comprendernos, tenían que salir fuera del océano.

Sabían cómo hacerlo, por supuesto. Después de todo, habían cruzado enormes extensiones de espacio para llegar hasta aquí, y cuando sus ciudades bajo los océanos de la Tierra alcanzaran la madurez, construirían nuevas astronaves y enviarían más colonias a otros mundos con aguas profundas. Ese día se hallaba aún muy lejos en el futuro, pero mientras tanto su astronave original aún daba vueltas en torno a la Tierra, mucho más allá de la Luna y perpetuamente detrás de ella, donde ningún telescopio terrestre podía verla.

Por primera vez desde que los constructores llegaron a la Tierra, liberaron algunos códigos químicos entre algunos de los porteadores, una especie relacionada con ellos a la que habían domesticado hacía mucho tiempo. Cuando los porteadores alterados maduraron, su aspecto era distinto de los demás. Cuando crecieron, no tomaron la forma de los acarreadores que se arrastraban por el fondo, o de los pequeños y veloces mensajeros que eran comúnmente utilizados. En vez de ello, crecieron para convertirse en deslizadores, capaces de surcar el mar a velocidades que las criaturas terrestres jamás podrían soñar, y luego alzarse muy arriba en el aire, sorbiendo una enorme energía de cualquier fuente ambiental…, energía suficiente para llevarlos por encima de nuestros campos y ciudades, por encima de nuestros caminos en el mar, a través de nuestros senderos aéreos, mientras los constructores dentro de cada deslizador nos observaban, nos escuchaban, intentaban comprender qué tipo de criaturas éramos.

Nuestros movimientos carecían de significado para ellos. No podían imaginar a los individuos eligiendo vivir allá donde les apetecía, así que no podían comprender por qué malgastábamos increíbles cantidades de energía en repetitivos e improductivos viajes. Incluso nuestros edificios eran incomprensibles. Puesto que vivían en un lugar carente de clima, la noción de refugio resultaba difícil para ellos. Construir una estructura hueca simplemente para contener algo era bastante extraño. Pero cuando se dieron cuenta de que la mayoría de los edificios permanecían en su mayor parte vacíos casi todo el tiempo, sólo pudieron llegar a la conclusión de que éramos inimaginablemente estúpidos. Todo lo que ellos construían permanecía siempre completamente lleno y completamente utilizado; cuando ya no era necesario, incluso temporalmente, era destruido, y sus partes utilizadas para alguna otra cosa. Su desdén hacia nosotros fue completo.

Nunca los vimos observarnos. Oh, quizás un destello de luz solar justo en el momento preciso del día reflejado de una lisa y en general transparente superficie. Quizás, en una noche sin luna completamente oscura, el débil resplandor de dentro de un deslizador se hacía visible cuando flotaba sobre nuestras cabezas. Una luz en el cielo, moviéndose a increíble velocidad, luego deteniéndose bruscamente, cambiando de dirección sin preocuparse de las leyes del movimiento. Los deslizadores nunca se posaban en el suelo. Y, puesto que los constructores morirían en segundos fuera de las duras conchas de los deslizadores, ninguna criatura alienígena podría haber emergido jamás de ellos. Cualquier historia al respecto que hayan oído ustedes no era más que…, iba a decir una mentira, pero ¿cómo lo sé? Podría ser una alucinación. Podría ser un sueño. Podría ser una esperanza tan ferviente que la mente creyera que se había convertido en realidad. Pero no era la realidad. Un constructor no podía aterrizar y abandonar su deslizador, del mismo modo que ustedes no podrían despojarse de su piel y apartarse de ella. Casi transparentes, llenos a rebosar del frío y especiado líquido de la vida; estaban cerca de nosotros, pero realmente nunca los vimos.

Cuando empezamos a enviar satélites al espacio, su trabajo en comprendernos dio un salto hacia delante. Allá fuera en el espacio, al fin podían tocar algo que nosotros habíamos hecho, entrar dentro de la piel de metal para explorar. Hallaron allí, abiertos, muchos de nuestros secretos. Circuitos electrónicos. Las mentes digitales de los ordenadores.

Y, el más ominoso de todos los secretos, la energía nuclear. Para ellos era algo más brillante y más terrible que la luz del sol. Ahora supieron que éramos mucho peores que una raza de estúpidos productores de desechos, criaturas terrestres inútiles que ensuciaban los límites de su hogar. Teníamos el poder de asesinar el mundo. Su mundo también…, el océano. Éramos más peligrosos aún de lo que habían temido.

Fue por eso que una cierta mañana, en el clímax de la estación de los huracanes, un deslizador voló del satélite que estaba estudiando y picó de vuelta hacia la Tierra. El deslizador absorbió fácilmente todo el calor de la reentrada, almacenando la energía en intrincadas estructuras dentro de sí mismo, para utilizarla más tarde para acelerar su movimiento bajo el mar, o más tarde aún para ayudar a construir torres submarinas, o para ayudar a otro deslizador a escapar de la gravedad en un vuelo posterior al espacio. Casi invisible a simple vista, y completamente invisible al radar, se deslizó hacia el sudeste por encima del Golfo de México a cuatro veces la velocidad del sonido, cruzó el cuerno del Yucatán, y luego se sumergió en el Caribe. Tan suavemente entró en el agua que ni siquiera se produjo un chapoteo. El océano simplemente se abrió para recibirlo.

Ahora, en el oscuro mar, la brillante energía almacenada durante la reentrada desprendió un halo claramente visible mientras el deslizador avanzaba no muy lejos de la superficie. Aunque estaba bajo el agua, técnicamente el deslizador no estaba mojado. Ni una molécula del agua caribeña tocaba físicamente la superficie del deslizador. En vez de ello, fluía en torno a su cascarón como repelida por un imán. Casi no había fricción. Los constructores eran mejores moviéndose en el agua que moviéndose en el aire.

El deslizador parecía hallarse en un simple vuelo de regreso a casa. La más antigua y mayor de todas las ciudades de los constructores estaba allí en el Caribe, en las profundidades de la fosa Caimán, donde casi ninguna vida terrestre podía penetrar. El rumbo del deslizador no varió…, se dirigía a casa.

Pero todos aquellos procesos fueron llevados a cabo de forma refleja por el propio deslizador. Una vez fijado el rumbo a casa, no hubo más guía inteligente. El constructor dentro de él estaba gravemente herido.

El satélite que había estado estudiando había sido puesto en órbita unos días antes. Hacía lo que ningún otro satélite había sido capaz de hacer hasta entonces: rastreaba todos los submarinos en el océano. La localización exacta de cada submarino, en puerto o en maniobras, en la superficie o en su más profunda inmersión, era detectada e informada en mensajes codificados a una serie de estaciones terrestres, hora tras hora. La existencia de un rastreador de submarinos de este tipo significaba que, por primera vez en la era de los misiles, un primer ataque podía eliminar simultáneamente las armas nucleares de tierra y mar. La superficie de la Tierra se había vuelto un lugar mucho más peligroso.

Los constructores, individualmente, pueden llegar a poseer una gran cantidad de inteligencia y buen juicio, en especial si se requiere de ellos que permanezcan separados de su ciudad durante largos períodos, efectuando un trabajo peligroso y delicado. Así, ese constructor comprendió en seguida que este nuevo satélite era el objeto más peligroso en todo el espacio, supo que si se permitía que siguiera funcionando, incluso una sola hora, podía desencadenar la terrible y definitiva guerra. La nación que lo controlaba podía utilizarlo para lanzar un ataque preventivo, o las naciones que no lo tenían podían descubrirlo y lanzar su propio ataque nuclear, por temor a que, si no utilizaban sus armas, las perdieran.

No había margen de seguridad para poder volver a casa, transferir la información que había averiguado, y dejar que la ciudad tomara una decisión. En consecuencia, el constructor tomó él mismo la decisión. No podía permitirse que este satélite siguiera funcionando.

Aisló cuidadosamente sus memorias tras una porción del deslizador protegida con un escudo. Desgraciadamente, no pudo escudar su juicio e inteligencia, puesto que eran necesarios para el trabajo que le aguardaba. Utilizando los miembros y herramientas que había desarrollado en la barriga del deslizador, hurgó en el casco del satélite, en busca de su ardiente corazón nuclear. Su reflejo era absorber toda su energía, pero eso lo hubiera matado instantáneamente. En vez de ello, canalizó el flujo de energía a las más delicadas partes del ordenador del satélite. Sólo entonces liberó la fuente de energía…, rápido, pero no lo bastante como para provocar una explosión nuclear. Hubo un estallido de luz y calor, visible en todas las estaciones de rastreo de aquel lado de la Tierra. Y, lo más importante para el constructor, el estallido de energía incluyó una mortífera dosis de radiaciones. Las intrincadas moléculas que formaban su inteligencia se vieron alteradas más allá de toda posible reparación. Excepto sus cuidadosamente escudadas memorias, estaba intelectualmente muerto.

Por ello el rumbo de regreso a casa del deslizador fue tan directo. Los porteadores poseían una inteligencia comparable a la de un perro. La suficiente para realizar tareas sencillas —busca, quieto, ve a casa—, pero no la suficiente para efectuar ninguna maniobra compleja. ¿Cómo podía prever el constructor que se produciría otro encuentro con un artefacto humano en el camino a casa? Se requería sólo una fracción de la inteligencia y el juicio que había utilizado para tomar su decisión respecto al satélite, pero carecía incluso de esta fracción, y estaba completamente más allá del débil intelecto del porteador. Así, cuando las estaciones de rastreo de la superficie seguían intentando todavía hallarle sentido al estallido de luz y calor que acababa de producirse en el recientemente lanzado satélite espía, otro encuentro entre humanos y constructores, esta vez mucho más directo y fatal, iba a tener lugar.

Aquel día, ocurrió que el huracán Frederick estaba avanzando a través del Caribe procedente del este-sudeste, y tenía previsto pasar por aquella región del mar en el término de veinticuatro horas.

Bud Brigman y su equipo estaban a treinta y cinco kilómetros de distancia, ocupados en el tercer turno de las primeras pruebas de profundidad de la Deepcore, la plataforma perforadora submarina que era la culminación del trabajo de toda una vida para Lindsey.

La propia Lindsey Brigman estaba en Houston, ocupándose del trabajo de tierra y deseando volver bajo el agua.

Hiram Coffey estaba en Houston con tres SEALs de su equipo de doce hombres, preparándose para ir a un cierto país del Caribe para destruir, con precisión quirúrgica, el cuartel general de una guerrilla izquierdista cuyas operaciones representaban una amenaza para los intereses de la seguridad de los Estados Unidos, tal como había sido definido por los oficiales superiores de Coffey.

Al cabo de una hora del momento en que el deslizador entró en las aguas del Caribe, todos ellos fueron desviados del trabajo que tenían planeado hacer.

¿Qué hubiera ocurrido si no hubieran estado allí? ¿Qué hubiera ocurrido si Lindsey no hubiera dejado lista la Deepcore tan anticipadamente al tiempo previsto? ¿Qué hubiera ocurrido si Coffey hubiera volado a su misión la noche antes, rompiendo el contacto por radio y no pudiendo así ser reasignado? ¿Qué hubiera ocurrido si Bud y su equipo hubieran sido enviados a uno de los emplazamientos alternos de perforación, más al norte en el Caribe? ¿Qué hubiera ocurrido si el huracán Frederick hubiera tomado el rumbo más al norte originalmente predicho para él, de modo que hubiera golpeado Cuba en vez de arrastrarse a lo largo de la costa norte de Jamaica? Quizás incluso con distintas circunstancias las cosas hubieran funcionado hacia el mismo resultado, excepto que yo no estaría ahora contándoselo.

Pero, si las cosas hubieran ido mal, no hubiera habido mucha gente para contarlo.

Aaron Barnes estaba de guardia con el sistema de sonar del USS Montana, un submarino clase Ohio SSBN con misiles balísticos de vuelta a casa tras una misión de setenta días. Cuando avanzaban sumergidos, que era la mayor parte del tiempo, Barnes era los ojos y los oídos del submarino. Se tomaba en serio su trabajo. Nunca dejaba que su concentración fallara. Porque sabía que, si cometía un error, todos ellos quedarían ciegos y sordos en el vientre del mar.

Así, cuando el deslizador, aún muy lejos, empezó a emitir un sonido monótono a medida que avanzaba por el agua, transcurrió menos de un segundo antes de que Barnes lo captara, y unos pocos segundos más antes de que tanto Barnes como el ordenador del sonar llegaran a la conclusión, por el rumbo y la velocidad de la fuente del sonido, de que no se trataba de un pez.

Al cabo de pocos momentos toda la tripulación estaba en sus puestos de batalla; el capitán Kretschmer y el segundo de a bordo fueron al puesto de ataque; y Barnes se convirtió en el hombre más importante del Montana. Tenía que identificar el contacto —el lo-que-fuera que estaba rastreando—, y tenía que hacerlo antes de que pudiera plantear algún peligro para la nave. No había muchos países en el mundo que poseyeran submarinos, y ninguno de ellos era neutral. No a esa velocidad, no a esa profundidad, no en esta época, no en estas aguas.

Espera un momento. ¿A qué velocidad va? Barnes comprobó de nuevo. No había error posible.

—Sesenta nudos —susurró.

—¿Sesenta nudos? —dijo el capitán Kretschmer. Su voz era bastante tranquila…, simplemente no creyó la información—. Es imposible, Barnes. Los rojos no tienen nada tan rápido.

—Lo he comprobado dos veces, capitán —dijo Barnes—. Es una signatura auténticamente única. Ninguna cavitación, ningún ruido de reactores. Ni siquiera suena como hélices. —De hecho, sonaba como un pez, con unos latidos cardíacos increíblemente fuertes. Pero ¿sesenta nudos? No había ningún pez en el mar que pudiera moverse tan aprisa, ni siquiera aunque meara puro combustible de cohetes. Moviéndose tan rápido, el contacto debería estar chillando con el sonido de motores sobrecargados. La hélice o turbina o cohete o lo que fuera que estaba haciendo que fuera tan rápido debería estar batiendo el agua más ruidosamente que un millar de niños chapoteando en una piscina. Barnes pasó la señal a un altavoz para que todo el mundo pudiera oírla. Que el capitán Kretschmer le extrajera algún sentido, si podía.

No pudo. Kretschmer nunca había oído nada como aquello antes. Desde el momento en que Barnes informara del contacto, supo que era ruso. Tan cerca de Cuba, sólo podía ser suyo o nuestro. Y, si fuera nuestro, no sonaría así. Pero tampoco sonaría así ni siquiera un submarino de ataque rápido ruso clase Alfa.

Sin embargo, el tablero electrónico de posición dejaba muy claro para Kretschmer que, fuera lo que fuese, estaba siguiendo un rumbo claro de colisión. No había muchas opciones. Kretschmer las recorrió en un momento: No podemos ganarle en velocidad a algo tan rápido. Y no es que tengamos tampoco mucho espacio para maniobrar. Tenemos las paredes de la fosa Caimán como un cañón a ambos lados. Así que las únicas posibilidades son arriba o abajo. Subir por encima de él es como convertirnos en carnada para los tiburones: si el contacto es un submarino enemigo, somos carne muerte ahí arriba.

Lo que Kretschmer no podía olvidar ni por un momento es que tenía todo un cartón de cigarrillos sin filtro a bordo…, una carga completa de misiles nucleares. La mayor recompensa que cualquier nave rusa podía esperar era un caramelo como aquél, allá arriba en la superficie, listo para hacerse cargo de él y remolcarlo a Archangelsk para su estudio. ¿Cómo sabía que no había un grupo soviético acechando en las sombras allá en Cuba en estos momentos, aguardando a que se dejara ver? El peor resultado —peor que morir, peor que perder su barco— era dejar que el otro lado metiera las manos en una sola ojiva de combate, o en los libros de claves, o en la electrónica.

Así que Kretschmer no podía salir a la superficie para eludir el contacto, no podía volverse ni a la derecha ni a la izquierda, de modo que sólo le quedaba el recurso de ir hacia abajo. La máxima profundidad operativa para aquel submarino era oficialmente de trescientos metros, aunque sabía que otros de su clase habían alcanzado sin problemas al menos un cincuenta por ciento más de esa profundidad. Si ibas más abajo de eso no alcanzabas necesariamente la profundidad de aplastamiento de una forma inmediata, pero no disponías de mucha deriva. Había leído los informes acerca de aquel submarino ruso clase Golf que había bajado más de la cuenta en el Pacífico, a unos mil doscientos kilómetros al oeste de Hawai. Cuando cayó en una inmersión incontrolada, su tripulación no tardó en descubrir cuál era su profundidad de aplastamiento. El mar penetró explosivamente por la popa como un martillo perforador en un hormiguero. Cuando el Glomar Explorer Hughes sacó una parte de él, la Inteligencia de los Estados Unidos descubrió algo acerca de la repentina violación de la integridad del casco.

Dos terceras partes de los mamparos estaban aplastados en los primeros doce metros de la nave. Literas de metro ochenta estaban comprimidas a cincuenta centímetros. Entre la presión y la turbulencia, los cuerpos habían reventado como yemas de huevo en una Cuisinart. No podía bajar mucho más, no señor.

El ruido seguía resonando monótonamente. Si era un falso sonar, ¿no debería haberse desvanecido ya?

—¿Qué demonios es? —dijo Kretschmer.

—Le diré lo que no es, señor —dijo el segundo oficial—. No es uno de los nuestros.

Tampoco se atrevía a enviar una llamada de ayuda, delatando así su posición. Aún había una esperanza de que el contacto no supiera que él estaba allí: después de todo, el sonar estaba fijándolo a sesenta nudos, lo cual era ridículo, tal vez funcionara mal hasta el punto de estarse inventado un contacto donde no había nada. Podía imaginar la comisión investigadora examinando su informe. El capitán Kretschmer rompió el silencio de la radio debido a un informe del sonar acerca de un objeto que se movía en el agua a sesenta nudos. Ése era el tipo de estupidez que podía terminar con la carrera de un hombre.

De modo que, ¿qué elección le quedaba? No presentar batalla, pero tampoco echar a correr. Todavía no. Mantener su territorio. Quizá si no echaba a correr podría provocar que el otro tipo —si existía— cambiara de rumbo, mostrando algo de lo que su extraña nave era capaz de hacer. Si realmente era una nave que podía ir a sesenta nudos por debajo del agua, entonces lo mejor que podía hacer era intentar averiguar tanto como pudiera acerca de ella. La Marina necesitaba saber acerca de aquello. Si existía.

Barnes ni siquiera intentó adivinar lo que pasaba por la mente del capitán. Decidir lo que había que hacer…, eso era asunto del capitán Kretschmer. Asegurarse de que obtenía una lectura adecuada del sonar era suficiente para mantener ocupado a Barnes. No iba a dejar que nada perturbara su concentración. Ni siquiera el hecho de que, si los rusos podían realmente construir algo capaz de actuar como aquella cosa en la pantalla de su ordenador, entonces era malditamente seguro que podían reventarles fuera del agua. No, no iba a permitir que esa idea le impidiera concentrarse perfecta y completamente en su trabajo.

En el momento en que el contacto cambió de rumbo, Barnes estuvo atento. Hablar con calma. Transmitir la información. No sonar alterado en ningún momento.

—Señor. El contacto ha cambiado de rumbo a dos-uno-seis, descendiendo. ¡Velocidad ochenta nudos! —No estuvo seguro de que le comprendían. Ocho nudos era creíble…, eso es lo que oirían. Así que dijo de nuevo—: ¡Ochenta nudos!

El capitán se apartó. El segundo oficial se situó detrás de él y observó la pantalla de Barnes, como si pensara que él podía ver algo que tanto Barnes como el capitán no habían visto.

—Ochenta nudos —dijo el primer oficial. No lo creyó. Lo vio con sus propios ojos, pero no lo creyó.

Infiernos, ni yo tampoco, pensó Barnes. Pero, o bien es cierto, o todos estamos ciegos aquí abajo.

Kretschmer se detuvo junto a la mesa de mapas. El oficial de derrota informó de su posición actual:

—Descendiendo. Profundidad doscientos setenta metros. Distancia de babor a la pared de la fosa, cuarenta y cinco metros.

Kretschmer trazó la profundidad actual del Montana, el ángulo de aproximación del contacto. ¿Estaba intentando el contacto una colisión o no? Era difícil de decir. Parecía como que iba a pasar justo por encima del Montana. Si el contacto no intentaba una colisión, entonces quizá no fuera hostil, y si no era hostil, quizá debieran acercarse lo suficiente para recoger más datos a su paso…, los suficientes para ayudar a la Marina a imaginar de qué demonios se trataba.

—Se está haciendo estrecho aquí dentro —advirtió el primer oficial. Ése era su trabajo. Advertir al capitán de que quizá no debieran intentar ningún tipo de maniobra allá abajo, tan cerca de la pared de la fosa Caimán. Pero Kretschmer sabía que tenían aún espacio suficiente. El contacto podía estar avanzando muy rápido, pero el Montana no. Además, era un asunto de orgullo. Incluso aunque las órdenes dijeran que cuando un portamisiles tenía un encuentro cercano su deber era evitar ser detectado, las naves submarinas de las grandes potencias jugaban a un constante juego de a que te pillo tanto con amigos como con enemigos, acercándose tanto como podían antes de echar a correr. Era como contar estratagemas en las llanuras indias: descubrir a un enemigo que todavía no te ha visto cuenta como una victoria.

Kretschmer no estaba jugando al que te pillo precisamente en estos momentos. Permanecía en silencio, con el ruido de los motores tan bajo como le era posible. Pero eso significaba también que no podía correr. Si el Montana hiciera todo ese ruido en el agua, el enemigo —si era el enemigo— lo descubriría. O peor. ¿Quién podía decir tras de qué iba este contacto? Tal como estaban ahora las cosas, era probable que el Montana fuera invisible para el contacto. Y, si podían llegar lo suficientemente cerca, incluso podían pillar al otro…, conseguir una buena identificación sin ser descubiertos.

—Aún podemos darle un buen corte de pelo —dijo el capitán—. Helm, rumbo dos-cero-seis, abajo cinco grados.

Al oficial de derrota no le gustó aquello. La pared de la fosa Caimán no estaba lo bastante lejos como para que se sintiera tranquilo al respecto.

—Lado de babor a treinta y seis metros, estrechándose a veintidós. Señor, tenemos una luz de aviso de proximidad.

—¡Esto es malditamente cerca! —exclamó el segundo oficial—. Tenemos que alejarnos.

Kretschmer captó el mensaje. Aquello era todo lo cerca al contacto que estaba dispuesto a llegar. ¿Era suficientemente cerca?

Desde el rincón le llegó la voz de Barnes:

—Distancia al contacto, sesenta. El contacto ha variado el rumbo a dos-seis-cero y ha acelerado a… ¡ciento treinta nudos!

Kretschmer se volvió para mirar a Barnes.

—¡Nada va a ciento treinta nudos! —Kretschmer no estaba seguro de si sentirse asustado ante algo tan extraño como aquello o decepcionado debido a que no podía ser en absoluto real.

En los últimos segundos antes de la llegada del contacto, una frase de una vieja película cruzó por la mente de Kretschmer. Una voz de niña: «¡Están aaaquí!». Casi se echó a reír, pero aquél no era momento de reírse. Cuando el contacto estuvo dentro de un radio de unos pocos cientos de metros, las luces descendieron…, no sólo un parpadeo, sino una firme disminución de intensidad que duró quizás un segundo completo, tal vez más. La cosa no les había tocado, y sin embargo le estaba haciendo algo a su energía. Sí los rusos podían absorber energía a distancia, entonces no habría forma de detenerles. Podían quedarse sentados tranquilamente allí y reírse de nosotros mientras les ofrecíamos cederles Alaska si simplemente nos prometían no hacernos saltar en pedazos.

El contacto pasó por encima de ellos. Sonando aún exactamente igual que antes. Un suave tamborileo regular. Increíble que pudiera moverse tan aprisa sin hacer más ruido.

En lo que Kretschmer no había pensado —en lo que nadie había pensado, debido a que nadie había pensado nunca en una nave submarina grande moviéndose a más de cien nudos— era en el hecho de que, aunque el contacto se movía sin turbulencia, las leyes regulares de la física aún se aplicaban al Montana. Cuando la recia estela de agua que dejaba atrás el contacto cruzó el submarino, que hasta entonces había permanecido dinámicamente estable, el caos estalló a su alrededor. Turbulencia. Ciento treinta nudos de ella. Peor de la que puedes hallar en el vientre de una ola en medio de un huracán.

El Montana había sido diseñado para resistir explosiones cercanas de seria magnitud. Pero una turbulencia como aquélla…, aunque el casco pudiera resistirla, el mecanismo de dirección no. Era el equivalente de un caza a reacción entrando en una barrena plana. Mueve todo lo que quieras esa palanca, muchacho, que no vas a ir a ninguna parte.

La cubierta se inclinó de lado bajo sus pies. Tan rápidamente, que todo el mundo que había estado de pie se halló ahora tumbado en el suelo, algunos aturdidos por el dolor de golpearse inesperadamente contra superficies de metal. El primer oficial gritó lo que ya todos ellos sabían:

—¡Turbulencia! ¡Estamos en su estela!

No importaba que fuera el Montana el que en realidad causaba la turbulencia, que el contacto siguiera avanzando sin arrastrar nada del caos con él. En torno al Montana el agua fluía en locos, impredecibles, derivantes esquemas. Empezaron a sonar sirenas por todas partes. Advertencias. Inestable. Demasiado cerca de la pared de la fosa. Pérdida de control.

—¡Timón! ¡Todo parado! —gritó Kretschmer—. ¡Máximo a la derecha! —Todo según las instrucciones. Pero los tipos que habían redactado las instrucciones jamás se habían encontrado con una turbulencia como aquélla. Sabía que se estaban moviendo rápido, pero no podía ni siquiera imaginar en qué dirección.

El timonel hizo eco de su orden, luego informó:

—Fallo hidráulico. ¡Los planos no responden, señor!

La turbulencia se estaba calmando. Aquélla era la buena noticia. El display lateral era la mala noticia. La pared de la fosa y la proa de babor estaban intentando ocupar el mismo espacio al mismo tiempo. Aunque consiguieran un control absoluto en aquel momento, ya era demasiado tarde. La roca era más dura que el submarino.

—Hidráulicos restablecidos, señor.

Quizá lo consiguieran sin recibir ningún impacto serio, pensó Kretschmer.

Entonces el Montana golpeó contra la pared de la fosa. Fue un sonido terrible…, el romperse de un metal irrompible. Toda la nave sufrió una flexión; las juntas de algunas tuberías internas cedieron, y el agua duchó toda la sala de ataque. Esta vez la tripulación no fue arrojada al suelo como dados en un cubilete. Esta vez fueron todos arrojados en una sola dirección. Hacia la pared de la fosa. Unos cuantos hombres tuvieron la mala suerte de aterrizar mal, intentando meter la cabeza en alguna esquina puntiaguda, intentando doblar el cuello de formas que la Madre Naturaleza no había planeado nunca. Las muertes habían empezado ya.

—¡Alarma de colisión! —Kretschmer se aferró a la escalerilla y gritó órdenes—. ¡Alarma de colisión! ¡Aligera lastre, Charlie, aligera lastre!

El primer impacto desgarró las puertas exteriores de los tubos. Los hombres de la sala de torpedos de babor en la proa del Montana fueron los primeros en saberlo. Las compuertas interiores saltaron y se abrieron como una caja de sorpresas, sólo que en vez de un muñeco de resorte lo que salió por cada una de ellas fue una columna de agua de más de medio metro de grueso. Mangueras de fuego de los dioses. Los hombres en la sala de torpedos que no resultaron muertos aplastados entre el agua y el mamparo de atrás fueron cegados por el chorro. Pero, ciego o no, alguien consiguió alcanzar la escotilla de salida, alguien la cerró, alguien hizo girar la rueda. La sala de torpedos quedó sellada. Todo el mundo en su interior estaba irremediablemente muerto. Pero todos los demás, al menos, tenían una posibilidad.

Dentro de la sala de torpedos quedó una bolsa de aire. Dos hombres la alcanzaron, pudieron respirar por unos momentos. Pero el agua era tan fría que les entumecía. La presión era tan grande que dolía el respirar. Y luego, entre el frío y la presión y el shock y el miedo, ya no dolió seguir respirando, porque nadie respiraba.

Los últimos pensamientos. Me muero me muero. Destellos de toda una vida ante tus ojos. Sólo que ni siquiera puedes estar seguro de que sea tu propia vida, no recuerdas nada de todo aquello ocurriéndote realmente a ti, nada en toda tu vida ha importado nunca comparado con este momento, necesitas un respiro, necesitas algo de calor, necesitas unas manos fuertes que te saquen de esta agua, para hacer que este momento no vuelva a suceder más, y entonces te aferras a uno de esos recuerdos, uno de esos lugares en tu cerebro donde sabes que nunca morirás. Te aferras a esa sensación de inmortalidad hasta que dejas de temer a la muerte porque ya no te queda nada que sentir.

En la sala de ataque, el oficial de derrota estaba recibiendo aún lecturas del resto de la nave.

—¡La sala de torpedos de babor está inundada!

Kretschmer sabía que no había tiempo para nada sutil. La integridad del casco había desaparecido. Estaba entrando agua. Tenían sólo el aire comprimido suficiente para utilizarlo para la flotación. A aquella profundidad, la presión del agua era tan grande que se necesitaba diez veces la presión de aire de que disponían para expulsar el agua en los tanques de flotación, mientras que la sacudida del impacto había aflojado todos los remaches y compuertas estancas, de modo que cada momento más que transcurrieran a aquella profundidad significaba que el agua podía entrar en tromba por alguna otra barrera, aplastando el aire tras ella, haciéndoles perder toda pequeña flotabilidad que les quedara. Tenían que salir a la superficie ahora, cuando la presión era menor, antes de que se rompiera alguna otra cosa, antes de que recibieran más agua en su interior.

—¡Llenen todos los tanques! ¡Llenen todos los tanques!

—¡Llenando los tanques principales!

—¡Llénenlos todos!

No funcionaba. Los tanques principales de delante no se llenaron…, estaban desgarrados. Se hallaban a demasiada profundidad para utilizar las bombas auxiliares, aunque hubieran tenido tiempo de ello.

—¡Atrás a toda! —gritó Kretschmer, pero el timonel conocía su trabajo: con el Montana inclinado tan pronunciadamente hacia abajo, puso las hélices a toda potencia hacia atrás, en un intento de ayudar a la nave a ascender hacia la superficie. Pero el submarino no reaccionaba. Había demasiada agua a bordo, demasiado poco aire a presión. El submarino ruso clase Mike que se hundió en el mar de Noruega en abril de 1989 consiguió salir a la superficie por unos instantes, salvó algunas vidas. El Montana no iba a conseguirlo.

Kretschmer y el segundo oficial se miraron por un momento. No había tiempo de decir: Lo siento, tenía usted razón, hubiera debido salir de aquí como alma que lleva el diablo. Hubiera debido creer en la velocidad que indicaba el sonar, hubiera debido pensar en la turbulencia. No había tiempo de hacer nada excepto su deber.

—Lo estamos perdiendo. Lancen la boya.

El primer oficial abrió la tapa y pulsó el botón. Todos en la sala de ataque sabían lo que eso significaba. Durante todos los setenta días de la misión, ni siquiera la Marina sabía dónde estaban…, el capitán dictaba su propio rumbo, dentro de unas amplias directrices generales. Si el Montana se hundía sin establecer contacto al final, probablemente jamás sería hallado.

Así que únicamente lanzabas la boya para señalar tu posición final. Saldría a la superficie y radiaría tu localización en un estallido codificado. No era un grito de auxilio. Era la forma de señalar la tumba del Montana.

El timonel estaba recitando las lecturas de profundidad. Quinientos metros. Seiscientos metros. Pese al ruido del agua entrando por todas partes, los gruñidos de los hombres heridos o aterrorizados, Kretschmer oyó —o creyó oír— el estallido de cada una de las compuertas estancas a medida que cediendo a la presión del agua, ahora a quinientas atmósferas de presión, penetrando cada vez más adentro en la nave. Quizá los rusos lo hubieran hecho mejor cuando aquel submarino suyo se hundió en el Pacífico. Un solo estallido, y todos se vieron reducidos a pulpa. Ellos estaban haciéndolo poco a poco, de modo que tenían tiempo para saber que iban a morir, tiempo para ahogarse o congelarse o sentir que eran aplastados o golpeados hasta la muerte. Tiempo para saborear los últimos y terribles momentos de la vida.

Antes de que los tanques de popa se rompieran, proporcionaron la flotabilidad suficiente para hacer que el submarino se inclinara pronunciadamente hacia abajo de proa. Barnes halló un asidero en el equipo que antes había estado a su izquierda y que ahora estaba debajo de él. Con el domo del sonar de proa roto en el primer impacto, su equipo de sonar era inútil ahora…, pero podía alcanzar la palanca de nivelación, quizás hacer algo para ayudar. ¿Dónde estaba la palanca de nivelación? No importaba. Barnes luchaba por conseguir el control, por estabilizar la nave, pero ¿cómo? La única forma de nivelar de nuevo el submarino era inundar la sección de proa para equilibrar la popa. O eso, o golpear de morro contra el fondo. Entonces se nivelarían, si golpeaban el fondo. Pero ¿dónde estaba el fondo en la fosa Caimán? Un viejo chiste entre los tripulantes de submarinos decía que aquello era el culo del mundo. Un submarino entra allí como un supositorio, y no vuelve a salir.

Barnes oyó al capitán dar la orden, vio al primer oficial lanzar la boya de emergencia. Estaban renunciando. Pero no Barnes. Sus manos trabajaban tan duramente que sus brazos y hombros le dolían por el ejercicio, pero su cerebro casi ni siquiera estaba conectado con ellos. Era una completa locura. Sabía que iba a morir, su cuerpo trabajaba al límite de ruptura intentando hacer lo que no podía hacerse, y sin embargo estaba pensando en algo tan lejano que podía haberle ocurrido a cualquier otro. Pero no, no era así. Le estaba ocurriendo a cualquier otro. El auténtico Barnes no estaba allí.

El auténtico Barnes estaba de vuelta en Gaffney, en Carolina del Sur, en una enorme y vieja y destartalada casa blanca en el Floyd Baker Boulevard, con Deena con la camiseta alzada y Junior chupando ansiosamente y emitiendo lechosas burbujas muy blancas contra el moreno caoba de su rostro, el profundo moreno chocolate del pecho de su madre. Vio esa imagen muy clara en su mente, como si acabara de verla hacía un momento, volvió la cabeza, la madre de Deena tenía que estar en la cocina, echando buñuelos en el aceite muy caliente de la sartén, retrocediendo y murmurando sus peores maldiciones cuando el aceite chisporroteaba y escupía. Fuera, el sonido de los niños gritando y peleándose a la sombra de los árboles, como si el día no fuera ya lo bastante caluroso.

La primavera pasada Barnes estuvo cerca de perder todo aquello, y lo sabía. Quédate ahí en Gaffney, le dijo a Deena por teléfono. Sólo estaré en el puerto un par de días. Simplemente quédate ahí. Y, durante todo el tiempo que está hablando, ahí está la hermana de Moter, con su mano en la cintura de él, sus dedos explorando hacia abajo dentro de sus pantalones, hallando la raja entre sus nalgas, deslizándose por el sudor. No bajes esta vez, dice él. Pero cuando cuelga el teléfono la hermana de Moter le da un beso con su lengua como un garfio y él abre la boca como la embocadura de una trompeta. Esto no puede estarme ocurriendo, se dice a sí mismo. Y luego se dice: De acuerdo. Esto no puede estarme ocurriendo a mí. Le ocurre a cualquier otro. Y decide irse como si la hermana de Moter no estuviera allí, sólo dice: No, gracias, adiós, y saca un billete de autobús, y cinco horas más tarde está en aquella sala de estar de aquella gran y vieja casa blanca, y Denna le dice que se alegra tanto de que haya ido a casa, mira a tu papá, Junior, no puede permanecer lejos de ti.

Eso es cierto, no puede permanecer lejos. No como mi papá que abandonó a mamá tras su segundo hijo porque su culo ya no lucía hermoso con unos tejanos apretados. No como el papá de Deena que se emborrachaba de tal modo que lo llevaron al cementerio de Oakland antes de que ella tuviera seis años y nunca en toda su vida puso diez centavos sobre la mesa de la cocina. No tuve a nadie para enseñarme lo que era un papá, pero yo te lo enseñaré a ti, yo estaré allí, eso es lo que soy, no voy a ir detrás de cada culo que se menee ante mis ojos como la mitad de esos tipos, voy a volver a casa y no me marcharé más, mi chico conocerá mi rostro y mi voz y cuando él crezca lo sabrá todo acerca de lo que es un papá porque yo seguiré allí, haciendo de papá. No tendido allá en el cementerio de Oakland, tan saturado de alcohol que ni siquiera tuvieron que embalsamarlo.

Y, por todos los diablos, seguro que no me quedaré encerrado en una lata aquí en el fondo de la fosa Caimán.

Consiguió su deseo. El Montana no hizo aquel terrible descenso de kilómetros hasta el fondo de la fosa Caimán. Chocó contra un saliente rocoso quizá a quinientos metros de profundidad. Golpeó contra ella como una pelota de fútbol fuera de juego. Sólo que el Montana no rebotó. Se aplastó, se desgarró, y luego rodó como un tronco a lo largo de la pared del cañón hasta que se detuvo en un estrecho reborde a seiscientos treinta metros. Eructó una enorme burbuja de aire. El último jadeo del Montana.

Mucho antes de que alcanzara el reborde, su tripulación ya estaba muerta. Las heladas aguas penetraron en el submarino de proa a popa. Los hombres que no resultaron muertos por los repetidos impactos mientras el submarino rodaba sobre sí mismo por la pared del cañón o bien murieron ahogados, o se helaron en el agua mientras aspiraban desesperadamente las últimas moléculas de aire…, un aire bajo tal presión que respirar en él era como inhalar fuego.

Sólo que no murieron una muerte completa, no al principio, al menos. El cuerpo humano no se desconecta tan rápido de esta forma. Especialmente no a las temperaturas de las profundidades. Simplemente, todo empieza a funcionar más despacio en medio del frío. Te estás muriendo, por supuesto, pero la descomposición de las células de tu cerebro se retrasa bastante tiempo: una hora quizá, o diez minutos, o dos horas, o treinta segundos… Cuelgas allí en el agua, inconsciente, tu corazón se para, tus pulmones dejan de actuar como fuelles, pero tu cerebro sigue aún vivo, tus recuerdos aún siguen ahí, tus memorias permanecen encerradas en aquella caja fuerte temporal, esperando a que la muerte las encierre allí para siempre.

Ir a la siguiente página

Report Page