Abyss

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6 – Síndrome nervioso de alta presión

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6 – Síndrome nervioso de alta presión

Desacoplaron el pozo sin problemas, excepto el problema de que no deseaban hacerlo, por supuesto. Todo el entusiasmo de la triple paga había desaparecido cuando todo el mundo volvió dentro. Pensaban en la diferencia entre un par de días de triple paga y tener un trabajo a paga normal durante tres meses. Incluso los más lentos sabían la aritmética suficiente como para hacer números. Además, estaban a unos cuatro días del final de su turno de cuatro semanas. Contando el tiempo de descompresión, justo a la mitad de volver arriba. ¿Quién sabía cuánto tiempo iba a retrasar las cosas este desvío?

Bud estaba sentado a los controles de la Deepcore, utilizando una palanca para pilotarla a través del agua como un avión, excepto que la Deepcore no hacía mucho más de un nudo y medio debajo del agua. La plataforma estaba diseñada para descender hasta el fondo y quedarse en un lugar…, se suponía que era maniobrable solamente para escoger el mejor lugar donde posarse, dentro de un radio de unos pocos cientos de metros. La Deepcore estaba equipada con impulsores lo bastante potentes como para mover sus cinco mil toneladas de masa, pero necesitaba al Fondoplano, equipado con cables de remolque, para dirigirla con una cierta precisión. Ésa era en parte la razón por la que la Deepcore necesitaba un sumergible tan poderoso como el Fondoplano.

Así que Bud tenía a Una Noche pilotando el Fondoplano, una especie de plataforma móvil, por delante de ellos, eligiendo el rumbo más seguro, mientras Bud se encargaba de mantener a la Deepcore más o menos detrás de él. Además, la Deepcore estaba aún unida al Benthic Explorer en la superficie por medio del largo cordón umbilical. Imaginó que la Deepcore debía tener un aspecto tan estúpido como un lujurioso doberman tirando de su correa en su intento por atrapar a un chihuahua en celo.

—Hey, Una Noche, ¿cómo vamos?

—He pillado la fiebre, muchacho.

—No le extrañaría. Era un viaje de al menos doce horas, y no había tiempo para desenganchar los cables de arrastre, traer al Fondoplano de vuelta, y cambiar de conductores.

Bud recibió una ligera corrección de rumbo desde el Explorer.

—¿Por qué no la lleva unos cinco grados a la izquierda?

—Cinco grados a la izquierda, correcto.

Hippy entró, comprobó un par de cosas. McBride, mientras tanto, apareció en el monitor encima de su cabeza con las últimas noticias.

—Bien, esto es oficial, forofos del deporte. Lo llaman el huracán Frederick, y dentro de unas cuantas horas va a hacer nuestras vidas realmente interesantes.

Hippy salía de nuevo en el momento en que un nuevo rostro apareció en el monitor. Era exactamente la última persona que Bud esperaba ver.

Lindsey ni siquiera intentó decir las cosas suavemente.

—No puedo creer que les dejaras hacerlo —exclamó.

Era tan malo como sus peores temores. Todo culpa suya, por supuesto. Y Lindsey estaba utilizando su voz de la-has-jodido-muchacho. Pero estaba decidido a no dejarla meterse bajo su piel. Sonrió. De hecho, no pudo evitarlo. Le alegraba verla, aunque estuviera irritada de aquella forma, aunque supiera que estaba allí para causarle problemas, para castigarle por cualquier pecado que pudiera achacarle. Le alegraba, y no sólo porque era seguro que iba a hacerle a Kirkhill la vida insoportable.

—Hola, Lins, creí que estabas en Houston. —En realidad desearía malditamente que estuvieras en Houston, querida. ¿No tenemos bastantes problemas sin que tú estés ahí arriba en el Explorer, chutándome?

—Lo estaba, pero ahora estoy aquí. Sólo que aquí no es donde yo lo dejé, ¿eh, Bud?

—A mí no me lo cuentes. —Intentó reírse ante la idea, ayudarla a ver lo ridículo que resultaba culparle a él.

—Estábamos tan cerca de probar que una plataforma perforadora sumergible podía funcionar. ¡No puedo creer que les hayas dejado que le echen la mano encima a mi plataforma!

—¿Tu plataforma?

Mi plataforma. Yo diseñé esa maldita cosa.

—Ya, y la Benthic Petroleum pagó por ella. Así que, mientras ellos sean los responsables de mi nómina, iré donde ellos me digan. —Pero la hoja de la nómina no era lo que le dominaba, y ella lo sabía. Así que quizá tuviera un poco de razón echándole la culpa. Hubiera podido detener aquello. ¿Por qué no lo había hecho? No era la triple paga. Era…, el deber, quizá. Había un submarino ahí abajo. ¿Qué se suponía que debía hacer, ignorarlo? ¿Olvidar que era un ciudadano? ¿Olvidar que había crecido en una familia marine?

No podía explicar eso, no a Lindsey. No podía explicarle que a veces no tienes otra elección.

—Sudé mucho construyendo todo esto. Y luego vienen ellos y te compran. Y apuesto a que lo hicieron barato.

Hippy volvió a entrar en la sala de control. Bud no tenía ninguna intención de dejar que Lindsey siguiera zurrándole delante de una audiencia. No esta vez.

—Lo siento, pero debo desconectar —dijo alegremente. Ella aún consiguió darle un último azote antes de que pudiera alcanzar el interruptor.

—¡Oh, Virgil, te dejas llevar de una manera tan…! Nunca…

—Adiós —dijo Bud. Intentando aún sonar alegre, para que Hippy no viera lo irritado que estaba.

Pero Hippy estaba atento sólo al nuevo descubrimiento que habían captado sus oídos.

—¿Virgil? —se sorprendió.

Así que el muchacho no sabía el auténtico nombre de Bud. ¿Y qué? Aquélla no era más que otra forma que había descubierto Lindsey de minar su relación con su equipo.

—Dios, odio a esa zorra —murmuró. Intentando hacer que sonara como una broma.

Hippy lo tomó literalmente.

—Entonces no hubieras debido casarte con ella.

¿Crees que nunca he pensado en ello, Hippy? ¿Crees que esta idea nunca ha pasado por mi cabeza?

Hippy debió leer algo en la expresión de Bud. Se volvió hacia los monitores y reanudó su trabajo.

Hablar con Bud había sido tan inútil como siempre. A él ni siquiera parecía importarle cuando ella le decía cosas. Ella estaba tan furiosa, y todo lo que él hacía era sonreír, sin perder nunca la tranquilidad, siempre con aquella maldita sonrisa.

Y lo peor era que no había una maldita cosa que ella pudiera hacer al respecto aquí arriba en el Explorer. Nada que hacer excepto observar a Kirkhill yendo de un lado para otro haciéndose el importante mientras la Marina le cortaba las pelotas y se las daba a comer con una cuchara…, ¿acaso el idiota ni siquiera se daba cuenta de cuándo le tomaban el pelo? Nada que hacer excepto sudar mientras allá abajo situaban la Deepcore en posición. Y entonces el Explorer tendría que cortar el cordón y alejarse durante un par de días o de otro modo verse sacudido de un lado para otro como un saco de patatas en medio del huracán. Y ella ni siquiera sabría lo que estaba ocurriendo, no le quedaría más remedio que sentarse mordiéndose las uñas en alguna parte del Caribe sin nada que hacer excepto esperar mientras los matones de Coffey bajaban a la Deepcore y la llevaban hasta el borde de la fosa Caimán, de entre todos los lugares, Dios mío, donde la misión podía tener éxito, en cuyo caso la Marina seguramente seguiría reteniendo la Deepcore y marcaría todos sus diseños con el sello «Clasificado» a fin de que ella jamás pudiera construir otra, o la misión fracasaría, sin duda estropeando la Deepcore en el proceso, por no decir destruyéndola, en cuyo caso la Marina la arrojaría a un lado como un pañuelo de papel usado. La Benthic nunca pagaría su reparación. Los enemigos del proyecto —y, con Lindsey como diseñadora, eran legión— dirían que a todas luces la Deepcore no era lo bastante resistente como para conseguir sus objetivos. Nadie más confiaría en ella si la Benthic la abandonaba como un fracaso. El proyecto moriría, simplemente así.

Cuanto más pensaba en aquel tonto del culo de Coffey bajando a su plataforma mientras ella permanecía atrapada ahí arriba, más furiosa se ponía.

Entonces recordó cómo iban a bajar ahí abajo. Uno de los Taxis, por supuesto. Sólo que los SEALs no sabían pilotarlos. Ella sí sabía hacerlo. ¿Por qué no podía ser ella quien los llevara abajo? Deseaban a la ingeniero del proyecto a mano para que se ocupara de los problemas, ¿no? Bien, nunca estaría más a mano que si bajaba con ellos a la Deepcore.

Tenía suerte. Había montones de tripulantes de servicio por ahí a su alrededor. El Taxi Tres era el sumergible que tenían para transferir cualquier cosa o cualquier persona abajo a la Deepcore. Ya debía estar todo preparado. Así que…, ¿a qué aguardaban?

Al conductor. El conductor aún no estaba ahí abajo. Bien. No tendría que discutir con nadie. Todavía.

Los SEALs estaban preparados para irse: Coffey y Schoenick se hallaban fuera del Taxi Tres, metiendo las últimas cosas, pasándoselas a Wilhite y Monk. El sumergible golpeteaba con fuerza cada vez que el Explorer se agitaba en las ya turbulentas aguas, pero eso no parecía detener a los SEALs. El Taxi Tres estaba completamente preparado; el cable para alzarlo del soporte metálico que lo mantenía fijo en cubierta ya estaba enganchado.

Lindsey se dirigió directamente hacia los SEALs, decidida a hacerse cargo de las cosas.

—¡Adelante, caballeros! O nos sumergimos ahora o no nos sumergimos.

Coffey la miró sorprendido, pero ella no aguardó a sus preguntas. Subió por el costado del Taxi Tres, se agarró a la argolla donde estaba sujeto el cable elevador, y trazó un círculo con su mano alzada para indicarle al hombre de la grúa que todo estaba preparado.

—¡Elévalo, Byron!

Byron fue rápido. Byron era un buen hombre. Coffey y Schoenick sólo tuvieron tiempo de meter dentro el último bulto de su equipo pesado antes de que el cable se tensara y el Taxi Tres se elevara en el aire. Un minuto más tarde oscilaba directamente sobre el pozo de inmersión mientras Lindsey se tendía hacia fuera y bajaba la escotilla superior. La cerró sobre su cabeza con una mano mientras sujetaba los auriculares con la otra.

—Aquí Taxi Tres. Preparados para inmersión, McBride.

—De acuerdo, Taxi Tres, preparados para inmersión. Pudo oír a alguien —Kirkhill— al fondo.

—¿Qué quiere decir, preparados para inmersión? ¿Quién lo lleva abajo?

—Bates, ¿no? —la voz de Bendix.

—¡Bates está aquí!

—Entonces, ¿quién está en el Taxi Tres?

Yo, pensó Lindsey. La única persona que tiene derecho a estar bajando en estos momentos a la Deepcore. Con cuatro rambos a sus espaldas. Miró hacia atrás por encima del hombro para comprobar que los cuatro estaban en sus respectivos lugares en los pequeños y atestados bancos de la parte de atrás, con la escotilla superior sellada y la escotilla de emergencia de popa asegurada. Estaban listos para que Byron los bajara hasta el agua.

En vez de ello, Byron los mantuvo colgando a cinco metros por encima del pozo. Cada bandazo y sacudida del barco los llevaba hacia un lado u otro, y en medio del caótico esquema de movimientos Byron tenía sin duda la sensación de que era imposible bajarlos sin grave riesgo de golpear el Taxi Tres contra los bordes del pozo. Sin embargo, había que hacerlo. ¿Qué era lo que pensaba, que si aguardaba el tiempo suficiente el mar sería tan amable que se mantendría unos instantes tranquilo para que ellos pudieran hacer un descenso de libro de texto? Además, cuanto más tiempo colgaran sobre el pozo, más posibilidades había de que Kirkhill o alguien intentara detenerles, diera órdenes de volver a colocarlos sobre el armazón de almacenaje del taxi y sacar a aquella maldita mujer de allí. Toda araña sabe que hay momentos en los que puede descender suavemente colgada del hilo, y momentos en los que hay que cortar éste y dejarse caer. Lo que Byron no podía hacer bajando el Taxi Tres al extremo de un cable, Lindsey podía hacerlo tirando de la palanca roja que liberaba el cable de la argolla. Tendió la mano y la sujetó, observando por la ventanilla el momento en que el Taxi Tres estuviera directamente sobre el pozo.

—Agárrense, caballeros —dijo. Actúa confiadamente, y Coffey no pensará que algo va mal y decidirá intervenir. Pero no estaba fingiendo…, estaba confiada. Sabía cómo hacer su trabajo mucho mejor que cualquier otro. ¿Bates? ¿De qué serviría Bates ahí abajo? Hubiera aguardado hasta que Byron estuviera seguro. Hubiera aguardado hasta que todo fuera perfectamente seguro. Hubiera aguardado hasta que se helara el infierno.

Tiró de la palanca. El Taxi Tres cayó cinco metros hasta el agua. La caída no fue mala. Pero el golpe con la superficie del mar transmitió vibraciones desde sus posaderas hasta sus codos, dando una buena sacudida a los tipos de atrás y todo su equipo.

—Contacto —dijo Lindsey—. Vítores y clamores. —El borde del pozo había pasado como a medio metro. Una geometría muy complicada, efectuar una caída directa dentro de un barco que se movía al azar—. ¿Cómo van ahí atrás?

No les había hecho ninguna gracia el brusco choque con el agua, pero ninguno dijo nada. Se limitaron a mirarla con ojos asesinos. Mírame con ojos asesinos todo el día si quieres, Coffey. No golpeamos el borde del pozo, no seguimos colgando de un cable, y he conseguido mi viaje a la Deepcore.

Lindsey inundó los tanques, y el Taxi Tres se hundió rápidamente en el agua, por entre los cascos gemelos del Benthic Explorer.

Explorer, aquí Taxi Tres —dijo—. Estamos bajando.

—Entendido, Taxi Tres —dijo McBride.

Bendito fuera el hombre, no estaba haciendo nada por detenerla.

Entonces Kirkhill se puso en la línea. El ejecutivo de suaves modales, el no-hagan-olas-podemos-manejar-esto-de-una-manera-razonable, había desaparecido.

—Lindsey, ¿qué demonios cree que está haciendo?

Aquella no era una conversación que deseara sostener. Ni le importaba tampoco. Como de costumbre, Kirkhill había llegado un día tarde y le faltaba un dólar para el billete. Accionó el conmutador y ahogó su voz. Luego encendió los focos y maniobró el Taxi Tres hasta que pudo ver el cordón umbilical a unos pocos metros de distancia de su portilla frontal. Aquello era todo lo que necesitaba…, si lo seguía hacia abajo, la llevaría directamente a la Deepcore.

Una Noche permanecía alerta en el Fondoplano, cantando a todo pulmón. La canción era «Dispuesto», una antigua y gran canción de los camioneros.

—He sido azotado por la lluvia —cantaba—, empujado por la nieve. Estoy borracho y sucio, ¿sabes? Pero sigo estando dispuesto. La otra noche en la carretera vi a mi hermosa Alice en cada faro que se me cruzaba. Alice. Dallas Alice.

Bud y Hippy estaban en la sala de control, escuchando la canción por sus auriculares. Hippy no pudo evitarlo: se unió a ella, y al cabo de poco Bud hizo lo mismo. Era una canción melancólica y solitaria, pero no había nada de melancólico y solitario en cantarla juntos.

—Y fui de Tucson a Tucumcari, de Tehachapi a Tonapah, llevando todo tipo de carga que jamás se haya imaginado. —Sí, ésa era su canción fetiche ahora, ¿no? Seguro que has visto transportar todas las cargas por la I-40 a través de Oklahoma—. Conduciendo por carreteras secundarias para que no vieran que llevaba demasiado peso. Y si aceptas casarte conmigo, me das pan y vino, y me haces un signo, estoy dispuesto a seguir avanzando.

Una Noche se sentía tan bien —y tan cansada— que no podía evitar el reírse, y Bud sonreía también. Aquélla era la buena vida. Bud y su gente, haciendo su trabajo, con el resto del mundo aislado por un océano y un huracán. Derivando por el fondo del océano como una mantarraya perezosa.

—He sido pateado por el viento, invadido por la cellisca, me ha ardido la cabeza, pero sigo en pie, todavía sigo…

Una voz interrumpió en los auriculares:

Deepcore, Deepcore. Aquí Taxi Tres acercándose.

—Adelante, Taxi Tres, entendido —dijo Hippy. ¿Cuántas veces había oído aquella voz durante el entrenamiento?—. Hey, ¿es usted, Lins?

—Ni más ni menos —dijo ella.

—Oh, no —murmuró Bud—. No, es una broma.

La sonrisa de Hippy le iba de oreja a oreja. ¿No tenía ninguna compasión aquel muchacho? Para él era divertido pensar en los fuegos artificiales. Pero no para Bud. Se suponía que él debía mantener las cosas funcionando suavemente y con seguridad allá abajo, mientras un puñado de SEALs llevaba a cabo una misión para la cual la Deepcore no estaba diseñada. Ahora enviaban a Lindsey abajo, Lindsey que intentaría hacerse cargo de las cosas, Lindsey que no tendría nada excepto críticas y recelos acerca de cualquier decisión que tomara Bud. Demasiado para sentirse bien.

Lindsey amarró perfectamente el Taxi Tres, siguiendo el cordón umbilical hacia abajo, pero nunca acercándose lo bastante como para correr el riesgo de entrar en contacto con él. Cerca de la superficie, el cordón se flexionaba ligeramente con los movimientos del Explorer mientras éste se agitaba y bamboleaba en el movido mar. Allá abajo, los movimientos se transmitían por el cordón en lánguidas ondulaciones. La superficie del océano envía pocos mensajes a sus profundidades.

Cuando se acercaron a la Deepcore, Lindsey no pudo resistirse a efectuar una pasada a través del armazón en forma de A que sujetaba el cordón umbilical y dar una vuelta en torno a la plataforma. Se dijo a sí misma que tenía que inspeccionarla en busca de cualquier daño…, pero por supuesto no había ningún daño. ¿Por qué debería haberlo? Era tan hermosa como siempre, una estructura grácil en su tosco utilitarismo, ningún espacio malgastado, ningún soporte o tubo o tanque que no tuviera una función vital para el trabajo de la Deepcore. Aquella plataforma había nacido de su mente, y ahora era algo real en el fondo del mar. Nunca se cansaba de contemplarla; deseaba, sin saberlo, asegurarse de que Coffey y los otros SEALs la veían también. Nunca había dejado que aquella idea penetrara en su conciencia, pero cada vez que miraba a la Deepcore veía la sombra del modelo del puente de su padre en ella. Mira esto, papá…, no es sólo un modelo en el desván, para mirarlo y soñar en lo que hubiera podido ser. Esto es real. Yo lo hice. Es mío.

Sin embargo, puesto que era Lindsey, aquella única pasada en torno a la plataforma fue toda la autoadmiración que se permitió; inmediatamente llevó el Taxi Tres a su lugar de acoplamiento con la cámara de compresión. Oyó el sordo resonar cuando la brida de acoplamiento del Taxi Tres encajó en el collarín de presión del lomo de la Deepcore. Cuando los instrumentos confirmaron que el contacto se había establecido, fue atrás y abrió la escotilla.

Ninguno de los SEALs hizo el menor movimiento para ayudarla. Lindsey estaba acostumbrada a que los hombres pensaran que, puesto que su aspecto era tan frágil, siempre necesitaba la ayuda de sus fuertes brazos para hacer cualquier cosa. Quizás aquellos SEALs tuvieran un ojo más agudo hacia lo que una mujer era capaz de hacer. O quizá Coffey se hubiera dado cuenta de que ella había secuestrado el aparato, y pensara que debía hacérselo pagar con sudor. No importaba. Me quiera o me odie, estoy aquí, y esto es lo único que me importa.

Se dejó caer por la escotilla a la cámara de compresión. Los SEALs bajaron tras ella, trasladando el equipo. No eran particularmente silenciosos, pero tampoco eran particularmente ruidosos. Sólo el ruido necesario para hacer que el trabajo fuera lo más eficiente posible.

La cámara de compresión era un espacio cilíndrico, diseñado para ser tan aburrido e incómodo como fuera posible: bancos de acero, una mesita plegable, máscaras respiratorias, equipo médico. Una pequeña portilla en forma de ojo de buey en un extremo, para que pudieran tener un atisbo de lo que ocurría en la propia Deepcore. O, mejor dicho, para que el equipo de la Deepcore pudiera echarles una mirada a ellos.

Reconoció a Barbo observándoles.

—Hola, amigos —dijo el hombre. Luego se dio cuenta de su presencia—. ¡Hey, Lindsey! ¡Maldita sea! No debería estar usted aquí, muchacha, se va a mojar los calcetines.

A Lindsey le gustaba realmente Barbo, y estaba dispuesta a creer que se alegraba de verla.

—No podía quedarme ahí arriba, Barbo. ¿Nos estáis suministrando la mezcla?

—Ajá.

—Bien. No podía esperar otra cosa. —La mezcla respiratoria tenía que ser ajustada constantemente a través de la presurización. Cada vez menos y menos nitrógeno, puesto que dejaba de ser un gas inerte y se convertía en un veneno bajo presión. En los buceos a poca profundidad la gente aún seguía usando una trimezcla, en la que el nitrógeno era reemplazado por helio, de modo que todo el mundo no dejaba de hablar como patos durante todo el tiempo que permanecía bajo el agua. Te acostumbrabas a ello al cabo de un tiempo, o al menos dejabas de reírte de los demás, pero seguía siendo inquietante olvidar cómo sonaba tu voz. Era mejor ahora con la tetramezcla, que utilizaba el argón para reemplazar la mayor parte del helio. En cuanto al oxígeno, era reducido a un dos por ciento de la mezcla. A esa profundidad, la norma de superficie de un veintiún por ciento de oxígeno podía ser fatal. Morías en medio de convulsiones.

A esta profundidad iban a necesitar ocho horas para presurizarse, y todo el tiempo era empleado en acostumbrarse a la nueva mezcla respiratoria. Se necesitaban veinticuatro horas antes de que empezaran a utilizar el argón. Aun así, ocho horas era un tiempo infernalmente largo para permanecer sentado sin hacer nada. Pero era mucho más rápido que la descompresión, porque una vez tu cuerpo está completamente saturado, necesita mucho más tiempo para que los gases fluyan fuera de tus células, pasen a tu sangre, y luego sean expulsados a través de tus pulmones y de tus riñones y de tu sudor.

Lindsey había oído en una ocasión una historia acerca de un par de tipos encerrados juntos durante tres días de descompresión. Uno de ellos se volvió definitivamente loco…, o el otro lo volvió loco. Fuera como fuese, uno de los tipos mató al otro. Y el equipo de apoyo tuvo que permanecer fuera de la cámara y ver, y no había ninguna maldita cosa que pudieran hacer, porque si abrían la cámara tan pronto entonces los dos tipos hubieran muerto. Lindsey había pasado por la descompresión las suficientes veces como para saberlo.

Los SEALs se habían instalado en sus bancos. Bancos que existían porque Lindsey los había diseñado en sus planos originales. Se sentía como la anfitriona, dando la bienvenida a los huéspedes a su nueva casa.

—De acuerdo, amigos, pónganse cómodos. La mala noticia es que vamos a tener que pasar ocho horas dentro de esta lata, acondicionándonos. La noticia peor es que luego vamos a necesitar tres semanas para la descompresión. —No se le ocurrió que su voz podía sonar condescendiente.

Coffey la miró con frialdad.

—Todos hemos sido informados de esto, señora Brigman. Una buena forma de mostrarse amigable.

—No me llame así, ¿de acuerdo? Odio que lo hagan.

Normalmente la gente se echaba hacia atrás cuando ella empleaba este tono de voz. Coffey se limitó a seguir mirándola y dijo:

—De acuerdo. ¿Cómo quiere que la llamemos? ¿Señor?

Uno de los SEALs rió discretamente para sí mismo. Era la forma de Coffey de hacerles saber a sus hombres exactamente lo en serio que debían tomarla. Lo cual era lo mismo que decir absolutamente no en serio. A los ojos de Coffey, ella era exactamente tan importante para su misión como, digamos, Kirkhill, y dos veces más probable el que intentara interferir. Coffey estaba en lo cierto. La principal finalidad de Lindsey al bajar hasta allí era interferir en la misión…, intentar proteger la Deepcore resistiéndose a todo lo que los SEALs propusieran y que ella creyera que podía ser demasiado arriesgado. No iban a permitir que ella creyera, ni siquiera por un instante, que los SEALs estaban dispuestos a concederle ninguna autoridad. Ni siquiera la autoridad de huésped afable. La Deepcore podía ser «su» plataforma, pero mientras los SEALs estuvieran utilizándola para realizar su misión con el Montana, tenían intención de considerarla su plataforma, la de ellos, y la gente que estaba en ella serían simplemente instrumentos o problemas. Utilizarían los instrumentos. Resolverían los problemas.

Barbo terminó de establecer la mezcla y ajustar la presión. Su permanencia en la cámara de presión sería el equivalente a un lento descenso de ocho horas, variando firmemente la presión a medida que sus cuerpos se ajustaban a ella. La cámara de presión les permitía hacerlo directamente abajo, evitándoles las ocho horas de viaje; pero nada podía acelerar el proceso de presurización. Cuando la voz de Barbo brotó por el altavoz, cortó en seco la incómoda conversación.

—Allá vamos. Empiezo a compensar…, ahora.

Oyeron el silbido del gas entrando en la cámara, e inmediatamente todos se taparon la nariz y empezaron a bostezar, hacer muecas, gemir y abrir los oídos a fin de no quedarse con un vacío relativo dentro que hiciera estallar sus tímpanos.

Fuera cual fuese el mensaje que Barbo intentaba enviar, Lindsey no lo captó. Todavía se sentía responsable de cualquiera que acudiese a la Deepcore, aunque no fuera particularmente de su agrado.

—Vigilémonos de cerca los unos a los otros en busca de signos de SNAP: síndrome nervioso…

—Síndrome nervioso de alta presión —dijo Monk, recitando al pie de la letra los párrafos que todos ellos habían memorizado en su entrenamiento con el Grupo de Desarrollo Submarino hacía años. Coffey les había hecho recitar ya varias veces los párrafos más relevantes antes de que Lindsey se uniera a ellos. Los SEALs no aguardaban a que los civiles tuvieran que enseñarles las cosas en el último minuto—. Temblores musculares —prosiguió Monk—. Normalmente en las manos primero. Náuseas; incremento de la excitabilidad…

—Desorientación, ilusiones —se le unieron los demás SEALs.

Y Coffey terminó diciendo:

—Y una perdiz en un peral.

—Conocemos todo esto, señora. No imagine ni por un momento que puede enseñarnos algo.

—Muy bien —dijo ella. Pero Lindsey no aceptaba fácilmente las insinuaciones. Podían pensar que lo sabían todo, pero ella sabía que no era así. Podían saber todo aquello por los libros, pero ¿conocían la realidad? El SNAP no era divertido. Podía matar. ¿Por qué pensaban que era retenida una diminuta porción de nitrógeno en la mezcla respiratoria? Porque era un narcótico que contrarrestaba el SNAP. Porque todo el mundo sufría el SNAP. Sin el nitrógeno, todo el mundo empezaría a temblar, se volvería paranoico, gritaría o mataría a la gente o se acurrucaría en una posición fetal y gemiría en un rincón. Incluso con el nitrógeno, algunos iban más allá del límite. Quizás un poco, tal vez mucho. Y sólo por el hecho de que no hubieras tenido ningún problema la primera vez —las primeras treinta veces— que bajabas, eso no quería decir que no tuvieras problemas la próxima vez. Así que no aceptó la insinuación y olvidó el tema. Si esos tipos pensaban que no había ningún problema, más razón aún para recordárselo—. Pero recuerden que aproximadamente una persona de cada veinte no puede controlarlo. Simplemente se ve dominada por él.

—Mire —dijo Coffey—, todos hemos hecho ensayos a esta profundidad. Lo hemos comprobado.

—No, entiendo eso. Lo que estoy diciendo es que es imposible predecir quién es susceptible.

—Lo hemos comprobado. —La discusión quedaba cerrada. Coffey no tuvo que dar ninguna orden. Sus hombres sabían que era el momento de volver a repasar sus misiones para cuando entraran en el submarino. Habían estado examinando todos los planos y diagramas, planeando rutas alternativas a través del submarino, dependiendo de los daños, asegurándose de que sabían hasta el último detalle de lo que tenían que hacer. Lo sabían a la perfección…, pero volvieron sobre ello. Era su respuesta a Lindsey: Si ellos decían que estaban preparados, entonces estaban preparados. Esos hombres no dejaban nada al azar.

—Estupendo —dijo Lindsey. La ignoraron—. Estupendo. —Se echó hacia atrás en su asiento, intentando ponerse cómoda en el banco. Evidentemente, aquellos tipos no tenían tanta experiencia en pasar el tiempo en una cámara de compresión como ella. Incluso con gente que no te gusta, siempre puedes ayudar a los demás, leyendo, contando historias, cualquier cosa. Nunca tenías que estar solo. Pero esos estúpidos militares iban a hacer que ella pasara todo aquel tiempo en un confinamiento solitario. Quizá no hubiera debido apretarles tanto, pero ¿por qué tenían que mostrarse tan irritados? ¿Acaso no sabían que era mejor sentirse seguros que lamentarlo luego? Así que ahora iban a castigarla por intentar ayudar, por intentar ser una persona decente.

Realmente la molestaba verlos trabajar juntos. Era evidente que se conocían lo bastante entre sí como para que ni siquiera tuvieran que terminar sus frases. Coffey no tenía que dar órdenes tampoco. Sólo conducirles. Todos sabían exactamente cuál era su papel. Lindsey era incapaz de expresarlo con palabras, pero aquello era lo que más la molestaba. Nunca había formado parte de un grupo como aquél. La única vez que había estado cerca de ello era cuando pasó algún tiempo con los equipos de la Deepcore…, en especial con el equipo de Bud. Sabía que en realidad no pertenecía a él, pero existía la ilusión, en especial durante esas horas encerrados juntos en la cámara de compresión. Cantando, hablando, riendo, jugando a las cartas… Aunque no perteneciera realmente a ellos, podía captar un atisbo de lo que era eso.

Pero la mayor parte de su vida había sido así. Contemplando a una familia desde fuera. Durante casi todo el tiempo había creído que la «intimidad» era un mito…, como su propia familia, su madre y sus hermanas; la única forma de «intimidad» entre ellas era que sus hermanas permitían a su madre que las manejara como monitos entrenados. Su padre, él sabía que todo aquello era falso. Todo de cara a la galería.

Excepto que el equipo de Bud era real…, lo sabía muy bien. Quizás aquélla fuera una de las razones por las que no había podido dejar de incordiarle frente a ellos: deseaba poder entrar en él, y no podía perdonarle el hecho de que realmente nunca se le hubiera permitido hacerlo. Siempre una extraña, siempre una visitante. Y ahora esos SEALs. No eran sólo robots militares sin rostro. Eran individuos, diferentes unos de otros, podía verlo claramente. Pero, pese a sus diferencias, de alguna forma estaban realmente juntos, eran uno solo. Y ella no formaba parte.

—Hey, ¿no saben ninguna canción? —preguntó. No respondieron…, probablemente ni siquiera la habían oído. Era su pequeña broma, para una audiencia de uno solo.

Una de las cosas malas de la vida en la Deepcore era que a veces simplemente tenías que sentarte y no hacer nada. Allá arriba, el Benthic Explorer lo estaba pasando mal abriéndose camino por el turbulento mar frente al huracán Frederick, pero aquí abajo la Deepcore avanzaba calmada y firmemente, con el Fondoplano abriendo camino. Excepto el puñado de gente de servicio en un momento determinado, conduciendo el Fondoplano y pilotando la Deepcore, todos los demás tenían que hallar formas de entretenerse.

Y no había tantas como eso. Sólo enviaban televisión desde el Explorer cuando no había ninguna otra cosa más importante que transmitir por las líneas de vídeo…, es decir, nunca. Escuchar cassettes está bien, pero escuchas cuarenta álbumes en unos tres días, y luego repites, repites, repites. Puedes alzar pesas hasta que te ardan los músculos, pero tu cerebro no hace mucho más que contar un montón de veces hasta diez. Y en la Deepcore no hay suficiente gente fuera de servicio al mismo tiempo como para organizar una partida decente de baloncesto…, ni siquiera aunque los techos fueran lo suficientemente altos como para poder encestar.

Es por eso por lo que los equipos perforadores suelen ser la gente más literata del mundo. No literaria, entiendan. Pero leen. Lo leen todo, y luego vuelven a leerlo, y luego se lo leen los unos a los otros.

Barbo, Lioso y Hippy se hacían compañía fuera de la cámara de presión. Barbo se ocupaba de la mezcla de la cámara…, en aquellos momentos tenía un auténtico trabajo. Hippy jugaba con Beany y comía Cap’n Crunch directamente de la caja. Lioso se ocupaba de leer ocasionalmente en voz alta una novela de bolsillo de Louis L’Amour que todo el mundo había leído ya al menos una vez.

Entre comprobaciones de los indicadores, Barbo observaba a Hippy jugar con Beany. No se trataba de que Hippy estuviera tan loco que creyera que Beany era una persona o algo así. Era más bien que Hippy estaba lo bastante nervioso como para necesitar tocar constantemente a la rata, necesitaba que la rata lo estuviera tocando constantemente a él.

—Hey, Hippy. ¿Por qué le pusiste a ese pequeño cagamierda el nombre de Beany? —preguntó Barbo.

Hippy sonrió. Era una de sus historias favoritas, y creía que ya se la había contado a todo el mundo en la Deepcore al menos un par de veces. De alguna forma, Barbo se le había escapado.

—Dios, otra vez eso no —gimió Lioso—. Fue por el show de Beany y Cecil en la televisión.

Hippy se irritó. Lioso no tenía derecho a estropearle la historia, especialmente cuando Barbo quería saberla.

—Eso no es ni la mitad de la historia, Lioso —dijo. Lioso se dio cuenta de que había hablado a destiempo. Se enfrascó en la lectura de su libro y fingió no estar escuchando.

—Yo tenía esa serpiente, ¿sabes?, llamada Cecil —dijo Hippy—. Una vieja y enorme serpiente, no venenosa, pero que hacía que la gente cagara ladrillos cuando la veía porque todo el mundo piensa que todas las serpientes son mortíferas.

—Mientras que en tu caso el mortífero es sólo el propietario de la serpiente —dijo Lioso.

—Si traía alguna chica a casa y ella no me trataba como correspondía, entonces dejaba que Cecil saliera del armario donde estaba siempre. Las asustaba de muerte el verme cogerla y darle un beso en la boca. Su lengua salía y me acariciaba los labios.

—Lo que siempre he deseado saber —dijo Lioso— es si la serpiente no te hacía otras cosas con su lengua.

Barbo le dio una palmada en la pierna a Lioso.

—No todo el mundo puede meter su polla entre los dientes de una serpiente como tú, Lioso —dijo. El libro se alzó de nuevo frente al rostro de Lioso.

—Lo mejor —dijo Hippy— era cuando daba de comer a Cecil delante de alguna chica. Todo lo que Cecil comía era ratones blancos vivos. Supongo que durante un tiempo mantuve yo solo a la tienda de animales de la esquina comprándoles ratones.

—¿Quieres decir como Beany? —preguntó Barbo. Por la forma en que mimaba a la rata, resultaba una locura pensar que alguna vez permitiera que una serpiente se tragara entera una de ellas.

—Entonces aún no conocía a esas ratas —dijo Hippy—. De todos modos, por aquel entonces yo tenía a esa chica que me gustaba tanto que dejé que se viniera a vivir conmigo, sólo que, cuando yo estaba fuera en la plataforma en la que trabajaba por aquellos tiempo, ella recibía amigos.

—Amigos masculinos —dijo Barbo.

—Hombre, si la vieras, sabrías inmediatamente que no había forma alguna de que ella pudiera recibir una amiga en su vida. Tenía unas delanteras del tamaño de una cama de matrimonio.

—Así que tenía un amigo en casa.

—No sé si fue un accidente o si lo hizo a propósito —dijo Hippy—, pero, de alguna forma, Cecil salió del armario donde estaba todo el día. Sólo que ese tipo que se la estaba tirando se asustó, por supuesto, pero en vez de echar a correr o ponerse a chillar, saltó de la cama encima de Cecil. Le aplastó la cabeza como si fuera un huevo.

—¿Con los pies desnudos? —preguntó Barbo, sorprendido.

—Con sus botas, por supuesto.

—¿Se detuvo a ponerse las botas?

—Ya las llevaba puestas. Con esa chica, no te entretenías a quitarte los zapatos cuando la tenías preparada para ti. Fuera como fuese, cuando volví a casa la chica se había ido, y había huellas de sangre por todo el suelo, y los sesos de Cecil estaban esparcidos por todo mi dormitorio. Lo admito, lloré como un niño pequeño.

—¿Volvió alguna vez la chica?

—La hubiera estrangulado con la piel de la serpiente. Una de las chicas de allá donde trabajaba me contó lo que había ocurrido. Dijo que estuvo llorando durante tres días seguidos. De todos modos, tenía esta rata en reserva para darle de comer aquel día. Era la única cosa viva que me quedaba que me hacía recordar a Cecil. Así que la llamé Beany.

—¿Quieres decir que esta rata vio morir a Cecil? —preguntó Barbo—. No me extraña que sea psico.

—No esta rata. Ésta es Beany IV. Las ratas no viven tanto.

—Tampoco las serpientes —sugirió Lioso—. Y no puedes hacerte un cinturón de la piel de una rata muerta.

—Ésa es una cosa muy desagradable de decir, Lioso —dijo Barbo.

—Pero sí lo hizo —exclamó Lioso—. Le hicieron un cinturón con la piel de Cecil.

—Bueno, ¿qué se suponía que podía hacer con ella? —exclamó Hippy—. ¿Enterrarla? ¿Disecarla? ¿Ponerla en un marco?

—Espero no morir nunca cerca de ti —dijo Barbo—. Probablemente te harías una chaqueta con mi piel.

—Probablemente me haría una tienda de campaña con ella —dijo Hippy. Se metió un puñado de Cap’n Crunch en la boca.

En aquel momento Lioso encontró un libidinoso doble sentido en una de las frases del western que estaba leyendo.

—Era un hombre duro, nacido en los días duros en que los hombres eran duros —recitó.

—Y las ovejas eran nerviosas —añadió Barbo.

Nadie rió. No ante aquello, no ante nada en la saga de Hippy referente a la muerte de Cecil. Uno no se reía en voz alta tras unas cuantas semanas juntos. Podías oír algo curioso o divertido y simplemente apreciarlo. Hippy se levantó y se dirigió hacia la ventanilla de la cámara de presión.

Hippy era el único que no podía impedir el observar a los SEALs, pero no era el único que pensaba en ellos. Lindsey significaba problemas, pero sabían exactamente cuántos problemas, y su presencia no les preocupaba. Pero los SEALs… Tenían una reputación. Lioso había estado en la Marina, y le habían hablado de los SEALs, le habían dicho que eran los bastardos más duros de toda la milicia de los Estados Unidos, y en consecuencia probablemente los más duros de todo el mundo. Por supuesto, un montón de grupos militares se creían duros. Los boinas verdes, las tropas aerotransportadas, los marines. Los SEALs consideraban a los marines unos cachorrillos, pero los marines —y todos los demás— consideraban a los SEALs como un puñado de esquizos, siempre yendo a misiones suicidas.

—Si los chicos duros piensan que estáis locos —elijo Lioso—, entonces es que sois realmente duros.

Pero los SEALs no eran los peores del mundo…, eso estaba reservado para el KGB, porque sus miembros no tenían que seguir ninguna regla. Por ejemplo, el KGB podía matar indiscriminadamente en un tiroteo, sin hacer preguntas. Pero los SEALs seguían reglas. No iban por ahí malgastando civiles sólo porque el pánico los había situado en tu línea de fuego.

Pero si resultaba que eras un enemigo que un grupo SEAL había recibido la misión de destruir, lo mejor que podías hacer era redactar tu testamento y ponerlo en un lugar seguro. Lioso tenía un amigo que había sido marine en Beirut, y le había contado que la gente allí no odiaba realmente a los norteamericanos en general, ni siquiera a los marines. Incluso cuando volaron los barracones de los marines allí, no lo hicieron porque odiaran a los marines como individuos, sino lo que representaban como grupo. Pero en cuanto a los SEALs, eso era diferente. Los SEALs habían causado un auténtico daño en Beirut, y los odiaban a muerte.

—¿Sabéis ese buceador de la Marina al que mataron los asaltantes en aquel avión por aquella época? —les dijo Lioso—. ¿El que golpearon y patearon hasta matarlo?

—¿Quieres decir que era un SEAL?

—No lo sé —respondió Lioso—. Pero dos cosas me dicen que sí lo era. La primera: el gobierno sólo lo identificó como un buceador de la Marina. Eso es lo más cerca que el gobierno ha llegado nunca de identificar a un SEAL cuando es atrapado en una misión. De acuerdo, hay realmente buceadores de la Marina en todo el mundo, pero simplemente no creo que un buceador regular de la Marina estuviera en aquel avión en aquel momento. Y la segunda: la forma en que lo mataron. Fue una venganza. Fue personal. Lo mataron con sus propias manos y pies. No una bala. No una bomba. No arrojándolo fuera del avión. Deseaban que muriera por sus manos. Y tercera…

—Dijiste sólo dos.

—Hay tres. Según dijeron, no emitió ningún sonido mientras los chutas lo estaban matando. No emitió ningún sonido excepto cuando lo patearon en el pecho y obligaron al aire a salir de sus pulmones. Eso es un SEAL. Así son de duros. No puedes torturarlos, no puedes hacerlos gemir, porque nada de lo que puedes hacerles excepto matarles es tan malo como lo que ya les han hecho durante su entrenamiento. Eso es lo que dicen.

Bien, ese tipo de charlas hacía que los cuatro SEALs dentro de aquella cámara de presión parecieran como más grandes que la vida, capaces de abrir la puerta de presión arrancándola de sus goznes con sus manos desnudas. Hippy era el que se sentía más intrigado por ellos. No podía evitarlo. Tenía que ir a mirarles a través de la ventanilla. Y luego tenía que decir algo estúpido respecto a ellos.

—¿Ésos son los SEALs?

Barbo sabía que no debía contestar algo así como: No, son agrimensores. Hippy podía ser un tanto paranoide, así que tenías que ir con cuidado acerca de no hacer que creyera que te estabas burlando de él. Ésa era una de las cosas que todo el mundo sabía acerca de Hippy sin tener que decirla. De modo que Barbo nunca se burlaba de ninguna de sus preguntas estúpidas. Pero tampoco podías ignorar su pregunta…, hay una cosa a la que le dicen ser amable.

—Ajá —dijo Barbo—. Y no parecen tan duros como eso. Me he peleado con tipos mucho más duros que ellos.

Hippy no sabía que la gente siempre iba con cuidado de no incordiarle demasiado…, él no tenía tantas restricciones para incordiar a los demás.

—Veamos cómo eres tú de duro —dijo sonriendo. Tiró hacia atrás del cuello de la camisa de Barbo y derramó algo de Cap’n Crunch entre la camisa y su espalda.

Aquello fue excesivo para Barbo. Ya era suficiente echarle cereal por la espalda, pero burlarse de sus viejos días de boxeo era ir demasiado lejos. Se volvió en redondo y dio a Hippy un par de capirotazos con su gorra. Luego alzó el puño.

—¿Ves esto? Acostumbraban a llamarlo el Martillo. —Barbo no hacía más que pedirle a Hippy que le tomara en serio como ex boxeador. Pero también, sólo un poco, le estaba advirtiendo que no fuera demasiado lejos. Lioso intervino:

—Hippy todavía no había nacido entonces.

—Eres un tipo viejo, Barbo, y Hippy no es más que un niño tonto. No te lo tomes en serio.

Barbo captó el mensaje. Aflojó un poco el puño.

—Hippy no ha nacido nunca. —Consiguió sacar algo del Cap’n Crunch de los fondillos de su camisa y lo arrojó al muchacho—. Toma, cómete un poco de esto.

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