Abyss

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4 – Contacto

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La Tierra no es mucho como planeta, pero, pese a lo pequeña que es, la mayor parte de la historia humana ha tenido lugar en un espacio aún más pequeño, una delgada capa que empieza en el suelo y se alza quizá cuatro metros en el aire…, más o menos la altura de un hombre a lomos de un caballo agitando una espada. De tanto en tanto, un edificio perfora un orificio en ese techo de los cuatro metros. De tanto en tanto, el túnel de un minero desciende un poco del nivel del suelo. Pero, al cabo de unos pocos años, o décadas, o siglos, la gente abandona esos trabajos. Entonces, el viento y la lluvia barren aquello que se alzó sobre el suelo y llenan aquello que fue hacia sus profundidades, hasta que la Tierra queda curada de nuevo.

Siempre podemos

ver un poco fuera de esa capa: las nubes girando en el cielo, la luz del sol durante el día, las estrellas por la noche. Podemos suponer lo que ocurre debajo de nosotros cuando la Tierra tiembla, o cuando un enorme pez viejo queda varado en la arena de una playa para morir. Pero las alturas del cielo y las profundidades del mar se hallan tan lejos de nosotros que civilizaciones enteras pueden haber residido aquí sin que nos hayamos enterado nunca de su existencia.

Ellos estaban, y nosotros no nos enteramos.

No hay forma de decir cuánto tiempo hace que llegaron por primera vez a la Tierra. Ningún ser humano fue capaz de darse cuenta de ello cuando llegaron, pero eso sólo significa que vinieron aquí algún tiempo antes de los telescopios de gran potencia y el radar. Ni siquiera

ellos saben cuánto tiempo hace que llegaron, ni cuánto les tomó el viaje, porque ellos no miden el tiempo excepto de la misma forma que lo hace un niño pequeño: Esto ocurrió antes de aquello, y esto otro ocurrió después. ¿Por qué deberían mantener la cuenta de los años y las estaciones? Cuando vives a seis kilómetros bajo el mar, no hay primavera ni otoño, e incluso las mareas son como una débil brisa diaria, si es que llegas a sentirlas. ¿Y por qué deberían medir el paso de los años? Cuando no puedes morir, no hay ninguna razón para contar el tiempo que has vivido.

Y, sin embargo, les

importa el pasado. El nombre que se dan a sí mismos es el de «constructores de memoria». Se aferran a todo lo que les ha ocurrido desde su primera conciencia. Esa enorme memoria es su propio yo. Recuerdan su llegada a la Tierra, y antes de eso su llegada a cada uno de los mundos anteriores, desde la partida de su planeta de origen. Si alguna vez les hubiéramos importado, hubieran recordado toda nuestra historia también.

Puede que hubieran notado nuestra presencia si hubiéramos compartido el mismo hábitat, de igual forma que nosotros notamos las colonias de hormigas y las aves migratorias. Pero nuestra delgada capa en la corteza terrestre les es tan hostil como la Luna lo es para nosotros. Nuestra atmósfera es sólo ligeramente más densa que el casi vacío del espacio. La única parte de nuestro planeta que les importaba está tan profundamente enterrada en el océano que en ella el agua presiona como las manos de crueles gigantes. Sólo allí se sentían como en casa, y a esa profundidad la raza humana no importaba.

Hasta que empezamos a entrometernos. El cieno de nuestros polucionados ríos empezó a fluir más allá de las plataformas continentales y luego a hundirse hacia las insondables profundidades, donde ellos notaron su hedor, su horrible sabor. Los peces empezaron a desaparecer del océano, así que cada vez menos y menos de sus detritos derivaron hacia el fondo, a las regiones donde los constructores de memoria acostumbraban a recolectarlos y utilizarlos. Los torpedos y las minas generaron explosiones submarinas cuyas ondas de choque cuartearon los cimientos de sus altas y delgadas torres.

Al principio, debido a que la mayor parte de sus comunicaciones son de tipo químico, pensaron que aquellas cosas eran mensajes, y durante algún tiempo intentaron descifrarlos. Luego, cuando nuestra polución empezó a ponerlos enfermos, a infectarlos e infestarlos como una epidemia, cuando hubo una hambruna de restos de esqueletos de peces e incluso el plancton microscópico escaseó, muerto por las radiaciones que cruzaban la disminuida capa de ozono…, entonces empezaron a pensar que nosotros, las criaturas que vivimos en esa delgada capa entre el mar y el cielo, éramos enemigos que intentábamos envenenarles o matarles de hambre.

Sin embargo, fueron muy cautelosos. Podríamos decir incluso que fueron pacientes con nosotros, aunque no fue ése su motivo. Durante largo tiempo simplemente evitaron los lugares donde fluían nuestros venenos, mientras nos observaban, para intentar comprender quiénes éramos, qué estábamos haciendo. Aunque nada de lo que enviábamos al mar era un mensaje, finalmente comprendieron que las ondas de radio que emitíamos

eran mensajes, aunque sólo entre nosotros. Puesto que ellos poseían poco lenguaje, al menos tal como nosotros lo entendemos, necesitaron años para descifrarlos, primero separando nuestros mensajes según sus longitudes de onda y luego descubriendo gradualmente sus unidades de significado.

Si el concepto de lenguaje ya era difícil para ellos, la idea de que miembros de una misma especie tuvieran lenguajes

diferentes era casi impensable. ¿Naciones? ¿Hambrunas? ¿Guerra? ¿Todo dentro de la misma especie? ¿Qué tipo de criaturas éramos? Como una familia cuyos padres han muerto. Como un cáncer que devora el cuerpo que es su única fuente de vida. Cuanto más aprendían de nosotros, más extraños les parecíamos…, más repulsivos, insanos,

monstruosos.

Ahora lamentaron los muchos siglos durante los cuales nos habían ignorado. En vez de dedicar una parte relativamente pequeña de su atención a estudiarnos, volcaron todas sus energías en nuestra dirección. ¿Cuán peligrosos éramos para los constructores? ¿Cómo podían detenernos, si necesitaban hacerlo? No estaban equipados para la guerra. Sólo habían desarrollado las armas necesarias para defenderse contra los predadores, peligrosos pero estúpidos. Nosotros, en cambio, habíamos desarrollado armas que podían vencer y dominar enemigos igual de inteligentes que nosotros, porque nuestro principal peligro provenía siempre de otros seres humanos. A fin de aprender el arte de la guerra, de modo que pudieran eliminar la amenaza que planteábamos para ellos, tenían primero que estudiarnos.

Éste, sin embargo, no era un trabajo que pudiera hacerse en el fondo del océano. Nuestras señales de radio y televisión nunca alcanzaban ese nivel. Ni siquiera la luz del sol significa algo para ellos…, toman su energía de las chimeneas de la corteza terrestre, de la descomposición de las moléculas, de las diferencias de temperatura entre las distintas capas del agua del mar. Para comprendernos, tenían que salir fuera del océano.

Sabían cómo hacerlo, por supuesto. Después de todo, habían cruzado enormes extensiones de espacio para llegar hasta aquí, y cuando sus ciudades bajo los océanos de la Tierra alcanzaran la madurez, construirían nuevas astronaves y enviarían más colonias a otros mundos con aguas profundas. Ese día se hallaba aún muy lejos en el futuro, pero mientras tanto su astronave original aún daba vueltas en torno a la Tierra, mucho más allá de la Luna y perpetuamente detrás de ella, donde ningún telescopio terrestre podía verla.

Por primera vez desde que los constructores llegaron a la Tierra, liberaron algunos códigos químicos entre algunos de los porteadores, una especie relacionada con ellos a la que habían domesticado hacía mucho tiempo. Cuando los porteadores alterados maduraron, su aspecto era distinto de los demás. Cuando crecieron, no tomaron la forma de los acarreadores que se arrastraban por el fondo, o de los pequeños y veloces mensajeros que eran comúnmente utilizados. En vez de ello, crecieron para convertirse en deslizadores, capaces de surcar el mar a velocidades que las criaturas terrestres jamás podrían soñar, y luego alzarse muy arriba en el aire, sorbiendo una enorme energía de cualquier fuente ambiental…, energía suficiente para llevarlos por encima de nuestros campos y ciudades, por encima de nuestros caminos en el mar, a través de nuestros senderos aéreos, mientras los constructores dentro de cada deslizador nos observaban, nos escuchaban, intentaban comprender qué tipo de criaturas éramos.

Nuestros movimientos carecían de significado para ellos. No podían imaginar a los individuos eligiendo vivir allá donde les apetecía, así que no podían comprender por qué malgastábamos increíbles cantidades de energía en repetitivos e improductivos viajes. Incluso nuestros edificios eran incomprensibles. Puesto que vivían en un lugar carente de clima, la noción de refugio resultaba difícil para ellos. Construir una estructura hueca simplemente para

contener algo era bastante extraño. Pero cuando se dieron cuenta de que la mayoría de los edificios permanecían en su mayor parte vacíos casi todo el tiempo, sólo pudieron llegar a la conclusión de que éramos inimaginablemente estúpidos. Todo lo que ellos construían permanecía siempre completamente lleno y completamente utilizado; cuando ya no era necesario, incluso temporalmente, era destruido, y sus partes utilizadas para alguna otra cosa. Su desdén hacia nosotros fue completo.

Nunca los vimos observarnos. Oh, quizás un destello de luz solar justo en el momento preciso del día reflejado de una lisa y en general transparente superficie. Quizás, en una noche sin luna completamente oscura, el débil resplandor de dentro de un deslizador se hacía visible cuando flotaba sobre nuestras cabezas. Una luz en el cielo, moviéndose a increíble velocidad, luego deteniéndose bruscamente, cambiando de dirección sin preocuparse de las leyes del movimiento. Los deslizadores nunca se posaban en el suelo. Y, puesto que los constructores morirían en segundos fuera de las duras conchas de los deslizadores, ninguna criatura alienígena podría haber emergido jamás de ellos. Cualquier historia al respecto que hayan oído ustedes no era más que…, iba a decir una mentira, pero ¿cómo lo sé? Podría ser una alucinación. Podría ser un sueño. Podría ser una esperanza tan ferviente que la mente creyera que se había convertido en realidad. Pero

no era la realidad. Un constructor no podía aterrizar y abandonar su deslizador, del mismo modo que ustedes no podrían despojarse de su piel y apartarse de ella. Casi transparentes, llenos a rebosar del frío y especiado líquido de la vida; estaban cerca de nosotros, pero realmente nunca los vimos.

Cuando empezamos a enviar satélites al espacio, su trabajo en comprendernos dio un salto hacia delante. Allá fuera en el espacio, al fin podían tocar algo que nosotros habíamos hecho, entrar dentro de la piel de metal para explorar. Hallaron allí, abiertos, muchos de nuestros secretos. Circuitos electrónicos. Las mentes digitales de los ordenadores.

Y, el más ominoso de todos los secretos, la energía nuclear. Para ellos era algo más brillante y más terrible que la luz del sol. Ahora supieron que éramos mucho peores que una raza de estúpidos productores de desechos, criaturas terrestres inútiles que ensuciaban los límites de su hogar. Teníamos el poder de asesinar el mundo.

Su mundo también…, el océano. Éramos más peligrosos aún de lo que habían temido.

Fue por eso que una cierta mañana, en el clímax de la estación de los huracanes, un deslizador voló del satélite que estaba estudiando y picó de vuelta hacia la Tierra. El deslizador absorbió fácilmente todo el calor de la reentrada, almacenando la energía en intrincadas estructuras dentro de sí mismo, para utilizarla más tarde para acelerar su movimiento bajo el mar, o más tarde aún para ayudar a construir torres submarinas, o para ayudar a otro deslizador a escapar de la gravedad en un vuelo posterior al espacio. Casi invisible a simple vista, y completamente invisible al radar, se deslizó hacia el sudeste por encima del Golfo de México a cuatro veces la velocidad del sonido, cruzó el cuerno del Yucatán, y luego se sumergió en el Caribe. Tan suavemente entró en el agua que ni siquiera se produjo un chapoteo. El océano simplemente se abrió para recibirlo.

Ahora, en el oscuro mar, la brillante energía almacenada durante la reentrada desprendió un halo claramente visible mientras el deslizador avanzaba no muy lejos de la superficie. Aunque estaba bajo el agua, técnicamente el deslizador no estaba mojado. Ni una molécula del agua caribeña tocaba físicamente la superficie del deslizador. En vez de ello, fluía en torno a su cascarón como repelida por un imán. Casi no había fricción. Los constructores eran mejores moviéndose en el agua que moviéndose en el aire.

El deslizador parecía hallarse en un simple vuelo de regreso a casa. La más antigua y mayor de todas las ciudades de los constructores estaba allí en el Caribe, en las profundidades de la fosa Caimán, donde casi ninguna vida terrestre podía penetrar. El rumbo del deslizador no varió…, se dirigía a casa.

Pero todos aquellos procesos fueron llevados a cabo de forma refleja por el propio deslizador. Una vez fijado el rumbo a casa, no hubo más guía inteligente. El constructor dentro de él estaba gravemente herido.

El satélite que había estado estudiando había sido puesto en órbita unos días antes. Hacía lo que ningún otro satélite había sido

capaz de hacer hasta entonces: rastreaba todos los submarinos en el océano. La localización exacta de cada submarino, en puerto o en maniobras, en la superficie o en su más profunda inmersión, era detectada e informada en mensajes codificados a una serie de estaciones terrestres, hora tras hora. La existencia de un rastreador de submarinos de este tipo significaba que, por primera vez en la era de los misiles, un primer ataque podía eliminar simultáneamente las armas nucleares de tierra y mar. La superficie de la Tierra se había vuelto un lugar mucho más peligroso.

Los constructores, individualmente, pueden llegar a poseer una gran cantidad de inteligencia y buen juicio, en especial si se requiere de ellos que permanezcan separados de su ciudad durante largos períodos, efectuando un trabajo peligroso y delicado. Así, ese constructor comprendió en seguida que este nuevo satélite era el objeto más peligroso en todo el espacio, supo que si se permitía que siguiera funcionando, incluso una sola hora, podía desencadenar la terrible y definitiva guerra. La nación que lo controlaba podía utilizarlo para lanzar un ataque preventivo, o las naciones que no lo tenían podían descubrirlo y lanzar su propio ataque nuclear, por temor a que, si no utilizaban sus armas, las perdieran.

No había margen de seguridad para poder volver a casa, transferir la información que había averiguado, y dejar que la ciudad tomara una decisión. En consecuencia, el constructor tomó él mismo la decisión. No podía permitirse que este satélite siguiera funcionando.

Aisló cuidadosamente sus memorias tras una porción del deslizador protegida con un escudo. Desgraciadamente, no pudo escudar su juicio e inteligencia, puesto que eran necesarios para el trabajo que le aguardaba. Utilizando los miembros y herramientas que había desarrollado en la barriga del deslizador, hurgó en el casco del satélite, en busca de su ardiente corazón nuclear. Su reflejo era absorber toda su energía, pero eso lo hubiera matado instantáneamente. En vez de ello, canalizó el flujo de energía a las más delicadas partes del ordenador del satélite. Sólo entonces liberó la fuente de energía…, rápido, pero no lo bastante como para provocar una explosión nuclear. Hubo un estallido de luz y calor, visible en todas las estaciones de rastreo de aquel lado de la Tierra. Y, lo más importante para el constructor, el estallido de energía incluyó una mortífera dosis de radiaciones. Las intrincadas moléculas que formaban su inteligencia se vieron alteradas más allá de toda posible reparación. Excepto sus cuidadosamente escudadas memorias, estaba intelectualmente muerto.

Por ello el rumbo de regreso a casa del deslizador fue tan directo. Los porteadores poseían una inteligencia comparable a la de un perro. La suficiente para realizar tareas sencillas —busca, quieto, ve a casa—, pero no la suficiente para efectuar ninguna maniobra compleja. ¿Cómo podía prever el constructor que se produciría otro encuentro con un artefacto humano en el camino a casa? Se requería sólo una fracción de la inteligencia y el juicio que había utilizado para tomar su decisión respecto al satélite, pero carecía incluso de esta fracción, y estaba completamente más allá del débil intelecto del porteador. Así, cuando las estaciones de rastreo de la superficie seguían intentando todavía hallarle sentido al estallido de luz y calor que acababa de producirse en el recientemente lanzado satélite espía, otro encuentro entre humanos y constructores, esta vez mucho más directo y fatal, iba a tener lugar.

Aquel día, ocurrió que el huracán Frederick estaba avanzando a través del Caribe procedente del este-sudeste, y tenía previsto pasar por aquella región del mar en el término de veinticuatro horas.

Bud Brigman y su equipo estaban a treinta y cinco kilómetros de distancia, ocupados en el tercer turno de las primeras pruebas de profundidad de la

Deepcore, la plataforma perforadora submarina que era la culminación del trabajo de toda una vida para Lindsey.

La propia Lindsey Brigman estaba en Houston, ocupándose del trabajo de tierra y deseando volver bajo el agua.

Hiram Coffey estaba en Houston con tres SEALs de su equipo de doce hombres, preparándose para ir a un cierto país del Caribe para destruir, con precisión quirúrgica, el cuartel general de una guerrilla izquierdista cuyas operaciones representaban una amenaza para los intereses de la seguridad de los Estados Unidos, tal como había sido definido por los oficiales superiores de Coffey.

Al cabo de una hora del momento en que el deslizador entró en las aguas del Caribe, todos ellos fueron desviados del trabajo que tenían planeado hacer.

¿Qué hubiera ocurrido si no hubieran estado allí? ¿Qué hubiera ocurrido si Lindsey no hubiera dejado lista la

Deepcore tan anticipadamente al tiempo previsto? ¿Qué hubiera ocurrido si Coffey hubiera volado a su misión la noche antes, rompiendo el contacto por radio y no pudiendo así ser reasignado? ¿Qué hubiera ocurrido si Bud y su equipo hubieran sido enviados a uno de los emplazamientos alternos de perforación, más al norte en el Caribe? ¿Qué hubiera ocurrido si el huracán Frederick hubiera tomado el rumbo más al norte originalmente predicho para él, de modo que hubiera golpeado Cuba en vez de arrastrarse a lo largo de la costa norte de Jamaica? Quizás incluso con distintas circunstancias las cosas hubieran funcionado hacia el mismo resultado, excepto que yo no estaría ahora contándoselo.

Pero, si las cosas hubieran ido mal, no hubiera habido mucha gente para contarlo.

Aaron Barnes estaba de guardia con el sistema de sonar del

USS Montana, un submarino clase

Ohio SSBN con misiles balísticos de vuelta a casa tras una misión de setenta días. Cuando avanzaban sumergidos, que era la mayor parte del tiempo, Barnes era los ojos y los oídos del submarino. Se tomaba en serio su trabajo. Nunca dejaba que su concentración fallara. Porque sabía que, si cometía un error, todos ellos quedarían ciegos y sordos en el vientre del mar.

Así, cuando el deslizador, aún muy lejos, empezó a emitir un sonido monótono a medida que avanzaba por el agua, transcurrió menos de un segundo antes de que Barnes lo captara, y unos pocos segundos más antes de que tanto Barnes como el ordenador del sonar llegaran a la conclusión, por el rumbo y la velocidad de la fuente del sonido, de que no se trataba de un pez.

Al cabo de pocos momentos toda la tripulación estaba en sus puestos de batalla; el capitán Kretschmer y el segundo de a bordo fueron al puesto de ataque; y Barnes se convirtió en el hombre más importante del

Montana. Tenía que identificar el contacto —el lo-que-fuera que estaba rastreando—, y tenía que hacerlo antes de que pudiera plantear algún peligro para la nave. No había muchos países en el mundo que poseyeran submarinos, y ninguno de ellos era neutral. No a esa velocidad, no a esa profundidad, no en esta época, no en estas aguas.

Espera un momento. ¿A

qué velocidad va? Barnes comprobó de nuevo. No había error posible.

—Sesenta nudos —susurró.

—¿Sesenta nudos? —dijo el capitán Kretschmer. Su voz era bastante tranquila…, simplemente no creyó la información—. Es imposible, Barnes. Los rojos no tienen nada tan rápido.

—Lo he comprobado dos veces, capitán —dijo Barnes—. Es una signatura auténticamente única. Ninguna cavitación, ningún ruido de reactores. Ni siquiera suena como hélices. —De hecho, sonaba como un pez, con unos latidos cardíacos increíblemente fuertes. Pero ¿sesenta nudos? No había ningún pez en el mar que pudiera moverse tan aprisa, ni siquiera aunque meara puro combustible de cohetes. Moviéndose tan rápido, el contacto debería estar chillando con el sonido de motores sobrecargados. La hélice o turbina o cohete o lo que fuera que estaba haciendo que fuera tan rápido debería estar batiendo el agua más ruidosamente que un millar de niños chapoteando en una piscina. Barnes pasó la señal a un altavoz para que todo el mundo pudiera oírla. Que el capitán Kretschmer le extrajera algún sentido, si podía.

No pudo. Kretschmer nunca había oído nada como aquello antes. Desde el momento en que Barnes informara del contacto, supo que era ruso. Tan cerca de Cuba, sólo podía ser suyo o nuestro. Y, si fuera nuestro, no sonaría así. Pero tampoco sonaría así ni siquiera un submarino de ataque rápido ruso clase

Alfa.

Sin embargo, el tablero electrónico de posición dejaba muy claro para Kretschmer que, fuera lo que fuese, estaba siguiendo un rumbo claro de colisión. No había muchas opciones. Kretschmer las recorrió en un momento: No podemos ganarle en velocidad a algo tan rápido. Y no es que tengamos tampoco mucho espacio para maniobrar. Tenemos las paredes de la fosa Caimán como un cañón a ambos lados. Así que las únicas posibilidades son arriba o abajo. Subir por encima de él es como convertirnos en carnada para los tiburones: si el contacto es un submarino enemigo, somos carne muerte ahí arriba.

Lo que Kretschmer no podía olvidar ni por un momento es que tenía todo un cartón de cigarrillos sin filtro a bordo…, una carga completa de misiles nucleares. La mayor recompensa que cualquier nave rusa podía esperar era un caramelo como aquél, allá arriba en la superficie, listo para hacerse cargo de él y remolcarlo a Archangelsk para su estudio. ¿Cómo sabía que no había un grupo soviético acechando en las sombras allá en Cuba en estos momentos, aguardando a que se dejara ver? El peor resultado —peor que morir, peor que perder su barco— era dejar que el otro lado metiera las manos en una sola ojiva de combate, o en los libros de claves, o en la electrónica.

Así que Kretschmer no podía salir a la superficie para eludir el contacto, no podía volverse ni a la derecha ni a la izquierda, de modo que sólo le quedaba el recurso de ir hacia abajo. La máxima profundidad operativa para aquel submarino era oficialmente de trescientos metros, aunque sabía que otros de su clase habían alcanzado sin problemas al menos un cincuenta por ciento más de esa profundidad. Si ibas más abajo de eso no alcanzabas necesariamente la profundidad de aplastamiento de una forma inmediata, pero no disponías de

mucha deriva. Había leído los informes acerca de aquel submarino ruso clase

Golf que había bajado más de la cuenta en el Pacífico, a unos mil doscientos kilómetros al oeste de Hawai. Cuando cayó en una inmersión incontrolada, su tripulación no tardó en descubrir cuál era su profundidad de aplastamiento. El mar penetró explosivamente por la popa como un martillo perforador en un hormiguero. Cuando el

Glomar Explorer Hughes sacó una parte de él, la Inteligencia de los Estados Unidos descubrió algo acerca de la repentina violación de la integridad del casco. Dos terceras partes de los mamparos estaban aplastados en los primeros doce metros de la nave. Literas de metro ochenta estaban comprimidas a cincuenta centímetros. Entre la presión y la turbulencia, los cuerpos habían reventado como yemas de huevo en una Cuisinart. No podía bajar mucho más, no señor.

El ruido seguía resonando monótonamente. Si era un falso sonar, ¿no debería haberse desvanecido ya?

—¿Qué demonios

es? —dijo Kretschmer.

—Le diré lo que

no es, señor —dijo el segundo oficial—. No es uno de los

nuestros.

Tampoco se atrevía a enviar una llamada de ayuda, delatando así su posición. Aún había una esperanza de que el contacto no supiera que él estaba allí: después de todo, el sonar estaba fijándolo a sesenta nudos, lo cual era ridículo, tal vez funcionara mal hasta el punto de estarse inventado un contacto donde no había nada. Podía imaginar la comisión investigadora examinando su informe. El capitán Kretschmer rompió el silencio de la radio debido a un informe del sonar acerca de un objeto que se movía en el agua

a sesenta nudos. Ése era el tipo de estupidez que podía terminar con la carrera de un hombre.

De modo que, ¿qué elección le quedaba? No presentar batalla, pero tampoco echar a correr. Todavía no. Mantener su territorio. Quizá si

no echaba a correr podría provocar que el otro tipo —si existía— cambiara de rumbo, mostrando algo de lo que su extraña nave era capaz de hacer. Si realmente

era una nave que podía ir a sesenta nudos por debajo del agua, entonces lo mejor que podía hacer era intentar averiguar tanto como pudiera acerca de ella. La Marina necesitaba saber acerca de aquello. Si existía.

Barnes ni siquiera intentó adivinar lo que pasaba por la mente del capitán. Decidir lo que había que hacer…, eso era asunto del capitán Kretschmer. Asegurarse de que obtenía una lectura adecuada del sonar era suficiente para mantener ocupado a Barnes. No iba a dejar que

nada perturbara su concentración. Ni siquiera el hecho de que, si los rusos podían realmente construir algo capaz de actuar como aquella cosa en la pantalla de su ordenador, entonces era malditamente seguro que podían reventarles fuera del agua. No, no iba a permitir que esa idea le impidiera concentrarse perfecta y completamente en su trabajo.

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