Abyss

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4 – Contacto

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En el momento en que el contacto cambió de rumbo, Barnes estuvo atento. Hablar con calma. Transmitir la información. No sonar alterado en ningún momento.

—Señor. El contacto ha cambiado de rumbo a dos-uno-seis, descendiendo. ¡Velocidad ochenta nudos! —No estuvo seguro de que le comprendían. Ocho nudos era creíble…, eso es lo que oirían. Así que dijo de nuevo—: ¡Ochenta nudos!

El capitán se apartó. El segundo oficial se situó detrás de él y observó la pantalla de Barnes, como si pensara que él podía ver algo que tanto Barnes como el capitán no habían visto.

—Ochenta nudos —dijo el primer oficial. No lo creyó. Lo vio con sus propios ojos, pero no lo creyó.

Infiernos, ni yo tampoco, pensó Barnes. Pero, o bien es cierto, o todos estamos ciegos aquí abajo.

Kretschmer se detuvo junto a la mesa de mapas. El oficial de derrota informó de su posición actual:

—Descendiendo. Profundidad doscientos setenta metros. Distancia de babor a la pared de la fosa, cuarenta y cinco metros.

Kretschmer trazó la profundidad actual del

Montana, el ángulo de aproximación del contacto. ¿Estaba intentando el contacto una colisión o no? Era difícil de decir. Parecía como que iba a pasar justo por encima del

Montana. Si el contacto

no intentaba una colisión, entonces quizá no fuera hostil, y si no era hostil, quizá debieran acercarse lo suficiente para recoger más datos a su paso…, los suficientes para ayudar a la Marina a imaginar de qué demonios se trataba.

—Se está haciendo estrecho aquí dentro —advirtió el primer oficial. Ése era su trabajo. Advertir al capitán de que quizá no debieran intentar ningún tipo de maniobra allá abajo, tan cerca de la pared de la fosa Caimán. Pero Kretschmer sabía que tenían aún espacio suficiente. El contacto podía estar avanzando muy rápido, pero el

Montana no. Además, era un asunto de orgullo. Incluso aunque las órdenes dijeran que cuando un portamisiles tenía un encuentro cercano su deber era evitar ser detectado, las naves submarinas de las grandes potencias jugaban a un constante juego de a que te pillo tanto con amigos como con enemigos, acercándose tanto como podían antes de echar a correr. Era como contar estratagemas en las llanuras indias: descubrir a un enemigo que todavía no te ha visto cuenta como una victoria.

Kretschmer no estaba jugando al que te pillo precisamente en estos momentos. Permanecía en silencio, con el ruido de los motores tan bajo como le era posible. Pero eso significaba también que no podía correr. Si el

Montana hiciera todo ese ruido en el agua, el enemigo —si

era el enemigo— lo descubriría. O peor. ¿Quién podía decir tras de qué iba

este contacto? Tal como estaban ahora las cosas, era probable que el

Montana fuera invisible para el contacto. Y, si podían llegar lo suficientemente cerca, incluso podían

pillar al otro…, conseguir una buena identificación sin ser descubiertos.

—Aún podemos darle un buen corte de pelo —dijo el capitán—. Helm, rumbo dos-cero-seis, abajo cinco grados.

Al oficial de derrota no le gustó aquello. La pared de la fosa Caimán no estaba lo bastante lejos como para que se sintiera tranquilo al respecto.

—Lado de babor a treinta y seis metros, estrechándose a veintidós. Señor, tenemos una luz de aviso de proximidad.

—¡Esto es malditamente cerca! —exclamó el segundo oficial—. Tenemos que alejarnos.

Kretschmer captó el mensaje. Aquello era todo lo cerca al contacto que estaba dispuesto a llegar. ¿Era suficientemente cerca?

Desde el rincón le llegó la voz de Barnes:

—Distancia al contacto, sesenta. El contacto ha variado el rumbo a dos-seis-cero y ha acelerado a… ¡ciento treinta nudos!

Kretschmer se volvió para mirar a Barnes.

—¡Nada va a ciento treinta nudos! —Kretschmer no estaba seguro de si sentirse asustado ante algo tan extraño como aquello o decepcionado debido a que no podía ser en absoluto real.

En los últimos segundos antes de la llegada del contacto, una frase de una vieja película cruzó por la mente de Kretschmer. Una voz de niña: «¡Están aaaquí!». Casi se echó a reír, pero aquél no era momento de reírse. Cuando el contacto estuvo dentro de un radio de unos pocos cientos de metros, las luces descendieron…, no sólo un parpadeo, sino una firme disminución de intensidad que duró quizás un segundo completo, tal vez más. La cosa no les había

tocado, y sin embargo le estaba haciendo algo a su energía. Sí los rusos podían absorber energía a distancia, entonces no habría forma de detenerles. Podían quedarse sentados tranquilamente allí y reírse de nosotros mientras les ofrecíamos cederles Alaska si simplemente nos prometían no hacernos saltar en pedazos.

El contacto pasó por encima de ellos. Sonando aún exactamente igual que antes. Un suave tamborileo regular. Increíble que pudiera moverse tan aprisa sin hacer más

ruido.

En lo que Kretschmer no había pensado —en lo que nadie había pensado, debido a que nadie había pensado nunca en una nave submarina grande moviéndose a más de cien nudos— era en el hecho de que, aunque el contacto se movía sin turbulencia, las leyes regulares de la física aún se aplicaban al

Montana. Cuando la recia estela de agua que dejaba atrás el contacto cruzó el submarino, que hasta entonces había permanecido dinámicamente estable, el caos estalló a su alrededor. Turbulencia. Ciento treinta nudos de ella. Peor de la que puedes hallar en el vientre de una ola en medio de un huracán.

El

Montana había sido diseñado para resistir explosiones cercanas de seria magnitud. Pero una turbulencia como aquélla…, aunque el casco pudiera resistirla, el mecanismo de dirección no. Era el equivalente de un caza a reacción entrando en una barrena plana. Mueve todo lo que quieras esa palanca, muchacho, que no vas a ir a ninguna parte.

La cubierta se inclinó de lado bajo sus pies. Tan rápidamente, que todo el mundo que

había estado de pie se halló ahora tumbado en el suelo, algunos aturdidos por el dolor de golpearse inesperadamente contra superficies de metal. El primer oficial gritó lo que ya todos ellos sabían:

—¡Turbulencia! ¡Estamos en su estela!

No importaba que fuera el

Montana el que en realidad causaba la turbulencia, que el contacto siguiera avanzando sin arrastrar nada del caos con él. En torno al

Montana el agua fluía en locos, impredecibles, derivantes esquemas. Empezaron a sonar sirenas por todas partes. Advertencias. Inestable. Demasiado cerca de la pared de la fosa. Pérdida de control.

—¡Timón! ¡Todo parado! —gritó Kretschmer—. ¡Máximo a la derecha! —Todo según las instrucciones. Pero los tipos que habían redactado las instrucciones jamás se habían encontrado con una turbulencia como aquélla. Sabía que se estaban moviendo rápido, pero no podía ni siquiera imaginar en qué dirección.

El timonel hizo eco de su orden, luego informó:

—Fallo hidráulico. ¡Los planos no responden, señor!

La turbulencia se estaba calmando. Aquélla era la buena noticia. El display lateral era la mala noticia. La pared de la fosa y la proa de babor estaban intentando ocupar el mismo espacio al mismo tiempo. Aunque consiguieran un control absoluto en

aquel momento, ya era demasiado tarde. La roca era más dura que el submarino.

—Hidráulicos restablecidos, señor.

Quizá lo consiguieran sin recibir ningún impacto serio, pensó Kretschmer.

Entonces el

Montana golpeó contra la pared de la fosa. Fue un sonido terrible…, el romperse de un metal irrompible. Toda la nave sufrió una flexión; las juntas de algunas tuberías internas cedieron, y el agua duchó toda la sala de ataque. Esta vez la tripulación no fue arrojada al suelo como dados en un cubilete. Esta vez fueron todos arrojados en una sola dirección. Hacia la pared de la fosa. Unos cuantos hombres tuvieron la mala suerte de aterrizar mal, intentando meter la cabeza en alguna esquina puntiaguda, intentando doblar el cuello de formas que la Madre Naturaleza no había planeado nunca. Las muertes habían empezado ya.

—¡Alarma de colisión! —Kretschmer se aferró a la escalerilla y gritó órdenes—. ¡Alarma de colisión! ¡Aligera lastre, Charlie, aligera lastre!

El primer impacto desgarró las puertas exteriores de los tubos. Los hombres de la sala de torpedos de babor en la proa del

Montana fueron los primeros en saberlo. Las compuertas interiores saltaron y se abrieron como una caja de sorpresas, sólo que en vez de un muñeco de resorte lo que salió por cada una de ellas fue una columna de agua de más de medio metro de grueso. Mangueras de fuego de los dioses. Los hombres en la sala de torpedos que no resultaron muertos aplastados entre el agua y el mamparo de atrás fueron cegados por el chorro. Pero, ciego o no, alguien consiguió alcanzar la escotilla de salida, alguien la cerró, alguien hizo girar la rueda. La sala de torpedos quedó sellada. Todo el mundo en su interior estaba irremediablemente muerto. Pero todos los demás, al menos, tenían una posibilidad.

Dentro de la sala de torpedos quedó una bolsa de aire. Dos hombres la alcanzaron, pudieron respirar por unos momentos. Pero el agua era tan fría que les entumecía. La presión era tan grande que dolía el respirar. Y luego, entre el frío y la presión y el

shock y el miedo, ya no dolió seguir respirando, porque nadie respiraba.

Los últimos pensamientos. Me muero me muero. Destellos de toda una vida ante tus ojos. Sólo que ni siquiera puedes estar seguro de que sea tu propia vida, no recuerdas nada de todo aquello ocurriéndote realmente

a ti, nada en toda tu vida ha importado nunca comparado con este momento, necesitas un

respiro, necesitas algo de calor, necesitas unas manos fuertes que te saquen de esta agua, para hacer que este momento no vuelva a suceder más, y entonces te aferras a uno de esos recuerdos, uno de esos lugares en tu cerebro donde sabes que nunca morirás. Te aferras a esa sensación de inmortalidad hasta que dejas de temer a la muerte porque ya no te queda nada que sentir.

En la sala de ataque, el oficial de derrota estaba recibiendo aún lecturas del resto de la nave.

—¡La sala de torpedos de babor está inundada!

Kretschmer sabía que no había tiempo para nada sutil. La integridad del casco había desaparecido. Estaba entrando agua. Tenían sólo el aire comprimido suficiente para utilizarlo para la flotación. A aquella profundidad, la presión del agua era tan grande que se necesitaba diez veces la presión de aire de que disponían para expulsar el agua en los tanques de flotación, mientras que la sacudida del impacto había aflojado todos los remaches y compuertas estancas, de modo que cada momento más que transcurrieran a aquella profundidad significaba que el agua podía entrar en tromba por alguna otra barrera, aplastando el aire tras ella, haciéndoles perder toda pequeña flotabilidad que les quedara. Tenían que salir a la superficie

ahora, cuando la presión era menor, antes de que se rompiera alguna otra cosa, antes de que recibieran más agua en su interior.

—¡Llenen todos los tanques! ¡Llenen todos los tanques!

—¡Llenando los tanques principales!

—¡Llénenlos todos!

No funcionaba. Los tanques principales de delante no se llenaron…, estaban desgarrados. Se hallaban a demasiada profundidad para utilizar las bombas auxiliares, aunque hubieran tenido tiempo de ello.

—¡Atrás a toda! —gritó Kretschmer, pero el timonel conocía su trabajo: con el

Montana inclinado tan pronunciadamente hacia abajo, puso las hélices a toda potencia hacia atrás, en un intento de ayudar a la nave a ascender hacia la superficie. Pero el submarino no reaccionaba. Había demasiada agua a bordo, demasiado poco aire a presión. El submarino ruso clase

Mike que se hundió en el mar de Noruega en abril de 1989 consiguió salir a la superficie por unos instantes, salvó algunas vidas. El

Montana no iba a conseguirlo.

Kretschmer y el segundo oficial se miraron por un momento. No había tiempo de decir: Lo siento, tenía usted razón, hubiera debido salir de aquí como alma que lleva el diablo. Hubiera debido creer en la velocidad que indicaba el sonar, hubiera debido pensar en la turbulencia. No había tiempo de hacer nada excepto su deber.

—Lo estamos perdiendo. Lancen la boya.

El primer oficial abrió la tapa y pulsó el botón. Todos en la sala de ataque sabían lo que eso significaba. Durante todos los setenta días de la misión, ni siquiera la Marina sabía dónde estaban…, el capitán dictaba su propio rumbo, dentro de unas amplias directrices generales. Si el

Montana se hundía sin establecer contacto al final, probablemente jamás sería hallado.

Así que únicamente lanzabas la boya para señalar tu posición final. Saldría a la superficie y radiaría tu localización en un estallido codificado. No era un grito de auxilio. Era la forma de señalar la tumba del

Montana.

El timonel estaba recitando las lecturas de profundidad. Quinientos metros. Seiscientos metros. Pese al ruido del agua entrando por todas partes, los gruñidos de los hombres heridos o aterrorizados, Kretschmer oyó —o creyó oír— el estallido de cada una de las compuertas estancas a medida que cediendo a la presión del agua, ahora a quinientas atmósferas de presión, penetrando cada vez más adentro en la nave. Quizá los rusos lo hubieran hecho mejor cuando aquel submarino suyo se hundió en el Pacífico. Un solo estallido, y todos se vieron reducidos a pulpa. Ellos estaban haciéndolo poco a poco, de modo que tenían tiempo para saber que iban a morir, tiempo para ahogarse o congelarse o sentir que eran aplastados o golpeados hasta la muerte. Tiempo para saborear los últimos y terribles momentos de la vida.

Antes de que los tanques de popa se rompieran, proporcionaron la flotabilidad suficiente para hacer que el submarino se inclinara pronunciadamente hacia abajo de proa. Barnes halló un asidero en el equipo que antes había estado a su izquierda y que ahora estaba debajo de él. Con el domo del sonar de proa roto en el primer impacto, su equipo de sonar era inútil ahora…, pero podía alcanzar la palanca de nivelación, quizás hacer algo para ayudar. ¿Dónde estaba la palanca de nivelación? No importaba. Barnes luchaba por conseguir el control, por estabilizar la nave, pero ¿cómo? La única forma de nivelar de nuevo el submarino era inundar la sección de proa para equilibrar la popa. O eso, o golpear de morro contra el fondo.

Entonces se nivelarían, si golpeaban el fondo. Pero ¿dónde estaba el fondo en la fosa Caimán? Un viejo chiste entre los tripulantes de submarinos decía que aquello era el culo del mundo. Un submarino entra allí como un supositorio, y no vuelve a salir.

Barnes oyó al capitán dar la orden, vio al primer oficial lanzar la boya de emergencia. Estaban renunciando. Pero no Barnes. Sus manos trabajaban tan duramente que sus brazos y hombros le dolían por el ejercicio, pero su cerebro casi ni siquiera estaba conectado con ellos. Era una completa locura. Sabía que iba a morir, su cuerpo trabajaba al límite de ruptura intentando hacer lo que no podía hacerse, y sin embargo estaba pensando en algo tan lejano que podía haberle ocurrido a cualquier otro. Pero no, no era así. Le

estaba ocurriendo a cualquier otro. El auténtico Barnes no estaba allí.

El auténtico Barnes estaba de vuelta en Gaffney, en Carolina del Sur, en una enorme y vieja y destartalada casa blanca en el Floyd Baker Boulevard, con Deena con la camiseta alzada y Junior chupando ansiosamente y emitiendo lechosas burbujas muy blancas contra el moreno caoba de su rostro, el profundo moreno chocolate del pecho de su madre. Vio esa imagen muy clara en su mente, como si acabara de verla hacía un momento, volvió la cabeza, la madre de Deena tenía que estar en la cocina, echando buñuelos en el aceite muy caliente de la sartén, retrocediendo y murmurando sus peores maldiciones cuando el aceite chisporroteaba y escupía. Fuera, el sonido de los niños gritando y peleándose a la sombra de los árboles, como si el día no fuera ya lo bastante caluroso.

La primavera pasada Barnes estuvo cerca de perder todo aquello, y lo sabía. Quédate ahí en Gaffney, le dijo a Deena por teléfono. Sólo estaré en el puerto un par de días. Simplemente quédate ahí. Y, durante todo el tiempo que está hablando, ahí está la hermana de Moter, con su mano en la cintura de él, sus dedos explorando hacia abajo dentro de sus pantalones, hallando la raja entre sus nalgas, deslizándose por el sudor. No bajes esta vez, dice él. Pero cuando cuelga el teléfono la hermana de Moter le da un beso con su lengua como un garfio y él abre la boca como la embocadura de una trompeta. Esto no puede estarme ocurriendo, se dice a sí mismo. Y luego se dice: De acuerdo. Esto no puede estarme ocurriendo a mí. Le ocurre a cualquier otro. Y decide irse como si la hermana de Moter no estuviera allí, sólo dice: No, gracias, adiós, y saca un billete de autobús, y cinco horas más tarde está en aquella sala de estar de aquella gran y vieja casa blanca, y Denna le dice que se alegra tanto de que haya ido a casa, mira a tu papá, Junior, no puede permanecer lejos de ti.

Eso es cierto, no puede permanecer lejos. No como

mi papá que abandonó a mamá tras su segundo hijo porque su culo ya no lucía hermoso con unos tejanos apretados. No como el papá de Deena que se emborrachaba de tal modo que lo llevaron al cementerio de Oakland antes de que ella tuviera seis años y nunca en toda su vida puso diez centavos sobre la mesa de la cocina. No tuve a nadie para enseñarme lo que

era un papá, pero yo te lo enseñaré a ti, yo estaré allí, eso es lo que soy, no voy a ir detrás de cada culo que se menee ante mis ojos como la mitad de esos tipos, voy a volver a casa y no me marcharé más, mi chico conocerá mi rostro y mi voz y cuando

él crezca lo sabrá todo acerca de lo que es un papá porque yo seguiré allí, haciendo de papá. No tendido allá en el cementerio de Oakland, tan saturado de alcohol que ni siquiera tuvieron que embalsamarlo.

Y, por todos los diablos, seguro que no me quedaré encerrado en una lata aquí en el fondo de la fosa Caimán.

Consiguió su deseo. El

Montana no hizo aquel terrible descenso de kilómetros hasta el fondo de la fosa Caimán. Chocó contra un saliente rocoso quizá a quinientos metros de profundidad. Golpeó contra ella como una pelota de fútbol fuera de juego. Sólo que el

Montana no rebotó. Se aplastó, se desgarró, y luego rodó como un tronco a lo largo de la pared del cañón hasta que se detuvo en un estrecho reborde a seiscientos treinta metros. Eructó una enorme burbuja de aire. El último jadeo del

Montana.

Mucho antes de que alcanzara el reborde, su tripulación ya estaba muerta. Las heladas aguas penetraron en el submarino de proa a popa. Los hombres que no resultaron muertos por los repetidos impactos mientras el submarino rodaba sobre sí mismo por la pared del cañón o bien murieron ahogados, o se helaron en el agua mientras aspiraban desesperadamente las últimas moléculas de aire…, un aire bajo tal presión que respirar en él era como inhalar fuego.

Sólo que no murieron una muerte completa, no al principio, al menos. El cuerpo humano no se desconecta tan rápido de esta forma. Especialmente no a las temperaturas de las profundidades. Simplemente, todo empieza a funcionar más despacio en medio del frío. Te estás muriendo, por supuesto, pero la descomposición de las células de tu cerebro se retrasa bastante tiempo: una hora quizá, o diez minutos, o dos horas, o treinta segundos… Cuelgas allí en el agua, inconsciente, tu corazón se para, tus pulmones dejan de actuar como fuelles, pero tu cerebro sigue aún vivo, tus recuerdos aún siguen ahí, tus memorias permanecen encerradas en aquella caja fuerte temporal, esperando a que la muerte las encierre allí para siempre.

Así se hallaba la tripulación, algunos de ellos al menos, cuando los constructores acudieron a examinar el submarino. El deslizador cuya estela había destruido al

Montana llegó a su destino casi al mismo tiempo que el

Montana detenía su descenso en el reborde de la pared del cañón. La ciudad necesitó sólo un momento para darse cuenta de que el constructor dentro de él estaba casi muerto. Hallaron y absorbieron sus memorias, y así supieron acerca del nuevo satélite y lo que el constructor había decidido hacer con él. Luego sondearon las mucho más primitivas memorias del deslizador para asegurarse de que el trabajo había sido completado. Supieron que así había sido. También supieron acerca de la casi colisión con el

Montana.

La ciudad estaba tan cerca, los constructores eran tan rápidos, que cuando llegaron al

Montana aún había vida en él, aún había memorias encerradas en los cerebros de los casi congelados hombres. Todos estaban más allá de cualquier posibilidad de revivificación, pero los constructores tampoco hubieran intentado revivirlos, de todos modos. Para ellos, todo lo que era necesario era conservar las memorias de los muertos y construirlas en la ciudad. Hicieron para la tripulación del

Montana lo mismo que hacían para ellos mismos.

La única diferencia era que apenas sabían cómo empezar a intentar comprender la memoria humana. Estaba almacenada de forma diferente, organizada de un modo extraño. Pasaron a través del

Montana como arqueólogos intentando salvar una nueva y extraña escritura de una civilización enterrada hacía mucho, sólo que ni siquiera podían estar seguros de qué artefactos eran escritura y cuáles eran pura basura. Así que lo grabaron todo: esquemas eléctricos y químicos, y dónde estaba cada célula de cada cerebro en relación con todas las demás. Aunque seiscientos treinta metros eran muy poca profundidad para ellos, algo tan peligroso como para nosotros ascender a una montaña de seis kilómetros de altura sin mascarilla de oxígeno, insistieron.

Trabajaron con inimaginable rapidez…, a nivel molecular eran tan rápidos como la sangre, tan rápidos como la química. Cada constructor englobaría la cabeza de un hombre recién muerto dentro de su propio cuerpo, y luego alcanzaría el cerebro con fluidos tentáculos microscópicamente pequeños, sondeando como finísimos dedos entre y en torno y

dentro de las células del cerebro. Sin embargo, efectuaron esta delicada operación no con uno o dos o cinco dedos a la vez, sino con diez mil dedos; lo hicieron por reflejo, sin pensar ni planear los movimientos de cada zarcillo, del mismo modo que nosotros no captamos las sensaciones individuales transmitidas por cada neurona de nuestras retinas. Consiguieron una perfecta imagen tridimensional del cerebro humano a nivel molecular, tan fácilmente como nosotros memorizamos una melodía tras escucharla una sola vez. Mucho antes de que pudieran sufrir un daño irreversible a causa de la baja presión a la escasa profundidad de seiscientos treinta metros, habían terminado su trabajo y se dejaban caer de nuevo al interior de la fosa, hacia las profundidades donde se sentían cómodos, de vuelta a la ciudad. Ni un solo constructor resultó dañado.

Aunque algunos hubieran muerto, sin embargo, hubiera valido la pena el intento. Sabían que si reunían la

suficiente información, entonces quizá pudieran decodificarla, compararla con la información que ya habían recogido, y finalmente aprender cómo saborear nuestras memorias de la forma que saboreaban las de ellos mismos…, puras y fuertes y claras. Si tenían éxito, nos conocerían mejor de lo que nosotros nos conocemos a nosotros mismos. Podrían ver nuestras vidas desde dentro, ver todo lo que nosotros habíamos visto exactamente tal como lo habíamos visto. Y, conociéndonos al fin, podrían entonces descubrir cómo impedirnos que destruyéramos la Tierra.

No por nosotros. Por ellos. Si no podían detenernos, entonces se verían obligados a abandonar la Tierra. Y su ciclo vital en este mundo aún no había llegado a su mitad, ninguna de las ciudades estaba terminada todavía. Serían una colonia fracasada, sin nada que hacer excepto regresar a su mundo madre con las manos vacías, avergonzados. Sería algo peor que la muerte.

Enviarían a otros constructores al

Montana, por supuesto, para estudiar las estructuras de la nave, los sistemas de dirección y control, los torpedos, los misiles, las cabezas de combate que podían destruir el mundo. Pero éste era un trabajo secundario. Ya habían descubierto los principios de nuestra maquinaria y electrónica.

La información más vital eran los datos recolectados por la primera oleada de constructores. E incluidos en esos datos originales estaba la mente de un cierto encargado del sonar llamado Aaron Barnes, que no estaba realmente dentro de su cuerpo cuando murió, que de hecho estaba vivo en una casa en el Floyd Baker Boulevard en Gaffney, Carolina del Sur, donde un bebé se alimentaba y una madre le sonreía y le decía: Me alegro que hayas vuelto a casa, Ary, porque estaba a punto de decirle a Junior que su papá era Kareem. Me alegro que hayas vuelto a casa porque la cena estaba casi lista y no había forma de que nos termináramos todo esto que mamá ha cocinado sin ti para comer tu parte, ¿me oyes?

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