Abyss

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6 – Síndrome nervioso de alta presión

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—Todos hemos sido informados de esto, señora Brigman. Una buena forma de mostrarse amigable.

—No me llame así, ¿de acuerdo? Odio que lo hagan.

Normalmente la gente se echaba hacia atrás cuando ella empleaba este tono de voz. Coffey se limitó a seguir mirándola y dijo:

—De acuerdo. ¿Cómo quiere que la llamemos? ¿Señor?

Uno de los SEALs rió discretamente para sí mismo. Era la forma de Coffey de hacerles saber a sus hombres exactamente lo en serio que debían tomarla. Lo cual era lo mismo que decir absolutamente

no en serio. A los ojos de Coffey, ella era exactamente tan importante para su misión como, digamos, Kirkhill, y dos veces más probable el que intentara interferir. Coffey estaba en lo cierto. La principal finalidad de Lindsey al bajar hasta allí era interferir en la misión…, intentar proteger la

Deepcore resistiéndose a todo lo que los SEALs propusieran y que ella creyera que podía ser demasiado arriesgado. No iban a permitir que ella creyera, ni siquiera por un instante, que los SEALs estaban dispuestos a concederle ninguna autoridad. Ni siquiera la autoridad de huésped afable. La

Deepcore podía ser «su» plataforma, pero mientras los SEALs estuvieran utilizándola para realizar su misión con el

Montana, tenían intención de considerarla

su plataforma, la de ellos, y la gente que estaba en ella serían simplemente instrumentos o problemas. Utilizarían los instrumentos. Resolverían los problemas.

Barbo terminó de establecer la mezcla y ajustar la presión. Su permanencia en la cámara de presión sería el equivalente a un lento descenso de ocho horas, variando firmemente la presión a medida que sus cuerpos se ajustaban a ella. La cámara de presión les permitía hacerlo directamente abajo, evitándoles las ocho horas de viaje; pero nada podía acelerar el proceso de presurización. Cuando la voz de Barbo brotó por el altavoz, cortó en seco la incómoda conversación.

—Allá vamos. Empiezo a compensar…,

ahora.

Oyeron el silbido del gas entrando en la cámara, e inmediatamente todos se taparon la nariz y empezaron a bostezar, hacer muecas, gemir y abrir los oídos a fin de no quedarse con un vacío relativo dentro que hiciera estallar sus tímpanos.

Fuera cual fuese el mensaje que Barbo intentaba enviar, Lindsey no lo captó. Todavía se sentía responsable de cualquiera que acudiese a la

Deepcore, aunque no fuera particularmente de su agrado.

—Vigilémonos de cerca los unos a los otros en busca de signos de SNAP: síndrome nervioso…

—Síndrome nervioso de alta presión —dijo Monk, recitando al pie de la letra los párrafos que todos ellos habían memorizado en su entrenamiento con el Grupo de Desarrollo Submarino hacía años. Coffey les había hecho recitar ya varias veces los párrafos más relevantes antes de que Lindsey se uniera a ellos. Los SEALs no aguardaban a que los civiles tuvieran que enseñarles las cosas en el último minuto—. Temblores musculares —prosiguió Monk—. Normalmente en las manos primero. Náuseas; incremento de la excitabilidad…

—Desorientación, ilusiones —se le unieron los demás SEALs.

Y Coffey terminó diciendo:

—Y una perdiz en un peral.

—Conocemos todo esto, señora. No imagine ni por un momento que puede enseñarnos

algo.

—Muy bien —dijo ella. Pero Lindsey no aceptaba fácilmente las insinuaciones. Podían

pensar que lo sabían todo, pero ella sabía que no era así. Podían saber todo aquello por los libros, pero ¿conocían la realidad? El SNAP no era divertido. Podía matar. ¿Por qué pensaban que era retenida una diminuta porción de nitrógeno en la mezcla respiratoria? Porque era un narcótico que contrarrestaba el SNAP. Porque

todo el mundo sufría el SNAP. Sin el nitrógeno, todo el mundo empezaría a temblar, se volvería paranoico, gritaría o mataría a la gente o se acurrucaría en una posición fetal y gemiría en un rincón. Incluso con el nitrógeno, algunos iban más allá del límite. Quizás un poco, tal vez mucho. Y sólo por el hecho de que no hubieras tenido ningún problema la primera vez —las primeras treinta veces— que bajabas, eso no quería decir que no tuvieras problemas la próxima vez. Así que no aceptó la insinuación y olvidó el tema. Si esos tipos pensaban que no había ningún problema, más razón aún para recordárselo—. Pero recuerden que aproximadamente una persona de cada veinte no puede controlarlo. Simplemente se ve dominada por él.

—Mire —dijo Coffey—, todos hemos hecho ensayos a esta profundidad. Lo hemos comprobado.

—No, entiendo eso. Lo que estoy diciendo es que es imposible predecir quién es susceptible.

—Lo hemos comprobado. —La discusión quedaba cerrada. Coffey no tuvo que dar ninguna orden. Sus hombres sabían que era el momento de volver a repasar sus misiones para cuando entraran en el submarino. Habían estado examinando todos los planos y diagramas, planeando rutas alternativas a través del submarino, dependiendo de los daños, asegurándose de que sabían hasta el último detalle de lo que tenían que hacer. Lo sabían a la perfección…, pero volvieron sobre ello. Era su respuesta a Lindsey: Si ellos decían que estaban preparados, entonces estaban

preparados. Esos hombres no dejaban nada al azar.

—Estupendo —dijo Lindsey. La ignoraron—. Estupendo. —Se echó hacia atrás en su asiento, intentando ponerse cómoda en el banco. Evidentemente, aquellos tipos no tenían tanta experiencia en pasar el tiempo en una cámara de compresión como ella. Incluso con gente que no te gusta, siempre puedes ayudar a los demás, leyendo, contando historias, cualquier cosa. Nunca tenías que estar

solo. Pero esos estúpidos militares iban a hacer que ella pasara todo aquel tiempo en un confinamiento solitario. Quizá no hubiera debido apretarles tanto, pero ¿por qué tenían que mostrarse tan irritados? ¿Acaso no sabían que era mejor sentirse seguros que lamentarlo luego? Así que ahora iban a castigarla por intentar ayudar, por intentar ser una persona decente.

Realmente la molestaba verlos trabajar juntos. Era evidente que se conocían lo bastante entre sí como para que ni siquiera tuvieran que terminar sus frases. Coffey no tenía que dar órdenes tampoco. Sólo conducirles. Todos sabían exactamente cuál era su papel. Lindsey era incapaz de expresarlo con palabras, pero aquello era lo que más la molestaba. Nunca había formado parte de un grupo como aquél. La única vez que había estado cerca de ello era cuando pasó algún tiempo con los equipos de la

Deepcore…, en especial con el equipo de Bud. Sabía que en realidad no pertenecía a él, pero existía la ilusión, en especial durante esas horas encerrados juntos en la cámara de compresión. Cantando, hablando, riendo, jugando a las cartas… Aunque no perteneciera realmente a ellos, podía captar un atisbo de lo que era eso.

Pero la mayor parte de su vida había sido así. Contemplando a una familia desde fuera. Durante casi todo el tiempo había creído que la «intimidad» era un mito…, como su propia familia, su madre y sus hermanas; la única forma de «intimidad» entre ellas era que sus hermanas permitían a su madre que las manejara como monitos entrenados. Su padre,

él sabía que todo aquello era falso. Todo de cara a la galería.

Excepto que el equipo de Bud era real…, lo sabía muy bien. Quizás aquélla fuera una de las razones por las que no había podido dejar de incordiarle frente a ellos: deseaba poder entrar en él, y no podía perdonarle el hecho de que realmente nunca se le hubiera permitido hacerlo. Siempre una extraña, siempre una visitante. Y ahora esos SEALs. No eran sólo robots militares sin rostro. Eran individuos, diferentes unos de otros, podía verlo claramente. Pero, pese a sus diferencias, de alguna forma estaban realmente juntos, eran uno solo. Y ella no formaba parte.

—Hey, ¿no saben ninguna canción? —preguntó. No respondieron…, probablemente ni siquiera la habían oído. Era su pequeña broma, para una audiencia de uno solo.

Una de las cosas malas de la vida en la

Deepcore era que a veces simplemente tenías que sentarte y no hacer nada. Allá arriba, el

Benthic Explorer lo estaba pasando mal abriéndose camino por el turbulento mar frente al huracán Frederick, pero aquí abajo la

Deepcore avanzaba calmada y firmemente, con el Fondoplano abriendo camino. Excepto el puñado de gente de servicio en un momento determinado, conduciendo el Fondoplano y pilotando la

Deepcore, todos los demás tenían que hallar formas de entretenerse.

Y no había tantas como eso. Sólo enviaban televisión desde el

Explorer cuando no había ninguna otra cosa más importante que transmitir por las líneas de vídeo…, es decir, nunca. Escuchar cassettes está bien, pero escuchas cuarenta álbumes en unos tres días, y luego repites, repites, repites. Puedes alzar pesas hasta que te ardan los músculos, pero tu cerebro no hace mucho más que contar un montón de veces hasta diez. Y en la

Deepcore no hay suficiente gente fuera de servicio al mismo tiempo como para organizar una partida decente de baloncesto…, ni siquiera aunque los techos fueran lo suficientemente altos como para poder encestar.

Es por eso por lo que los equipos perforadores suelen ser la gente más literata del mundo. No

literaria, entiendan. Pero leen. Lo leen todo, y luego vuelven a leerlo, y luego se lo leen

los unos a los otros.

Barbo, Lioso y Hippy se hacían compañía fuera de la cámara de presión. Barbo se ocupaba de la mezcla de la cámara…, en aquellos momentos tenía un auténtico trabajo. Hippy jugaba con Beany y comía Cap’n Crunch directamente de la caja. Lioso se ocupaba de leer ocasionalmente en voz alta una novela de bolsillo de Louis L’Amour que todo el mundo había leído ya al menos una vez.

Entre comprobaciones de los indicadores, Barbo observaba a Hippy jugar con Beany. No se trataba de que Hippy estuviera tan loco que creyera que Beany era una persona o algo así. Era más bien que Hippy estaba lo bastante nervioso como para necesitar tocar constantemente a la rata, necesitaba que la rata lo estuviera tocando constantemente a él.

—Hey, Hippy. ¿Por qué le pusiste a ese pequeño cagamierda el nombre de Beany? —preguntó Barbo.

Hippy sonrió. Era una de sus historias favoritas, y creía que ya se la había contado a todo el mundo en la

Deepcore al menos un par de veces. De alguna forma, Barbo se le había escapado.

—Dios, otra vez eso no —gimió Lioso—. Fue por el show de Beany y Cecil en la televisión.

Hippy se irritó. Lioso no tenía derecho a estropearle la historia, especialmente cuando Barbo

quería saberla.

—Eso no es ni la mitad de la historia, Lioso —dijo. Lioso se dio cuenta de que había hablado a destiempo. Se enfrascó en la lectura de su libro y fingió no estar escuchando.

—Yo tenía esa serpiente, ¿sabes?, llamada Cecil —dijo Hippy—. Una vieja y enorme serpiente,

no venenosa, pero que hacía que la gente cagara ladrillos cuando la veía porque todo el mundo piensa que todas las serpientes son mortíferas.

—Mientras que en tu caso el mortífero es sólo el

propietario de la serpiente —dijo Lioso.

—Si traía alguna chica a casa y ella no me trataba como correspondía, entonces dejaba que Cecil saliera del armario donde estaba siempre. Las asustaba de muerte el verme cogerla y darle un beso en la boca. Su lengua salía y me acariciaba los labios.

—Lo que siempre he deseado saber —dijo Lioso— es si la serpiente no te hacía otras cosas con su lengua.

Barbo le dio una palmada en la pierna a Lioso.

—No todo el mundo puede meter su polla entre los dientes de una serpiente como tú, Lioso —dijo. El libro se alzó de nuevo frente al rostro de Lioso.

—Lo mejor —dijo Hippy— era cuando daba de comer a Cecil delante de alguna chica. Todo lo que Cecil comía era ratones blancos vivos. Supongo que durante un tiempo mantuve yo solo a la tienda de animales de la esquina comprándoles ratones.

—¿Quieres decir como Beany? —preguntó Barbo. Por la forma en que mimaba a la rata, resultaba una locura pensar que alguna vez permitiera que una serpiente se tragara entera una de ellas.

—Entonces aún no

conocía a esas ratas —dijo Hippy—. De todos modos, por aquel entonces yo tenía a esa chica que me gustaba tanto que dejé que se viniera a vivir conmigo, sólo que, cuando yo estaba fuera en la plataforma en la que trabajaba por aquellos tiempo, ella recibía amigos.

—Amigos masculinos —dijo Barbo.

—Hombre, si la vieras, sabrías inmediatamente que no había forma alguna de que ella pudiera recibir una

amiga en su vida. Tenía unas delanteras del tamaño de una cama de matrimonio.

—Así que tenía un amigo en casa.

—No sé si fue un accidente o si lo hizo a propósito —dijo Hippy—, pero, de alguna forma, Cecil salió del armario donde estaba todo el día. Sólo que ese tipo que se la estaba tirando se asustó, por supuesto, pero en vez de echar a correr o ponerse

a chillar, saltó de la cama encima de Cecil. Le aplastó la cabeza como si fuera un huevo.

—¿Con los pies desnudos? —preguntó Barbo, sorprendido.

—Con sus botas, por supuesto.

—¿Se detuvo a ponerse las botas?

—Ya las llevaba

puestas. Con esa chica, no te entretenías a quitarte los zapatos cuando la tenías preparada para ti. Fuera como fuese, cuando volví a casa la chica se había ido, y había huellas de sangre por todo el suelo, y los sesos de Cecil estaban esparcidos por todo mi dormitorio. Lo admito, lloré como un niño pequeño.

—¿Volvió alguna vez la chica?

—La hubiera estrangulado con la piel de la serpiente. Una de las chicas de allá donde trabajaba me contó lo que había ocurrido. Dijo que estuvo llorando durante tres días seguidos. De todos modos, tenía esta rata en reserva para darle de comer aquel día. Era la única cosa viva que me quedaba que me hacía recordar a Cecil. Así que la llamé Beany.

—¿Quieres decir que esta rata vio morir a Cecil? —preguntó Barbo—. No me extraña que sea psico.

—No

esta rata. Ésta es Beany IV. Las ratas no viven tanto.

—Tampoco las serpientes —sugirió Lioso—. Y no puedes hacerte un cinturón de la piel de una rata muerta.

—Ésa es una cosa muy desagradable de decir, Lioso —dijo Barbo.

—Pero sí lo hizo —exclamó Lioso—. Le hicieron un cinturón con la piel de Cecil.

—Bueno, ¿qué se suponía que podía hacer con ella? —exclamó Hippy—. ¿Enterrarla? ¿Disecarla? ¿Ponerla en un marco?

—Espero no morir nunca cerca de ti —dijo Barbo—. Probablemente te harías una chaqueta con mi piel.

—Probablemente me haría una tienda de campaña con ella —dijo Hippy. Se metió un puñado de Cap’n Crunch en la boca.

En aquel momento Lioso encontró un libidinoso doble sentido en una de las frases del western que estaba leyendo.

—Era un hombre duro, nacido en los días duros en que los hombres eran duros —recitó.

—Y las ovejas eran nerviosas —añadió Barbo.

Nadie rió. No ante aquello, no ante nada en la saga de Hippy referente a la muerte de Cecil. Uno no se reía en voz alta tras unas cuantas semanas juntos. Podías oír algo curioso o divertido y simplemente apreciarlo. Hippy se levantó y se dirigió hacia la ventanilla de la cámara de presión.

Hippy era el único que no podía impedir el observar a los SEALs, pero no era el único que pensaba en ellos. Lindsey significaba problemas, pero sabían exactamente cuántos problemas, y su presencia no les preocupaba. Pero los SEALs… Tenían una reputación. Lioso había estado en la Marina, y le habían hablado de los SEALs, le habían dicho que eran los bastardos más duros de toda la milicia de los Estados Unidos, y en consecuencia probablemente los más duros de todo el mundo. Por supuesto, un montón de grupos militares se creían duros. Los boinas verdes, las tropas aerotransportadas, los marines. Los SEALs consideraban a los marines unos cachorrillos, pero los marines —y todos los demás— consideraban a los SEALs como un puñado de esquizos, siempre yendo a misiones suicidas.

—Si los chicos duros piensan que estáis locos —elijo Lioso—, entonces es que sois realmente duros.

Pero los SEALs no eran los

peores del mundo…, eso estaba reservado para el KGB, porque sus miembros no tenían que seguir ninguna regla. Por ejemplo, el KGB podía matar indiscriminadamente en un tiroteo, sin hacer preguntas. Pero los SEALs seguían reglas. No iban por ahí malgastando civiles sólo porque el pánico los había situado en tu línea de fuego.

Pero si resultaba que eras un enemigo que un grupo SEAL había recibido la misión de destruir, lo mejor que podías hacer era redactar tu testamento y ponerlo en un lugar seguro. Lioso tenía un amigo que había sido marine en Beirut, y le había contado que la gente allí no odiaba realmente a los norteamericanos en general, ni siquiera a los marines. Incluso cuando volaron los barracones de los marines allí, no lo hicieron porque odiaran a los marines como individuos, sino lo que representaban como grupo. Pero en cuanto a los SEALs, eso era diferente. Los SEALs habían causado un auténtico daño en Beirut, y los odiaban a muerte.

—¿Sabéis ese buceador de la Marina al que mataron los asaltantes en aquel avión por aquella época? —les dijo Lioso—. ¿El que golpearon y patearon hasta matarlo?

—¿Quieres decir que era un SEAL?

—No lo sé —respondió Lioso—. Pero dos cosas me dicen que sí lo

era. La primera: el gobierno sólo lo identificó como un buceador de la Marina. Eso es lo más cerca que el gobierno ha llegado nunca de identificar a un SEAL cuando es atrapado en una misión. De acuerdo, hay realmente buceadores de la Marina en todo el mundo, pero simplemente no creo que un buceador regular de la Marina estuviera en aquel avión en aquel momento. Y la segunda: la forma en que lo mataron. Fue una venganza. Fue personal. Lo mataron con sus propias manos y pies. No una bala. No una bomba. No arrojándolo fuera del avión. Deseaban que muriera

por sus manos. Y tercera…

—Dijiste sólo dos.

—Hay tres. Según dijeron, no emitió ningún sonido mientras los chutas lo estaban matando. No emitió ningún sonido excepto cuando lo patearon en el pecho y

obligaron al aire a salir de sus pulmones. Eso es un SEAL. Así son de duros. No puedes torturarlos, no puedes hacerlos gemir, porque nada de lo que puedes hacerles excepto matarles es tan malo como lo que ya les han hecho durante su entrenamiento. Eso es lo que dicen.

Bien, ese tipo de charlas hacía que los cuatro SEALs dentro de aquella cámara de presión parecieran como más grandes que la vida, capaces de abrir la puerta de presión arrancándola de sus goznes con sus manos desnudas. Hippy era el que se sentía más intrigado por ellos. No podía evitarlo. Tenía que ir a mirarles a través de la ventanilla. Y luego tenía que decir algo estúpido respecto a ellos.

—¿Ésos son los SEALs?

Barbo sabía que no debía contestar algo así como: No, son agrimensores. Hippy podía ser un tanto paranoide, así que tenías que ir con cuidado acerca de no hacer que creyera que te estabas burlando de él. Ésa era una de las cosas que todo el mundo sabía acerca de Hippy sin tener que decirla. De modo que Barbo nunca se burlaba de ninguna de sus preguntas estúpidas. Pero tampoco podías ignorar su pregunta…, hay una cosa a la que le dicen

ser amable.

—Ajá —dijo Barbo—. Y no parecen tan duros como eso. Me he peleado con tipos mucho más duros que ellos.

Hippy no sabía que la gente siempre iba con cuidado de no incordiarle demasiado…, él no tenía tantas restricciones para incordiar a los demás.

—Veamos cómo eres tú de duro —dijo sonriendo. Tiró hacia atrás del cuello de la camisa de Barbo y derramó algo de Cap’n Crunch entre la camisa y su espalda.

Aquello fue excesivo para Barbo. Ya era suficiente echarle cereal por la espalda, pero burlarse de sus viejos días de boxeo era ir demasiado lejos. Se volvió en redondo y dio a Hippy un par de capirotazos con su gorra. Luego alzó el puño.

—¿Ves esto? Acostumbraban a llamarlo el Martillo. —Barbo no hacía más que pedirle a Hippy que le tomara en serio como ex boxeador. Pero también, sólo un poco, le estaba advirtiendo que no fuera demasiado lejos. Lioso intervino:

—Hippy todavía no había nacido entonces.

—Eres un tipo viejo, Barbo, y Hippy no es más que un niño tonto. No te lo tomes en serio.

Barbo captó el mensaje. Aflojó un poco el puño.

—Hippy no ha nacido

nunca. —Consiguió sacar algo del Cap’n Crunch de los fondillos de su camisa y lo arrojó al muchacho—. Toma, cómete un poco de esto.

Hippy seguía sin captar la idea de que Barbo estaba realmente irritado con él. Arrojó más Cap’n Crunch, alcanzando a Barbo en la nuca. Pero Barbo lo ignoró y volvió a su trabajo. Aquélla era en parte la razón por la que Barbo era un buen miembro del equipo: aunque le incordiaran, nunca llegaba más allá que a gruñir; si eso no funcionaba, se retiraba e ignoraba al otro. Puede que en sus tiempos hubiera sido boxeador, pero ahora ya no daba puñetazos, no ahí abajo, al menos.

Y cuando Barbo se limitó a ignorar la última salva de Cap’n Crunch, Hippy comprendió finalmente que Barbo no quería jugar. Eso era lo que hacía que Hippy fuera también un buen miembro del equipo. Podía ser un poco paranoide, podía ser un poco reacio a comprender las cosas, pero por fuerza tenías que ser un poco loco y antisocial para desear vivir en el fondo del mar. Pero otro chico, un chico de arriba, un chico que no perteneciera a un equipo perforador, hubiera

seguido arrojando cereal hasta que finalmente Barbo

hubiera dado un puñetazo, hasta que realmente se hubiera

producido una pelea. La gente de arriba podía hacer aquello, porque, tras la pelea, podían marcharse a otro sitio. Pero eso no podía hacerlo un equipo perforador en el Golfo o ahí abajo en la

Deepcore. Después de una pelea, tienes que seguir comiendo con el tipo con el que te has peleado, y seguir trabajando con él, y proteger su culo y confiar en él para que proteja el tuyo. Por loca o estúpida que pueda ser la gente, Hippy sabía cuándo había que parar antes de que la broma fuese demasiado lejos.

Lindsey estaba aburrida más allá de todo lo soportable. Por el hecho mismo de haber actuado de aquel modo, movida por un impulso, no se había traído nada consigo: ni libros, ni papeles, ni ropa, nada. Los SEALs no tenían ese problema. Conseguían mantenerse ocupados…, por turnos. En estos momentos Monk y Wilhite estaban dormidos, mientras Coffey y Schoenick se ocupaban en leer documentos.

Sin duda informes

top-secret, pensó Lindsey. Eso era lo que más la irritaba acerca de todo aquel asunto de entregar la

Deepcore al gobierno. Esperaban que ellos les dijeran a esos SEALs todo, pero a cambio los SEALs no pensaban decir nada. Al fin y al cabo, nadie en la

Deepcore tenía el visto bueno de seguridad. ¿Acaso no se daban cuenta de lo peligroso que era eso? ¿De lo fácil que podía ser que alguien del equipo cometiera algún error trivial simplemente porque desconocía las consecuencias? Incluso era más fácil que el equipo dejara de hacer algo, dejara de dar alguna advertencia simplemente porque nunca se les había ocurrido lo que aquellos tipos de alto secreto, sólo ojos, iban a hacer. Alguien podía morir a causa de sus secretos.

Apartó la idea de su cabeza. Pura paranoia por su parte. Nadie iba a morir, aparte los chicos del submarino. Los cuales

seguramente estaban ya muertos. Lindsey sabía esto, aunque la gente como Kirkhill creyera que aún había una posibilidad. Aunque no supiera lo que la presión podía hacerle a un submarino dañado a aquella profundidad —incluso a un submarino no dañado—, lo hubiera sabido por la forma en que actuaban los SEALs. No habían hecho

ni una sola pregunta acerca de las provisiones de que disponía la

Deepcore para los hombres rescatados. Ni siquiera habían intentado averiguar cómo podían conseguir meter a los supervivientes de algún compartimiento del submarino —presumiblemente aún a una atmósfera— en aquella cámara de presión, de modo que pudieran bajar a sesenta atmósferas a fin de permanecer con vida dentro de la

Deepcore. No, los militares sabían que no había supervivientes en el submarino.

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