Abyss

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10 – Aislados

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No le oyeron. O no le comprendieron. O el pánico se había apoderado de ellos, y no actuaban racionalmente más allá de golpear inútilmente la mirilla con sus puños. Y así Bud se quedó allí, fuera en el corredor, sabiendo cómo salvarles, a sólo unos centímetros de ellos, y sin embargo impotente, incapaz de actuar. Era la peor cosa del mundo, ver a alguien morir de aquella manera. ¿Cuántas veces había visto en sus sueños a Junior ahogándose? Siempre fuera de su alcance. Siempre allá donde Bud no podía hacer nada por ayudarle. Exactamente igual que ahora.

De pronto, el mamparo contiguo a él cedió. Un helado torrente entró en tromba en el corredor. Lo derribó. Supo lo que iba a pasar a continuación. La puerta automática al otro extremo del corredor empezaría inmediatamente a cerrarse. Si no llegaba allí primero, serían

su rostro y

sus manos las que se apretarían impotentes contra la pequeña mirilla.

Se puso en pie, chapoteó en el agua. Tenía más suerte que los otros…, la brecha no era tan grande, así que el corredor no se llenaba tan aprisa como lo había hecho la sala de perforación. De todos modos, el agua lo retuvo lo suficiente como para que no alcanzara a tiempo la puerta. Tendió desesperadamente las manos, las metió en la abertura, intentó mantenerla abierta. No había ninguna posibilidad. No tenía la fuerza suficiente.

La puerta se cerró sobre los dedos de su mano izquierda. Se crispó, preparándose para la agonía del aplastamiento. Pero esto no ocurrió.

La puerta seguía abierta. Algo la estaba reteniendo justo el espacio de sus dedos. Era su anillo. El anillo de boda, más duro que el acero, que Lindsey le había dado. La puerta lo combaba un poco —podía sentir la presión sobre su dedo—, pero no podía romperlo ni aplastarlo. Como tampoco podía él deslizar fuera su dedo…, el anillo se había combado lo suficiente como para encajarse sobre el hueso de su nudillo. No podía liberarse. El agua estaba llenando el corredor tras él…, y parte de ella se deslizaba por la rendija entre la puerta y el marco. La abertura era suficiente para que pudiera ver el otro lado. No había nadie. Iba a morir allí, y sabía que eso era lo correcto, que así era como funcionaban las cosas debajo del agua, a veces terminabas en el lado equivocado de una compuerta y, para salvar la vida de la gente al otro lado, esa puerta tenía que permanecer cerrada y tú tenías que morir. Pero esta puerta no estaba haciendo su trabajo de retener el agua. Iba a morir, y el resto de la plataforma no iba a estar seguro a causa de ello.

—¡Hey!

¡Hey! —gritó. Una y otra vez, negándose a renunciar. Alguien tenía que oírle.

Fue Barbo. Él y Chico bajaron ruidosamente la escalerilla, avanzaron por el corredor al otro lado de la puerta automática. Barbo puñeó el botón de apertura. No ocurrió nada. Chico, siempre más directo, metió una palanca en la estrecha abertura e intentó empujar la puerta.

Nada de aquello iba a funcionar, y Bud lo sabía.

—¡Cortad el tubo! ¡Cortad el tubo neumático!

Finalmente le oyeron por encima del ruido del agua brotando por la rendija de la puerta. Barbo abrió su navaja automática y apuñaló el tubo del mecanismo de la puerta.

Bud notó inmediatamente que la presión sobre su anillo se relajaba. Ahora Barbo y Chico podían forzar fácilmente la puerta para que se abriera. Demasiado rápido, de hecho…, Bud fue empujado por el torrente de agua, golpeando a Chico contra los tubos en el corredor. Uno de los huesos del brazo de Chico restalló y se partió con la fuerza del golpe.

El corredor se estaba llenando rápidamente de agua.

—¡Está bien! —gritó Barbo—. ¡Aprisa, vámonos, vámonos, vámonos!

Barbo vio que Chico se sujetaba el brazo, aturdido por el dolor.

—Chico, ¿estás bien?

—¡Vamos, moveos! ¡Aprisa, aprisa, aprisa!

Atravesaron la siguiente compuerta hacia la escalerilla.

—¡Cerrad la compuerta! —gritó Bud. Barbo la cerró, hizo girar la rueda. No había filtraciones allí. Bud se derrumbó contra la pared. Habían sellado el agua al otro lado. Como comandante, de eso era de todo lo que se suponía que debía preocuparse. Pero mierda, él no era Coffey, él no fingía no sentir nada excepto lo oficialmente sancionado. Se sentía malditamente alegre de seguir con vida.

Miró el anillo en su dedo. Una pequeña banda de metal. Ahora nunca podría sacárselo, pero ya estaba bien así. Lo besó, movido por un fuerte impulso.

—¿Estáis bien? ¿Todo el mundo está bien?

Sí. Estaban bien.

Lo primero que hicieron fue enviar al Gran Tonto y al Pequeño Tonto a examinar los daños, ver si alguno de los otros módulos había resistido, si había otros supervivientes, qué era lo que les quedaba. Les quedaba esto: Estaban vivos, perchados en el borde mismo del abismo del infierno.

Desde dentro, Bud podía imaginar al menos esto: Tenían las débiles luces de emergencia. Tenían el módulo de mando y el lado de la plataforma con la sala común, la comida, la enfermería. El otro lado era inutilizable, completamente inundado. Habían perdido a Wilhite de los SEALs, Perry, Finler, Dietz y McWhirter del equipo. Lioso había dormido todo el tiempo, aún en su coma en la enfermería. Chico tenía el brazo entablillado y colgado del cuello con un pañuelo, pero aún era útil; podía ir de un lado para otro, así que Bud lo encargó de la UQC, intentando contactar con el

Explorer. Monk tenía una pierna rota…, sería el especialista médico que se encargara de la enfermería. Todos los demás estaban más o menos sanos. Todos se sentían impresionados, algunos mortalmente asustados, algunos lloraban a los muertos, otros se alegraban de estar vivos y se avergonzaban de alegrarse tanto.

Y Beany. La rata estaba viva y correteaba por los hombros de Hippy.

Bud fue a la sala de control. Sentía las muertes más que cualquiera, porque no sólo se lamentaba por sus amigos, sino que también se sentía responsable de ellos. Los había abandonado. Había visto a algunos de ellos morir, y no había hecho una maldita cosa por salvarles. No importaba que no hubiera nada que hubiera podido hacer. No,

había algo que hubiera podido hacer. Hubiera podido decirle a McBride y Kirkhill y aquel tipo militar —Martini, DeMarco—, podía haberles dicho que se fueran todos a que los sodomizaran. Podía haberles dicho que aquélla era una maldita

plataforma de perforación, no una nave militar. Si hubiera hecho eso, si hubiera hecho lo que Lindsey le dijo que debía haber hecho, entonces toda esa gente estaría viva ahora. De hecho, acabarían su turno mañana. Estarían aguardando a que el nuevo equipo se presurizara, luego entrarían en la cámara y se despresurizarían durante tres semanas. Mortalmente aburridos. Aburridos hasta el más espantoso de los hastíos, pero

vivos.

Chico estaba canturreándole a la superficie por la UQC.

—Mayday, mayday, mayday. Aquí la

Deepcore Dos. ¿Me oís, cambio?

Llevaba ya largo tiempo así. Si estaban en situación de responder, si podían oírles, ya hubieran respondido. Probablemente el huracán estaba directamente encima de sus cabezas. Probablemente estaban tan lejos de alcance que llamarles no era más que una broma. ¿Qué podrían hacer, de todos modos, hasta que la tormenta hubiera pasado?

Benthic Explorer, Benthic Explorer, aquí la

Deepcore. ¿Me oís, cambio?

Bud se inclinó sobre él. La linterna que llevaba arrojaba danzantes sombras sobre las paredes.

—Olvídalo, Chico. Se han ido.

Chico se detuvo, se dejó caer hacia atrás en su silla. Pero, al cabo de una pausa, siguió con ello:

—Mayday, mayday, mayday…

Bud apoyó una mano en su hombro.

—Hey, se han ido.

Ahora Chico captó el mensaje.

—¿Estás bien? —preguntó Bud.

Chico sostenía el micrófono en su mano como si fuera una varita mágica: si la apretaba el tiempo suficiente entre sus dedos, le daría lo que deseaba.

—Sólo quiero salir de aquí. Quiero ver a mi esposa una vez más.

Bud le comprendía. Chico no llamaba porque fuera práctico. Lo hacía porque si dejaba de hacerlo entonces eso sería lo mismo que abandonar toda esperanza. Dale al hombre la oportunidad de centrarse. Mientras tanto, deja que continúe haciendo lo que tiene que hacer.

—De acuerdo, sigue intentándolo. Chico empezó a canturrear de nuevo:

—Mayday mayday mayday, ¿me oís, cambio?

Bud fue a la enfermería, iluminando su camino con la linterna. Aquí y allá una luz de emergencia marcaba el corredor…, pero era oscuro.

Fue a la cama donde estaba Lioso, aún en coma. Tocó su cabeza.

—Hey, Lioso —susurró—. ¿Qué viste ahí abajo? —Le subió la manta. Empezaba a hacer frío allí.

Bud oyó un leve grito fuera de la habitación. Por un momento fue como si Lioso le hubiera contestado. Pero eran los SEALs. Abrió la puerta y miró. Coffey y Schoenick estaban ocupándose de la pierna de Monk, entablillándosela. Coffey alzó la vista cuando Bud asomó la cabeza.

—¿Encontraron a su compañero? —preguntó Bud.

—No —dijo Coffey.

Sus ojos se cruzaron por un momento. Bud se mordió las palabras que acudían a su mente. O bien Coffey sabía ya por qué había ocurrido todo aquello, en cuyo caso Bud no necesitaba decirle nada, o era demasiado malditamente testarudo como para creerlo, en cuyo caso, ¿para qué molestarse? De todos modos, no pudo evitar que su juicio aflorara a sus ojos. Tú lo hiciste, Coffey. Dije sí al principio, pero el trato era que yo tenía la última palabra en todo lo referente a seguridad, y tú lo sabías. Si hubieras cumplido con tu parte, tu chico aquí no estaría gruñendo de dolor, y ese otro chico no estaría muerto en el agua en alguna parte, tan profundo que ni siquiera los peces lo podrán encontrar.

Bud se volvió sin decir palabra. Tras él, Coffey dio unos pasos hacia la puerta.

—Brigman —dijo.

Bud se detuvo, se volvió a medias.

—¿Qué?

—Tenía que cumplir órdenes. No me quedaba otra elección.

Bud oyó las palabras, pero no se dejó engañar por ellas. Mi padre fue marine, Coffey, un suboficial. Lo sé todo respecto a órdenes. Sé que un comandante tiene discreción propia. Sí hubieras aguardado media hora a que Una Noche desenganchara el umbilical cuando aún era posible, hubieras podido pasar luego todo el tiempo que hubieras querido haciendo lo que fuera que te ordenaba tu misteriosa misión. Si lo hubieras hecho así, DeMarco hubiera estado de tu lado. Tú

siempre tienes una elección.

Sin embargo, sabía que era duro para Coffey admitir que se había equivocado. Y eso era lo que significaban sus palabras…, una admisión de que eran sus acciones las que habían causado todo aquello. Habían causado también la muerte de su propio hombre…, Coffey debía lamentar esto tan agudamente como Bud lamentaba la muerte de los miembros de su propio equipo. Al menos tenían esto en común. Así que no rechazó lo que Coffey decía. Se detuvo el tiempo suficiente como para que Coffey supiera que había sido oído, oído y no refutado. Luego abandonó la enfermería.

Bajó la escalerilla hacia la sala de máquinas. Vio a Barbo, soldando un punto débil. Pero era a Lindsey a quien estaba buscando. Era ella la que conocía cada cable, cada maldito electrón en aquellos cables.

Lindsey estaba arrastrando un largo cable a través del agua que le llegaba hasta las rodillas, preparándose para fijarlo junto con algunos otros cables en la pared. El agua en el suelo era fría y desagradable, pero ya no era peligrosa…, era la que había rebosado del pozo lunar, y que se había depositado en el nivel más inferior de la

Deepcore.

La miró durante unos momentos. Aquélla era la Lindsey de sus mejores momentos, trabajando en algo que ocupaba toda su atención,

construyendo algo. Dios, era hermosa. Y estaba viva. Cubierta de grasa, fría y sucia, pero viva. Si la hubiera perdido, si hubiera estado en uno de los compartimientos inundados, si hubiera tenido que pensar en ella flotando en alguna parte en el frío y negro océano, no hubiera podido resistirlo, lo hubiera abandonado todo de inmediato. Infiernos, pensé que la había perdido antes, cuando me dejó. Me dolió tanto como si fuera el fin del mundo. ¿Y qué sabía entonces? Aunque no estuviera conmigo, todavía seguía en este mundo, y eso hacía que aún deseara vivir en él.

Pero no podía quedarse allí mirándola.

—¿Cómo van las cosas, muchacha? —preguntó. Hizo un trabajo malditamente bueno manteniendo las emociones fuera de su voz.

Ella no dejó de trabajar para responderle.

—Puedo conseguir energía para este módulo y la bodega de inmersión si redirecciono estas barras colectoras. He de conseguir que se salten las principales, que están totalmente fundidas.

—¿Necesitas alguna ayuda?

—Gracias. Puedo arreglármelas. —Pensó en algo que él necesitaba saber—. No será suficiente para hacer funcionar los calefactores. En un par de horas este lugar será tan frío como un congelador.

—¿Qué hay acerca de O2?

—Saca tú mismo las conclusiones. Tenemos el suficiente para unas doce horas…, si cerramos las secciones que no estamos utilizando.

Aquello no era demasiado bueno.

—Bueno, esa tormenta va a durar más de doce horas.

Ella meditó durante un segundo.

—Quizá pueda extenderlo algo. Hay algunos tanques de almacenamiento fuera en el módulo siniestrado. Tendré que salir y conectarlos.

Tal vez eso fuera suficiente, tal vez no. No valía la pena discutirlo. Harían todo lo que pudieran por durar tanto como les fuera posible, y si eso no era suficiente, bien, entonces no sería suficiente. Había tantas formas absolutamente seguras de morir que no habían llegado a producirse que Bud no iba a quejarse acerca de la posibilidad de morir dentro de doce horas. Doce horas eran como toda una segunda vida.

La observó mientras unía cables, con dedos hábiles y seguros, sus brazos más fuertes de lo que parecían…, todo acerca de ella más fuerte de lo que parecía. Pensó en cómo había bajado ayer —¿hacía tanto tiempo?—, hablando como si no pudieran hacer nada sin ella. Bueno, era cierto. No podrían haber hecho nada

ahora sin ella. Y si Coffey podía admitir que se había equivocado, Bud también podía. Apoyó las manos en los hombros de Lindsey.

—Hey, Lins —dijo—. Me alegro de que estés aquí.

Ella se rió un poco.

—Bueno,

yo no.

Pero él supo que ella había captado su disculpa y la había aceptado. Eso era suficiente. La dejó que siguiera trabajando y se encaminó de vuelta escalerilla arriba hacia la bodega de inmersión.

Hippy y Una Noche estaban los dos allí, concentrados en pilotar sus VOCRs. Habían montado un equipo provisional más o menos decente. Los monitores estaban encima de una pila de otro equipo, los cables de control bajaban por el pozo lunar. No era tan cómodo como hacerlo desde la sala de control, pero mucho mejor que no hacerlo.

Una Noche le oyó entrar. Probablemente captó la luz de su linterna con el rabillo del ojo.

—Encontramos el Taxi Tres —dijo—. Más muerto que mierda de perro, jefe. —Se lo mostró en el monitor. Una vigueta de la base de la torre de perforación atravesaba de parte a parte su domo frontal—. Directamente a través de su cerebro.

Malas noticias, pero podría haber sido peor. Una Noche había vuelto a traer el Fondoplano dentro, en una sola pieza, y los daños del Taxi Uno eran menores, y ciertamente reparables. Dos de tres era casi una victoria.

Fue hacia Hippy, miró por encima de su hombro a su monitor.

—¿Dónde estás tú? —preguntó.

—Abajo. En el nivel uno.

Bud no tuvo que preguntar qué era lo que buscaba. Observó mientras el Pequeño Tonto se alzaba a través de la abierta escotilla central hacia la zona de aposentos, luego le hacía dar un círculo completo para examinar el inundado interior. Estaba hecho un revoltijo.

Llegaron a un par de zapatos. Siguieron hacia arriba por el cuerpo. Tendido allí, como si estuviera dormido. Pacífico. Muerto.

—Oh, mierda —jadeó Hippy—. Es Perry.

Bud ya lo sabía, pero verlo con sus propios ojos, de alguna manera, lo hizo definitivo.

—Eso completa el cuadro —dijo—. Finler, McWhirter, Dietz y Perry. —Se merecían algo mejor de él. Algo mejor que permanecer de pie allí, recitando sus nombres. Necesitaban un funeral, un servicio, algún tipo de oración. Pero todo lo que Bud pudo hacer es pronunciar una sola palabra—: Jesús.

—¿Debemos dejarlo aquí? —preguntó Hippy.

—Sí, por ahora —dijo Bud—. Nuestra primera prioridad es conseguir algo que respirar.

Mientras permanecía allí, contemplando el rostro de Perry en un tranquilo reposo, sintió una especie de alivio. No pudo comprender por qué se sentía así. Hasta que se dio cuenta de que había estado imaginando aquella escena toda su vida, durante años y años. Desde que era un niño y perdió a Junior. Había visto mentalmente el cuerpo de su hermano un centenar de veces, un millar de veces…, en sus sueños, pero a veces despierto también. Algunas veces Junior tenía aquel mismo aspecto. Relajado. Casi como si la muerte hubiera tenido un sabor dulce. Pero había habido otros sueños, no tan agradables. Sueños que lo habían hecho despertar gritando, gimiendo, cuando era joven. Había aprendido a controlar esa respuesta. Ahora simplemente despertaba sudando, jadeando, recordando cómo se sentía uno con los pulmones llenos de agua, viendo aún el rostro de Junior de la pesadilla, retorcido en el rictus agónico de la muerte.

Era un alivio tan grande saber que podía tener aquel mismo aspecto. Que no todo tenía que ser tan feo y terrible como uno podía llegar a imaginar. No siempre, al menos.

Fuera del alcance de las luces, los constructores observaban; se tendieron con sus delgados filamentos, tocaron, saborearon. Hallaron los cuerpos de los muertos mucho antes de que lo hicieran los VOCRs, los escrutaron y registraron sus memorias.

La ciudad había aprendido mucho desde su contacto con Lioso. Comprendían las memorias que hallaban, y ahora, con cientos de muertos: los hombres del

Montana, los rusos cuyos cuerpos se habían hundido lo suficiente antes de que sus cerebros se enfriaran, y esos hombres de la

Deepcore, estaban edificando una imagen detallada de la humanidad.

Y se sentían horrorizados. Habían nombrado muy bien a aquellas criaturas…, la mayoría de ellas estaban llenas con recuerdos de planificación y entrenamiento para matar, recuerdos del miedo a la muerte, furia y terror y soledad. A veces la ciudad casi desesperaba de hallar ningún rasgo común con aquellas criaturas.

Pero estaba Barnes, el hombre del sonar del

Montana. En sus últimos momentos,

no había estado solo. Había vuelto en sus memorias a un lugar donde era feliz, un lugar al que pertenecía. A gente que formaba parte de él. A gente en cuyas memorias podía seguir viviendo, de modo que la muerte contenía más pesar que dolor para él.

La mayoría de los hombres tenían memorias de familia, por supuesto…, pero esas memorias eran ambiguas, lodosas, y llenas de conflicto y rebelión. Sus vidas estaban enfocadas en torno a la guerra; sus más importantes asociaciones correspondían a sus compañeros soldados. Los constructores no tenían forma de saber que la mayoría de aquellos hombres eran en realidad aún adolescentes, que hasta recientemente no habían empezado a vivir vidas propias, que aún celebraban su independencia de sus familias, que todavía estaban buscando su identidad. Y los hombres más viejos eran soldados de carrera: buenos, pero que por necesidad —y por elección— habían optado por dejar a sus familias atrás durante meses y meses consecutivos. No eran una muestra equilibrada de la humanidad. Pero eran la única muestra que los constructores habían encontrado.

Así que la preponderancia de las pruebas era que los seres humanos amaban la guerra, vivían para matar, un conjunto de viciosos gusanos devorándose entre sí, pero reproduciéndose más aprisa de lo que podían devorarse. La ciudad no podía imaginar comunicarse con ellos.

Y, sin embargo,

tenían que hallar una forma, ¿no? Ahora que los constructores podían extraer un sentido a las emisiones y transmisiones de los humanos, sabían lo que ambos bandos de los actuales problemas no sabían, no

podían saber…, que ninguno de los dos bandos iba a retroceder, que cada uno estaba tan aterrado de que el otro pretendiera dar el primer golpe que ambos planeaban golpear ellos primero, antes de que sus armas pudieran ser destruidas. El mundo estaba a tan sólo días, horas, de la orden de lanzar los misiles.

Los constructores no estaban en un peligro inmediato. En el fondo del mar, se producirían muy pocos daños directos. Pero el planeta moriría en su superficie, y al cabo de unos pocos años esa muerte conduciría al estancamiento, luego a la inanición del fondo del mundo. Los constructores tendrían que abandonar el planeta con su trabajo sin terminar. El plan era que cada ciudad se convirtiera en un arca, y se alzara finalmente del océano para flotar hacia arriba hasta el espacio, en busca de otros mundos donde pudieran iniciar de nuevo el ciclo. Pero faltaba todavía mucho tiempo para eso. La única ciudad que estaba preparada para el vuelo era ésta, allá en la fosa Caimán; y estaba preparada solamente porque había llegado allí más pronto. Había sido la primera, a partir de la cual se habían fundado todas las demás. Así que, si tenían que marcharse, todo lo que podrían hacer sería reunir en ella las memorias de las demás ciudades y luego emprender el viaje como una única arca.

Un fracaso, porque este mundo no habría dado nacimiento a más arcas de las que habían llegado allí. El único beneficio de su estancia allí en la Tierra serían las memorias de aquella loca especie, que de algún modo se había convertido en inteligente sin siquiera aprender cómo comprenderse a sí misma.

Lo peor de todo, sin embargo, era esto: La crisis a la que se enfrentaban esos humanos no era enteramente provocada por ellos mismos. Sus armas, sus enemistades, existían desde antes. Pero, por sus emisiones y mensajes, los constructores sabían cómo gran parte de su miedo y su ira habían sido provocados por cosas que los propios constructores habían hecho inadvertidamente.

Nosotros no somos responsables de su naturaleza, dijo la ciudad. Nosotros no hicimos sus armas.

Pero hacía mucho tiempo que tenían esas terribles armas, tal como ellos medían el tiempo, y desde entonces se habían producido muchas guerras, y sin embargo nunca las usaron una vez pudieron comprobar lo terribles que eran. Hasta que nosotros destruimos su satélite.

Para salvarles de la guerra, respondió la ciudad.

Sí, pero ellos no lo sabían, ellos no nos comprendían. Y, así, se sentían aterrorizados. Y luego destruimos su submarino, matamos toda su tripulación.

Fue un accidente, un deslizador sin asistencia; ellos no se apartaron del camino.

Ellos no nos conocían. No estaban preparados para nosotros.

Nosotros fuimos quienes causamos las cosas que les hicieron coger tanto miedo. Y, si ahora utilizan esas armas que durante tanto tiempo se han contenido de usar, ¿será culpa suya o nuestra?

Parcialmente nuestra.

Más que eso. Estaban aprendiendo a controlarse. Por miedo los unos de los otros, de acuerdo…, pero les servía bastante bien. Nosotros hicimos lo que cada uno de ellos estaba demasiado aterrado para hacer. Nosotros les provocamos. La culpa es nuestra.

Y la ciudad probó el extraño y amargo sabor de la vergüenza. ¿Cómo podemos abandonarles ahora, con este recuerdo? Sin embargo, ¿cómo podemos deshacer lo que hemos hecho? ¿Cómo podemos explicarles la verdad acerca de lo que ha estado ocurriendo, cuando ver a uno de nosotros los aterroriza tanto que casi mueren?

Hay uno que nos vio y no tuvo miedo.

Entonces, éste es con quien debemos intentar hablar. Ir hasta ella y ver si podemos poner nuestros pensamientos en su mente. Ver si puede comprender.

Una Noche halló tanques que no habían resultado dañados en el extremo más alejado de la plataforma. Lindsey se puso el traje de buceo y tomó a Barbo con ella para salir y efectuar la conexión. El Pequeño Tonto fue con ellos, con Hippy a los controles en la bodega de inmersión.

Había suficiente oxígeno en aquellos tanques para triplicar sus expectativas de vida. Aquello podía ser suficiente, si el

Explorer regresaba a tiempo.

Caminaron por el fondo.

—Barbo, quiero que asegures esto. ¿Lo ves?

El hombre alzó la vista, vio lo que ella le indicaba. Asintió.

—Yo voy a ir al otro lado para comprobar algunos tanques —dijo Lindsey.

Así que él estaría solo para hacer aquel trabajo. Aquello significaba que ella confiaba que lo haría bien. ¿Era ésa Lindsey Brigman?

—Vaya con cuidado, querida —le advirtió Barbo. El tanque estaba demasiado alto para que pudiera alcanzarlo saltando…, iba lastrado con demasiado equipo para tener mucha flotabilidad. Así que Lindsey unió sus manos bajo el pie de él. Él se equilibró, se preparó.

—Una —dijo ella—. Dos. Tres. —Él dio una patada con su otro pie, y cuando estuvo lo suficientemente alto ella lo empujó hacia arriba. Un disparo al ralentí.

Se agarró a la barandilla.

—Jerónimo —dijo—. Gracias, Lindsey.

Ella lo dejó atrás para dedicarse a su propio trabajo. El Pequeño Tonto la siguió.

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