Zoya

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Nueva York » Capítulo 41

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El 12 de julio de 1936 Simon Ishmael Hirsch y Zoya Alejandra Eugenia Nikolaevna Ossupov Andrews se casaron ante un juez en el jardín de la preciosa casa de piedra arenisca que tenía Axelle en la calle Cuarenta y nueve Este.

La novia lucía un vestido de Norell color crema y un sombrerito con velo color marfil. La madre de Simon optó por no asistir a la boda en señal de que no aprobaba el que Zoya no fuese judía. En cambio, asistieron su padre, dos chicas de la tienda, un puñado de amigos y, por supuesto, los hijos de Zoya. Nicolás actuó como padrino y Sasha permaneció de pie a su lado con el rostro enfurruñado. Zoya hubiera podido organizar una boda por todo lo alto e invitar a clientas importantes como Barbara Hutton o Doris Duke, que hubieran asistido encantadas, pero decidió no hacerlo porque aunque las conocía muy bien no eran íntimas amigas suyas. Prefirió que la boda tuviera un carácter más cálido y familiar.

El mayordomo de Axelle sirvió champán y, a las cuatro en punto de la tarde, Simon regresó en el Cadillac con su nueva familia al apartamento de Zoya. Decidieron quedarse allí de momento y buscarse una casa más grande a la vuelta de su luna de miel. Pasarían tres semanas en Sun Valley, la estación de vacaciones inaugurada precisamente aquel año. Cogieron un tren con destino a Idaho desde la estación Pennsylvania. Simon compró a los niños varios juegos para que se entretuvieran y, cuando llegaron a Chicago, Sasha ya parecía más contenta. Pasaron la noche en el hotel Blackstone y, al día siguiente, reanudaron el viaje. Al llegar a Ketcham, todos estaban de muy buen humor, sobre todo Simon y Zoya tras una noche de pasión desenfrenada. Ninguno de los dos había vivido nunca una relación física tan intensa.

Se conocían desde hacía apenas tres meses, pero era como si hubieran estado juntos toda la vida. Simon enseñó a Nicolás a pescar y todos practicaban a diario la natación. A finales de mes, regresaron bronceados y felices al apartamento de Zoya. La primera vez que vio a Simon afeitarse en el cuarto de baño, Zoya se echó a reír, acarició la piel que tanto amaba y le dio un cariñoso beso.

—¿De qué te ríes? —preguntó Simon, mirándola con una sonrisa.

—Es que, de repente, parece todo real, ¿no crees?

—Porque lo es.

Simon se inclinó para besarla y le dejó la cara cubierta de espuma de afeitar. Zoya cerró la puerta del dormitorio y de nuevo hicieron el amor antes de ir al trabajo. Zoya prometió a Axelle que se quedaría en el salón de modas hasta finales de septiembre. Los días pasaron volando. Tres semanas después, encontraron un piso muy bonito en la esquina de Park Avenue y la calle Sesenta y ocho. Tenía habitaciones muy amplias y bien ventiladas, y el dormitorio principal se encontraba en el otro extremo con respecto a los que ocuparían los niños. Nicolás tenía una habitación muy grande y Sasha se empeñó en que pintaran la suya de color púrpura.

—Yo también tenía una habitación púrpura cuando era pequeñita…, más o menos cuando tenía tu edad —dijo Zoya, recordando el famoso tocador malva de tía Alix.

Sintió una punzada de dulce añoranza mientras se lo describía a Sasha.

Nicolás puso en su habitación una fotografía de Clayton y, a su lado, otra de Simon. Los dos hombres de la familia salían a dar largos paseos por la tarde cuando Simon volvía a casa del trabajo. Un día, cuando ya llevaban una semana en el nuevo apartamento, Simon se presentó en casa con un cachorro de cocker spaniel.

—¡Mira, mamá! —gritó Nicolás, emocionado—. ¡Es como Sava!

A Zoya le sorprendió que todavía se acordara de la perrita. Sasha pasó todo el día haciendo pucheros porque no era un galgo ruso. La raza aún estaba muy de moda, aunque no tanto como a finales de los años veinte. Era un animalito muy cariñoso y le pusieron por nombre Jamie. Se encontraban muy a gusto en el nuevo apartamento en el que incluso había una habitación de invitados contigua a la biblioteca. Simon le dijo en broma a Zoya que sería para el primer hijo que tuvieran.

—Tuve a mis hijos hace mucho tiempo, Simon. —A los treinta y siete años, no le apetecía tener más—. Cualquier día de estos seré abuela —añadió riéndose mientras Simon sacudía la cabeza.

—¿Querrás que te compre un bastón, abuelita? —preguntó y la abrazó mientras ambos permanecían sentados en la cama de matrimonio, conversando hasta altas horas de la noche tal como solía hacer Zoya con Clayton en otros tiempos.

Sin embargo, la vida con Simon era muy distinta. Ambos tenían intereses y amigos comunes y eran personas adultas unidas a partir de una situación de fuerza y no de debilidad. Zoya era apenas una niña cuando en 1919 Clayton la había rescatado de los horrores de su vida en París, llevándola consigo a Nueva York. Todo era muy diferente, pensó Zoya mientras se dirigía al trabajo, apurando al máximo sus últimos días en el salón de modas de Axelle.

—¿Qué voy a hacer ahora? —dijo al llegar el último día, sentada junto a su escritorio Luis XV, mientras tomaba una taza de té con Axelle—. ¿En qué me voy a entretener todo el día?

—¿Por qué no te vas a casa y tienes un hijo? —replicó Axelle, riéndose.

Zoya sacudió la cabeza, pensando que hubiera deseado seguir trabajando con Axelle, pero Simon quería que disfrutara de un poco más de libertad. Llevaba siete años trabajando allí y ahora no lo necesitaba para vivir. Podría gozar de sus hijos y su marido y concederse ciertos lujos y caprichos, pero aun así a Zoya le parecía que se aburriría muchísimo sin ir a la tienda cada día.

—Hablas como mi marido.

—Él tiene razón.

—Sin el trabajo, me aburriré muchísimo.

—Lo dudo, querida.

Pero a Axelle no pudo evitar las lágrimas cuando aquella tarde Simon acudió a recoger a Zoya. Ambas mujeres se abrazaron emocionadas y Zoya prometió pasar al día siguiente para almorzar con Axelle.

Simon rio y le hizo una advertencia a la mujer que fuera la defensora de su idilio desde un principio.

—Tendrás que cerrar las puertas bajo llave para que no entre. Yo le digo constantemente que ahí afuera tiene todo un mundo por descubrir.

En octubre, Zoya se dio cuenta de que no sabía cómo ocupar su ocio. Visitaba a Axelle casi a diario, iba a los museos y recogía a Sasha en la escuela. A veces se presentaba incluso en el despacho de Simon y escuchaba ávidamente sus planes y proyectos. Simon había añadido a su negocio una nueva línea de abrigos infantiles y le interesaban mucho los consejos de Zoya. Su infalible sentido del estilo lo ayudó a añadir ciertos detalles que, de otro modo, ni siquiera se le hubieran ocurrido.

—Simon, lo echo mucho de menos —confesó Zoya en diciembre mientras regresaban a casa en taxi tras asistir a una función de teatro. Simon la había llevado a la representación inaugural de la obra Te lo puedes llevar si quieres, con Frank Conlan y Josephine Hull en el Booth Theater. Fue una velada muy agradable, pero se sentía muy inquieta y aburrida. Llevaba muchos años trabajando y no sabía quedarse en casa sin hacer nada—. ¿Y si volviera una temporadita al salón de Axelle?

Simon lo pensó y, al llegar a casa, dijo:

—A veces es difícil retirarse a tiempo, cariño. ¿Por qué no pruebas otra cosa?

¿Cómo qué?, pensó Zoya. Sus conocimientos se limitaban al baile y la moda, y el baile estaba ciertamente excluido. Rio para sus adentros al llegar a casa y Simon se volvió a mirarla. Estaba guapísima con su piel lechosa, sus brillantes ojos verdes y su llamativo cabello pelirrojo. Era tan hermosa que con solo mirarla Simon se encendía de deseo. Nadie hubiera dicho que tenía un hijo de quince años. Zoya se sentó en un sillón y pensó que Simon estaba muy apuesto con esmoquin. Le habían confeccionado el traje en Londres, para gran disgusto de su madre. «Tu padre hubiera podido hacerte uno mucho mejor», le dijo.

—¿De qué te ríes? —preguntó Simon.

—Una tontería. Recordaba mis tiempos de corista en el Fitzhugh. Fue horrible, Simon, no podía soportarlo.

—No te imagino meneando el trasero y agitando el collar de perlas —dijo Simon con una sonrisa. Sin embargo, admiraba su valentía. Ojalá la hubiera conocido en aquellos momentos. Se hubieran casado y la hubiera salvado de aquel horror. Ahora no necesitaba que nadie la salvara, era fuerte y sabía desenvolverse sola. Simon hubiera querido que se incorporara a su negocio, pero su familia no la hubiera aceptado. Ella no estaba hecha para la Séptima Avenida, sino para un mundo mucho más exquisito. De pronto, a Simon se le ocurrió una idea. Se sirvió un coñac, descorchó una botella de champán para ella, y se sentaron a conversar frente a la chimenea—. ¿Por qué no inauguras tu propio establecimiento?

—¿Un salón como el de Axelle? —preguntó Zoya, intrigada.

Sin embargo, aunque la idea la entusiasmaba, pensó en su amiga y sacudió la cabeza.

—No sería justo. No quiero competir con Axelle.

Por nada del mundo hubiera querido hacerle daño. Simon tenía otras ideas.

—Pues, entonces, haz otra cosa.

—¿Como qué?

—Abárcalo todo, ropa de mujer, de hombre, incluso ropa infantil, pero solo lo mejor, que a ti se te da tan bien. Accesorios de todas clases: zapatos, bolsos, sombreros… Enseña a vestirse a la gente en general, no solo a las mujeres de postín que visitan el salón de Axelle, sino también a las demás personas que tienen dinero pero no saben vestirse como es debido. —Las clientas de Axelle eran las mejor vestidas de Nueva York, pero casi todas vestían también en París, como, por ejemplo, lady Mendl, Doris Duke y Wallis Simpson—. Podrías poner un pequeño negocio e irlo ampliando poco a poco. ¡Podrías incluso vender mis abrigos!

Zoya tomó un sorbo de champán y miró en silencio a su marido. Le gustaba la idea, pero abrigaba ciertas dudas.

—¿Nos lo podríamos permitir?

Sabía que a Simon le iban muy bien las cosas, pero ignoraba de cuánto capital disponía. Era algo sobre lo que nunca hablaban. Tenían más que suficiente para vivir, pero los padres de Simon aún vivían en Houston Street y él los mantenía no solo a ellos, sino también a los hermanos de su padre.

—Creo que ya es hora de que hablemos seriamente de este asunto —dijo Simon, sentándose a su lado.

Zoya sacudió la cabeza y se ruborizó. No quería saberlo, pero, si de verdad pensaba abrir una tienda, tal vez no tendría más remedio.

—Simon, no quiero fisgonear. El negocio es tuyo.

—No, amor mío. También es tuyo, y marcha viento en popa. Estupendamente.

Simon le dijo lo que había ganado el año anterior y Zoya lo miró asombrada.

—¿Hablas en serio?

—Verás, hubiera podido obtener mayores beneficios de haber pedido más lana de cachemira a Inglaterra —contestó Simon, interpretando erróneamente la expresión de sus ojos—. No sé por qué no lo hice. La próxima temporada haré un pedido más grande.

—¿Estás loco? —dijo Zoya, riéndose—. No creo que el Banco de Inglaterra manejara tanto dinero el año pasado. ¡Simon, es increíble! Yo pensé…, quiero decir, que tus padres…

Esta vez fue Simon quien rio.

—A mi madre no conseguirías sacarla de Houston Street ni a punta de pistola. Aquel barrio le encanta. —Todos sus intentos de trasladarlos a una vivienda más lujosa en la parte alta de la ciudad fracasaron. Sofía fue a vivir al East Side cuando llegó a Nueva York, y allí moriría—. Creo que a mi padre le gustaría vivir en la parte alta, pero a mi madre no.

La mujer utilizaba batas de estar por casa y se enorgullecía de tener un solo abrigo «bueno», pese a que hubiera podido comprar todos los que tenía Axelle en su tienda, de haberlo querido.

—¿Y qué haces con todo eso? ¿Invertirlo?

Zoya se estremeció al recordar a su difunto marido y sus desdichadas aventuras en la Bolsa, pero Simon era mucho más hábil que Clayton y tenía un instinto infalible para ganar dinero.

—He invertido una parte en bonos y el resto lo he reinvertido en el negocio. El año pasado compré, además, dos fábricas de tejidos. Creo que si fabricamos nuestros propios artículos, obtendremos mayores beneficios que con las importaciones y podremos controlar mejor la calidad. Las fábricas están en Georgia, donde la mano de obra es baratísima. Tardaremos unos años, pero creo que, a la larga, las ganancias serán muy superiores. —A Zoya le daba vueltas la cabeza. Simon había construido su imperio de la nada en veinte años y ahora, a los cuarenta, ya era dueño de una inmensa fortuna—. Por consiguiente, amor mío, si quieres abrir una tienda, no te prives. No le quitarás a nadie la comida de la boca. En realidad, creo que sería una inmejorable inversión.

—Simon, ¿querrás ayudarme? —preguntó Zoya, dejando la copa.

—Tú no necesitas ayuda, cariño, como no sea en la firma de los cheques. —Simon se inclinó para darle un beso—. Conoces este negocio mejor que nadie y tienes un sentido innato para descubrir qué tendrá éxito y qué no. Hubiera tenido que hacerte caso a propósito del Shocking Pink, cuando estábamos en París.

Simon rio al recordar que casi tuvo que comerse aquel tejido color de rosa pues no recibió ningún pedido. Los neoyorquinos no estaban preparados para aquella extravagancia, a excepción de los que acudían directamente a Schiaparelli y lo compraban en París.

—¿Por dónde podría empezar? —dijo Zoya, entusiasmándose de repente.

—En los próximos meses, podrías buscar el local. En primavera, podríamos ir a París a comprar algunos artículos para la temporada de otoño. Si te pones en marcha ahora mismo —Simon hizo un rápido cálculo—, podrías inaugurar el establecimiento en septiembre.

—Es muy pronto. —Solo faltaban nueve meses y tendrían que solucionarse muchos detalles—. Me gustaría encargarle la decoración a Elsie. Tiene una intuición infalible para adivinar lo que le gusta a la gente, aunque ni ella misma lo sepa.

—Eso podrías hacerlo tú —dijo Simon, mirándola con ternura.

—No lo creo.

—Bueno, no importa. De todos modos, no tendrías tiempo. Bastante ocupada estarás buscando local, contratando personal y haciendo compras. Deja que lo piense. En la búsqueda del local podrían ayudarte unos amigos míos.

—¿Lo dices en serio? —Los ojos de Zoya se encendieron como un fuego verde—. ¿Crees de veras que debo hacerlo?

—Pues claro. Vamos a probarlo. Si no funciona, lo cerramos y cubriremos las pérdidas en cuestión de un año.

Ahora Zoya sabía que podían permitirse aquella aventura.

Durante tres semanas no habló de otra cosa. Cuando acudió con Simon a la misa de la Navidad rusa, pasó casi toda la ceremonia cuchicheando con él. Uno de los amigos de Simon había encontrado un local que parecía perfecto, y Zoya estaba deseando verlo.

—Tu madre se desmayaría del susto si te viera en esta iglesia —dijo Zoya sonriendo.

La función religiosa no la hizo llorar como otras veces; estaba demasiado emocionada con su proyecto.

En la iglesia se tropezó con Serge Obolensky por primera vez en muchos meses. El príncipe saludó cortésmente a Simon cuando Zoya se lo presentó y ambos conversaron un momento en inglés, en atención a Simon, aunque enseguida pasaron a su aristocrático ruso.

—Me sorprende que no te casaras con él —comentó Simon más tarde, tratando de disimular sus celos.

Zoya lo miró riéndose mientras ambos regresaban a casa en el Cadillac verde.

—Serge nunca me interesó, cariño. Es demasiado listo como para casarse con un pobre título ruso. A él le gustan mucho más los exponentes de la alta sociedad norteamericana.

—Pues no sabe lo que se pierde —dijo Simon y la atrajo para darle un beso.

Al día siguiente, Zoya invitó a Axelle a almorzar y le comentó emocionada sus planes. Quiso exponerle el proyecto a su amiga desde un principio, subrayándole su propósito de no competir directamente con ella.

—¿Y por qué no? —dijo Axelle asombrada—. ¿Acaso no compite Chanel con Dior? ¿Y Elsa con todos los demás? No seas tonta. ¡Eso animará el sector!

Zoya no lo había pensado, pero contar con la bendición de Axelle la alegró.

Cuando vio el local encontrado por el amigo de Simon, quedó encantada. Se hallaba en la esquina de la calle Cincuenta y cuatro y la Quinta Avenida, a solo tres manzanas del salón de Axelle, y previamente había sido un restaurante. El estado de conservación era pésimo, pero Zoya comprendió de un vistazo que era justo lo que necesitaba. Por si fuera poco, podría alquilar el primer piso, situado directamente encima.

—Alquila la planta y el piso —le aconsejó Simon.

—¿No te parece que será demasiado grande?

Precisamente, el restaurante había fracasado porque el local era demasiado grande para su exigua clientela. Simon sacudió la cabeza.

—En la planta baja puedes vender la ropa de mujer y arriba la de hombre. Y si el negocio marcha bien —añadió, guiñándole el ojo a su amigo—, compraremos todo el edificio. Es más, podríamos comprarlo ahora mismo antes de que abran los ojos y nos suban el alquiler. —Simon hizo unos rápidos cálculos en un bloc de notas y añadió—: Adelante, Zoya, puedes comprarlo.

—¿Comprarlo? —preguntó Zoya, casi atragantándose con la palabra—. ¿Y qué haré con los tres pisos restantes?

—Alquílalos con contratos por un año. Si la tienda tiene éxito, podrás recuperarlos. Es posible que algún día te alegres de tener cinco pisos a tu disposición.

—¡Simon, es una locura! —exclamó Zoya sin poder reprimir su entusiasmo.

Nunca había soñado con ser propietaria de una tienda. Contrataron los servicios de Elsie de Wolfe y de varios arquitectos y, en pocas semanas, Zoya se vio rodeada de planos, dibujos y proyectos. Tenía la biblioteca llena de muestras de mármol, tejidos y maderas para los revestimientos de las paredes. Al final, Simon le cedió un despacho y una secretaria para que la ayudara en su tarea. El comentarista de sociedad Cholly Knickerbocker publicó la noticia en su columna e incluso se escribió un artículo al respecto en el New York Times. «¡Cuidado, Nueva York! —decía el articulista—. Cuando en julio pasado Zoya Nikolaevna Ossupov, la célebre condesa del salón Axelle, y Simon Hirsch, propietario del imperio de la Séptima Avenida, unieron sus fuerzas, es muy posible que pusieran en marcha un proyecto de gran envergadura.» Fueron palabras proféticas.

En marzo, ambos embarcaron rumbo a Francia en el Normandie. Comprarían en París las líneas de Simon y seleccionarían los principales artículos de la primera colección de Zoya. Esta vez eligió lo que más le gustaba sin tener que consultarlo con Axelle. Se divirtió muchísimo comprando, pues Simon le había concedido un presupuesto ilimitado. Se alojaron en el hotel George V, donde disfrutaron de unos momentos de intimidad que fueron como una segunda luna de miel. Regresaron a Nueva York al cabo de un mes, más felices y enamorados que nunca. Su vuelta a casa solo fue empañada por la noticia de que Sasha había sido expulsada de la escuela. A los doce años, la niña se comportaba de una forma inadmisible.

—¿Cómo pudo ocurrir eso, Sasha? —preguntó Zoya a su hija por la noche. Nicolás acudió a recibirlos al puerto en el nuevo automóvil Duesenberg adquirido por Simon poco antes de que dejaran de fabricarlo el año anterior. El muchacho se alegró mucho de verlos, pero no tuvo más remedio que informar a Zoya sobre el comportamiento de su hermana. La niña utilizaba carmín de labios y se pintaba las uñas para ir a la escuela, y un día la sorprendieron besando a uno de sus profesores. El profesor fue inmediatamente despedido y Sasha expulsada sin posibilidad de readmisión—. ¿Por qué? —preguntó Zoya—. ¿Cómo pudiste hacer eso?

—Porque me aburría —contestó Sasha, encogiéndose de hombros—, y me parece una tontería estudiar en una escuela solo de niñas.

Simon le había pagado la matrícula de la prestigiosa escuela Marymount y Zoya se alegraba mucho de que su hija pudiera estudiar en un centro de tanto prestigio. Nicolás seguía en el Trinity, donde se encontraba muy a gusto. Le quedaban dos años para terminar y después se matricularía en la Universidad de Princeton como su padre. Sasha solo duró seis meses en el Marymount, pero no se avergonzaba en absoluto de su comportamiento. Pese a que solo había dos profesores varones en la escuela, el de música y el de danza, siendo el resto todas monjas, Sasha se las arregló para provocar un escándalo. Zoya se preguntó si sería su manera de castigarla por haber permanecido ausente tanto tiempo y dedicar tanta atención a su nuevo negocio. Por primera vez, tuvo sus dudas, pero ya era demasiado tarde.

Antes de viajar había efectuado todos sus pedidos norteamericanos y ahora había comprado y pagado el resto en París. Tenía que inaugurar la tienda y no era un buen momento para que Sasha provocara conflictos. Pero Sasha no era la única preocupación que tenía Zoya.

—¿No te avergüenzas? —preguntó Zoya a su hija—. Piensa en lo bueno que fue Simon enviándote a esta escuela.

Sasha se encogió de hombros. Zoya comprendió que no había logrado llegar hasta ella y regresó a su dormitorio, donde Simon estaba deshaciendo el equipaje.

—Lo siento, Simon. Ha sido una ingrata, comportándose de esa manera.

—¿Qué te ha dicho? —Simon miró preocupado a su mujer. Algo en Sasha lo turbaba desde hacía unos meses. La niña lo miraba a menudo con una expresión que hubiera inducido a más de un hombre sin escrúpulos a tratarla como una mujer y no como una chiquilla, pero él jamás se lo comentó a Zoya y fingía no darse cuenta, lo que acrecentaba la irritación de Sasha. Aunque solo tenía doce años, la niña poseía la gélida belleza germánica de su abuela y el fuego ruso de su madre—. ¿Está arrepentida? —preguntó Simon.

—Ojalá lo estuviera —contestó Zoya, sacudiendo tristemente la cabeza.

Sasha no daba la menor muestra de remordimiento.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Buscar otra escuela, supongo. Aunque es un poco tarde para eso —ya estaban a mediados de abril—. Podría ponerle un profesor particular hasta otoño, pero no estoy segura de que sea la mejor solución.

A Simon le gustaba la idea.

—Creo que deberías hacerlo, por lo menos, de momento. Eso la sosegaría un poco.

Siempre y cuando la encomendaran a una mujer y no a un hombre. Sin embargo, Zoya solo pudo encontrar a un nervioso joven, el cual le aseguró que controlaría a Sasha sin ninguna dificultad. Huyó aterrorizado al cabo de un mes sin decirle a Zoya que la víspera la niña lo recibió vestida con un camisón perteneciente sin duda a su madre, y le pidió que la besara.

—Eres una mocosa —la acusaba constantemente Nicolás.

Estaba a punto de cumplir dieciséis años y comprendía a su hermana mucho mejor que Zoya. La niña peleaba con él como una gata e incluso le arañaba la cara cuando se enfadaba. Simon estaba secretamente preocupado por ella, pero, cuando ya casi había perdido la esperanza, Sasha se mostraba súbitamente sumisa y encantadora.

La construcción de la tienda proseguía a buen ritmo y, en julio, comprendieron que podrían inaugurarla en septiembre, según lo previsto. Zoya y Simon celebraron su aniversario en una casa alquilada en Long Island, dos días después de que la aviadora Amelia Earhart desapareciera sobre el Pacífico. Nicolás la admiraba muchísimo y le había confesado a Simon en secreto su deseo de aprender a pilotar un avión. Charles Lindbergh era el héroe de su infancia y el Hindenburg, el famoso dirigible que estalló sobre Nueva Jersey a principios de mayo, le interesaba bastante. Por suerte, cuando el muchacho trató de convencer a Zoya y Simon de que lo utilizaran para viajar a Europa, Zoya tuvo miedo y ambos optaron por viajar en barco, en recuerdo de la travesía que hicieran el año anterior en el Queen Mary.

—Bueno, señora Hirsch, ¿qué le parece? —preguntó Simon, en la sección de zapatería femenina de la nueva tienda, a principios de septiembre—. ¿Es lo que tú querías?

Zoya miró a su alrededor con lágrimas en los ojos. Elsie de Wolfe había logrado crear una atmósfera de belleza y elegancia en sedas gris perla y pavimentos de mármol rosa. La iluminación era indirecta y, sobre las elegantes mesas Luis XV, se habían dispuesto unos bellísimos arreglos florales de seda.

—¡Es como un palacio!

—No te merecías menos, amor mío —dijo Simon, besándola.

Aquella noche lo celebraron con champán. Pensaban inaugurar la tienda a la semana siguiente con una fastuosa fiesta a la que asistiría la flor y nata de Nueva York.

Zoya compró en Axelle el modelo que luciría en la fiesta.

—¡Será bueno para el negocio! ¡Puede que, en mi próximo anuncio, diga que la condesa Zoya Nikolaevna Ossupov es cliente de mi casa! —dijo Axelle.

Ambas mujeres eran íntimas amigas y sabían que nada podría empañar su amistad.

Zoya y Simon discutieron bastante sobre el nombre de la tienda.

—¡Ya lo tengo! —exclamó Simon al final con un brillo perverso en los ojos.

—Yo también —replicó orgullosamente Zoya—. Hirsch y Compañía.

—No. —A Simon le parecía un nombre muy poco romántico—. No comprendo cómo no se me ocurrió antes. ¡Condesa Zoya!

En principio Zoya pensó que sonaba un poco pretencioso, pero, al final, Simon consiguió convencerla. La gente quería sentir el misterio de la aristocracia, tener un título aunque hubiera que comprarlo o, en este caso concreto, adquirir los modelos previamente seleccionados por una condesa. Las columnas de sociedad se hicieron eco de la inauguración del salón Condesa Zoya y, por primera vez en muchos años, Zoya asistió a fiestas donde era presentada como la condesa Zoya y Simon como el señor Hirsch. Los miembros de la alta sociedad se morían de ganas de conocerlos y Zoya estaba guapísima con sus modelos de Chanel, Madame Grès o Lanvin. Todos querían visitar su tienda y las mujeres estaban convencidas de que saldrían de allí tan bellas como Zoya.

—Lo has conseguido, amiga mía —susurró Simon a su mujer la noche de la inauguración.

Estaban los nombres más importantes de Nueva York. Axelle le envió un ramo de diminutas orquídeas blancas con una tarjeta que rezaba: «Bonne chance, mon amie». Zoya la leyó con lágrimas en los ojos y miró agradecida a Simon.

—La idea se te ocurrió a ti.

—Es nuestro sueño —dijo Simon como si la tienda fuera en cierto modo una especie de hijo de ambos.

A la fiesta asistieron incluso los hijos de Zoya. Sasha con un precioso vestido de encaje blanco que su madre le compró en París, de estilo muy parecido a los que habían llevado las hijas del zar o ella misma en su infancia. Nicolás estaba muy guapo con su primer esmoquin y unos gemelos regalo de Simon, formados por pequeños zafiros engarzados en oro y rodeados de brillantes. Los fotógrafos dispararon numerosas instantáneas. Zoya posaba una y otra vez con las elegantes mujeres que sin duda serían sus clientas.

A partir del mismo día de la inauguración, la tienda nunca estuvo vacía. Las mujeres llegaban en Cadillac, Pierce-Arrow y Rolls Royce. De vez en cuando, ante la puerta se detenía algún Packard o Lincoln, y hasta el mismísimo Henry Ford, el famoso fabricante de automóviles, se presentó un día personalmente a comprarle un abrigo de pieles a su mujer. Zoya solo tenía previsto vender unos cuantos abrigos, la mayoría de ellos pertenecientes a las colecciones de Simon, pero Barbara Hutton le encargó una estola de armiño y la señora Astor un abrigo de martas. El destino del salón Condesa Zoya quedó sellado a finales de año. El volumen de ventas de Navidad fue impresionante. La sección de hombres del primer piso tuvo un éxito extraordinario. Los hombres hacían sus compras en estancias con las paredes revestidas de madera mientras sus mujeres gastaban fortunas en los salones de la planta baja decorados en gris.

Era todo cuanto Zoya había soñado y mucho más. En su residencia de Park Avenue, al llegar la Nochevieja los Hirsch brindaron con champán el uno por el otro.

—¡Por nosotros! —dijo Zoya y alzó su copa.

Lucía un modelo de noche en terciopelo negro de Dior.

—¡Por Condesa Zoya! —contestó Simon sonriendo mientras alzaba de nuevo la suya.

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