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Segunda parte » Capítulo 33

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Era casi la hora del almuerzo cuando me despedí de Sally y salí de la tienda. Estaba tan abatido que ni siquiera me incomodó el ademán de reproche que me dedicó Dimitri. Uno de esos que venían a decir sin palabras «vaya forma de hacer novillos».

Al llegar al vestíbulo, me crucé con algunos de mis compañeros que salían de clase. No vi por ningún lado a Mike y Neal. Tal vez habían ido al campo de polo para entrenar con el resto del equipo.

—Señor Bradford.

Me volví al escuchar mi nombre.

—Ah, buenos días, señor Napier —dije en cuanto reconocí a la persona que se aproximaba a mí, agitando alegremente la mano.

El señor Napier llevada siendo el bibliotecario de Drayton desde hacía generaciones. Más años de los que Gabriel había estado en la cocina y de los que Lawrence ostentaba el puesto de director. Aquel hombrecillo que no mediría más de metro cincuenta y que se movía a la velocidad de una tortuga parecía una momia resucitada. No estaba muy seguro de la edad que tendría aunque a mí siempre me parecía que no bajaba de los cien. Eso sí. Su aspecto no cambiaba nunca. En todos los años que llevaba estudiando en Drayton su cara apergaminada y su cuerpo encorvado no habían sufrido ninguna variación.

—Joven Bradford, ¡qué alegría verle! ¿Qué tal ha ido su verano? Su tía ha sido muy generosa con su contribución anual. Gracias a ella hemos podido comprar un precioso ejemplar del siglo XIX y otro de principios del XX para nuestra colección privada. Sin duda, son dos volúmenes únicos. ¿Quiere verlos?

—Tal vez otro día, señor Napier —no era el mejor momento teniendo en cuenta el humor de perros que tenía. Señalé el montón de libros que el anciano acarreaba—. ¿Necesita ayuda con eso?

—No se preocupe. Casi no pesa —¿en serio?—. Por cierto, señor Bradford, recibí su nota esta mañana.

—¿Nota? ¿Qué nota?

—La que dejó en la puerta de la biblioteca.

—Yo no le he dejado ninguna nota.

—¡Claro que sí! Llevaba su firma y todo —repuso Napier—. Me ha costado un poco encontrar el libro que me pedía porque estaba en el fondo descatalogado pero ya he dado con el muy pillín. De hecho, creo que lo tengo en este montón…

¿De qué estaba hablando? O aquel anciano se había vuelto loco o era yo el que había perdido el juicio y no lograba seguir el hilo de aquella conversación.

—Espere un momento. Le estoy diciendo que…

El bibliotecario siguió en sus treces.

—No se inquiete, joven, y déjeme que busque lo que me pidió para que pueda llevárselo. Así no tiene que venir a la biblioteca después a buscarlo —dejó la torre libros en el suelo y empezó a rebuscar entre ellos. ¿Cómo tenía que decirle que yo no le había pedido nada?—. Ah, aquí está.

Me tendió un volumen de tapas rojas y lomo desgastado. Pegado con cinta adhesiva a la cubierta delantera había un sobre. Negro… Con letras doradas…

Antes de que el señor Napier dijera nada, lo cogí y saqué la nota que había en el interior. Escrita en papel vitela, por supuesto. Las primeras dos líneas del mensaje eran una sencilla petición al señor Napier para que encontrara un libro titulado

La verdad sobre una mentira, asegurándole que «pasaré a recogerlo cuando terminen las clases». Justo debajo estaba mi firma. No cualquier garabato. No.

Mi firma. Una copia exacta.

Al final, había una última frase. «¿Sabías que los libros esconden secretos?».

—Si le digo la verdad no sabía que guardáramos este ejemplar en nuestro depósito —decía mientras tanto el bibliotecario—. Y es muy extraño porque le aseguro que conozco cada título que hay en los estantes de Drayton.

Agarré el libro. Me llamó la atención lo poco que pesaba.

Demasiado poco. Y no era pequeño, precisamente. Tendría al menos 800 páginas y la consistencia de una pluma. Lo abrí por la primera página y entonces entendí qué era lo que no encajaba.

Estaba hueco.

Y cuando digo hueco me refiero a que alguien había perforado las páginas hasta abrir una oquedad cuadrada en el centro. Incrustada en ese espacio había una caja negra lacada.

Me tembló la mano.

—¿Se encuentra bien, señor Bradford?

No presté atención al anciano. Mis sentidos estaban centrados en la caja. Pequeña, un cubo perfecto. No había duda de que era pareja a la que había recibido en la enfermería. La última vez me había dado de bruces con la estilográfica robada de Neal. ¿Qué me encontraría esta vez? Dudé. No estaba seguro de si quería descubrirlo, la verdad.

Me armé de valor y levanté la tapa. Una gargantilla descansaba en el interior, apoyada sobre una plataforma azul cobalto que hacía destacar aún más su reluciente superficie.

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