Z

Z


– V – » 1

Página 22 de 26

1

«Vivo sometido a tu espectro, pensaba Piruchas. Dondequiera que vuelva la mirada, descubro tu rostro. Mis manos se han paralizado en la sequedad de los hechos. Cuelgan como estalactitas sobre los expedientes. Abro el diario, busco algo sobre ti. Hasta ahora se hablaba de tu proceso. Después lo han cubierto con capas de ceniza periodística.

»Me has ganado completamente. Tus ojos me han invadido. Te conozco ahora bastante bien para decirte que no te quería pero que has desencadenado en mí todo un mecanismo: mi cerebro, mi corazón, todo mi cuerpo se ha puesto a tu servicio. Soy una pantalla que parecía inmensa un momento antes y que se ha encogido de pronto al llenarla tu imagen. Comprendo hoy que para contenerte yo tendría que haber sido tan vasto como el universo. Pero aun tal como soy, llego a contenerte aunque desbordes por todas partes. Las gotas que dejo en mi camino son para que los otros puedan encontrarte allí donde te he abandonado, recobrarte y llevarte más arriba. Pues debo decírtelo francamente, empiezo a cansarme.

»Primero me había curado para ti. Como satélite que soy, te había robado la luz y por un instante parecí más luminoso. Después, recorriendo la órbita del tiempo que seguimos todos, comencé a debilitarme y a declinar. Y hoy me encuentro en este punto de nuestro planeta desde el cual la Luna ya no es visible. Y no se siquiera si volverá a salir.

»Mido el espacio que nos separa por los cigarrillos que fumo en cadena. Estoy contento de no poder cambiarte. A los otros sí, puedo. Pero a ti no. Me has invadido con tu eternidad de aerolito de museo: una extraña piedra grisácea, caída un día en mi terreno cuando plantaba el tabaco, rico del esplendor que el abismo le daba. Estuvo a punto de aniquilarme. Cavó un hoyo profundo en el suelo, todavía hoy puede verse, sobre todo cuando llueve y se juntan las aguas. Sólo tú faltas. Vinieron especialistas del espacio, cavadores, y te levantaron. Te examinaron con su objetivo, te clasificaron, te pusieron un rótulo indicando el día de tu caída en la Tierra y te encerraron en un museo, en una caja toda de vidrio, como el traje de una actriz célebre en un papel célebre, una vez desaparecida. Pero si se observa bien el traje bajo el celofán, se ve que las mangas han conservado algo del movimiento de las manos. Todos tus saliente, tus aristas, las depresiones de tus superficies graníticas, para siempre petrificadas en la inmutabilidad de la muerte, testimonian a la manera de un bajorrelieve el fuego que te animaba cuando caíste, las espuelas ardientes que se hundían en tu vientre ahora invisible, así como sólo el mármol tallado puede comunicamos la emoción del escultor.

»A medida que te dejo escapar de mis dedos hábiles, de mis manos hábiles de “diputado sobreviviente”, empiezas a refugiarte para mí en una región que yo llamaría la región del sueño. Tu verdadero rostro lucha entre las pesadillas y el estado de vigilia, que no es sino otra pesadilla, puesto que tú no estás. En los sueños existes realmente, puesto que éstos no existen. Por mezclado que estés a la investigación, dados los sentimientos violentos que alimento hacia ti —sentimientos de traición, de envidia, de sensibilidad enfermiza o de depresión melancólica—, poco me importa. Pero en cuanto abro los ojos y no te veo, dulce emigrado mío del otro mundo, siento como un mar de ausencia a mi alrededor y me pongo a odiar todo lo que me clava aquí en este lecho de hospital de provincia.

»Así puedo avanzar soltando lastre. Cada mañana me revela mejor el alejamiento. Ya no sé cómo alcanzarte. Tu rostro, faro en la noche para tantos otros, sólo me trae a mí la soledad del guardafaro. A veces tu resplandor y los barcos vienen a estrellarse contra los escollos. Me alimento de náufragos que no hablarán jamás. Pero lo que estoy diciendo es excesivo y falaz, porque yo no soy para todo lo concerniente a la realidad el centro del mundo. Para todo lo concerniente a mi realidad íntima —yo soy el centro— cada uno lo es con respecto a los otros. Pero ya no soy sino el que adoraba tu rostro y que en el vacío que dejaste se ha quedado solo silbando como el viento. Y esos silbidos son como los de los trenes, es decir, románticos. Pero el romanticismo ya no es de nuestra época. Hoy los ruidos son más violentos y nada prolongados, son más metálicos y nada quejosos, más ritmados y no ya confinados en los límites estrechos de un solfeo. Los sonidos de hoy, en el sonógrafo, formarían aristas, trazos descosidos, curvas, cruces, dibujando una estructura asimétrica donde, a pesar de todo, una golondrina podría posarse y un barrilete engancharse legándonos su esqueleto. Me he convertido en ese esqueleto, golondrina de mi corazón.

»Al pensar así en ti, adquiero el derecho o un pretexto para no acercarme más realmente a ti, para no mezclarme más a la multitud de los que rodean tu imagen. Ya no cabe ninguna duda: para los otros te has convertido en una fotografía. Se proyectan ellos mismos en tu foto, mientras que tú sigues siendo para mí dos ojos que, empañados, semejan alta mar, y secos, piscinas privadas.

»En mis pesadillas me parece que me necesitas porque tú también tienes exigencias humanas. Quisiera entonces ir en tu ayuda, pero me parece que unas cadenas que no puedo romper me tienen amarrado. Me despierto empapado en sudor. Y pienso entonces con alivio que ya no existes.

»Yo digo: con alivio, aunque pueda parecerte muy extraño, pues en el fondo no tengo ninguna gana de cambiar. Me gusta este pequeño refugio, en lo alto del faro, que domina el mar. Me gusta este peñasco. Moriré con él, no contigo. Sólo tú me has dado el sentido de lo infinito. Hay los que corren delante y los que, en la retaguardia, cuidan de los heridos heroicos. Yo pertenezco a los de la retaguardia, aunque tu valentía vea en ello una cobardía. Hubiera debido vivir de otra manera para ser hoy distinto. Pero esta vida única que se nos ha dado… tengo la angustia de esta vida única que se nos ha dado.

»Los pensamientos caen en el patio como frutos maduros. Desde que no hablo, mi voz ha madurado. Pero el resorte se ha roto, el reloj no funciona. A cada instante le doy cuerda hasta el límite extremo en que el resorte se afloja bruscamente, como esos grifos que no se pueden cerrar del todo y que vuelven a echar agua violentamente porque la rosca está gastada. Lo mismo contigo.

»Todo esto, como habrás comprobado, no te concierne. Me concierne sólo a mí, y a ti ¿qué te importa? Lo que me importa es que tú creas en mí la necesidad de decírtelo, tú y ningún otro. Desde entonces hay entre nosotros un vínculo. Me siento bien, me siento mal, espero, desespero, de acuerdo contigo. No podemos vivir juntos por la sencilla razón de que pertenecemos a mundos diferentes: tú al mundo de los vivos que están muertos, y yo al mundo de los muertos vivientes.

»A veces, en mis sueños, oigo tus reproches; me dices que me necesitas como ser humano, que es demasiado egoísta ser el único que sufre. Y te amo entonces por esas naderías que hacen o no hacen nuestra vida: por un cigarrillo que te encendí un día, por un disco de poemas que escuchamos, por un puñetazo que podías dar y no diste.

»Éstas son las pocas reflexiones que quería hacerte antes de volver a mi cuarto. Te saco del océano de los diarios con la red de mi corazón. ¡Piensa en la cantidad de tinta que has hecho correr, en la cantidad de negativos! Si todo eso se transformara en sangre, vivirías eternamente. Pero tú vives eternamente, porque la sangre, tu sangre, se ha transformado en luz».

2

Ya no podía soportar su ciudad. Le parecía minúscula, mezquina, peligrosa. Los grandes navíos son para los mares vastos, solía repetir. Desde el día en que el Servicio de Urbanismo había ido a derribar por la fuerza los tres pilares que había construido con sus propias manos, había comprendido que «el accidente de caza» no tardaría en producirse. Tomó una decisión, dejó a su mujer, su madre y sus hijos, y se marchó a Atenas. En el anonimato de la capital, se sentía más seguro. Ya no corría peligro. Aquí «los suyos» eran más fuertes que «los otros». Hatzis había llegado a conclusiones personales sobre el asunto de Z. Por lo demás, no dejaba de comunicarlo a todo el mundo, pues se consideraba un perito en la materia. Le había bastado saltar a un triciclo para hacer caer los gobiernos, dislocar el cuerpo de la gendarmería real, levantarse los magistrados unos contra otros y ver cómo la sociedad expulsaba sus desechos, sus células necrosadas.

Había llegado, pues, a la conclusión de que nunca habrían asesinado a Z en Atenas. Porque, como podía comprobarlo cada día, la capital tenía un horizonte más amplio, un ordenamiento diferente, calles que no desembocaban en callejones sin salida, una atmósfera donde ninguna bruma despertaba sospechas; todo se recortaba sobre un azul límpido, las nubes no se pegaban a la tierra formando, como en Salónica, esa cúpula sofocante donde maduran más fácilmente los designios sombríos. Ninguna amenaza política suspendida sobre la cabeza de las estatuas. En Salónica «la amenaza procedente del norte» es siempre un buen pretexto para desencadenar la violencia y el terror. «¡Los búlgaros van a degollarnos! ¡El peligro rojo se acerca! ¡A las armas! ¡Rompan todo! ¡Saqueen!».

Pero en Atenas Hatzis se sentía perdido. La marea humana de la plaza Omonia, los turistas con sus barbas y sus mochilas a la espalda, la publicidad lancinante, el ritmo afiebrado de vida, en comparación con la indolencia de su ciudad natal, muchas veces le hacían añorarla. Hasta tenía la nostalgia de sus peligros, de su melancolía, quería volver a ver a su madre, a su mujer, a sus hijos, su barrio.

Las cartas de su madre le preocupaban. Se quejaba constantemente, no tenía un centavo para vivir, le reprochaba con veladas palabras que hubiera abandonado su destino ordinario para conquistar una inmortalidad sin beneficio. Era muy hermosa la gloria y la aureola, sí, estaba orgullosa de su hijo, pero con eso no tenían un bocado más de pan. ¿Habría perdido la cabeza? ¿Todos los que le colmaban de elogios no le daban un poco de dinero? Y si le daban algo, ¿por qué no les mandaba nada a ellos? ¿Quién cortaría leña para el invierno, si no querían congelarse? Los chicos no tenían siquiera zapatos que ponerse. La niña entraría este año en la escuela comunal y no había con qué comprarle una cartera.

Estas cartas de su vieja madre, torpes, llenas de amargura —su mujer hacía de criada y no tenía tiempo de escribirle— le daban un sentimiento de culpa. Pero no tenía intención de ceder. Era de izquierda, él sabía lo que significaba la marcha de la Historia. Y tenía la impresión de haber entrado en esa Historia con armas y bagajes, de haberse convertido en uno de sus constructores.

La carta peor llegó después de publicarse en la prensa la foto en que se le veía junto al Presidente del Consejo. Había ido, en compañía de Nikitas, el barnizador, al despacho de la Presidencia del Consejo, como puede hacerlo cualquier ciudadano. Papandreu, viejo venerable y bueno, de ojos vivos, siempre lleno de humor, quería saber a su vez cómo había realizado Hatzis su hazaña. Éste empezó a contarle todo en detalle, relato repetido miles de veces y que las reiteraciones habían terminado por alterar como un disco que pierde a lo largo de unos años la pureza del registro original que deja pasar crepitaciones, gangueos, y hacer saltar la aguja. El Presidente del Consejo le escuchaba como un niño apasionado por un cuento. «¡Tigre, le dijo, eres un as!». Tomó un ejemplar del Libro negro de las elecciones fraudulentas del 29 de octubre de 1961 —cuando los árboles y los muertos habían votado— y lo dedicó «al heroico Hatzis». La prensa de derecha pretendió al día siguiente que «el viejo» le había dicho: «La democracia debe mucho a gentes como usted. Usted tiene derecho a toda nuestra solicitud. No debe tener en adelante ninguna preocupación material. Vamos a buscarle un trabajo fácil, tranquilo, que no le lleve más que algunas horas, porque usted debe cultivarse. La sociedad lo necesita», y así sucesivamente. Le llevaron esos diarios a su madre, y ésta, analfabeta, viendo la foto de su hijo en compañía de Papandreu, dictó enseguida una nueva carta a la que Hatzis no contestó para no hacerla sufrir. La verdad era que el «viejo» no había dicho nada de todo eso. Le había declarado solamente que estaba a su disposición para lo que necesitara. Habían salido enseguida del despacho de la Presidencia porque había una multitud de solicitantes esperando en el pasillo. Nikitas y Hatzis fueron atropellados por una delegación de Diavata que iba a protestar contra las nuevas expropiaciones del señor Esso-Pappas. Otros diarios anunciaron que Hatzis había ido a ver a Papandreu para pedirle su protección y su ayuda. Hatzis dictó a su abogado una carta abierta que terminaba con estas palabras: «Los héroes —así me llama el señor Presidente del Consejo en su dedicatoria del Libro negro— no piden jamás ni ayuda ni protección. ¡Sépanlo los difamadores!». Sólo había vendido esa foto a los diarios, pensando más en la gloria que en el dinero.

Hatzis vagabundeaba por las calles de la capital constantemente desfiguradas por nuevas obras en construcción; de vez en cuando se colocaba como albañil para ganar justo lo que necesitaba para vivir, se divertía subiendo y bajando las escaleras rodantes del subterráneo de la plaza Omonia. A veces iba hasta El Pireo a ver los barcos habitante de Salónica, en Atenas echaba de menos el mar, aspiraba los olores excitantes de las rotiserías, los pinchos con panqueques, los kokoretsis que huelen a un kilómetro a la redonda, los lechones crujientes, las costillitas, las albóndigas pimentadas, las patatas fritas; los escaparates, los miles de coches lo volvían loco: y todo eso sin un centavo en el bolsillo. Pero no importaba. Consideraba que aún no había concluido su misión política, puesto que el asunto Z hacía pesar su amenaza sobre toda Grecia. Seguía de cerca su evolución, anotaba cada elemento nuevo, cada mina de la red subterránea que se desenterraba.

Como un pulpo que sale de su refugio para enroscarse alrededor de una langosta: así veía Hatzis la obra del juez y del procurador. La langosta eran todos los que estaban entre bastidores. La langosta era para él el símbolo del lujo: nunca la había comido, la única exquisitez con que acompañaba el uzo era el pulpo seco. La langosta, a pesar de su caparazón, de sus enormes pinzas, de sus antenas, posee una carne tierna, protegida y por lo tanto vulnerable; al pulpo no le cuesta nada sorber esa carne una vez que la ha rodeado con sus tentáculos. ¿Pero cómo conseguirlo? Ése era todo el problema.

Durante mucho tiempo se mantuvo optimista. La noche en que se enteró del encarcelamiento de los cuatro oficiales —todavía estaba en Salónicase emborrachó de alegría. Fue a la Feria y contempló los fuegos artificiales que desgarraban el cielo dibujando su nombre. No habían pasado quince días cuando una ordenanza ponía a los cuatro ladrones en libertad provisional. Acababa de abrirse la jaula, los cuervos aprovechaban. La comisión encargada de expresar las conclusiones del ministerio público debía reunirse. Estaba formada por el juez de instrucción y dos de los magistrados que habían ordenado la liberación de los cuervos. Dos contra uno. Las cosas parecían tomar un mal giro. Piruchas y la viuda de Z recusaron a los dos magistrados. El General aprovechó de inmediato su libertad para recusar al juez de instrucción «que había dado pruebas de parcialidad a su respecto».

Las peticiones de recusación fueron examinadas el mismo día. Hatzis fue temprano al palacio de justicia. Estaban todos: Yangos y Vangos sujetos uno al otro con esposas, Varonaros, el Ictiosaurio, el Mastodonte. Al ver que un reportero lo estaba fotografíando, Yangos se abalanzó sobre él, olvidando que estaba sujeto a Vangos por las esposas, con lo cual éste perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer, pero Varonaros lo retuvo a tiempo. Hatzis observó que Varonaros había adelgazado mucho: ese coloso, que había sido la fuerza misma, parecía ahora enclenque y vulnerable, y su gran cuerpo una superficie tanto más expuesta a los golpes del «enemigo». Más provocativo que nunca, el Ictiosaurio parecía encanijado y como reseco. Sólo el Mastodonte permanecía sonriente, afable, y devolvió el saludo al gendarme de civil. Los matones habían invadido la sala del tribunal y las deliberaciones se desarrollaron a puerta cerrada.

Como se enteraría Hatzis más tarde, la petición de recusaciones relativa a los dos magistrados había sido presentada por diez motivos: 1.° Ellos, que habían puesto en libertad provisional a los cuatro oficiales, «habían empleado términos irónicos con respecto al diputado asesinado». 2.º Habían adoptado una actitud parcial contra el Movimiento de la Paz. 3.º Habían sospechado de los testigos oculares considerando que sus declaraciones sólo apuntaban a «echar todas las culpas ala policía». 4.º Habían considerado que los S.O.S. de Z habían sido lanzados en la reunión con fines de propaganda, cuando Z sería asesinado en plena calle una media hora más tarde. 5.º Habían guardado silencio sobre la agresión contra Piruchas. 6.º Habían excluido a priori la idea de que la contramanifestación hubiera estado preparada de antemano, opinión sostenida directamente por muchos de los oficiales inculpados. 7.º Habían puesto en duda las declaraciones de los dos procuradores según las cuales la policía había escondido a Yangos en la comisaría. 8.º Habían recusado a un testigo so pretexto de que se ignoraban sus opiniones políticas. 9.º Habían expresado la paradoja de que «el arresto o el no arresto de los criminales queda librado al poder discrecional de la policía». Por último, uno de los magistrados era francmasón como el General, pero su inferior en la jerarquía de la Logia y no podía ser objetivo. A pesar de todos esos motivos la petición fue rechazada, así como la del General relativa al juez.

El tribunal procedió a la audición de los inculpados, que se atenían siempre, como única defensa, a la versión del «accidente de tránsito ocurrido por conducción en estado de embriaguez». Los otros afirmaron no haber estado presentes aquella noche, y los policías confirmaron sus declaraciones anteriores. Piruchas se obstinó en pedir que se prosiguiera la investigación, que se diera nuevamente el expediente al juez de instrucción para que pudiera examinar los nuevos elementos aparecidos entre tanto, tales como el informe confidencial sobre «el papel de las organizaciones nacionalistas frente al peligro comunista» que el Ministerio del Interior había dirigido al Jete de Gabinete del Ministro de Grecia del Norte, quince días antes del crimen. Esta petición fue también rechazada. De resultas de lo cual la parte civil abandonó la sala en señal de protesta, añadiendo que el código penal era formal sobre ese punto: todo magistrado cuya imparcialidad es cuestionada por una de las partes debe ser recusado. En el caso presente, se habían señalado pruebas de parcialidad, sin que ninguno de los dos magistrados se considerara herido en su honor profesional.

Con ellos es siempre la misma historia, pensaba Hatzis, que había llegado a ser un verdadero abogado autodidacto, tanta pasión ponía en seguir los debates. Leía todos los artículos, un estudiante le había prestado manuales de derecho y él los devoraba. Se encontraba de nuevo en Salónica, que, terminada la Feria, había recaído en su letargo habitual. Los diarios acababan de lanzar el asunto del informe Chloros. Este último había denunciado las presiones que el Gran Areopagita había ejercido sobre el juez y otros magistrados. «Escuche a Fulano de Tal, es un hombre muy bien». Este informe venía a confirmar las acusaciones lanzadas en la Cámara, tres meses antes, por el sustituto del Areópago a propósito de «los obstáculos que había encontrado la justicia y en particular el juez de instrucción en el cumplimiento de su misión». Sólo algunas personas al tanto de este informe habían insistido en divulgarlo. La derecha, presa de pánico, se puso a acusar a Chloros de haber ido a Salónica para influir en los jueces. La respuesta fue fulminante: «Jamás he sido sospechoso, hasta ahora, de haber querido corromper o influir a los magistrados que dependían de mi autoridad. Dejo esta tarea a otros que parecen apreciarla mucho». Ante esta declaración la parte civil fue unánime: «El informe Chloros debe ser publicado íntegramente».

El veredicto del Ministerio Público fue por fin dado a conocer. Resultó una decepción para todos, y naturalmente, para Hatzis en primer lugar. Recorrió los diarios de todas las tendencias y comprobó que cada uno lo interpretaba a su manera. Los más optimistas consideraban que la encuesta podía llevar hasta los responsables de «las más altas esferas». Unos se detenían en un solo punto de la investigación, preguntándose por ejemplo si el cráneo de Z había sido realmente roto por una matraca. Otros exultaban: los cuatro oficiales no serían encarcelados de nuevo, no se habían retenido contra ellos los cargos del juez de instrucción. Sólo los que estaban presos veían prolongada su pena. Otros, finalmente, iban más lejos y se encaraban abiertamente con el juez por haber «falsificado declaraciones y extorsionado confesiones» en el curso de la instrucción. En realidad, el veredicto era favorable a los inculpados; tenían todas las posibilidades de que en el proceso —suponiendo que lo hubiera— fueran remitidos ante un nuevo tribunal por «incumplimiento del deber» y no por «complicidad en asesinato». El ministerio público proponía que se continuara la investigación únicamente para aclarar los puntos siguientes: 1.° En el momento en que el triciclo lo había atropellado, ¿Z había sido golpeado con una maza de hierro? 2.º ¿La contramanifestación había sido concertada o espontánea? 3.º ¿La agresión contra Piruchas se había producido en un sector controlado por las fuerzas del orden? 4.º ¿Quién debía ser considerado responsable del «desorden nocturno»? Hatzis concluyó que el veredicto apuntaba esencialmente a dar largas a la acción judicial asignándole fines bastante vagos. De esta manera la opinión pública se fatigaría, el asunto Z terminaría por perder su virulencia, por enmarañarse en el interminable procedimiento de las suspensiones, los poderes, los recursos, erraría de oficina en oficina, de tribunal en tribunal hasta que una nueva bomba de la actualidad viniera a cubrirlo del todo.

El Tigre perdía la paciencia: quería terminar, comparecer ante el tribunal y revelar lo que ya había dicho al Presidente del Consejo. Quería ver cómo su hazaña daba por fin frutos. En ese momento se publicó íntegramente el informe Chloros, que cayó como una piedra en unas aguas que parecían querer calmarse —una calma provisional, pensaba Hatzis, como la que consiguen los pescadores en la superficie del mar echando arena mezclada con aceite a fin de observar los pulpos del fondo. Unos días más tarde, el Gran Areopagita sometía al Ministro de Justicia un verdadero alegato que venía cuando mucho a corroborar lo esencial del informe Chloros. Aunque lejos de refutar una sola de las acusaciones lanzadas contra él —reprochándole haber presionado en los magistrados—, el Gran Areopagita trataba de justificar su conducta. No negaba en modo alguno haber incitado al juez de instrucción a que aceptara una versión edulcorada de los hechos según la cual los asesinos de Z le habrían asestado «golpes y heridas sin intención homicida», y de haberle propuesto asimismo llevar la investigación en cuatro direcciones completamente distintas, referentes a los ejecutantes, los investigadores, los contramanifestantes y la policía; así, Yangos y Vangos serían condenados a unos años de prisión como simples ejecutantes, el Ictiosaurio y el Mastodonte como instigadores, la policía por su incumplimiento del deber y los contramanifestantes por desorden nocturno. Los dos últimos casos no tenían evidentemente nada más que ver con el crimen. Así, las «personalidades de las altas esferas» podían dormir tranquilas a la espera de intervenir más tarde para obtener el indulto de Yangos y Vangos. Como estos últimos no hablarían jamás, el asunto quedaría definitivamente enterrado con una pompa absolutamente eclesiástica. Sí, el Gran Areopagita estaba dispuesto a reconocerlo, los hechos incriminados eran exactos. Pero los interpretaba a su manera. Sin embargo, quiso ir demasiado lejos y metió la pata: pretendió además que Nikitas no había sido golpeado, que al estudiante no lo habían rapado los gendarmes, que los dos mentían abominablemente. Habló de una «explotación política desvergonzada» y denunció a este respecto «la libertad excesiva que se acordaba a la prensa». «Los periodistas eran los únicos que hacían progresar la investigación, pensó Hatzis, ¿por qué no habrían de publicar todas las informaciones que descubren por sí mismos?».

Otro juez de instrucción habría cerrado la investigación mucho antes. Tenían que haber caído con ese testarudo que lo había arruinado todo, del mismo modo que al principio Hatzis lo había echado todo por tierra al saltar al triciclo. El golpe estaba bien preparado. Un juez de instrucción de morondanga había tenido la audacia de hacer frente a hombres que sin embargo tenían una posición y una experiencia muy superiores a las suyas. «Es lo mismo, pensó Hatzis, que en las guerras, cuando condecoran a los generales, condecoraciones que sólo sirven para encubrir su cobardía, nada más. Los que van a la línea de fuego son siempre simples soldados o suboficiales. Los otros se reparten los laureles». Finalmente el Gran Areopagita fue condenado por el Ministro de Justicia a una suspensión de seis meses «por haber violado su juramento profesional». «Un viejo jurista» escribió en la prensa: «Una crisis sin precedentes conmueve nuestra sociedad. Una lucha implacable se libra en torno a uno de los más grandes crímenes políticos del siglo. ¿Quién triunfará? ¿La justicia o los colaboradores? Señores».

Entonces fue cuando Hatzis se estableció en Atenas. Después de habérsele hecho algunos homenajes públicos, pareció quedar totalmente olvidado. Se acercaba Navidad. Las tiendas estaban cargadas como fragatas, las calles se adornaban de farolitos multicolores, los ciegos con su acordeón se multiplicaban, los montañeses bajaban a vender sus pinos, el frío arreciaba y el Tigre caminaba, erraba, cada vez más extranjero entre los extranjeros, cada vez más pobre entre los pobres. No recibía un centavo. Le prometían trabajo, un empleo de tornero. Pero el pasado estaba bien muerto para Hatzis: se sentía marcado por el sello de la Historia. Sus protectores se cansaban de oírle siempre machacar el relato de su hazaña: cómo había saltado al triciclo, la lucha con Vangos, el revólver, la matraca, Yangos, el bombero con el casco. La vida seguía adelante mientras que él continuaba plantado en su encrucijada.

Le gustaba sobre todo vagabundear del lado del correo, en la plaza donde todas las mañanas podía ver a los pintores y albañiles con sus pinceles al aire, sus cubos a los pies, a la espera de que alguien los contratara. Todos lo conocían, le bromeaban, le pagaban un trago. Eran esas mañanas grises de invierno en que el frío pica a los que no tienen guantes. El vendedor de salep subía de la plaza Omonia y pasaba delante del Correo.

Un día encontró a una mujer. Ella salía de un hotel de citas de la calle Athinas. Él hacia tiempo ya que se había ido de su ciudad. Se le acercó.

—No me sacarás de la cabeza la idea de que te he visto en alguna parte —dijo la prostituta. Subieron al cuarto. Cuando hubieron terminado, ella le hizo un café.

—¿De dónde vienes?

—Del Norte. De esa vieja arrastrada. De Salónica.

—Tengo muchos clientes que son de allá. Yo también estuve, cuando aún era muchacha, en el momento de la Feria. Correteaba del lado de las aceiterías, detrás del puerto. Quizá te he visto por allí.

—Tal vez me conoces por otra cosa. Yo soy Hatzis, el que saltó al triciclo e hizo detener a los asesinos de Z.

—¿Del doctor? —dijo la mujer envolviéndose en su bata roja—. ¿El doctor que curaba gratis?

Ella le contó que una de sus tías de El Pireo, que todos los años, para el 15 de agosto, iba en peregrinación a Tinos y se arruinaba en velas y otras ofrendas para la Virgen Milagrosa, finalmente se había hecho tratar gratis por Z y se había curado en dos meses. Desde entonces tenía la foto de Z junto a todos sus iconos.

—¿Por qué lo mataron? Un hombre tan bueno…

El Tigre sólo esperaba esa oportunidad. Una vez más repitió el relato de su hazaña: cómo había saltado al triciclo, la lucha con Vangos, el revólver, la matraca, Yangos, el bombero con el casco.

Atenas le parecía inagotable. Una ciudad magnífica, rica en sorpresas. Otro día una señora de la aristocracia lo hizo ir a su casa en Kolonaki. Pretendía ser «de izquierda» por la sola razón de que su marido era de derecha y ella no perdía ocasión de demostrarle su odio. Se inclinaba compasiva sobre las gentes sencillas del pueblo que, a pesar de su pobreza, tenían una ideología. El chófer de la señora fue a buscarlo a su covacha. Era la primera vez que Hatzis se arriesgaba por el barrio elegante de Atenas. Otro mundo con todos los salones de té. Al bajar del coche vio en un escaparate unos pequeños caniches que dormían en un cesto. Perros de la misma raza lo acogieron ladrando cuando la criada abrió la puerta. Hatzis se quedó con la boca abierta. Nunca había visto una mansión semejante; estaba situada en el último piso, dominando toda la ciudad desde su terraza circular. La dueña de la casa llevaba un vestido púrpura. Le estrechó la mano efusivamente. Un perfume pesado lo embriagó. Ella quiso conocer todos los detalles:

—¡Oh! ¡Hábleme del asesinato, se lo ruego! ¿Usted cree que sin su maravilloso coraje esos monstruos hubieran podido escapar?

Hatzis bebía agua sin cesar para no tener que hablar. Antes de irse, la señora le deslizó discretamente un sobre. Una vez afuera, lo abrió; era dinero. Envió la suma a su casa para las fiestas. Su madre dejó de lloriquear un buen rato.

Pero la época de las vacas flacas volvió. Añoraba la «bugatsa» bien caliente, los buñuelos de queso, los pinchos, la sopa de mondongo. Cuando hace mucho frío, hay que comer bien, por tanto. Compró una cajita de madera, betún, cepillos, arrancó el terciopelo de un asiento del cine Rosyclair y se instaló delante de la alcaldía. Los otros lustradores se burlaban de él:

—¡No es posible, creíamos que la democracia te necesitaba!

—¡Bravo, Tigre del demonio! Eres un héroe. ¡No quieres ayuda de nadie!

—¡Sacaste la serpiente del agujero, pero te metieron en su lugar!

—¡Miren al que hizo caer a Karamanlis!

Un día vio acercársele a un hombre vestido con un abrigo oscuro que deseaba hablarle. El hombre lo llevó a un restaurante y le pagó la comida.

—Bueno —anunció en el momento del queso—, vamos al grano. Voy a explicarte claramente la situación, porque debes conocerla. Tú eres comunista. Yo también. Sólo que el partido de la E.D.A. no vale un pito. Es un partido burgués. El día que necesitaron un héroe, tomaron un burgués y no un hombre del pueblo como tú. Z era un burgués. Se le importaba un rábano de la dialéctica marxista. Era valiente, humanitario, pero no es un ejemplo capaz de arrastrar a toda una juventud. ¿Comprendes? El cisma es muy grave en el interior del movimiento comunista internacional. Yo estoy con los chinos. Los rusos se aburguesan cada vez más. Se ablandan, hacen concesiones, ya no creen en la Revolución. ¡Han ganado la suya, que los otros se las arreglen como puedan! La situación en Grecia es comparable a la de China. La miseria, el hambre, exigen medidas radicales y no acuerdos y componendas. Te digo todo esto para probarte que tú y no Z es el que hubiera debido convertirse en el héroe de ese asunto. Pero tú no les convenías. No tenías ni las cualidades características ni los orígenes liberales de Z. Por eso no han querido saber nada de ti. Yo sé lo que pasa entre bastidores, puedes creer en mi palabra. Nosotros, los pro chinos, tenemos fe en el pueblo y en la Revolución. La E.D.A. piensa que es preciso luchar en el interior de los regímenes burgueses con armas burguesas. Nosotros pensamos que hay que luchar en el interior de esos regímenes con armas revolucionarias. Esa es toda la diferencia. ¡Tú estás con los pro chinos, no con los Jruschev y Cía.! ¡Mira a qué te ves reducido! ¡A lustrar zapatos! ¡Tú, nuestro valiente Sig No Me!

—No toques lo que hay de más sagrado para mí —dijo Hatzis—. No soy muy ducho en política, pero sé que admiro profundamente a Z. He puesto en él toda mi fe, él es mi jefe.

El invierno transcurrió en la pena y la amargura para Hatzis. Cuando llegó la primavera, parecía que todo iba mejor. Un amigo camionero lo llevó un día, en marzo, a ver a los suyos a Salónica. Encontró a su madre más vieja, a sus hijos más grandes, a su mujer más distante, el barrio más pequeño. ¿Qué hacía en Atenas? No tenía nada más que temer aquí. La casa familiar le pesó enseguida como una cárcel. «Si has llegado a ser célebre, hijo mío, le dijo su madre, ¿por qué no te has hecho rico al mismo tiempo para sacarnos de la miseria?». En vano él le explicaba que en su situación una cosa no entrañaba fatalmente la otra. La vieja no quería dar su brazo a torcer. Estaba convencida de que su hijo se daba la gran vida. A su partida, le pidió que saludara de su parte a Papandreu cuando lo viera, y que le recordara la jubilación que esperaba desde hacía años. Esta atmósfera le resultó tan penosa que volvió a Atenas con alegría.

La primavera sólo comenzó a cobrar un sentido, a los ojos de Hatzis, con la Marcha de la Paz. Coincidencia conmovedora, el domingo de la marcha de Maratón en Atenas caía un 22 de mayo. Hacía tiempo que los diarios de izquierda preparaban esa jornada. «Vuelve a la tierra de la primera primavera después de la muerte de Z. Del héroe de la paz. Del héroe del mundo entero». Retratos de Z, calendarios, álbumes, recuerdos. Reinaba un ambiente de kermesse. Pero Hatzis estaba entristecido por las declaraciones de Papandreu. Desde luego, no se había atrevido a prohibir la marcha. Pero se había guardado de aprobarla, aunque fuera tácitamente. Había tratado de desalentar a la opinión diciendo que la marcha, monopolizada por la izquierda, no representaba a la mayoría aplastante de los griegos amantes de la paz sino a la lamentable minoría de algunos pacifistas extremistas. Hatzis se preguntaba cómo el mismo Papandreu el año anterior, cuando era todavía líder de la oposición, había estigmatizado la prohibición de la marcha, y este año, ya en el poder, la condenaba de antemano al fracaso. ¿Cómo había podido, cuando la muerte de Z, denunciar el crimen y tratar al gobierno de «bárbaro», de «gobierno de sangre», y este año no podía, no digamos honrar a Z, pero por lo menos callarse ante la misma sangre? ¿Así que la política no respetaba nada? ¿O quizá no había ninguna diferencia entre los dos partidos burgueses: el liberal y el reaccionario? Tan pronto llegaba uno al poder, tan pronto el otro, como dos aldeanos que se comparten la misma mula. La mula es el pueblo que los carga sucesivamente en su lomo y que no advierte el cambio más que por la diferencia de peso. Todo lo que sabía de eso, lo había aprendido solo. Era comunista y tenía conciencia de que no todo era digno de elogio en su partido, pero le reconocía una línea bien definida. Los otros —llámense uno María y otro Katina— son dos prostitutas de la calle Athinas. Tales eran los pensamientos de Hatzis en el alba de ese domingo de la segunda Marcha de la Paz de Maratón.

A medianoche fue a tomar el ómnibus en la plaza Amérikis. A su llegada, la multitud lo reconoció y lo aplaudió. Esto le devolvió el ánimo. Se sentó al lado del conductor. El camino de cuarenta y dos kilómetros que llevaba a Maratón era estrecho y cada vez que llegaba un auto en dirección contraria, el ómnibus debía aminorar para impedir un choque. Al desembocar en la llanura que se extiende al pie del túmulo funerario, encontraron todavía poca gente. Pero unas horas más tarde, una multitud inmensa surgía de la noche para invadir todos los alrededores. Al salir el sol, después de los discursos, los mensajes, los poemas, se inició la gran marcha.

Hatzis iba a la cabeza, entre las autoridades. Durante el recorrido, se detuvo para tener una vista de conjunto del cortejo: no creí a lo que veían sus ojos, se quedó estupefacto. Durante dos horas, hombres y mujeres de todas las edades, venidos de los cuatro puntos del país, desfilaron delante de él con carteles, banderolas, retratos de Z, cantando, bailando, gritando: «¡Inmortal!», «¡Está vivo!». Los rostros eran graves. Rostros de exploradores, de vagabundos, rostros de los primeros cristianos. Hatzis comprendió entonces la áspera grandeza del sacrificio. El que cae víctima de la injusticia despierta la conciencia que dormita, pero da alas a la que vela. Le tiende una mano, un cable para amarrarlo al muelle. Hatzis estaba orgulloso del papel que había desempeñado en el asunto. La marcha era una verdadera peregrinación y Z no era distinto de esos santos que veneraba su madre.

Delante de él, espectador mudo, pasaban jóvenes, muchachas, ancianos, mutilados —uno de ellos había grabado en su muleta: «Basta de guerra»—, artesanos, obreros, comerciantes, paisanos; los panaderos habían escrito la palabra PAZ con inmensas letras de pan. Venían de Creta, de Morea, de las islas del Dodecaneso, de Tracia, de Macedonia. Cuando empezó a llover, nadie se detuvo. Todos siguieron la marcha cantando durante todo el chaparrón. En un alto se celebró una boda. Después, nueva parada unos kilómetros más lejos, en el lugar donde los alemanes habían ejecutado a unos patriotas. En el éxtasis que se adueñaba de Hatzis, los brazos de esa multitud eran ramas de olivo —follaje plateado, cubierto de pelusa— y las piernas subían hasta tocar la cúpula del cielo. El año anterior, Z había realizado solo esa marcha, Ahora el camino era hollado por miles de pies. ¿En qué se diferenciaba este milagro del de la multiplicación de los panes con que Cristo había alimentado a una multitud de hambrientos a orillas del Mar de Galilea?

Veía de nuevo a Z bajando la escalera del Club Sindicalista, empujando el cerrojo de la puerta de hierro, echando una mirada a la jungla que retrocedía para abrir un claro (allí donde los cazadores acorralan al ciervo), cruzando después la calle con su paso amplio —seis pasos de Z, diez de Hatzis—, y gritando: «¡Son ellos! ¡Vuelvan! ¿Qué hace la policía?». Con estas últimas palabras, el triciclo vendría a sellar el destino, el destino de este hombre que había hecho surgir en los ojos azules de Hatzis un tridente. Veía otra vez la cartera negra que llevaba en la mano, su traje rayado, el asfalto de la calzada que aureolaba su cabeza…

El atardecer fue lento en Atenas aquel día. El sol se demoraba sobre la isla de Salamina para contemplar en toda su longitud el cortejo interminable. Los habitantes de la capital se habían aglutinado en sus balcones, en las terrazas, para aplaudir a los participantes. Habían puesto banderas. Hatzis se durmió aquella noche con un sueño apacible.

Pero pasó el tiempo, el esplendor de la marcha se esfumó poco a poco en él: volvió a ser extranjero en una ciudad extranjera. Cuerpo rechazado, condenado a las privaciones. Pasó el verano, y una tarde de otoño —en la época en que el cielo del Atica se pone como de miel— dio por casualidad con Nikitas, delante de la lámpara de acetileno de un vendedor de castañas.

3

Nikitas había ido a Atenas en la misma época que Hatzis, llevado por la misma necesidad de seguridad. Desde su salida del hospital, había pedido a la gendarmería que le proporcionaran un guardaespaldas que lo escoltara por todas partes. Quería escapar a una nueva agresión. Ya nadie iba a verlo a su taller. Un buen día decidió cambiar de aire y «bajar a la capital». A diferencia de Hatzis, no hizo de estrella. Se puso enseguida a buscar un trabajo en un taller de barnizado y consiguió ganarse la vida. La visita a Papandreu en compañía de Hatzis no modificó en nada su vida. Su única satisfacción era haberse tomado un desquite con su hermana. Era él, ahora, el que llevaba los pantalones. Las últimas elecciones habían puesto el partido del Centro en el poder; el de su hermana —la E.R.E.— había sido vencido. No le guardaba ningún rencor. Y cuando el Presidente del Consejo le preguntó si tenía algún deseo que expresar, Nikitas le rogó solamente que no destituyera a su cuñado.

Su vida no había cambiado en nada: al terminar el trabajo, volvía a su casa o iba a ver una película. Pasaba las tardes de los domingos en el estadio. Este año el P.A.O.K. ocupaba el segundo lugar en la clasificación general. Si el Olympiakos perdía otro partido, el equipo de Salónica tenía posibilidades de ganar el campeonato.

No conservaba ninguna relación con el asunto. Como no formaba parte de la E.D.A. —el partido que había adoptado el héroe—, poco le preocupaba. Se contentaba con leer los diarios; las mentiras del Gran Areopagita le hacían morirse de risa, y el anuncio de que había sido suspendido por seis meses le encantó. Cuando un periodista venía a buscarlo, respondía que no tenía ninguna declaración que hacer y que esperaba el proceso.

El azar vino a tentarlo en la persona del ex Jefe de Policía. Lo vio bajar las escaleras del taller del subsuelo donde trabajaba. Cambió de color. Las cejas espesas le recordaron toda la negrura de Salónica; volvió a ver en un relámpago al General, el hospital, sus pesadillas, sus fobias, la cara de Yangos. Al mirarlo mejor, encontró al Jefe cambiado: parecía un cura que hubiese colgado los hábitos y esa cara que había brillado con un reflejo extraterreno bajo el sombrero de pope, parecía ahora el de un almacenero cualquiera. Sin sus ornamentos sacerdotales, no imponía a nadie. Bastaba, pues, un quepis para cambiar un hombre, o una verdad más sencilla: había pasado un año, y un Jefe de Policía envejece como todo el mundo.

—¿Qué es de tu vida, Nikitas? ¿Cómo anda la cosa? ¿Tú también estás aquí? Nos hemos convertido todos en exiliados.

Nikitas le acercó una silla.

—Me vas a preguntar cómo supe que estabas aquí. Bueno, yo conocía a Georges, tu patrón. Lo encontré anteayer en la calle y me lo contó todo. Un buen muchacho, Nikitas, le dije. Voy a pasar a verlo. Bueno, todo eso, como dicen, está muerto. Muerto y enterrado. ¿Te has casado?

—Todavía no.

—Yo tampoco. El matrimonio es algo bueno, pero ya no cuando se llega a mi edad. «O te casas joven, o joven te haces monje». La policía no me ha dejado vida privada. Todo por la patria. ¡Y éste es el resultado!

—No es culpa suya, señor Jefe.

—No me llames más Jefe. Me han mandado a los suburbios, a Cholargos, a dirigir un depósito de material. Sólo para tenerme ocupado. Este asunto me arruinó la carrera, mi vida entera. Sin ser culpable, me he convertido en un desecho. ¡Si, soy una víctima, Nikitas!

—Es lo que dice todo el mundo.

—Tú también eres una víctima. ¿Por qué te relacionas con esas porquerías? Tú sabes de quién hablo. Son todos harina del mismo costal, tanto los extremistas de derecha como los de izquierda. Tú eras un artesano, no pensabas más que en tu trabajo sin meterte en política y te encontraste metido sin quererlo en esta historia.

—La cosa está terminada —respondió Nikitas, a quien la visita empezaba a fastidiarle—. El día del proceso iré a decir lo que tengo que decir, y todo quedará en orden para siempre.

—¿Tienes algún reproche personal que hacerme? ¿Algo de que quejarte, antes o después de los acontecimientos?

—Antes, yo no lo conocía a usted; después, nunca volví a verlo.

—He leído que te habían prometido las mil y una maravillas, un empleo estupendo, una fortuna. ¿Qué hay de todas esas espléndidas promesas? Tu patrón me dice que te las arreglas a duras penas.

—Todo el mundo me ha olvidado.

—Es lo que yo quería decir. ¿Qué has ganado?

—Haber perdido diez años de mi vida.

—¡Ya ves! Los bolches se han salido con la suya, han fabricado un héroe; el Centro ha llegado al poder, la derecha ha sido expulsada, pero de todos modos lo hubiera sido, pues ocho años de poder acaban fatalmente con cualquiera. Por lo tanto, nadie ha perdido, salvo tú y algunos otros.

—Así es la vida.

—Dime, a Hatzis ¿lo ves de vez en cuando?

—No.

—Si alguna vez lo encuentras, pasad los dos por mi oficina a tomar un café. Tengo una propuesta interesante que haceros. Aquí está mi teléfono.

Sacó una tarjeta de visita.

—Dadme un telefonazo antes de venir. Tenemos la ocasión de arreglar toda esta historia de una vez por todas y de la manera más sencilla. Vosotros recibiréis una indemnización y yo, pobre de mí, seré rehabilitado.

—¿Qué ocasión?

—No te digo más por hoy. Ya sé dónde encontrarte, pasaré a verte.

Se fue con ese gran signo de interrogación. En efecto, volvió a pasar unos días más tarde, a la hora en que se cerraba el taller. Llevó a Nikitas a comer una tortilla noruega al Pangrati. No le dijo una sola palabra acerca de la «ocasión». Hablaron solamente del P.A.O.K., que tenía todas las posibilidades de llevarse la copa. El Jefe era un veterano del P.A.O.K. Le dio una nueva tarjeta por si había perdido la otra.

Y una semana después, por un azar diabólico, Nikitas vio el cráneo calvo de Hatzis al fulgor de la lámpara de acetileno del vendedor de castañas. Se acercó y le puso la mano en el hombro. Hatzis dio media vuelta con el reflejo de un verdadero Tigre. No se veían desde la famosa visita del Presidente del Consejo. Fueron a sentarse al café más cercano y pidieron una naranjada —gaseosa para Hatzis, no gaseosa para Nikiras. Eran los únicos clientes y por suerte el ruido del enorme refrigera dor tapaba la conversación.

—Te busqué por todas partes —le dijo Nikitas—, pero no sabía dónde encontrarte. Pasé varias veces delante del Correo, nunca estabas. Es por el Jefe. Vino a verme dos veces. Me dio su número de teléfono.

Sacó la tarjeta de visita de su billetera.

—¿Qué quiere? —preguntó el Tigre.

—Vernos. Tiene un asunto que proponemos. Cuál, sé tan poco como tú. Es muy misterioso.

—Ya lo veo venir: nos reúne, nos hace fotografíar sin saberlo y quedamos comprometidos con él.

—No sé, Hatzis. Pero es todo mieles.

—Es lo que me da miedo.

—¿Qué arriesgamos yendo a verlo?

Hatzis reflexionó unos segundos.

—Tienes razón, no arriesgamos nada.

—Voy a telefonearle que pasaremos a verlo mañana.

—Por una vez, pase. ¡Ay, ay, ay!

—¿Qué te ocurre?

—¡Mi estómago! Nunca hubiera debido pedir la gaseosa —dijo Hatzis.

Al día siguiente por la noche, a la hora en que nadie podía reparar en ellos, tranquearon el recinto del depósito de Cholargos. El centinela estaba al tanto, no los llevó al ala central sino por un corredor lateral hasta el despacho del Jefe.

El hombre de las cejas espesas los acogió con los brazos abiertos. Fingió estar encantado de ver a Hatzis. Le acompañaba un individuo a quien presentó como «persona que goza de toda mi confianza».

—Aquí estamos, pues, reunidos los tres exiliados, las tres víctimas del asunto. Deberíamos fundar un partido.

—¡Exiliados de todos los países, uníos! Sería un buen lema —dijo Hatzis, riendo.

Ir a la siguiente página

Report Page