Vlad

Vlad


Capítulo 10

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Hacia la una de la tarde logré regresar a mi casa en el Pedregal de San Angel. Candelaria nuestra sirvienta me recibió con aire de congoja.

—¡Ay señor! ¡Estoy espantada! ¡Es la primera vez que nadie llega a dormir! ¡Qué sólita me sentí!

¿Qué? ¿No había regresado la señora? ¿Dónde anda la niña?

Llamé de prisa, otra vez, a la señora Alcayaga.

—Qué tal Yves. Sí, Magdalena se fue con Chepina a la escuela desde tempranito. No, no te preocupes. Tu niña es muy pulcra, una verdadera monada. Se dio su buen regaderazo mientras yo le planchaba personalmente la ropa. Le expliqué a la escuela que hoy Magdita no iría de uniforme, porque se quedó a dormir. Bye-bye.

Llamé a la oficina de Asunción. No, me dijo la secretaria, no ha venido desde ayer. ¿Pasa algo?

Me di una ducha, me rasuré y me cambié de ropa.

—¿No quiere sus chilaquiles, señor? ¿Su cafecito?

—Gracias, Candelaria. Llevo prisa. Si viene la señora, dile que no se mueva de aquí, que me espere.

Eché un vistazo a mi estancia. La costumbre irrenunciable de ver si todo está en orden antes de salir. No vemos nada porque todo está en su lugar. Salimos tranquilos. Nada está fuera de su sitio, el hábito reconforta…

No había flores en la casa. Los ramos habitualmente dispuestos, con cariño y alegría, por Asunción, a la entrada del lobby, en la sala, en el comedor visible desde donde me encontraba a punto de salir, no estaban allí. No había flores en la casa.

—Candelaria, ¿por qué no hay flores?

La sirvienta puso su cara más seria. Sus ojos retenían un reproche.

—La señora las tiró a la basura, señor. Antes de salir ayer me dijo, ya se secaron, se me olvidó ponerles agua, ya tíralas…

Era una mañana sorprendentemente cristalina. Nuestro valle de bruma enferma, antes tan transparente, había recuperado su limpieza alta y sus bellísimos cúmulos de nubes. Bastó este hecho para devolverme un ánimo que la sucesión de novedades inquietantes me había arrebatado.

Manejé de prisa pero con cuidado. Mis buenos hábitos, a pesar de todo, regresaban a mí, confrontándome, afirmando mi razón. Así deseaba que regresase a mí la ciudad de antes, cuando «la capital» era pequeña, segura, caminable, respirable, coronada de nubes de asombro y ceñida por montañas recortadas con tijera…

No tardé en volver a la inquietud.

No, me dijo la directora de la escuela, Magdalena no ha venido el día de hoy.

—Pero sus compañeras, sus amiguitas, ¿puedo hablar con ellas, con Chepina?

No, las niñas no vieron a Magdalena en ninguna fiesta ayer.

—En la fiesta tuya, Chepina.

—No hubo fiesta, señor.

—Era tu cumpleaños.

—No señor, mi santo es el día de la Virgen.

—¿De la Asunción, ayer?

—No señor, de la Anunciación. Falta mucho.

La niña me miró con impaciencia. Era la hora del recreo y yo le robaba preciosos minutos. Sus compañeras la miraban con extrañeza.

Llamé enseguida, otra vez, a la madre de Chepina. Protesté con irritación. ¿Por qué me mentía?

—Por favor —me dijo con la voz alterada—. No me pregunte nada. Por favor. Se lo ruego por mi vida, señor Navarro.

—¿Y la vida de mi hija? ¿De mi hija? —dije casi gritando y luego hablando solo, cuando corté la comunicación con violencia.

Tomé el coche y aceleré para llegar cuanto antes al último recurso que me quedaba, la casa de Eloy Zurinaga en la colonia Roma.

Nunca me pareció más torturante la lentitud del tráfico, la irritabilidad de los conductores, la barbarie de los camiones desvencijados que debieron quedar proscritos tiempo atrás, la tristeza de las madres mendigas cargando niños en sus rebozos y extendiendo las manos callosas, el asco de los baldados, ciegos y tullidos pidiendo limosna, la melancolía de los niños payasos con sus caras pintadas y sus pelotitas al aire, la insolencia y torpeza obscena de los policías barrigones apoyados contra sus motocicletas en las entradas y salidas estratégicas para sacar «mordida», el paso insolente de los poderosos en automóviles blindados, la mirada fatal, ensimismada, ausente, de los ancianos cruzando las calles laterales a tientas, inseguros, hombres y mujeres de pelo blanco y rostros de nuez resignados a morir como vivieron. Los ridículos, gigantescos anuncios de otro mundo fantástico de brassieres y calzoncillos, cuerpos perfectos, pieles blancas y cabelleras rubias, tiendas de lujo y viajes de encanto a paraísos comprobados.

A lo largo de túneles de cemento tan siniestros como el laberinto construido para el conde Vlad por su vil lacayo el ingeniero Alcayaga, esposo de la no menos vil y mentirosa María de Lourdes, mamá de la dulce pero impaciente niñita Chepina a la que empecé a imaginar como un monstruo más, íncubo infantil de mocos supurantes…

Frené abruptamente frente a la casa de mi patrón, don Eloy Zurinaga. Un criado sin facciones memorizables me abrió la puerta, quiso impedirme el paso, no se dio cuenta de mi firmeza, de mi creciente poder frente a la incertidumbre, nacido de la mentira y el horror con los que confronté al anciano Zurinaga, sentado como siempre frente al fuego, las rodillas cubiertas por una manta, los dedos largos y blancos acariciando el cuero gastado del sillón.

Al verme abrió los ojos encapotados pero el resto de su cara no se movió. Me detuve sorprendido por el envejecimiento creciente, veloz, del anciano. Ya era viejo, pero ahora parecía más viejo que nunca, viejo como la vejez misma, por un motivo que en el acto se impuso a mi percepción: este jefe ya no mandaba, este hombre estaba vencido, su voluntad había sido obliterada por una fuerza superior a la suya. Eloy Zurinaga respiraba aún, pero ya era un cadáver vaciado por el terror.

Me dio miedo ver así a un hombre que era mi jefe, al cual debía lealtad si no un afecto que él mismo jamás solicitó. Un hombre por encima de cualquier atentado contra su fuerte personalidad. Honesto o no, ya lo dije: yo no lo sabía. Pero hábil, superior, intocable. El hombre que mejor sabía cultivar la indiferencia.

Y ahora no. Ahora yo miraba, sentado allí con las sombras del fuego bailándole en la cara sin color, como un despojo, a un hombre sin belleza ni virtud, un viejo desgraciado. Sin embargo, para mi sorpresa, aún le quedaban tretas, arrestos.

Adelantó la mano transparente casi.

—Ya sé. Adivinó usted que el hombre con abrigo de polo y stetson antiguo que fue a la oficina era verdaderamente yo, no un doble…

Lo interrogué con la mirada.

—Sí, era yo. La voz que llamó por teléfono para hacer creer que no era yo, que yo seguía en casa, era una simple grabación.

Trató, con dificultad, de sonreír.

—Por eso fui tan cortante. No podía admitir interrupción. Debía colgar rápidamente.

La astucia volvió a brillar por un instante en su mirada.

—¿Por qué tuve que regresar dos veces a la oficina, rompiendo la regla de mi ausencia, Navarro?

Una pausa teatral.

—Porque en dos ocasiones tuve que consultar viejos papeles olvidados que sólo yo podía encontrar.

Apartó las manos como quien resuelve un misterio y pone punto final a la pesquisa.

—Sólo yo sabía dónde estaban. Perdone el misterio.

No era estúpido. Mi mirada, mi actitud toda, le dijeron que no era por eso que lo visitaba hoy, que sus tretas olvidadas me tenían sin cuidado. Pero era un litigante firme y no cedió más hasta que yo mismo se lo dije.

—Ha jugado usted con mi vida, don Eloy, con mis seres queridos. Créame que si no me habla con franqueza, no respondo de mí.

Me miró con debilidad de padre herido, o de perro apaleado. Pedía piedad, súbitamente.

—Si usted me entendiera, Yves.

No dije nada pero parado allí frente a él, en una actitud de desafío y rabia, no necesitaba decir nada. Zurinaga estaba vencido, no por mí, por él mismo…

—Me prometió la juventud recobrada, la vida eterna.

Zurinaga levantó una mirada sin victorias.

—Éramos iguales, ¿ve usted? Al conocernos éramos iguales, jóvenes estudiantes los dos y luego envejecimos iguales.

—¿Y ahora, licenciado?

—Vino a verme antenoche. Creí que era para agradecerme todo lo que he hecho por él. Facilitarle el traslado. Atender su súplica: «Necesito sangre fresca», ¡ah!

—¿Qué pasó?

—Ya no era como yo. Había rejuvenecido. Se rio de mí. Me dijo que no esperara nada de él. Yo no volvería a ser joven. Yo le había servido como un criado, como un zapato viejo. Yo me haría viejo y moriría pronto. Él sería eternamente joven, gracias a mi ingenua colaboración. Se rio de mí. Yo era su criado. Uno más. «Yo tengo el poder de escoger mis edades. Puedo aparecer viejo, joven o siguiendo el curso natural de los años».

El abogado cacareó como una gallina. Volvió a mirarme con un fuego final y me tomó la mano ardiente. La suya helada.

—Regrese a casa de Vlad, Navarro. Esta misma noche. Pronto no habrá remedio.

Quería desprenderme de su mano, pero Eloy Zurinaga había concentrado en un puño toda la fuerza de su engaño, de su desilusión y de su postrer aliento.

—¿Entiende usted mi conflicto?

—Sí, patrón —dije casi con dulzura, adivinando su necesidad de consuelo, vulnerado yo mismo por el cariño, por el recuerdo, hasta por la gratitud…

—Dese prisa. Es urgente. Lea estos papeles.

Me soltó la mano. Tomé los papeles. Caminé hacia la puerta. Le oí decir de lejos.

—Espere usted todo el mal de Vlad.

Y con voz más baja:

—¿Cree que no tengo escrúpulos de conciencia? ¿Cree que no tengo una fiebre en el alma?

Le di la espalda. Supe que jamás lo volvería a ver.

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