Violeta

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CAPÍTULO II UNA BODA TRANQUILA

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CAPÍTULO IIUNA BODA TRANQUILA

A veces pienso que la carga que llevo es

demasiado pesada para una niña de mi

edad.

Violeta Meadows Granden.

Los demás de la clase hacían obedientes sus ejercicios de álgebra; pero no así Violeta. Violeta estaba redactando en su pupitre un aviso con el máximo cuidado. Se retorcía una trenza meditativamente y los anteojos de carey se le habían resbalado por la nariz. Después de mucha borratina estudió el resultado:

Una agradable y joven pareja que está por casarse tendrá que prescindir de la luna de miel a menos que encuentren, en un sitio romántico, lugar bastante acomodado. ¿Qué puede ofrecer usted?

La satisfizo. Lo pasó en limpio.

Después de la clase la señorita Pringle, su maestra de matemáticas, la llamó a su pupitre.

—Violeta —le dijo ásperamente—, tú no estabas haciendo los ejercicios de álgebra.

—Me preocupaban otras cosas —le contestó Violeta.

—¿Sí? Debe de ser por eso que tu nota fue tan baja el mes pasado.

—Mi padre está por casarse.

En apariencia, no había relación posible entre los puntos bajos de Violeta en álgebra y la boda inminente de su padre. Así lo entendió la señorita Pringle, quien manifestó esa opinión en voz alta y sin circunloquios.

—Señorita Pringle —dijo Violeta con aquella quejosa paciencia de los doce años, que era tan suya—, ¿conoce usted a mi padre?

—No.

—¿Y a la mujer con quien se casa, Lily Forrest?

—No.

—¿Y sabía usted que ya estuvieron casados antes y que Lily fue la primera de las tres esposas de mi padre?

—No, no lo sabía —contestó la señorita Pringle, un tanto asombrada.

—Entonces usted no puede entender que los dos carecen del sentido de la responsabilidad y que para mí son todo un problema. Evidentemente, mucho más importante que todos los problemas de álgebra. Por eso le ruego que no exprese una opinión. Cuando tenga a mi padre en su cuarto matrimonio, le prometo que mis notas volverán al mismo nivel elevado de costumbre.

Dicho eso, se alejó del lado de la señorita Pringle. Sus tacones recios golpeaban el piso con fuerza y las trenzas se le balanceaban.

Violeta estaba de vuelta en el departamento de Nueva York en el cual vivía con su padre, la tía Ester y de uno a cinco hermanos y hermanas, según fuese la época del año. De momento estaban sólo Violeta, Sidney y Bruce, lo cual ya era algo, toda vez que la decisión de Pete de volverse a casar con Lily estaba dando lugar a mucha tensión. No quiere eso decir que Pete o Lily estuvieran nerviosos. Seguían haciendo con alegría sus proyectos de vida ideal sobre la base de nada por mes. Tampoco quiere decir que la tía Ester estuviese nerviosa. Tenía el mismo natural optimismo de Pete y cierta idea peculiar, allá en lo recóndito de su mente, de que todos los casamientos se realizan en el cielo, lo cual, en vista de las tres desastrosas experiencias de Pete, era un concepto demasiado audaz. Pero Violeta estaba muy nerviosa. Todo lo veía negro.

—La experiencia no le ha servido de nada a papá —anunció a Sidney aquella misma tarde, mientras ambos estaban sentados en el living-room.

—Bueno —dijo Sidney con un suspiro—; no podemos vivir nosotros las vidas de nuestros padres. Debemos dejar que aprendan solos.

—Pero alguien ha de tener sentido práctico —objetó Violeta, tirándose de cara en el sofá—. ¿Con qué van a vivir?

—Eso le pregunté yo a papá.

—¿Y qué te contestó?

—Se rió y me dijo que no me calentara la cabecita.

—Ah, muy bien... Si nosotros no nos preocupamos ¿quién va a preocuparse?

—Agregó que nunca se había muerto de hambre.

—Alguna vez hay que empezar —dijo Violeta en tono siniestro—. No todo será amor. A esa edad, por lo menos. Están envejeciendo. Ya casi tienen treinta y cinco años uno y otro.

Bruce dio un salto, colocándose de frente a Violeta en un rincón.

—¡Mira! —dijo—. Soy un tigre, el tigre más feroz que ha existido.

—¿Por qué no te pones serio alguna vez? —preguntó Violeta con evidentes señales de fastidio.

—Soy un tigre muy feroz —dijo Bruce echándose a recorrer el cuarto en cuatro patas. La imaginación de Bruce, excesivamente fértil, era todo un tormento para Violeta y Sidney, más dados a la intelectualidad pura.

—¡Anda a paseo! —exclamó Sidney con malos modos—. Queremos estar tranquilos.

—Hoy he puesto un aviso pidiendo sitio para la luna de miel —anunció violeta, suspirando.

—¿Por qué lo has hecho?

—Porque es forzoso que tengan su luna de miel. Una vez oí cómo la tía Ester decía que sin luna de miel ningún matrimonio es matrimonio.

—La tía Ester es muy sentimental —murmuró Sidney.

—Ya lo sé —asintió Violeta—. Pero me parece que la idea no es desatinada. Yo creo que a mí me gustaría ir de luna de miel.

—¡Pamplinas! —exclamó Sidney.

—De todos modos, no se hace nada malo con probar. Me he pasado la semana entera sin merienda para pagar el aviso en el Times. De modo que tendrás que darme la mitad.

En aquel instante llegaron Pete y Lily muy alegres. Aparecieron de pronto en la puerta del living-room.

—¡Hola, hola! —dijo Pete.

—Hemos escuchado un concierto maravilloso —expresó Lily.

—¿Y de dónde sacan ustedes dinero para tirarlo en un concierto? —inquirió Violeta.

—Te hemos tomado el pelo —dijo Pote—. Fue un concierto gratuito organizado por el municipio, para los pobres.

—¿Cómo no se les ha ocurrido salir, haciendo una tarde tan hermosa? —interrogó Lily.

—Estamos pensando —dijo Violeta.

—¿Pensando en qué?

—En ustedes dos, ya que quieren saberlo.

—¡Que satisfacción! —exclamó Lily.

Violeta se levantó y adoptó un continente severo. ¿Podría hablar con ustedes en serio un rato?

Pote y Lily se miraron.

—Sí..., claro...

—Pues bien, me desagrada meterme en sus asuntos, pero...

Lily se puso muy seria de pronto. La experiencia le había demostrado que cuando Violeta empezaba de aquel modo era de temer cualquier cosa.

—¿Qué es lo que te traes entre manos? —preguntó Pote.

—Mi única finalidad es ayudarlos —dijo Violeta.

—¡Oh! —refunfuñó Pote—. ¿Esas tenemos?

—Tienen que ser prácticos siquiera dos minutos.

—Perfectamente —dijo Lily, arrellanándose en un sillón—, ¿por qué no?

—Ustedes dos van a volver a casarse con un enorme optimismo...

—Lo cual admitimos que es muy digno de elogio —intervino Sidney—. Pero a ninguno de los dos se les ha ocurrido preguntarse con qué van a vivir.

—¿A qué te refieres? —preguntó Pete.

—Al dinero —repuso Violeta con toda claridad—. En tus buenos tiempos lo veíamos. Esos papeles verdosos, ¿te acuerdas?

—Oye —dijo Pote, enrojeciendo—, óyeme, señorita Sabelotodo, estás hablando como si yo fuera un pobrete.

—Y lo eres... —Jovenzuela...

—¿Me permites que destaque los hechos? —inquirió Violeta, deteniéndolo con firmeza.

—Te concedemos cinco minutos —manifestó Lily.

—En ese caso, necesito beber algo —agregó Pote, acercándose al gabinete de los licores.

—El padre de Florabel Atkinson tiene úlceras —sentenció Violeta, mirándolo con energía.

—¿Qué enredo es ése? —preguntó Pote.

—He dicho únicamente que Florabel Atki...

—¿Y quién es Florabel Atkinson?

—La tesorera de nuestro club escolar de francés.

—¿Y ésas son las cosas de que ustedes hablan? No hay duda que es una excelente escuela.

—Una escuela progresiva —explicó Violeta.

—¡Oh!

—Pero volviendo al asunto —agregó Violeta, cruzándose de piernas al estilo indio y abordando resueltamente el tema—. Uno: todo el dinero que tú tienes, papá, está dedicado a pensiones a las ex esposas, educación de los niños y pagos de seguros. Dos: no estás ganando nada, en virtud de que te encuentras en un estado de fusión.

—¿Qué? —preguntó Lily, riendo.

—Pasa por un período de transformación —aclaró cortésmente Violeta, debido al hecho de que se eleva estéticamente, o sea que abandona un negocio burgués, pero lucrativo, del lavadero de ropas, con el fin de volver a su antiguo amor, el pincel y la paleta. Tres: todo lo que has ganado hasta ahora con tus pinturas, papá, ha sido un premio de setenta y cinco dólares, y aun en ese caso los jueces, después, llegaron a sospechar que fue un error del escribiente.

Pote se dejó caer en un sillón, empuñando el vaso.

—Tú me tienes confianza, jovenzuela, ¿verdad?

—Sí; más aún, estoy segura de que un día serás considerado un pintor famoso. Pero también apuesto a que morirás pobre.

—¿Qué has andado leyendo? —inquirió Pote.

—Y cuatro —continuó Violeta sin amilanarse—: que has persuadido a Lily para que deje sus lecciones de música, de modo que tendrá que depender completamente de ti. Ahora repito: ¿de qué van a vivir?

Lily la miró un poco desconcertada. Era inicuo escuchar esa charla de Violeta, y sin embargo no había duda que tenía algo de razón. Contempló a Pote, que fruncía el ceño malhumorado.

—Ni siquiera tienen dinero bastante para la luna de miel —dijo categóricamente Violeta, levantándose y sacudiendo la cabeza.

—¿A quién le interesa la luna de miel? —preguntó Lily alegremente. Todas las mujeres aspiran a un viaje de luna de miel —expresó Violeta con un tono ampuloso y definitivo.

—El nuestro ya tuvo lugar —manifestó Pete.

—Eso fue en la otra boda —insistió Violeta.

—Por supuesto —intercedió en ese momento Sidney—, nosotros los niños vamos a realizar una colecta para juntarles algo y creo que la tía Ester puede reducir los gastos de la casa. Pero eso no les puede durar mucho tiempo.

—¡Por amor de Dios! —manifestó Lily temiendo que la conversación estuviera yendo demasiado lejos—. ¿Se les ha ocurrido por un momento que nosotros queramos vivir a costa de ustedes?

—No seas reaccionaria —le dijo Sidney.

—Además, es posible que podamos extraerles algo a muestras madres — agregó Violeta.

Esto tuvo la virtud de indignar realmente a Lily.

—Puedes estar bien segura —exclamó iracunda— de que no vamos a vivir a costillas de las ex esposas de Pete. ¡Muy segura!

—Y entonces, ¿cómo piensan vivir? —preguntó Violeta—. Ese es precisamente el punto a que yo quería llegar.

—Por de pronto —respondió Lily después de cavilar detenidamente—, tenemos aún la platería del matrimonio anterior. Está en depósito. Violeta movió la cabeza con tristeza. Lily miró a Pete.

—¿O será que no la tenemos? —preguntó al cabo.

—No —le respondió Pete, meneando entristecido su cabeza—, no seguimos teniendo aquello.

—Pignoratus —dijo Violeta lacónicamente.

Llamó el teléfono y Pete contestó. Todos los presentes lo escucharon con atención. Era costumbre de los Granden escuchar siempre que alguien telefoneaba.

—¡Oh, ¿Qué tal, Johnnie?... Sí, sí, pero va a ser una cosa estrictamente privada. Una ceremonia sencillísima y nada más. Dos testigos únicamente... Sí... No, no puedo decirte dónde ni cuándo... No, no, te conozco de sobra... —En ese momento, la risa de Pete fue algo forzada, mientras seguía: Supongo que tú entiendes lo delicado que es casarse de nuevo con la primera esposa después de... bueno, después de todo lo que ha pasado después. Algunos podrían creer que es una broma... ¿Entiendes? Por eso he decidido que sea completamente secreto... Si... Oh, claro, te avisaremos cuando haya pasado. Seguro. Y nos alegraremos de verte también... No lo dudes... Gracias.

—Johnnie Sparr —díjole Pete a Lily a guisa de explicación, luego que hubo colgado el receptor—. Un muchacho encantador, pero muy bromista. Antes de darle detalles de nuestra boda preferiría hacer ejercicios en la cuerda floja. Trabaja en diarios y anda con los que publican chismecitos. Muy peligroso.

—A todo esto —fue Violeta quien habló en este momento—, ¿cuándo piensan casarse?

—No lo hemos decidido aún. En cualquier momento. Tenemos la licencia.

—Nos has deprimido tanto —dijo Lily— que no tendría nada de extraño que no nos casáramos.

La mirada de Violeta fue casi tierna por un momento.

—Todos tenemos que hacer frente a las cosas —dijo con suavidad—. Vamos, Sidney.

Violeta y Sidney salieron del cuarto.

—Confío que saldrán un poco para aprovechar este aire de primavera — les dijo Lily.

—No somos de los de aire libre —contestó Violeta—. No vamos afuera. Vamos a mi cuarto, a terminar una partidita de ajedrez.

Y se marcharon. Bruce estaba rondando por el cuarto.

—Papito —dijo.

—¿Qué?

—Soy un tigre feroz.

—Muy bien.

Pete se acercó a la ventana y permaneció junto a ella, mirando al exterior. Lily apoyó la cabeza en la mano en actitud meditativa. Suspiró con fuerza.

—Lo cierto es que esos niños saben algo más de la cuenta —dijo tristemente

—Lo que yo quisiera averiguar —dijo Pete— es el motivo por el cual una persona indiferente como yo puede engendrar esos hijos tan condenadamente admirables. ¡Hijos tan especiales! ¿Por qué no habrán salido tontos y sucios?

Lily se le acercó y apretó su cabeza contra el cuello de Pete.

—Yo nunca he pretendido ser más que un pintor que se muere de hambre —dijo Pete.

—Claro que no has pretendido, querido —manifestó Lily queriéndolo calmar—. Y yo estoy de acuerdo en morirme de hambre contigo. Violeta no tiene derecho a causarnos estos trastornos.

A la tarde siguiente, Violeta y Sidney demoraron más que de costumbre en volver de la escuela. Violeta traía consigo un fajo grande de correspondencia.

Pete y Lily se hallaban cómodamente sentados en el sofá, en medio de un aura idílica y felicitándose de haberse encontrado otra vez. No se acordaban de que Violeta existiera. Cuando la vieron, suspiraron.

—Ha llegado el Superhombre —murmuró Lily.

Violeta contempló el vaso de bebida que su padre tenía delante.

—El papá de Florabel Atkinson... —empezó.

—¡No quiero volver a escuchar ese nombre! —gritó Pete,

Violeta dejó su fajo de correspondencia en el sillón y tiró en él sus libros, sombrero y saco.

—¿Qué llevas ahí? —le preguntó Lily

—Me parece que les he encontrado un sitio para la luna de miel —replicó Violeta, empezando a clasificar las cartas.

—¿Viene así por correo la luna de miel? —inquirió Lily.

—Sí.

—¡Luna de miel! —exclamó Sidney con gesto despreciativo— ¡Tonterías! Violeta estaba muy seria. Clasificó las cartas en el suelo, disponiéndolas en varios montones.

—Por supuesto, la mayoría de las contestaciones son propaganda de hoteles y cosas parecidas. Era de esperarse. Hay algunos ofrecimientos que son demasiado caros, como el castillo de Connecticut, la plantación de Carolina del Norte y el vagón ferroviario privado del señor Egbert S. Derriberry, que él mismo asegura que es una carga económica. Pero, por el proceso de eliminación, se encuentran tres posibilidades verdaderas. Y creo que ustedes dos deben decir la última palabra. ¿Qué opinas, Sidney?

—Claro. Los que se entierran son ellos.

—Ahora bien —prosiguió Violeta, sentándose sobre sus propios talones y abriendo tres cartas—, ¿les gustaría pasar la luna de miel en el salón de Pasteles y Helados de la señora Hattie Glutz, en las afueras de Pittsburgh, o en el Campamento de Comunidad del Lago Wawaslogum, Nueva Jersey, o en la casa que la señorita Frederica Fairland tiene en Taxco, México. ¿y que, abro comillas, es una adorable casita de adobe, cierro comillas?

—¿A qué viene todo eso? —preguntó, paciente, Pete.

Violeta explicó la cuestión del aviso.

—Estas son las respuestas que encontré en el "buzón" del Times. ¿No es maravilloso?

Pete y Lily estaban ligeramente anonadados. Miraron las tres cartas de las "posibilidades".

—Como ven —siguió Violeta—, estas tres lunas de miel son gratuitas. ¿No es un encanto? Vienen de gente que es partidaria verdadera de la luna de miel y tiene buen corazón.

—Al parecer, la puntada no deja de tener nudo —manifestó Lily.

—¡Hum! —murmuró Pete, leyendo—. Si vamos al establecimiento de pasteles y helados de la señora Glutz, nos da casa y comida gratis durante dos semanas, pero tenemos que ayudar en el negocio, a cambio de lo cual nos tratará como a sus queridos hijos, que murieron.

—Si vamos al campamento del Lago Wawaslogum —explicó Lily—, se nos dará la Cabina Memorial de Horacio Zimberger, pero tenemos que comer el rancho del campamento.

—No suena bien —comentó Pete.

—Y en la adorable casa de adobe de la señorita Fairland tenemos que mantener en buen estado la casa y de buen humor a los dos criados mexicanos. En estas condiciones, podemos disponer de la casa gratis indefinidamente. ¡Bueno, bueno!

—Yo creo que esa carta es realmente encantadora —opinó Violeta, mirando por encima del hombro de Lily—. ¿Ven? La señorita Fairland dice: "Yo misma estuve por ir allí a pasar una luna de miel cierta vez, pero eso fue hace muchos años. Y nada desearía tanto como saber que una pareja ocupa la casa para ese objeto". Puede suponerse que ha tenido una vida trágica, ¿verdad?

Pete no escuchaba. Miraba delante de sí abstraído.

—¡Dios mío! —exclamó de pronto, con una emoción que le salía por los ojos—. ¡Las cosas que podría pintar en México!

—Yo siempre he tenido deseos de ir a México —dijo Lily, reteniendo con fuerza entre las suyas una mano de Pete.

—¿De modo que se deciden por la adorable casa de adobe de la señorita Fairland? —preguntó Violeta.

Pete miró a Lily a los ojos.

—Querida, ¿no te parece que sería maravilloso?

—Sí, yo creo —dijo Violeta, muy meditativa— que en México se presentan ventajas que no pueden encontrarse en el Lago Wawaslogum o en Pittsburgh, y ni siquiera en los alrededores de Pittsburgh.

Pete y Lily seguían mirándose sonrientes, y conteniendo el aliento, por miedo de confiar demasiado.

—Sería como visitar el cielo —exclamó Lily extáticamente.

—Y casi igual de lejos —comentó Sidney con frialdad. Pete y Lily dejaron de sonreír.

—Hay un cierto problema de transporte. México se encuentra a 2.856 millas de Nueva York. Y Taxco está un poco más allá. El gasto será...

—¡Oh! —exclamó Pete apesadumbrado.

Luego, de pronto, se reanimó. México poseía demasiada atracción para él. Asió con fuerza las manos de Lily, y le dijo con entusiasmo infantil:

—¡Querida, me encantaría!

—Entonces, está arreglado. Le escribiremos en el acto.

Pete, después de decir estas palabras, se lanzó a recorrer el cuarto a grandes pasos, sonriendo dichoso

—¿Y cómo piensan pagar el viaje? —preguntó Sidney.

De pronto, Pete asumió el aire de amo de su propio destino. —Escuchen —dijo—; si realmente me lo propongo, puedo conseguir el dinero en préstamo. Todavía los bancos me otorgarían crédito.

—El tipo soñador —comentó Sidney.

—El tipo soñador... ¡un cuerno! —replicó Pete gritando—. Conseguiré el dinero mañana, y habremos salido en menos que se dice... Florabel Atkinson.

Después de esto, tomó el vaso y lo llevó a sus labios, con un valiente movimiento ondulatorio.

Violeta tomó las palabras de su padre con el escepticismo habitual. Y aquella misma noche redactó en silencio otro aviso:

Pareja sale en auto a México Cite y tomaría tres pasajeros compartiendo gastos.

—Tendremos que romper tu alcancía, Sidney —dijo Violeta entusiasmada—. Pero por lo menos este aviso no costará mucho.

—¿Por qué tienes siempre que recurrir a mis ahorros? —preguntó Sidney.

—Porque los míos —respondió Violeta con afectación— están en fondos para Navidad en el Chase National Bank.

A ese nuevo aviso Violeta recibió cinco respuestas. Investigó las referencias y seleccionó tres buenas perspectivas.

—Pareces olvidar —le advirtió Sidney— que papá no tiene auto. Lo vendió el año pasado, en un momento crucial

—Ya lo sé, tonto.

—¿Y entonces...?

—Quiere decir que tendremos que comprarle un auto.

—No me hagas reír. ¿Con qué?

Violeta tomó de pronto el aspecto de un ave de rapiña.

—Florabel Atkinson es una de mis mejores amigas —dijo pensando mucho las palabras—. Es posible que sea algo estúpida, y más que un poco burguesa; pero es una de mis mejores amigas.

—¿Qué tiene que ver eso con nada?

—Cómo Florabel es tesorera de nuestro club de francés...

Cuando Florabel y Violeta se encontraron en el lavatorio de niñas, minutos antes de que empezara la clase a la mañana siguiente, se celebró toda una conferencia.

—Tranquilízate un momento, Florabel —dijo Violeta—. Nunca te he visto tan nerviosa. Y tengo que decirte una cosa seria.

—Es cierto que jamás he estado tan nerviosa —balbuceó Florabel, que era un poco gordita y por naturaleza tenía una respiración dificultosa—. Te aseguro, Violeta, que así es.

—Serénate, Florabel, serénate. Si casi te veo convertida en un manojo de nervios...

—Es que tampoco he sido nunca tan dichosa. Pero lo malo, Violeta, es que yo misma no sé si puedo contártelo.

—Ni yo te lo pregunto, ¿no es así, Florabel?... Pero ahora escucha, préstame mucha atención. No te gustaría, como tesorera de nuestro club de francés, aumentar ese fondo de sesenta y ocho dólares con sesenta centavos que tenemos en nuestra tesorería?

—¿Qué has querido decir, Violeta?

—¿No te gustaría?

—Claro que me gustaría. A todos nos encantaría tener más dinero en la tesorería. Sabes de sobra que en ese caso podríamos preparar mucho mejor nuestra comedia francesa, y hasta quizá lograr el efecto del fuego, con humo verdadero, en la escena del incendio. Tú...

—Entonces, escúchame, yo no creo poder aumentarlo tanto. Pero si me prestas esos sesenta y ocho dólares con sesenta centavos por tres días, te los devolveré con cinco por ciento de interés. Quiere decir que el club tendrá los sesenta y ocho dólares con sesenta, más tres dólares con cuarenta y tres centavos, lo cual da setenta y dos dólares con tres centavos.

Florabel tironeaba nerviosa los botones del suéter.

—Bueno, Violeta, tendré que pedir permiso al club... Violeta decidió lanzar un último ataque a fondo.

—¿No eres la tesorera? —preguntó—. Creo que puedes tomar algunas decisiones por ti sola, ¿no es así? Y piensa en los felices que serán todos cuando vean cómo has aumentado el fondo común.

—Bien, pero...

—¡Por amor de Dios Florabel! ¿Eres persona o insecto?

—Soy una chica —dijo Florabel con sinceridad.

Violeta comprendió que Florabel sería así toda su vida. Cuando con una persona no se puede usar la razón, hay que apelar a la fuerza.

—Bueno, me das ese dinero, Florabel. Y todo saldrá bien.

—En fin, Violeta, si estás segura de que no hay nada malo. Después de todo, eres casi mi mejor amiga...

—Exactamente —dijo Violeta con sequedad.

—¿Y ahora no quieres que te cuente por qué estoy tan terriblemente nerviosa? —preguntó Florabel, moviéndose otra vez.

—¿No decías que era un secreto?

—En realidad, no debería contarlo, pero quiero que lo sepas. Como eres mi mejor amiga...

—Ve derecho al grano, Florabel —dijo Violeta, mirándose los dientes en el espejo.

—Pues bien, la señora Mason me ha dicho que el club desea que yo tome a mi cargo el papel principal de la comedia francesa. Haré de Juana de Arco. Violeta la miró fijamente, alarmada, y con algo de compasión.

—¡Oh! ¿De veras? —le dijo, y en sus ojos brilló la satisfacción de una nueva batalla.

Tomó a Sidney del brazo después de la clase, y juntos recorrieron cuatro casas de automóviles de segunda mano. Violeta llevaba los sesenta y ocho dólares con sesenta centavos bien envueltos y asegurados con un alfiler en el sitio donde confiaba tener pecho el día menos pensado.

A tres de los cuatro vendedores los hizo salir de sus casillas. Violeta era muy decidida y desconfiada, y Sidney no se consideraba ignorante en materia de mecánica, de modo que no resultaba fácil engañarlos. Su sistema consistía en destripar el coche antes de que el vendedor tuviera tiempo de ofrecérselo construido. Sidney levantaba el capot y examinaba las bujías, el ventilador y el radiador; se metía debajo, e informaba sobre el estado de los cojinetes y el eje, y luego ponía el motor en marcha y escuchaba con cuidado, mientras Violeta permanecía al lado del vendedor y formulaba observaciones ofensivas sobre el aspecto general del auto. Si el vendedor procuraba negarlo todo, decidían que había gato encerrado; si se concretaba a poner cara patética y de asombro, entonces su inclinación era creer en la honestidad del hombre.

Encontraron por último un auto que, aun no siendo exactamente lo que Violeta había soñado, por lo menos parecía barato por los sesenta y ocho dólares con sesenta centavos que tenía (estaba marcado en setenta y cinco).

—Es muy fuerte —informó Sidney—. En aquella época sabían fabricar motores.

—Escuche —le dijo Violeta al vendedor—, nosotros queremos que sea entregado a primera hora pasado mañana.

Pagaron la mitad, tomaron el recibo y corrieron a casa.

Era ya oscuro cuando llegaron al departamento, y la tía Ester, Pete y Lily, sentados juntos, denotaban estar alarmados.

—¿Por dónde diablos han andado? —preguntó Pete paternalmente.

—¿Has conseguido dinero? —inquirió Violeta, contraatacando.

—No.

Violeta y Sidney cambiaron miradas de inteligencia.

—Pero repito —gritó Pete —que quiero saber dónde has estado.

—Fuimos a comprar un auto.

El asombro fue general. Se imponía la inevitable pregunta:

—¿Con qué dinero?

—He hecho un pequeño trato comercial con Florabel Atkinson. El automóvil estará aquí a primera hora el sábado.

—Es un buen armatoste viejo —dijo Sidney—. Con él llegarán perfectamente a México.

Pese a todo, Pete y Lily se miraron esperanzados.

—Querido Pete —dijo suavemente Lily—, ¿tenemos el dinero necesario para llegar a México en automóvil?

Pete frunció el ceño, asustado.

Violeta tomó la batuta. Con un lápiz y un papel en la mano, se sentó.

—¿Cuánto es exactamente el dinero que tienen?

—Ciento cuarenta y siete dólares justos —dijo Pete.

—Muy bien. Vamos a hacer los cálculos. Hasta México hay cuatro mil quinientos noventa y seis kilómetros. El auto hace ochenta y cinco kilómetros con veinte litros. Quiere decir que en nafta se irán unos cincuenta y siete dólares. Agreguemos veinticinco dólares para aceite y otros gastos. Y cuatro dólares diarios para alojamiento y comida en el viaje. Serán cuarenta y ocho. En resumen, el viaje costará ciento treinta dólares. Deduciendo lo que van a pagar los pasajeros, la cosa no está mal. Les quedará un sobrante para gastos hasta Taxco. No será mucho. La comida es barata en México... Sí, yo creo que podrán arreglarse con la ayuda de los viajeros pagos.

—¿De los qué? —interrogó Pete.

—Llevarán con ustedes tres pasajeros que contribuyen a los gastos. Ya he tomado referencias y los he aceptado.

Violeta les explicó el método seguido para conseguir esa ayuda. Pete no tardó más que un minuto en entender. Pero entonces explotó:

—Esto es demasiado. Ya te has excedido mucho. Hasta un cierto punto, las cosas pueden aceptarse. Pero esto es ir muy lejos... Ahora... Eso es ir...

—Estás repitiéndote —le dijo Sidney.

—¿Aceptar tres desconocidos en un viaje de luna de miel? ¡Imposible!

—¿Y qué tiene, querido? —inquirió la tía Ester muy dulcemente.

—¡No lo hace nadie! ¡A nadie se le ocurriría!

—El que no tiene no puede elegir —sentenció Violeta—. De todos modos, no será más que una segunda luna de miel. Además, los tres desconocidos no serán desconocidos todo el viaje. Impresionan bien: señor Pugh, señorita Cluff y señorita Winkler. El señor Pugh es fumigador, y las señoritas Cluff y Winkler, maestra de escuela y bibliotecaria, respectivamente.

—Puede ser muy útil un fumigador en el viaje —expresó con alegría la tía Ester—. Una vez conocí yo al más simpático del mundo... Era...

—Todo eso es absurdo, reverendamente absurdo —repetía Pete, mientras recorría el cuarto de un extremo a otro.

Lily se le acercó, lo tomó de las solapas y lo miró fijamente a la cara.

—Oye, querido, ¿en qué puede molestarnos ese detalle? Con tal de que lleguemos a Taxco... Consideremos el asunto como una aventura maravillosa.

Pete todavía gruñó un poco, pero era un volcán que se apaga. Lily se acercó a Violeta y la besó. Violeta se apartó.

—Por favor, demostraciones no —le dijo con seriedad. Lily la contempló resignada.

—Pero, Violeta —dijo—, corazoncito, ¿por qué te tomas toda esa molestia por nosotros, si no te gustamos?

—Sí, me gustan mucho —dijo Violeta—, pero detesto el sentimentalismo. Y haz el favor de no llamarme "corazoncito".

Pete agitaba en la mano dos pedazos de papel.

—Ahora entiendo qué son estos cheques —dijo a Violeta.

—¡Gracias a Dios que han llegado! —exclamó Violeta, arrebatándoselos. ¡Menudo enredo si no venían! Como puedes ver, pedí a cada pasajero que enviara veinticinco dólares en prueba cíe su buena fe.

De pronto Violeta se alarmó.

—¿Y no llegó otro más?

—Sí —dijo Pete, tragando saliva.

—¿Dónde está?

—Hice una compra.

Violeta abrió mucho la boca, pero no pudo hablar.

—Compré un par de sandalias mexicanas y una camisa mexicana.

—¡Cómo! —exclamó Sidney, intrigado—. ¿No se te ocurrió esperar a comprar eso en México, donde te habría salido más barato?

Violeta enrojeció.

—¿Debo entender que has gastado el dinero de la señorita Cluff sin saber siquiera cuál era el motivo del pago?

—Un cheque es un cheque —dijo Pete—. Estaba a mi orden. Se me ocurrió que pudiera ser alguna chica a quien en otro tiempo yo le hubiese prestado dinero. De todos modos, mi situación no es para mirarle los dientes a un caballo regalado.

La respiración de Violeta era afanosa, y lágrimas de indignación asomaban a sus ojos.

—Bueno, lo más fácil es que vaya a parar a la cárcel. Eso es lo que veo, simplemente.

—Pero, ¿qué pasa, querida? —preguntó la tía Ester muy solícita.

—Todo por tener un padre a quien nada le importa —prosiguió Violeta con las piernas separadas y lanzando furibundas miradas dirigidas al mundo en general—. ¡Cómo me gustaría saber algunas palabrotas fuertes, algunas blasfemias terribles!

—¿Qué es lo que has hecho, Violeta? —le preguntó Pete.

Las lágrimas resbalaban silenciosamente por las mejillas de la niña. Eran verdaderas lágrimas de exasperación.

—A veces —dijo— pienso que la carga que llevo es demasiado pesada para una niña de mi edad.

Después de lo cual se fue corriendo a su cuarto y cerró con llave. Pete se acercó a la puerta y llamó, pero no obtuvo respuesta.

—Vamos, Violeta —decía—, deja que te ayudemos. Explícanos lo que te pasa. Te has portado admirablemente, pero lo que sea podemos resolverlo juntos.

Tras de insistir un rato, Pete volvió al living-room. Violeta, mientras tanto, estaba echada en su cama. Su intención fue utilizar el dinero de las tres señas para devolverlo a la caja del club francés. ¿Qué podía hacer ahora? Se vio expulsada del club junto con Florabel Atkinson; de la escuela quizá. Se vio compartiendo con Florabel la celda de una prisión. Se anticipó a la certeza de que Florabel la acosaría a preguntas. Pediría que le dieran una celda donde pudiera estar sola. En la prisión todo el mundo la llamaría "el lobo solitario".

No quiso cenar, anunciando a través de la puerta cerrada que la cena era incompatible con su estado emocional. Un poco después, oyó que Pete salía para acompañar a Lily a su hotel. Y al poco rato, la tía Ester le contó a gritos que se llevaba a Sidney a una primera sección de cine.

—Yo no les importo un comino —balbuceó Violeta lloriqueando—. Ni un comino...

Cuando llamó el teléfono, se levantó y contestó la llamada. Era Johnnie Sparr.

—¡Oh, hola, Johnnie! No, no está en casa.

—¿Y en qué cosas has andado metida, cuatro ojos? —preguntó Johnnie con alegría.

—Ahora estoy en asuntos de publicidad. Publicidad y bancos. Johnnie rió.

—Bueno, le diré a Pete que has llamado —dijo Violeta

—Escucha —la interrumpió Johnnie—, ¿no sabrás tú por coincidencia cuándo va a tener lugar el acontecimiento'?

—Tal vez.

—¿No te gustaría pasar el santo y seña, verdad? Mira, lo que ocurre es esto. Yo me he propuesto hacer que tu padre se divierta. Después de todo, somos viejos amigos. Quiero que pase un buen momento.

—¿Qué valdría para ti conocer sitio, día y hora de la ceremonia? —preguntó Violeta, cuyo cacumen comercial empezaba a funcionar otra vez con todos sus cilindros.

—¿Qué precio te asignas?

—Cien dólares.

—¡Oh! No creo que la información lo justifique.

—La información será buenísima. Una cosa muy rara. Hasta podrías escribir un cuento... y quizá lo tomaran muchos periódicos al mismo tiempo.

—Sí.

—Bueno, trato hecho. Dame esa información secreta. Te pagaré los cien del ala. Pero es demasiado dinero para una niña como tú.

—Yo soy casi adolescente —dijo Violeta indignada

—¿Me lo cuentas ahora?

—Te lo diré ahora mismo. Se casan el sábado a las diez de la mañana en la casa del viejo juez Batson, calle Diez del Oeste

—Júralo.

—Por lo que más quiero. Y espero que mañana esté el cheque en mi poder.

Violeta colgó muy contenta. El gobernador del Estado acababa de mandarle el indulto. Las enormes puertas metabólicas de la prisión se abrían de par en par. Podía salir a la plena luz del sol, a la vida... Mejor dicho, a la cocina, pues estaba muerta de hambre.

Pete y Lily habían proyectado ir andando el sábado de mañana a la casa del juez Batson, que distaba apenas tres cuadras, casarse rápida y tranquilamente, volver al departamento y prepararse para emprender el viaje apenas hubieran llegado las señoritas Cluff y Winkler y el señor Pugh. Sin embargo, no fue esto lo que sucedió, en virtud de que Violeta había tenido buen cuidado de retrasar dos horas los relojes la noche anterior. Y antes de que Pete y Lily hubieran concluido el desayuno, llegaron los tres pasajeros y dieron motivo a una confusión enorme. Se descubrió la diferencia de horas, y no quedé otro remedio que salir corriendo y detenerse en casa del juez Batson durante la marcha.

—No les preocupa, ¿verdad? —preguntó Pete al señor Pugh y las señoritas Cluff y Winkler. Los tres respondieron que no.

El señor Pugh era un hombre pequeño, de cabeza extraordinariamente menuda y mirada soñadora en sus ojos claros. Contó que toda su vida había sido fumigador. Pero se había apoderado de él un ansia incontenible de recorrer mundo. La señorita Cluff y la señorita Winkler eran amigas desde la época del gobierno de Taft, y siempre habían salido juntas de vacaciones. La señorita Cluff todavía vestía blusa sastre con cuello y puños, y la señorita Winkler musitó, muy a lo bibliotecaria y a través de dos dientes bastante grandecitos, que se sabía la historia completa de los aztecas hacia adelante y hacia atrás.

—¡No puede haber nada más útil! —exclamó Pete.

El coche estaba junto al cordón, ofreciéndose a la admiración de un grupo de chiquillos y dos hombres que habían pasado por casualidad. Toda una belleza. Nada menos que una limousine. Construida en aquel año memorable de 1915, se mantenía muy alta y erecta y parecía singularmente arisca. Sus grandes faros de bronce semejaban salivaderas ladeadas. La parte trasera estaba pintada en imitación mimbre. Sus pequeñas ruedas eran recatadas y elegantes; su parabrisas ligeramente inclinado era definitivo y poco llamativo.

Para Lily y Pete, mirarlo y amarlo fue una misma cosa. Nadie podía dudar de su abolengo.

—¿Será seguro? —preguntó la señorita Winkler.

—¡Seguro! —exclamó Pete, riendo de todo corazón—. Mi abuela lo condujo ella misma hasta el día en que murió, y ni una sola vez la tiró al suelo.

Los tres pasajeros rieron cortésmente y treparon ansiosos al asiento trasero que estaba muy alto. Pete aseguró el equipaje con correas y trepó al asiento delantero, situándose al lado de Lily.

Rechinaron un poco los engranajes, y el vehículo partió.

La tía Ester y los niños volvieron corriendo la esquina, con el fin de encontrarse con ellos en la casa del juez.

No sería la boda como Pete y Lily habían decidido. En el acto lo vieron. Al aproximarse la limousine a la puerta del juez, comprendieron que habían caído en una celada. La calle silenciosa no estaba desierta como de costumbre. Frente a la casa del juez había dos automóviles de policía, uno de periodistas, un organillero, un carrito de helados y un hombre que vendía castañas. Había un Santa Claus, completo, con su barba y todo, sudando a más no poder bajo el sol primaveral. Cuando llegaron, el organillo tocó "Aquí viene la novia", el carrito del heladero hizo sonar su campanilla y otro tanto hizo Santa Claus. Entonces empezaron las sirenas policiales. La confusión fue emocionante. Se tomaron películas cinematográficas y un grupo de reporteros, encabezados por Johnnie Sparr, rodeó el auto y ayudó a los novios a bajar. Johnnie dio la bienvenida al señor Pugh y a las señoritas Cluff y Winkler, que no salían de su asombro.

—Sin duda alguna son el cortejo —dijo el hombre en voz alta. Comoquiera que sea, entraron. Delante de la puerta había dos hombres sándwich, con letreros colgados, que pasaban y repasaban. La familia y los anonadados Pugh, Cluff y Winkler se vieron sin saber cómo en presencia del juez. Este se encontraba junto a la ventana, mirando la calle con indignación.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó.

—Son unos... unos pocos amigos —dijo Pete. —¿Y puedo preguntar qué sentido tienen esos letreros?

El juez señaló a los hombres-sandwich. Lily y Pete miraron hacia afuera. Uno de los letreros decía: "El primero será el último". Otro: "La tercera no es la vencida, sino la cuarta".

—Aquí la señora —dijo Pete, refiriéndose a Lily— es mi cuarta esposa. Y además fue la primera.

El juez se dedicó en el acto a la ceremonia. Su voz sonaba fría y desaprobatoria.

Concluyó muy prolijo y, de camino hacia afuera. Lily le murmuró al oído a Pete.

—Está furioso con nosotros. No conseguiríamos que nos casara otra vez. El último en salir fue el señor Pugh, quien se ladeó el sombrero, y con mano nerviosa entregó al juez una tarjeta de su Compañía Fumigadora Pugh.

Las sirenas, bocinas y campanillas sonaron con estrépito. Johnnie se acercó corriendo, palmeó a Pete en la espalda y besó a Lily.

—Esto no te lo perdonaré en mi vida —gritó Pete.

—Ha sido estupendo —le contestó Johnnie en igual forma—. Tendría que repetirse alguna vez.

—De seguro que Violeta tiene la culpa.

Johnnie garabateó rápidamente en su block de notas. —La hija del novio tuvo la culpa de la boda —dijo riendo.

Sin resuello, Pete, Lily y los tres pasajeros subieron al coche. Violeta se les aproximó corriendo.

—Bon voyage —les dijo.

—Supongo, jovenzuela, que ahora estamos a mano —le gritó a su vez Pete, poniendo en marcha el motor.

—Te escribiremos desde México —díjole Lily. —Si llegan —agregó Violeta.

El coche tironeó hacia adelante, y salió en marcha seguido por una escolta de policía. Todos saludaban con pañuelos y exclamaciones de alegría, mientras que Pugh, Cluff y Winkler permanecían con aire muy aristocrático en su asiento trasero. Detrás del auto había globos, zapatos, campanillas y un letrero que decía: RECIÉN VUELTOS A CASAR.

Violeta vio con tristeza cómo se alejaban.

—Les he jugado una mala pasada —dijo afligida.

—¿Por qué querida? —preguntó la tía Ester, mientras se secaba sus lágrimas nupciales.

—Tuve que hacerlo. Sí, tía, en serio. Tenía una deuda de setenta y dos dólares con tres centavos. Y Johnnie me pagó cien dólares.

—¿Dónde está lo demás? —preguntó Sidney.

—Lo demás es mi ganancia por todo lo que he hecho.

—¿Y qué piensas hacer con esa ganancia. querida? —le preguntó la tía Ester, al tiempo que ya emprendían el regreso.

—El club francés quiere que Florabel Atkinson haga el papel de Juana de Arco, pero necesitan efecto de fuego y verdadero humo. Eso de que el humo sea verdadero las enloquece. Bueno, yo les daré el dinero para el fuego y el humo verdadero, si me dejan a mí hacer de Juana de Arco. ¿Entiendes?

—¿Y la pobre Florabel Atkinson?

—¡Si es casi mi mejor amiga! Estoy segura de que entenderá.

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