Thunder

Thunder


Capítulo 3

Página 6 de 63

Capítulo 3

Los primeros meses fueron agotadores para Jen.

—Necesitas una interna, alguien que te eche una mano con la cría y la casa, tú sola no puedes con este monstruo —le dije admirando el pedazo de mansión que se había comprado en Beverly Hills. Había resultado un chollo, un embargo bancario que salió a subasta y por el que Jen pagó menos de la mitad de su valor.

—Lo sé, pero es que es muy difícil, no confío en nadie —resopló.

—Sí, te entiendo, pero reconoce que así no puedes seguir. Es demasiada casa para ti sola ahora que tienes un bebé.

—Pues ven a vivir conmigo.

Abrí los ojos como platos.

—¿Me ves pinta de criada? Yo ya tengo suficiente con la gestoría como para hacerte de chacha. Esa no es la solución y lo sabes. —Mi hermana parecía una leona enjaulada. Acababa de salir de la ducha, iba solo con el albornoz y este algo abierto para que mi sobrina siguiera tragando—. Haz el favor de sentarte, me pones nervioso.

Ella se acomodó en el sofá a mi lado con cara de agobio. Jen nunca había querido ser madre y la situación la estaba colapsando, por mucho que quisiera a ese trocito de cielo.

—Evalúa la situación, Jen. Cuando corremos, recurres a una agencia para que traigan a cualquiera que no conocemos, no puede ser mucho peor tener a una interna.

—¡Se supone que en las agencias contratan a profesionales! —protestó.

—Tú lo has dicho, se supone. Pero la realidad es que contratan a cualquiera que necesite dinero. Haz el favor, pon un anuncio, entrevista a gente y quédate con alguien con buenas referencias y que te inspire confianza. Si es mayor mucho mejor, he oído pocos casos en la tele de abuelitas asesinas, normalmente, son jóvenes y guapas.

—Eso no es cierto, lo dices por la peli La mano que mece la cuna. Una abuelita entrañable como la de Los Looney Tunes puede ser más asesina en serie que Sharon Stone en Instinto Básico. La cual nunca se probó que fuera la culpable, solo que tenía un punzón para picar hielo —argumentó muy segura de sí misma.

—Contrata a quien te dé la gana, pero hazlo. —Quería salir del bucle, había quedado con Richard y me tenía que marchar. Ella puso los ojos en blanco.

—Está bien, está bien, ¿cuándo tenemos la próxima carrera? —inquirió.

—Tres semanas y es a cuatrocientas millas, así que ya deberías tener a alguien para entonces.

—Me pongo a ello. —Su tono era un tanto exasperado, pero por lo menos no me llevó la contraria, eso me daba algo de esperanza.

Me levanté del sofá despidiéndome de mis chicas. Me dirigí a la playa donde se suponía que estaba mi amigo con la nevera cargada de cervezas para pasar la tarde charlando.

Cuando llegué no me sorprendió nada encontrarlo rodeado de chicas esculturales con biquinis de vóley-playa.

—¡Eh, Michael! —me llamó sonriente haciéndome un gesto para que me acercara. Fui hacia él fijándome en los deslumbrantes cuerpos de las cuatro chicas—. Ven, quiero presentarte a estos bombones noruegos que están a punto de derretirse bajo el sol.

Las chicas sonrieron, lo que me dio a entender que comprendían perfectamente el inglés.

—Hola —las saludé con mi sonrisa de conquistador, para justo después quitarme la camiseta, dar un salto flexionando mis músculos y colocarme frente a ellas. Las cuatro me miraron complacidas, así que supuse que no tendríamos problema a la hora de pasar una gran tarde.

—Te presento a Agnetha y Britta, las tuyas —aclaró.

Ambas parecían tener apetito por el modo en el que me miraban. Eran altas, rubias, atléticas y de labios suaves.

—Encantado —las saludé depositando un insinuante beso en cada una de las manos, lo que hizo que se pusieran a reír complacidas.

—Y ellas son Christin y Ebba, las mías. —Eran un pelín más bajitas y con algo más de pecho, igualmente preciosas y sonrientes—. Las cuatro están de vacaciones, las eliminaron del mundial de vóley y me ofrecí para ayudarlas a olvidar la derrota. Les he dicho que tenemos la solución perfecta para que dejen de pensar en ello, ¿verdad?

—Por supuesto —respondí tanteando el terreno y pasando la mano para agarrar a mis noruegas de la cintura. Ellas rápidamente reaccionaron pegándose a mi cuerpo para acariciarlo con admiración.

—Son muy cariñosas y entusiastas. Además, están ávidas de aprender cosas nuevas de la cultura americana y acercarnos a la suya propia. —Como si fuera un anuncio de la teletienda, Agnetha y Britta se agarraron del rostro para comerse la boca, después me miraron lamiéndose los labios y recibí un beso de cada una que prometían mucho. Madre mía con Noruega.

—¿Venís a casa con nosotras, Michael? Estamos cansadas de tanto sol y nos gustaría bañarnos en la piscina.

Miré a Richard, que movía la cabeza afirmativamente. Si esas no querían un polvo, que cayera fulminado por un rayo ahora mismo.

—Por descontado, estaremos encantados de acompañaros.

Ellas rieron complacidas instándonos a seguirlas.

Las chicas habían alquilado una bonita casa de madera blanca frente a la playa que estaba a poca distancia. Fue cruzar la puerta y los biquinis comenzaron a caer al suelo.

—¡Viva el otoño! —exclamó Richard maravillado al ver los cuerpos desnudos.

—Pero si no es otoño…

—¿Y qué más da? Mientras les podamos comer el coño… —Richard ya estaba librándose de su bañador completamente empalmado—. Venga, tío, ¿a qué esperas? Vamos a dejar al martillo de Thor a la altura del betún, saca a tu Capitán América.

—Serás bruto —lo imité bajándome la prenda.

—Si yo tuviera un rabo como el tuyo, iría todo el día sin ropa —observó comparándonos.

—Te podrás quejar. —Tal vez Richard la tuviera un poco más corta, pero era muy gruesa.

—No me quejo, pero puestos a comparar, me gusta más la tuya. Aunque ninguna me ha pedido que le devuelva el dinero tras probar la mercancía.

Solté una sonora carcajada.

—¿Llevas condones? —No pensaba follar esta tarde así que no había traído ninguno.

—¿No has visto el supermercado? —dijo señalando la mesita del café donde había un bol con un amplio surtido de colores y sabores.

Pillamos uno cada uno y nos enfundamos en ellos, llevándonos un puñado por si acaso.

Cuando salimos fuera, las chicas no habían perdido el tiempo y habían empezado la fiesta sin nosotros.

Agnetha estaba sentada en el borde de la piscina con las piernas flexionadas, el cuerpo reclinado y Britta buceando entre sus pliegues con la lengua.

Christin y Ebba estaban haciendo un sesenta y nueve en toda regla, gozando sin importarles lo que ocurriera a su alrededor. Richard murmuró a mi oído:

—Tío, no sabes la suerte que hemos tenido, hoy tenemos mariscada completa en el menú, vamos a dejar el pabellón bien alto.

Mi compañero no perdió tiempo, se colocó tras Christin y se abrió paso enterrándose en ella por detrás. La rubia gimió sin abandonar a su compañera, que ronroneaba de placer.

Yo me acerqué a Agnetha e hice que curvara el cuello hacia atrás para que viera lo que tenía preparado para ella, provocando que se relamiera al ver mi erección.

—Separa los labios —le ordené deleitándome en las muecas que hacía al recibir el placer que le proporcionaba su compañera.

No se hizo de rogar, abrió la boca y me dispuse a enterrarme en ella. Me coloqué por delante, dejándola bajo mi cuerpo, para que Britta tuviera unas vistas privilegiadas de lo que iba a hacerle a su amiga.

Puse el glande en la cálida lengua, tanteándola despacio, la agarré por la nuca para que estuviera cómoda y moví las caderas hasta clavarme en el fondo de su garganta. No dejó de mamármela con maestría hasta que me corrí, disfrutando de los estragos de su esófago, hasta que instantes después se corrió con ella todavía entre los labios.

Escuché gritar a Richard, señal de que también él había culminado. Christin y Ebba se unieron con su particular grito de liberación. Solo quedaba Britta e iba a encargarme de saciarla.

—Ahora te toca a ti, preciosa —anuncié mirándola, me cambié el condón y ella sonrió.

Me lancé al agua para besarla con devoción, subirla a mis caderas y restregarme contra su sexo inflamado introduciendo mis dedos en él. Su vagina se contraía, estaba más que lista. Mi miembro volvía a estar duro, deseoso de hundirse en la cavidad femenina. La llevé hasta las escaleras para que el agua no frenara mis embestidas. Sus largas piernas se enlazaron en mi cintura exigiéndome profundidad.

La penetré con abandono notando sus ávidas manos recorrerme el cuerpo, su lengua buscaba incesante la mía succionándola en cada envite. Cuando estalló entre mis brazos, seguí empujando hasta hallar mi propia liberación.

Pasamos una tarde-noche de risas, lujuria y mucho sexo, por lo menos tenía suficiente para una temporada. Al amanecer, me levanté de la cama con Richard dejando sus hermosos cuerpos desnudos y saciados. Noruega iba a estar entre mis países favoritos a partir de ahora.

Vinieron varias semanas de trabajo intenso, no de campo, sino de recabar información, necesitábamos conocer los nombres de las personas que formaban la cúpula de The Challenge. Tras dos años de preparación, había llegado el gran momento.

Malcom y Drew habían sido elegidos para infiltrarse, mientras que Richard y yo estaríamos en las sombras observando que no se nos escapara detalle alguno. Según el informador, The Challenge no era solo dinero, apuestas y coches caros. Había mucho más detrás, y ese mucho más era lo que nos interesaba a nosotros.

Pero esa misma mañana recibimos una llamada del jefe, todo se había desbaratado. La Interpol había decidido que era mejor que no participáramos, llevaban años trabajando en ello y no querían levantar sospechas ahora que estaban tan cerca. Así que todo el operativo de The Challenge quedaba suspendido hasta nueva orden. Eso me puso de muy mala leche, me jodía mucho que me trastornaran los planes cuando ya lo teníamos todo previsto. Aunque ya debería estar habituado. Eso era trabajar para la CIA, no era más que una pieza del juego, un peón que movían mis superiores a su antojo y eso me jodía en sobremanera.

Yamamura tampoco me había llamado para participar, así que definitivamente estaba fuera. Sabía que uno de sus coches iba a ser pilotado por Jon y su actual compañero. Hacía mucho que no lo veía, me hubiera gustado sacudirlo y contarle toda la verdad por Jen y por Koe, pero, como decía mi hermana, esa no era mi guerra.

Salí a correr por la playa para disipar el mal humor. Aprovecharía para pasar por casa de Jen y darme una ducha. Tenía mi propia habitación en ella, con un montón de ropa por si quería pasar la noche o unos días.

Este fin de semana nos tocaba correr y necesitaba saber si ya había arreglado el tema de la canguro.

Entré con mis llaves. Estaba muerto de calor, así que fui directo a la habitación. Como parecía que no estaba en casa, subí, me desnudé y me metí bajo el chorro de agua. Me gustaba correr por la playa, me despejaba la mente mientas escuchaba música. Era mi momento del día, uno de los que más disfrutaba.

Salí de la cabina dispuesto a secarme el pelo con la toalla cuando un grito ensordecedor me perforó los tímpanos. Fue apartar la pieza de rizo y sentir cómo algo impactaba contra mi frente.

Alguien me había lanzado una pastilla de jabón como arma arrojadiza, me fijé en la puerta y allí, frente a mí, había una morenaza impresionante armada con lo que parecía… ¿Una escobilla de váter? Sus ojos estaban en llamas, me miraba amenazadora como si pretendiera meterme ese palo por el culo.

—¡Sal de esta casa, maldito violador indecente! ¡Tu vara cargada por el diablo no va a servirte aquí! —Hablaba en español con un claro acento mexicano apuntando a mi entrepierna, que se levantaba ufana ante tal hermosa ofrenda. Tenía un cuerpo curvilíneo, moreno, de cabellera oscura a juego con esos intensos ojos que incitaban a querer follarla contra el suelo, la pared o cualquier otro elemento. Tenía unos labios llenos, rojos, que dejaban entrever unos dientes blancos y alineados. Levanté las manos ante tal arma de destrucción masiva.

—Tranquila, mujer, mi vara y yo no pretendemos hacerte nada. —Ella soltó una risa sarcástica mirando mi entrepierna, que se alzaba arrogante—. Bueno puede que ella sí, pero yo nunca haría nada que no me suplicaras primero —argumenté socarrón.

—¡Te pudrirás en el infierno antes de que yo te pida algo a ti, abusador! Ahorita mismo voy a llamar a mi marido que está ahí abajo para que te meta un tiro entre ceja y ceja.

—¿En serio? —Aquello tenía pinta de mentira y de las gordas. No había visto a nadie abajo. Avancé un paso hacia ella. La morenaza dio un paso atrás y elevó la escobilla.

—Muy en serio, se llama Juan Valdez y…

—No me lo digas —hice una pausa dramática con cara de susto para escupirle— y vende café en Colombia, ¿he acertado? —Menuda estupidez, todo el mundo conocía a Juan Valdez del anuncio de la tele. Con un requiebro que no esperaba, me aproximé a ella inmovilizándola contra la pared y aplicando una técnica de desarme para que soltara esa maldita cosa repugnante repleta de bacterias. La escobilla cayó y ella emitió un grito de indefensión—. Ahora vas a decirme quién cojones eres porque, que yo sepa, mi hermana no tiene a nadie trabajando en casa. —Sus enormes ojos se abrieron como platos—. ¿Eres una pequeña ladrona de poca monta, señora Valdez? —Clavé mi erección contra su bajo vientre provocando que me mirara con terror y se removiera inquieta. No era el efecto que solía causar en las mujeres, pero tampoco me incomodaba.

—¡Suélteme! ¡No va a violarme por muy hermano de Jen que sea!, ¿me oye? ¡Aleje la semilla del Diablo de mí!

Vaya, así que conocía a mi hermana, eso o había leído el nombre en el buzón. Estaba entre echarme a reír o cargármela al hombro para lanzarla contra la cama y mostrarle cuál era la auténtica semilla del Diablo. ¡Joder, qué buena estaba! Notaba sus duros pezones respondiendo a mi proximidad.

—¿Mami? —Escuché una voz de niño que me desconcertó, momento que la morena aprovechó para darme un buen rodillazo y doblarme por la mitad. Método efectivo donde los haya, sí señor. Tuve que felicitarla mentalmente, aunque me jodiera.

Salió corriendo al pasillo y yo aproveché para alcanzar la toalla, cubrirme mis vergüenzas y tratar de recuperarme.

En ese lapso de tiempo oí la voz de Jen.

—¡Joana, ya estoy en casa!

«¿Joana? ¿Así se llama? ¿Esta preciosidad no será la canguro? Mierda, Michael, cómo puedes ser tan metepatas», me reñí. Corrí a por una camiseta y unas bermudas, sin percibir el marco de la puerta, contra el que estampé mi dedo meñique del pie.

—¡Mierda! —solté un improperio que retumbó en la habitación.

—¿Michael, eres tú? —preguntó mi hermana desde el pasillo. Yo estaba aullando de dolor. ¿Cómo un golpe tan tonto podía doler tanto?

—¡Sí, joder! —exclamé viendo como el dedo se me amorataba.

Ella entró sin llamar y no se extrañó por mi escasez de ropa, o mi falta de ella.

—¿Qué ocurre? —inquirió con preocupación.

—Acabo de golpearme el pie con el marco de la puerta, ¿se puede saber por qué narices los hacen tan duros?

Mi hermana sonrió.

—¿Para que aguanten? Aunque tal vez las hagan así expresamente para que los idiotas como tú se dejen los dedos. Deberías ponerte hielo, se te está hinchando —respondió con cara petulante.

—Gracias, listilla, no lo había visto.

—Voy a por un poco, vístete mientras tanto. Por cierto, ¿has conocido a Joana?

Me quedé en blanco.

—¿Quién es Joana? —Omitir era mejor que explicar, por lo menos en ese momento.

—Mi asistenta. ¿Recuerdas que me pediste que contratara a una?, pues ya la tengo, guapa lista y eficiente, La mano que mece la cuna sin antecedentes por asesinato. —Eso no lo tenía tan claro… si la hubiera visto con la escobilla—. Si la hubieras visto, ya sabrías de quién te hablo, es de las tuyas. —¿De las mías? ¿Qué quería decir con eso? Mi entrepierna dio un brinco aclarándome el comentario, ni con el golpe se había relajado al imaginar el suave cuerpo de Joana bajo el mío—. Voy a por el hielo —anunció—, no te muevas.

Como para hacerlo. Me adecenté y cuando mi hermana regresó, lo hizo con mi guerrera de la escobilla siniestra, que estaba roja como un tomate y llevaba a un niño pequeño en brazos tan moreno como ella.

—Joana, este es mi hermano Michael. Michael, Joana.

Mis ojos azules buscaron la oscuridad de los suyos atraídos por las promesas oscuras que encerraban. Había millones de mujeres y tenía que fijarme en la asistenta de mi hermana, debería haberme hecho caso y haber contratado a la ancianita de Los Looney Tunes. Aunque no iba a hacer nada con ella. Primero porque tenía un crío y eso implicaba un marido, y yo prefería mantenerlos alejados; mi etapa de Romeo de los matrimonios terminó hacía mucho. Y segundo porque iba a verla a menudo y yo solo tenía líos ocasionales. Reñí a mi entrepierna, que volvía a elevarse ante la impresionante morena.

—Hola, Joana —la saludé tratando de ponerme en pie sin que se me notara el enorme bulto, pero mi hermana me lo impidió.

—Quieto ahí y aplícate el hielo si quieres poder calzarte las botas el fin de semana. —Me había olvidado completamente de la carrera, había sido ver a la preciosidad y dejar de pensar.

—Hola, señor Hendricks —respondió apurada.

No me gustaba que me trataran de usted, pero dicho de aquel modo, con esa voz melódica y ese acento que me ponía frenético era otra cosa. La visualicé subiéndose la falda, entregándose a mí contra la pared, mientras la penetraba combinando embestidas lentas con otras salvajes. Sus dientes perlados emergieron para morder el voluptuoso labio inferior y casi me corrí en los pantalones.

—¡Michael! —Mi hermana chasqueó los dedos frente a mis ojos—. ¿Estás bien? ¿O es que te has golpeado también la cabeza?

—Disculpa, ¿decías? —pregunté focalizándome en mi hermana.

—Decía que el nuevo hombre de la casa se llama Mateo y será el compañero de juegos de Koe cuando crezca.

—Ah, ya, encantado, Mateo —saludé desviando la atención hacia el pequeño, que me miraba curioso.

—Joana va a estar de interna y viajará con nosotros y los niños si es necesario.

—¿Y su marido no va a enfadarse? —pregunté regresando mi mirada a la de la asistenta, que la apartó de golpe.

—Joana no está casada, es madre soltera, como yo.

Mierda, eso suponía que uno de mis impedimentos para tirármela había quedado eliminado. Pero seguía quedándome otro e iba a aferrarme a él como si no hubiera un mañana.

—Ya veo —suspiré aguantando la bolsa de hielo contra el pie. El dedo me palpitaba, pero nada era comparable a otra zona de mi anatomía. «Es una más», me dije. «Pero qué una», me respondió mi polla. Sacudí la cabeza tratando de serenarme.

—Pues encantado y bienvenidos. Espero que Jen os trate bien, a veces puede ser un tanto irritante, aunque no lo hace de mala fe. —Joana arqueó las cejas y me traspasó de un modo fulminante con los ojos.

—Jen es un cielo y no voy a tolerarle, por muy hermano suyo que sea, que diga algo negativo de ella.

Mi hermana se cuadró sonriente. Y yo la contemplé, me gustaba ese carácter de guerrera.

—Vaya, te has ganado una fiel defensora.

—Eso parece —murmuró Jen.

Me gustaba Joana y mi hermana necesitaba una amiga. Se la veía una mujer con coraje. Alguien capaz de amenazar a un tipo de casi dos metros, musculado hasta los dientes, lanzándole una pastilla de jabón y alzando una escobilla para defender la casa se merecía todo mi respeto.

—¿Y puedo saber cómo os conocisteis?

Las dos se miraron algo incómodas. ¿Qué ocultaban?

—¿Qué tal si vamos a la cocina y te lo contamos con un buen café y un riquísimo trozo de pastel de zanahoria que ha preparado Joana? —me animó Jen.

No quise sacar punta al lápiz, así que me dejé engatusar.

—Ya sabes que soy incapaz de resistirme a un buen trozo de pastel, eso sí, que no hayas preparado tú. —Busqué la complicidad de la asistenta—. De pequeños trató de envenenarme. —Ella parecía verdaderamente incómoda. Me imaginé cómo me sentiría yo en su misma situación y traté de aligerar su vergüenza. Me miró de soslayo con el sonrojo aún presente en sus mejillas.

—No seas malo, Michael, Joana pensará que soy una asesina, éramos pequeños y aquello era lo único que tenía a mano.

—Eso díselo a mi estómago, que estuve una semana con diarrea después de comer pastel de barro por no oírte llorar. —Ahí sí que logré que la sonrisa que empujaba bajo la nariz de la mexicana se reflejara en sus labios.

—¡Era pequeña! —protestó Jen a modo de defensa.

—¿Y yo qué era?, ¿mayor de edad? Solo nos llevamos tres años.

Mi hermana se sentó a mi lado y me agarró la cintura en una clara muestra de afecto.

—Tú eras mi héroe y lo sigues siendo.

Besé su rubia cabeza, que quedaba por debajo de mi barbilla, y murmurando respondí:

—Será mejor que no asustemos más a tu asistenta con mis perversiones de querer llevar los calzoncillos por encima de los pantalones.

Esta vez sí que Joana no pudo aguantar más y soltó una carcajada que liberó mi corazón. Me pareció el sonido más hermoso que oía en mucho tiempo. Tenía una risa cálida, contagiosa, que me hacía necesitar escucharla continuamente; de esas que te calentaban el alma por dentro.

—¡La has hecho reír! Menudo logro, con la manía que os tiene a los tíos, deberían darte un premio.

—Pero yo no soy un tío…

—Ahora sí, ¿qué me dices de Koe?

Fruncí el ceño.

—Me pillaste.

—Ambos sabemos que yo soy la guapa y la lista de la familia, tú fuiste una intentona de ver cómo salían las cosas y conmigo perfeccionaron para sacar lo mejor.

Me lancé a hacerle cosquillas a mi hermana, que no podía dejar de reír tumbada en la cama.

—Ya te daré yo a ti perfección. —La aleccioné con mis hábiles dedos hasta que me suplicó que parase.

La morena nos miraba perpleja, pero con calidez. El niño que sostenía en brazos exclamó:

—¡Mami, coquillas!

Ella trató de silenciarlo para que no nos molestara, cosa que el crío obviamente no entendió. Dejé a Jen, me levanté sin importarme el dolor del pie y fui hasta ella, que rápidamente se encogió. Me supo mal el gesto, aunque tampoco esperaba un abrazo, no quería que me tuviera miedo. Le resté importancia y me dirigí al pequeño, que me miraba con esos enormes ojos tan parecidos a los de su madre.

—¿Quieres cosquillas, Mateo?

Él asintió complacido y literalmente lo asalté con uno de mis ataques predilectos que lo hizo corcovear sobre Joana provocando que le rozara un pecho sin querer. Ella dio un salto hacia atrás como si abrasara, de hecho, mi mano comenzó a arder. La miré tan perplejo como ella a mí y solo pude musitar un suave «lo siento» antes de que ella se diera la vuelta y se precipitara escaleras abajo. Me giré para ver la cara de preocupación de mi hermana.

—¿Qué he hecho? —Estaba consternado, tampoco había sido para tanto. Ella chasqueó la lengua.

—Joana lo ha pasado muy mal, no le hice entrevista de trabajo, la encontré en la calle cuando un malnacido la increpaba por ser inmigrante. —Aquello me cabreó mucho, nosotros éramos hijos de inmigrantes—. Tranquilo, le di a ese capullo su merecido, me llevé a Joana a un bar y conectamos. Ella me contó su historia, yo, la mía y supe que era la persona que estaba buscando.

—¿Confías en ella? —pregunté sorprendido. Mi hermana no solía hacerlo tan rápidamente.

—No sé cómo explicarlo, pero sí, confío completamente. Tiene algo que me dice que daría la vida por mí y que me une a ella más allá de la lógica. —Asentí, yo también lo había percibido cuando trató de atacarme con la escobilla, pero eso no iba a decírselo a Jen. Mi hermana prosiguió—: Un trabajador de su padre abusó de ella y la dejó embarazada, la familia pretendía que se casara con su violador y, al no aceptar, la encerraron. Fue obligada a dar a luz y a dejar que ese perro la cortejara. Al parecer, a su padre le gustaba, pero Joana vio ciertas cosas poco claras y no quiso aceptar. Terminó huyendo y se escondió con un bebé recién nacido hasta que pudo cruzar la frontera y venir a Estados Unidos en busca de una vida mejor. Había trabajado de cualquier cosa por un puñado de dólares y vivía en el Watts[7] con miedo de que una bala perdida pudiera matar a su pequeño.

El corazón se me encogió frente a su historia. En ese momento supe que jamás le pondría un dedo encima, Joana se merecía un buen hombre, un padre para su hijo que la amara y la protegiera, y yo no era ese hombre. Aunque sí la protegería. Si mi hermana la había aceptado en la familia, yo también.

Ir a la siguiente página

Report Page