Thunder

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Capítulo 17

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Michael me miró fijamente cuando estuve lista y salió del baño bolsa en mano dejándome sola. ¿Y ahora qué? ¿Debía salir? No habíamos hablado de lo que pasaría después.

Supuse que sí, no iba a quedarme toda la mañana encerrada en aquel lugar. Además, había dicho que quería llevarme de compras.

Decidí regresar a la mesa aunque caminar con aquello metido colapsando mis dos entradas no era tarea fácil, parecía que me hubiera hecho pis al caminar.

Si a eso le añadías que mi clítoris comenzó a helarse o a arder y que la fricción de la braga parecía volverlo loco, no sabía ni cómo me sostenía.

Cuando logré alcanzar la mesa, mi cuerpo parecía querer estallar por todas partes.

—Has tardado mucho, ¿no? ¿Se te ha indigestado el helado? No tienes buena cara —añadió socarrón. Le ofrecí una risa forzada.

—El próximo día que decidas convertirme en árbol de Navidad ten cuidado con el efecto boomerang. Como me dijo una vez un sabio, el karma siempre vuelve y en tu caso no te extrañe que sea en forma de reno tratando de aparcar en el culo.

El soltó una carcajada.

—Noto cierta irritación, normalmente esa irritabilidad va asociada a la falta de sexo.

—O al exceso de idiotas, ¿quién me mandaría a mí hacerte caso?

Se aproximó con esa mirada incendiaria para abrazarme y que mis pechos se aplastaran contra él. Casi rugí de necesidad. Sus labios se acercaron a mi oído.

—Tú lo quisiste, tú me dejaste, tú consentiste… —ronroneó provocador—. Pero no te preocupes, te prometo que la experiencia va a compensar esta ligera incomodidad. —Apretó su plausible erección contra mi vientre—. Vamos, querida alumna, no hemos terminado todavía.

Cuando llevábamos media hora en la tienda, sentí que iba a estallar de un momento a otro haciéndolo saltar todo por los aires.

No contento con haberme rellenado como a un pavo, el muy cretino no dejaba de jugar con el control remoto que agitaba mi entrepierna y mi trasero.

La crema había duplicado su efecto por doscientos a cada minuto que pasaba y si a eso le añadías los cambios de indumentaria, las fricciones de la ropa contra mi pecho y que me hacía desfilar pensando que si no hacía la suficiente presión entre las piernas esa cosa del infierno podía caer al suelo, estaba al borde del suicidio.

La última vez que salí lo amenacé con cortarle las pelotas si me hacía probarme algo más. Él parecía la mar de tranquilo y la zorra de la dependienta no dejaba de comérselo con la mirada. Lógicamente, no era culpa de ella que Michael estuviera tan bueno, pero viendo que venía conmigo debería haberse cortado un poco por lo menos.

—Solo un conjunto más y nos marchamos —añadió mi torturador cuando la chica le trajo las prendas seleccionadas. Eran un precioso corsé de pedrería que se abrochaba por la espalda y una falda corta de vuelo efecto cristal.

—No voy a poder ponérmelo sola.

Él se levantó de la cómoda butaca que había frente al probador de la boutique. Toda aquella ropa valía una pasta y solo le escuchaba decir: «Añádalo». Todos eran conjuntos con falda o vestidos, ni un pantalón.

Debía dar la razón a Michael en cuanto a que parecían hechos para mí, todos ensalzaban mi figura sentándome como un guante.

—Lo sé, vamos, que yo te ayudo.

Casi se me desencaja la mandíbula.

—No pienso volver a entrar a un sitio cerrado contigo —respondí sibilina para que la dependienta no nos oyera.

—¿Estás segura?

Un destello malicioso recorrió sus pupilas. Metió la mano en el bolsillo y lo que fuera que llevaba en mi interior empezó a zumbar con desesperación. Tuve que morderme la lengua para no gritar. La dependienta, que estaba a mi lado, dijo:

—Creo que le vibra el móvil.

Michael apenas se aguantaba la risa ni yo el tembleque que arrasaba conmigo por dentro.

—En un rato lo cojo. Seguro que es mi suegra, está muy pesada con la boda, no ha parado hasta que me ha endosado a su hijo.

Ella regresó la mirada a Michael como si no creyera lo que estaba diciendo.

—Mea culpa, estoy locamente enamorado de esta mujer. —La dependienta lo miró incrédula cuando avanzó hacia mí para besarme como si no hubiera un mañana, logrando que me derritiera por dentro—. Es muy fogosa en la cama, ya sabe lo que dicen de las latinas… Vaya preparándome la cuenta, seguro que ese conjunto también me lo llevo. —Le guiñó un ojo y, ante su total estupefacción, me empujó con él al interior del probador.

—¿Estás loco? —protesté sintiendo sus manos desnudarme con prisa. Hizo que me enfrentara a mi imagen en el espejo.

—Contémplate, Joana, eres una maravilla hecha mujer. Olvídate de la dependienta. —Pasó las manos por la parte baja de mis pechos haciéndome desear que me librara de aquellas abrazaderas—. Me gustaría tanto que te vieras con mis ojos. Eres dulce, hermosa, valiente, con un cuerpo hecho para ser amado y terriblemente sexi. Quiero que te aceptes y que asumas que me vuelves loco, a mí y a cualquier hombre.

—Pe-pero es que tengo muchos defectos… —Lo vi sonreír y seguir recorriendo mi cuerpo con la caricia de su mirada.

—Esos defectos solo están en tu mente, no hay mayor defecto en ti que el que no veas lo increíble que eres. Fíjate en cómo estoy con solo contemplarte. —Apretó su erección contra mi trasero—. ¿Piensas que estoy así porque no me gustas?

Negué sin poder aguantar más.

—Michael, necesito…

—Sé lo que necesitas, pero antes debes asumir mis palabras. Acércate más al espejo, Joana. —Di dos pasos, mi aliento emborronaba mi rostro en el cristal—. Ahora vas a ver lo que yo veo cuando te corres, la belleza en estado puro y vas a entender muchas cosas. Sigue contemplándote, en cuanto te quite las bridas podrás correrte y lo harás sin que te toque. Lo harás porque puedes, lo harás porque quieres, lo harás porque lo sientes y poco importará que yo te lo haya pedido, porque comprenderás que tu libertad como mujer está por delante de todo.

No sé si fueron sus palabras, la excitación del momento o todo el conjunto, pero cuando de un firme tirón me quitó aquellas piezas que constreñían mis pezones, el mundo se tiñó de otro color y mi grito de liberación retumbó en toda la tienda en un orgasmo sin precedentes.

Ya no me importaba quién me viera, quién me oyera o lo que pudieran pensar de mí porque Michael acababa de hacerme el mayor regalo que nadie me hubiera hecho nunca. La potestad de expresarme, de sentirme libre, de aceptarme y de vivir mi sexualidad más allá de los estigmas mentales que yo misma me había autoimpuesto.

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