Theo

Theo


Quiere aprender chino

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Theo tiene diez años…

y contradice los resultados del informe PISA

Theo enseguida se percata de que este año le miro de otra manera. Con ojos PISA, por así decirlo. Y es que Theo, para mí, representa la prueba irrefutable de que a esta juventud austriaca no se la puede tachar de ser peor que la juventud de hace unas décadas. La cuestión ahora es: ¿Resistirá Theo (que desde hace dos semanas ya luce edad de dos cifras), resistirá una vez más la presión psicológica que supone una despiadada entrevista de una hora?

Bueno, lo primero que hace es intentar equiparar la presión. Para empezar, me pone en la mano su nuevo platillo de plástico verde, provisto de una varilla, para convencerse de que no puedo (pero que no puedo nada, en absoluto) mantener el plato y el palo en algo que se asemeje medianamente al equilibrio.

—No te preocupes, a mí también me costó bastante —me dice. Me arranca el aparato de la mano, lanza el platillo al aire y consigue, sin ningún tipo de esfuerzo, que describa un círculo. Y entonces la pone: indulgente, un tanto compasiva, la mirada PISA. Eso no ha estado bien.

Así es que voy directamente al grano con el tema de la política de educación:

—Theo, ¿te dice algo la expresión «informe PISA»?

Theo (aburrido): Sí, hablan mucho de eso en la radio; de lo malos que son los estudiantes austriacos.

—Theo, ¿tú crees que lo son? (Ustedes observarán que la conversación se mueve por niveles bastante elevados).

Theo: No lo sé. Oye, espera, que tengo que mirar un momento a ver cómo va el eslalon.

Con la mano izquierda sigue haciendo equilibrios con el platillo mientras maneja con la derecha el mando a distancia de la televisión. Sólo hacen falta unos segundos para conocer la realidad; por la voz de sepulturero del comentarista se puede deducir que no hay ningún austriaco que tenga posibilidades de obtener alguna victoria. Todo lo contrario: el vencedor volverá a ser Bode Miller, originario del otro lado del océano.

—¡Venga ya! —suspira Theo. Y lanza el platillo hacia el universo.

Yo: ¿Cómo es que no te alegras por Bode Miller? (Voy a evaluar su conciencia cosmosocial).

Theo: Porque no. Yo voy con los austriacos.

Pretendo dirigir de nuevo la entrevista hacia el tema «PISA» y, para ello, me sumerjo en el cuaderno de ejercicios de lengua alemana de Theo y me pongo a tomar notas.

—¿Qué estás escribiendo? —me pregunta.

—Eh, yo, nada. Sigue viendo tranquilamente el eslalon —respondo yo. (De esta manera termina la misión de Bode Miller, Theo tiene los cinco sentidos puestos en mí).

La verdad es que es sorprendente lo que pone en el cuaderno. Sobre todo los comentarios en rojo de la profesora. En nuestros tiempos no nos habríamos atrevido ni a soñar con eso: «Excelente, Theo». «Muy completo y muy bien narrado». «Has logrado una buena descripción. Genial». La docente va poblando las lecciones de comentarios apasionados.

—¿Me dejas que tome alguna cita de tus deberes? —le pregunto—. Por ejemplo la descripción que haces de tu amigo Claus. Escribiré sólo el nombre, sin apellido, para que nadie sepa quién es.

—Escribe «Claus Fischer». De todas maneras uno de cada tres austriacos se apellida Fischer.

(Está bien. En cualquier caso en cuestiones de derechos estoy asegurado).

Con respecto a

Claus Fischer a Theo se le había ocurrido, entre otras cosas, lo siguiente: «Como cualquier austriaco de su edad, profesionalmente se dedica principalmente a ir a la escuela». No está nada mal para un autor a quien hasta dentro de nueve años no se le permitirá el acceso a los casinos nacionales, ¿no?

¡Y el final de la descripción! Pone: «Y yo creo que todavía le queda mucho por vivir». Genial. Ese final abierto y a la vez tan optimista, que nos hace desear en secreto la publicación de la segunda parte de

Las aventuras deClaus Fischer. Aquí se reconoce muy bien la influencia literaria positiva que ejerce sobre Theo su admirado Thomas Brezina.

Casi más fina incluso puede resultar la descripción que trata el tema «Mi mamá». Theo no escatima en detalles sorprendentes como: «Sigue estando casada con mi padre, que había visto la luz del mundo tres días antes que ella». Leyendo entre líneas queda patente que Theo tiene bien controlada a su familia desde su posición: «De momento soy su único hijo y, con toda probabilidad, seguiré siéndolo siempre». En cuestiones delicadas sabe resultar diplomático: «Resulta difícil definir su complexión. Se podría decir que es delgada, pero tampoco lo sé exactamente». Y fuerte vuelve a ser el final. Se nota que Theo sabe muy bien qué quieren leer las profesoras y las madres: «Yo creo que es muy simpática y no la cambiaría nunca por otra mamá». Bravo, Theo, bien hecho, te la has ganado.

Entretanto, Theo ha empezado a aburrirse con la mano izquierda. La derecha, gracias a Bode Miller, está ocupada sólo a medias. Así es que hacía falta un nuevo aparato. Consta de dos palos entre los que se ha atado una cuerda sobre la cual Theo hace bailar un cilindro que, como por milagro, no se cae.

—¿Quieres probar? —pregunta malicioso.

—Y el año que viene empezarás en el instituto. ¿A cuál vas a ir? (Yo prefiero continuar con nuestra interesante conversación).

—Me importa un pepino —dice Theo. (No le creo. Sólo pretende hacerse el duro).

Habrá un día de puertas abiertas en las escuelas y quiere enterarse sin falta de si hay alguna en la que se impartan clases de chino.

—Estaría muy bien para él —comenta su padre.

—¿Chino? —pregunto yo.

—Claro. Una de cada cuatro personas en el planeta habla chino —sostiene Theo.

—¿En serio? Pues yo prácticamente no conozco a nadie que lo hable.

—Uno de cada cuatro habitantes del mundo

es chino —me enseña Theo.

Pero ya se ha tomado una decisión previa con respecto a la escuela: Theo acabará, probablemente, en un instituto público en el que se imparten las clases en inglés. Para que se le olvide un poco el alemán. (Para que vuelvan a entenderle los futbolistas en los campos locales). Por cierto: ya no quiere ser futbolista profesional; a pesar de que sigue jugando de mediocampista en la Sub-11 del SC Mauerbach

. Pero Theo mira hacia atrás y ve una temporada que ha sido un completo desastre; es decir: sólo la rememora cuando alguien se la recuerda (cosa que él se toma bastante mal). Aquí sólo podemos decir una cosa: los últimos de la clasificación. Contra los otrora considerados

recolectores de margaritas de Tulbing, la derrota dejó de ser amarga para pasar la frontera hacia el terreno de lo gracioso: 0:19. Me habría gustado preguntarle a Theo si por lo menos había metido un gol en propia puerta; pero todavía le necesito.

Ahora un tema más subido de tono: Theo no tiene absolutamente ningún problema para tratar con las chicas. O, dicho de otra manera: Theo no tiene absolutamente ningún trato con las chicas. Prácticamente sólo las conoce de oídas. Y algunas están en la misma clase que él. Todos sus amigos íntimos son jovencitos valientes, atléticos y competitivos.

—Pero ¿qué es lo que te molesta de las chicas? —le pregunto.

Nada, no le molesta nada; simplemente es que ellas tienen otros intereses (no quieren echar pulsos en el recreo).

—Les interesan los caballos, montar y las protectoras de animales —se lamenta Theo.

Pero hay chicas de su clase que le caen muy bien.

—Las que se están calladitas son las que más me gustan —nos confiesa Theo.

—¡Theo, por favor! —replica su padre indignado para evitar ser desacreditado como responsable de la educación de su hijo por fomentar semejante ideología.

Será mejor que hablemos de las cobayas. Este año no han parado. Han pasado el verano en el jardín, en un hábitat de lujo adaptado a los rigores de la estación, cargado de hojas de lechuga y carotina. Aquí se produjo una catástrofe natural que durante mucho tiempo ha permanecido oculta a los ojos del hombre, una especie de

miniflujo de lodo con posterior inundación del área reservada a los animales. Sea como fuere,

Micky debió de salir despedida por la corriente porque, de repente, había desaparecido dejando a su paso una simple estela de barro. Es posible que

Ben, el münsterländer del jardín vecino, sepa algo más del tema; pero nosotros preferimos ahorrarnos las pesquisas. Para consuelo de Theo,

Micky fue sustituida sin pérdida de tiempo por

Niki, la nueva adquisición de manchas marrones. La hermana superviviente de

Micky,

Mausi, podría no haberse dado cuenta del cambio. O es que las cobayas hembra tienen una gran capacidad para superar los golpes del destino y enfrentarse a los duelos.

—De todas maneras, éste es el último cobaya que compramos —dice mamá.

Theo asiente con la cabeza; comparte la opinión de su madre. En realidad lo que él quiere es un gato.

Bueno, llevamos un rato sin reflexionar sobre el informe PISA: Theo se sabe el nombre de todas las capitales de todos los países del mundo. (Si no me creen podemos organizar una videoconferencia para que lo comprueben ustedes mismos). Aparte de eso, se conoce los entresijos de la ciudad y hasta el último miembro del ayuntamiento. Y eso que hay unos cuantos.

—A ver, Theo —le pregunto—, ¿quién es, por ejemplo, Elfriede Jelinek?

Theo (aburrido): «La premio Nobel de Literatura. Vive aquí cerca, en el Camino Sonnenweg o en el Jupiterweg». Para ser justo, añade: «Pero yo no la conozco, ni he leído todavía nada de ella; aunque debe de ser muy complicada». Ese comentario se lo debe a Thomas Brezina.

Entretanto, Theo ha soltado su aparato para hacer malabarismos y, en el suelo de parqué del salón, ha colocado una pequeña pista de eslalon que sólo recorre un par de veces, con el cronómetro en la mano, intentando superar su mejor tiempo. Resumiendo: adolece de una acusada necesidad de movimiento y acción; lo confirman sus padres, marcados por las consecuencias. Sólo hablar le agota enseguida; escuchar sin más le resulta casi insoportable: siente que sus fuerzas quedan infravaloradas.

Con su acordeón la relación sigue siendo buena; su acordeón no puede defenderse. No hace mucho estuvo en casa del tío Michi cantando

karaoke en ambiente familiar. De los graves pillaba todo el tiempo dos o tres notas; siempre las mismas. Las notas altas se le escapaban. Pero nadie ha afirmado que Theo vaya a ser músico. De todas maneras, en la escuela sólo tiene problemas en educación plástica; es decir: dibujo y manualidades. Lo que llaman pintar con acuarela para él significa ponerse los dedos perdidos. Él lo detesta y arte no puede ser.

—¿No podemos hablar de una vez sobre algo que no sea la escuela? —pregunta Theo.

—De acuerdo. Qué te parecería, por ejemplo, «moda». ¿Qué es lo que más te gusta ponerte? —le pregunto. Y él responde inmediatamente.

—El uniforme del Rapid y el pijama.

—El Rapid es tu vida, ¿no? —le pregunto.

—Sí, casi —confiesa.

Su comida favorita, para zanjar el tema, actualmente son las lentejas, los platos con huevos, pan con margarina y sal y, para acompañar, agua del grifo. Cabe preguntarse para qué van sus padres a trabajar.

—Cuéntale al tío Dani lo del proyecto para pasar una semana en Estiria —propone su padre.

¡Sí, sería interesante! Le pregunto: «¿Qué proyecto es ése?».

Theo (con los ojos medio cerrados, disfrutando de un descanso en la práctica del eslalon de salón): «Eso era un proyecto así, de esos proyectos para niños, un proyecto infantil, ¿sabes?, ¿no?».

Ajá, ya, bueno, estamos llegando al final del capítulo.

Así es que voy a plantearle a Theo una última pregunta que llevo toda la tarde deseando hacerle: «Theo, ¿cómo te sientes con diez años? ¿No crees que es algo especial?».

—No —dice. Y vuelve a dirigirme esa mirada PISA que despide compasión—. Todo el mundo pasa en algún momento por los diez años.

Señora ministra de Educación: yo creo que podemos estar contentos.

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