Terror

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La primera víctima » Capítulo I

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Capítulo I

Todo empezó de forma bastante corriente.

La fecha era el primero de octubre —no lo olvidaré ni aunque llegue a los cien años, y para eso faltan ochenta—. De todos modos, dudo que vaya a vivir ochenta años más. Esos ocho días que empezaron el primero de octubre casi terminaron conmigo.

El primero de octubre. Veamos ahora, ¿cómo empecé el día? Ya saben que no es fácil recordar las cosas con detalle. Parece fácil y suena fácil, pero si alguna vez se sientan y tratan de repasar todo lo que ocurrió en un solo día, encontrarán muchas dificultades. Y traten de hacerlo alguna vez cuando un detective está respirando junto al cuello de uno.

Pero eso vino después. La mañana del día primero de octubre, yo no pensaba en detectives. Creo que no pensaba en nada. Excepto puede que quizá preguntándome si el tiempo se mantendría bueno hasta que terminase la veda para la caza de patos.

No es que yo tuviera muchas oportunidades de ir a cazar patos. Tracy me tenía demasiado ocupado para poder hacerlo.

Quizá sea mejor que deje todo eso ahora y que les diga mi nombre, que es Jay Thomas, y que mis padres han muerto, y que mi tía —ésta es Tracy— me adoptó y vivo con ella en su tienda. Tiene un negocio de decoración de interiores y antigüedades, y si piensan ustedes que no puede rentar en una ciudad pequeña, todo lo que tienen que hacer es echar un vistazo al Caddy convertible en el que se pasea.

Claro que Pointville no es una pequeña ciudad como tantas otras. Tenemos aquí un colegio mayor, y el lago Pono está sólo a tres millas y todas las rameras ricas de Chicago tienen allí sus casas de recreo. Es donde Tracy hace la mayor parte de sus negocios, al menos durante los dos años que llevo trabajando con ella, desde haberme licenciado.

No quiero que me entiendan mal. Tracy era buena conmigo, y me daba suficiente dinero cuando lo necesitaba, y la mitad de las veces me dejaba llevar su Caddy en vez de tomar el vagón de la estación, a menos que tuviera que transportar alguna mercancía para ella. Bien; no era más que eso, la decoración de interiores no es exactamente la clase de trabajo en el que se mete un joven. Y me vi envuelto en muchos líos por culpa de esto. Una vez incluso tuve que pelear con un tipo forzudo, que casi me envía al infierno ya que no sirvo para nada sin mis gafas.

Ya ven, por eso no me quisieron en el ejército, porque no veía bien.

¿Pero qué tiene que ver el ejército con el día primero de octubre? Supongo que nada. Es difícil recordar las cosas con detalle, y sobre todo cuando todo gira alrededor de lo mismo. Pero lo intentaré.

Desayuné y abrimos la tienda a las nueve. La mayor parte de la mañana la pasé desempaquetando objetos y muestras. Tracy estuvo con la señora Morehouse, la mujer de ese viejo de Morehouse, tratando de conseguir que volviese a decorar su casa de nuevo.

Así que en realidad no vi a Tracy hasta la hora del almuerzo cuando subió. Entonces fue cuando me lo dijo:

—Jay, tengo una cita esta tarde, y temo que estaré ocupada hasta las cinco más o menos.

—¿Quieres que cuide de la tienda?

—No; temo que tendrás que cerrar. Al menos hasta que regreses.

—¿Que regrese de dónde?

—Prometí enviar unas muestras de tapicería a la señora Colton. ¿La recuerdas? Es la que tiene aquella bonita finca y compró aquel sofá.

Así es como Tracy hablaba. Supongo que todas las mujeres hablan igual. Deben de haber unas trescientas rameras ricas que tienen casas bonitas en Pointville y más tarde o más temprano todas nos han comprado sofás. Pero yo debía recordar a la señora Colton.

—¿Quieres que lleve las muestras allí?

—Sí. Sólo le interesan tres: el tapiz, el de frisa y la tela de monje. Todos en color canela. Creo que elegirá la tela de monje, es la más cara. Toma, te lo he escrito todo, Jay. La dirección, los precios y la cantidad. Dile que si se decide hoy, podemos tener las cortinas hechas y terminadas para fin de mes. ¿Comprendes?

Supongo que dijo eso de «¿Comprendes?» porque estaba sentado con la mirada puesta en mi gato. Era la lógico, ya que ¿quién se va a sentir emocionado por vender a una vieja zorra un montón de tela para cortinas? ¡Y hay que ver el modo en que esas cornejas llegan a alborotarse por una cosa tan simple como ésa! Verdaderos números de producción, horas y horas de parloteo sobre el tono, y la caída, y la calidad, y la decoración, y parece que no pueden llegar a decidirse, y después, finalmente, deciden y se termina el trabajo, y entonces dicen que deberían haber escogido otro dibujo. Ustedes dirán que lo que algunas de esas cornejas necesitan es… pero no importa. Se supone que debo limitarme al día primero de octubre.

Así que dije «Entiendo» y ella me entregó la lista. Recogí las muestras abajo, nada más que baratijas en realidad, porque no solíamos almacenar cosas de precio, a menos que las hubieran encargado.

Miré fuera, el cielo estaba claro y pude ver que las hojas empezaban a cambiar.

—¿Qué hay? —pregunté.

—Sí, Jay. No lo necesitaré esta tarde —dijo Tracy sonriendo, refiriéndose al coche.

Así que tomé las llaves y salí dando la vuelta hacia el garaje, subí al Caddy y bajé la capota.

Casi me avergüenzo de lo que sigue, pero cuando uno se encuentra metido en ello, apuesto a que no soy el único que lo hace. Me refiero a aparentar lo que no se es.

Siempre se quiere aparentar cuando se es joven, y nadie piensa mal. Se aparenta ser un gangster, o un marino, o un piloto del espacio, y su scooter o su bicicleta se convierten en un caballo o un avión o una nave espacial.

Pero resulta diferente cuando se crece, al menos todo el mundo dice que es diferente. De todas formas, como yo digo, apostaría a que no soy el único. No cuando se refiere a algo como Caddies convertibles.

Creo que todos sueñan cuando se encuentran detrás del volante. Todos pretenden ser ricos y jóvenes y que se dirigen a algún sitio para pasarlo en grande.

Por eso supongo que no debo sentirme avergonzado por correr por la calle principal con la capota baja, casi recostado en el asiento, con las muestras de tapicería bien escondidas de la vista de los demás, dejando que las jovencitas me miren al aflojar la velocidad ante los semáforos.

Claro que una vez fuera de la ciudad no hay nadie en particular que se fije en mí, peto eso tampoco importa. Apreté el acelerador en la carretera recta y empecé a soñar, despierto, que iba hacia mi casa de verano junto al lago. Tenía una flamante barca motora esperándome, y que, si lo deseaba podía sacarla y probarla toda la tarde. Por otra parte, si me sentía cansado, podía quedarme en casa bebiendo en el bar del cuarto de estar. Ya pueden figurárselo, nada más que Scotch y Drambuie. Entonces, otra vez, allí estaba aquella rubia esperándome, la rubia alta de piernas largas. Pensándolo mejor, quizá no me entretuviese con la motora ni en el bar. La rubia era del tipo de Marilyn Monroe, sólo que no tan… bueno, tan llamativa. Menos cuando yo la quería así. Habíamos estado tonteando desde hacía… oh, más de un año, casi desde que la conocí en Acapulco ¿o fue en Guadalajara? No estaba exactamente enamorado, o por lo menos no completamente, pero ella estaba perdida por mí. Un arreglo muy satisfactorio. Todo era de lo más satisfactorio, y puede que incluso cambiase el Caddy por uno de esos Ferraris. Pensándolo mejor ¿para qué cambiarlo? Teniendo un garaje con cabida para cuatro coches aquí y uno en la ciudad, habría sitio para otro. Además, digan lo que quieran, pero hay algo en el Caddy

El Caddy tiene algo que me hizo continuar fantaseando así hasta que me di cuenta de que había pasado de largo por la carretera del lago, dejándola atrás cosa de una milla.

De modo que tuve que dar la vuelta y enfilar el buen camino para continuar entre los árboles, buscando los letreros. Todas esas fincas del lago tienen sus letreros, nombres extravagantes, con los nombres de los propietarios debajo en letras doradas. Pensarán ustedes que cuando un tipo es lo suficientemente listo como para construirse una finca de recreo de cuarenta o cincuenta mil dólares, se le ocurriría un nombre mejor que la mayoría de los que se ven, pero no. Llaman a sus casas «Vista del Lago», y «Paraíso Tranquilo», y «Posada de Kummon», y «El Final del Camino» y nombres por el estilo. Es suficiente para hacerle reflexionar a uno.

Pero el letrero que yo estaba buscando sólo decía «Colton», y lo encontré al final del camino que conducía al lago.

Me detuve; allí, detrás de los árboles, estaba la casa. Me vi obligado a parpadear porque efectivamente tenía un embarcadero y un garaje para tres coches, quizá para cuatro. A su alrededor había gran cantidad de terreno también y todo pulido y recortado; un verdadero paisaje. La casa misma era toda de piedra con dos chimeneas; una de ellas para el hogar, por supuesto. Salí del coche tomando las muestras y eché a andar por el sendero empedrado.

En el mismo momento que tuve aquellas muestras en mi mano volví a sentirme tonto. No lo podía remediar. Cada vez que iba a casa de alguien rico, me sentía así. No es que me sintiera inferior, sino simplemente tonto. Es un sentimiento que no forma parte de mí. Sólo lo noto cuando estoy en las casas grandes y también en las oficinas importantes.

En aquel momento se había apoderado otra vez de mí. Pasé delante de la parrilla de hierro donde asan carne en las fiestas, justo a un lado del patio de azulejos. Vi los muebles del jardín de hierro florentino, de los que vendemos a cien dólares la pieza. Era a principios de octubre y muchas hojas se habían desprendido ya de los árboles. Pero no sobre aquel césped. No pude ver ni una sola hoja. No había una sola brizna de hierba fuera de su sitio. Parecía como si alguien las hubiera medido con un micrómetro… ¡Diablos!, debían contar las briznas cada noche.

Era perfecto. Eso es lo que me asusta de las rameras ricas. Todo es demasiado perfecto y es mentira. Nada es en realidad así de perfecto, y cuando las rameras ricas pagan rara que las cosas tengan ese aspecto, no hacen más que aparentar, lo mismo que yo cuando sueño despierto. La única diferencia está en que pueden permitirse vivir sus sueños, y supongo que debido a eso me siento tan incómodo.

Me sentí incómodo sólo con tocar el timbre. Por supuesto era muy armónico. Bonito, suave, como campanas de oro que nunca perturban. A los ricos no les gusta que los molesten. Cuando suena el timbre de sus puertas, nunca es para llevarles telegramas que anuncien la muerte de alguien ni peticiones de dinero. Los telegramas que reciben dicen que el nuevo petróleo se produce bien y que se sacan diez mil barriles al día.

Por las cosas que estoy diciendo pensarán ustedes que soy un comunista o cosa parecida. Pero no quiero que tengan una opinión equivocada, es sólo que me siento tonto ante la proximidad de los ricos.

Supongo que mi aspecto también era el de un tonto cuando me abrió la puerta.

—Entre —dijo ella, y permanecí inmóvil durante unos treinta segundos. Inmóvil y mirando. Porque en mi vida había visto muchas rameras ricas, y tenía una idea bastante buena de lo que ésta sería: baja, gorda, con las cejas pintadas de lápiz y un ondulado artificial de treinta dólares en un pelo que no valdría más de treinta centavos. El pelo blanco con un reflejo azul, probablemente, que hiciera juego con el rostro maquillado: todas las rameras ricas parece como si hubieran pasado por las manos del dueño de una funeraria cara.

Pero ésta era diferente. Ésta merecía la pena mirarla. Ésta era la rubia de piernas largas con la que había estado soñando.

Tenía más edad que yo, por supuesto, puede que veintiséis o veintisiete, pero no era una corneja. Era alta, y tenía sus propias cejas, y su propio pelo y su propia complexión. Estaba yo deseando imaginar, por la forma en que sus pantalones y jersey se ceñían, que todo fuese suyo. Y mucho de todo.

—¿Viene de parte de la señorita Edwards? —preguntó.

Yo asentí moviendo la cabeza fuertemente. Es difícil decirlo de forma que tenga sentido, pero era la clase de mujer que conseguiría que uno dijese que sí a todo. Si me hubiera pedido que me echase al lago hasta ahogarme, probablemente hubiera asentido con la misma fuerza.

Ann Colton. Me dijo su nombre cuando entramos, cuando nos sentamos en el sofá y miró las muestras. El aparato de televisión estaba encendido, pero ella lo apagó enseguida. Y entonces, antes de tomar las muestras, me preguntó si me gustaría beber algo.

Me fijé que tenía un vaso sobre una mesita, pero dije:

—No, gracias —y ella se limitó a asentir, y entonces miró las muestras.

—La tela de monje, ¿no le parece? —dijo sujetando el trozo junto a la ventana.

Yo asentí. Me estaba convirtiendo en un charlatán.

—Entonces me la quedaré —dijo ella—. Cuarenta y cinco yardas, ¿no fue eso lo que dijo la señorita Edwards?

Volví a asentir. No podía hacer nada. Eso es todo. Ninguna comparación, ninguna protesta, ningún «¿cuál sería mejor?»: Se había decidido y todo estaba arreglado.

—Mi tía dijo que podríamos tenérselo para fin de mes —le dije.

—Oh, ¿es su tía? Eso lo explica.

—¿Qué es lo que explica?

—No tiene importancia.

Encendió un cigarrillo.

—Si lo dice porque no he querido beber y no fumo y estoy metido en el negocio de la decoración de interiores, sé lo que está usted pensando —dije. Se me escapó antes de que en realidad pudiera evitarlo.

Dio una chupada a su cigarrillo y empezó a toser terminando después en una carcajada.

—Bien; ¿tengo yo la culpa? —preguntó ella—. Un tipo como usted, con gafas o sin gafas, metido en tales negocios… no tiene sentido.

De repente recuperé el habla. Puede que fuera debido a su risa, o a la forma en que me habló.

—En este momento me alegro de tener gafas —dije.

Ella dejó de reír y se paró a mirarme.

—No me diga que tiene usted ideas sobre mí, muchacho —dijo ella—. Si es así, mejor será que beba algo primero.

Me estaba pinchando ahora, pero continué de igual forma.

—Ya estoy suficientemente intoxicado con su presencia —dije.

Ann Colton sacudió la cabeza.

—Eso no le va —me dijo—. Yo le aconsejaría el camino recto, la aproximación ingenua. —Entonces se irguió—. En serio, señor Thomas, ¿es Jay Thomas? ¿Quiere que le haga un combinado?

—Bueno, pero corto —dije.

—¿Corto de qué?

—Escocés. On the rocks.

Ella asintió y me indicó que pasara a la otra habitación. No necesitaba mucho para seguirla. Cuando caminaba era como observar a una buena bailarina.

En la otra habitación estaba el bar, el bar con el que yo soñaba despierto. A través de la ancha ventana apaisada se podía ver el embarcadero allá abajo.

—¿Tiene una motora nueva? —pregunté como por casualidad, mirándola.

Ella levantó la cabeza de lo que estaba haciendo, había estado vertiendo las bebidas, y dijo:

—Sí. Es de Henry, por supuesto.

—¿De quién?

—Henry Colton. Mi ex amante esposo. Era el dueño de esta casa y de todo lo que contiene, hasta hace tres meses.

Me entregó un vaso; era un vaso antiguo y la bebida era muy corta.

—Llegué a un acuerdo con él. Ahora me pertenece todo lo de la finca, incluyéndome a mí.

Ella levantó su vaso.

—Bien; brindemos por el debido y ordenado progreso de la ley.

Bebimos. Levanté los ojos y la descubrí mirándome por encima del borde de su vaso.

—¿Le parezco una mujer calculadora, señor Thomas?

—No; de ninguna forma.

—Entonces me siento desilusionada.

Se sentó en un taburete del bar y golpeteó con la mano el más próximo. Me uní a ella mientras continuaba:

—Porque eso es lo que soy, desde ahora en adelante. Una mujer de mundo, fría y calculadora, desilusionada por un matrimonio demasiado prematuro con un hombre indigesto, de mediana edad, un negociante asqueroso que… ¡oh, infierno!

No soy un niño. Tengo veinte años. He recorrido mundo. He oído jurar a las mujeres; cuando se emborrachan son capaces de decir cosas que nunca diría un tipo que haya estado seis años en la Marina.

Pero cuando ella dijo una cosa tan simple como ésta: «¡Oh, infierno!», parecía ponerle algo. A pesar de que realmente había un infierno, y ella había estado en él durante mucho tiempo y sabía de lo que hablaba.

—¿Sabe lo que me sucede? —dijo ella—. Estoy loca por entrar en movimiento. Loca por la acción. He estado sentada aquí durante los últimos meses mirando la televisión, y un día más viendo esos monos sonrientes de los programas y me pego un tiro. Algunos me recuerdan a Henry, la sonrisa comercial y todo eso.

Yo no dije nada.

—¿Le estoy molestando? Lo siento. Este confinamiento solitario acaba conmigo. Por eso trato de mantener ocupada la imaginación decorando la casa y arreglando todo. Pero lo que realmente necesito es alguien con quien hablar.

—¿No conoce a nadie en los alrededores del lago? —pregunté.

Ella asintió y al hacerlo su pelo me pareció trigo movido por el viento, o puede que sólo fueran los efectos de la bebida.

—Los conozco a casi todos. A la mayoría de los que se quedan aquí durante todo el año. Los jugadores y los bebedores de ginebra. No hablan de cosas de mi gusto… todos creen que me casé con Henry por su dinero. —Ella rió—. Y el caso es que tienen razón.

—¿Pero qué hay de sus amigos? Los que tenía antes.

Volvió a reír.

—Vamos, muchacho, de verdad. No voy a hacerte la confesión de rutina, al menos no después de dos bebidas. Lo cual me recuerda… que tiene el vaso vacío.

—Bien, una corta.

—¿Qué te sucede, a fin de cuentas? —dijo tuteándome.

—Nada.

—No has dejado de mirarme en todo el tiempo. Oh, no de aquella manera, lo noto enseguida.

Volvió a reír porque supongo que enrojecí.

—No; es algo más. Me miras como si realmente supieras de lo que estoy hablando. O de lo que no estoy hablando.

Era verdad. Me pregunté si debería decírselo y después pensé que no me iba a matar si lo bacía.

—Supongo que lo sé. Es como el Caddy —dije.

—¿El Caddy? Oh, te refieres a tu coche.

—El coche de mi tía —dije—. No puedo permitirme tener un auto así. Ni ningún coche, en realidad. Pero cuando conduzco su coche, me pongo a imaginar cosas. Durante el camino mientras me dirigía hacia aquí estuve pensando en lo agradable que sería si el coche fuese realmente mío, si fuese el dueño de un sitio como éste, y…

—¿Y qué?

Pero no podía llegar tan lejos, al menos tan pronto.

—Bien, al ser pobre, me pregunto cómo me sentiría si fuese rico. Y ahora lo sé.

—¿Lo sabes? ¿Cómo?

—Claro que lo sé. —La miré de frente, después de mi segunda bebida—. Lo sé por la forma en que ha estado usted hablando. Usted también fue pobre una vez, y también se lo preguntaba. Se lo preguntaba tanto y lo deseaba tanto que se casó con un hombre rico para averiguarlo. Y entonces se enteró, y lo sintió, y ahora no sabe exactamente qué debe hacer. Porque en realidad no sabe lo que de verdad desea.

Ella bebió largamente y se echó hacia atrás, los codos sobre el mostrador del bar, como un gato perezoso. El whisky escocés era el que realmente hablaba ahora.

—¡Bien! —dijo ella—. ¡El Muchacho Filósofo!

—Lo siento.

—No lo sientas. No tienes que sentir decir la verdad. Es cierto, lo sabes todo. Y veo que soy culpable de haberte juzgado mal. —Me miró y asintió—. Puede que sean las gafas. ¿Te importaría mucho quitártelas un momento? Me gustaría verte tal como eres.

Me despojé de las gafas y la miré de frente. Ella asintió, y mientras yo la observaba sus brazos rodearon mi cuello y me besó.

Entonces me caí del taburete.

Ahí estaba. El Caddy fuera, la motora, en el embarcadero, el bar, abierto y la rubia de piernas largas justo en mis brazos. Y me caí del taburete.

Y por si era poco, ella se rió. Juro que por un momento la hubiera matado.

Después alargó los brazos y me ayudó a levantarme.

—Gracias —dijo.

Asentí y tomé mis gafas.

—No te amargues, Jay —me dijo—. Algún día también te lo agradecerás.

—¿Por hacer de mí un maldito tonto?

—Sólo por evitarlo. Y por evitarme hacer lo mismo. —Abrí la boca, pero ella no había terminado—. Oh, no estoy hablando de la cuestión moral. Ni del hecho de que soy quizá seis o siete años mayor que tú. Eso incluso podía ser una cosa buena, si conoces tu Kinsey. Es que… bien, he visto cómo me mirabas. No parecía que sólo deseases pasar la tarde.

Asentí tratando de encontrar palabras.

—Y también debes saber desde ahora, Jay, que no podría ser más que eso para mí. No será, si puedo evitarlo, por mucho tiempo, si no para siempre. No quiero que me vuelvan a hacer daño. Tampoco quiero herir a nadie.

Tomé mi vaso, apuré su contenido y lo solté con fuerza sobre el bar.

—Habla usted como si yo no fuese más que un maldito crío.

—No, no es esto, Jay. Si no fueras más que un crío, no te hablaría así. Eres joven, sí, y también eres blando. No tienes la frente endurecida por esa línea descarada que la mayoría de la gente adquiere, incluso en la universidad, hoy en día. Comparado a cómo yo era a los dieciséis años, no eres más que un niño. —Puso su mano sobre mi hombro—. Pero me gustas así. Me gustas porque tienes percepción, eres honrado, y… bien, porque también me haces sentirme joven.

—Pero usted es joven —dije—. Esto no podría engañar a nadie. Si la gente nos viera juntos, pensarían que éramos… —me interrumpí.

—¿Qué sucede? —preguntó ella.

—No pasa nada —dije muy despacio—. Sólo que recordé que hay un baile esta noche, en casa de los Corners al otro lado del lago. Ace Connors es el nombre. Y creo que Tracy me dejará el coche si lo quiero. Tenía planeado ir solo, pero ¿qué le parecería cenar conmigo e ir a ese baile juntos si le prometiera que no intentaría propasarme con usted?

Me salió todo tan de prisa que no creí que me hubiera entendido, pero sí me comprendió y bien. Y sonrió.

—Puede resultar muy tonto, Jay. Pero también puede ser muy agradable. Así que…

Me levanté.

—Está bien, arrégleselas, usted —le dije—. Ocurre que me he enterado que uno de esos monos sonrientes tiene un gran programa en la televisión esta noche, y supongo que no puede usted permitirse el perdérselo, ¿verdad?

—¿A qué hora es el programa?

—A las siete —repuse.

—Entonces será mejor que me recojas sobre las seis y media. No quiero perder la oportunidad.

Eché a andar hacia la puerta y me observó mientras me marchaba.

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