Terror

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La segunda víctima » Capítulo XII

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Capítulo XII

Las cosas empezaban a tener sentido ahora. Pequeños detalles que parecían sin importancia, iban encajando en su sitio formando un todo completo: el crimen.

Debía de haberlo comprendido desde el principio. Ghopal no podía haber planeado todo esto él solo. Era Cheyney quien conocía la existencia del ídolo en el museo de Athelny; Cheyney el que conocía su valor. Cheyney el que había empleado a Ghopal y Parvati, al vigilante y Tracy como peones de una intrincada partida de ajedrez propia, deshaciéndose de las piezas cuando no las necesitaba. Todavía no sabía lo que él se jugaba en aquella partida… pero iba a descubrirlo.

Y siempre quedaba la posibilidad de que me hubiera equivocado. Me había equivocado tantas veces, según parecía, en esta semana. Quizás existiera una razón para que el profesor hubiera ocultado a la policía la presencia de Tracy. Estaba deseando darle el beneficio de la duda, si hubiera dicho la verdad. Sólo una oportunidad, y si se negaba, localizaría a Mary y llamaría a Kroke.

Observé a Ann mientras se alejaba en su coche cuando anochecía y después saqué el Caddy y me encaminé hacia el colegio. Me detuve delante de la enorme y vieja casa. Subí la escalera. Toqué el timbre y esperé.

Y esperé, y esperé.

No había nadie en casa.

Di un rodeo hacia el lado del porche. Las persianas estaban echadas. Quizás el profesor habría salido para cenar temprano. Eché una mirada a mi reloj. Eran poco más de las cinco. Quizá fuera mejor que comiese algo para regresar más tarde; podía telefonearle primero para estar seguro.

¿Estar seguro de qué? ¿De darle tiempo de idear una coartada, de negarlo todo? Por lo que sabía, la clave del asesinato estaba allí, dentro de la biblioteca de Cheyney. De ella no me separaba nada más que una ventana.

Una tabla crujió a mi espalda.

Me volví levantando las manos. Y entonces, algo salió de las sombras, algo largo y delgado, y sentí un golpe en mi cuello, otro en la frente. Retrocedí, pero un brazo me alcanzó retorciéndome la muñeca, hacia abajo y atrás, Traté de moverme, pero me siguió sujetando dejándome indefenso. La presión en la muñeca empezaba a hacerse insoportable, y entonces sentí otra presión más ligera pero infinitamente peor. El cañón de una pistola apoyado en mi espalda.

La voz sonó junto a mi oído.

—No se mueva o disparo. —Me obligó a caminar hacia el lado del porche, donde la luz era más fuerte—. Vamos, déjeme echarle una mirada. ¡Jay!, ¿qué estás haciendo aquí?

—¡Sargento! —Era Kroke en efecto. Soltó mi brazo y retiró la pistola.

—¿Tratando de forzar la entrada, verdad? Esto es malo, muchacho. ¿Qué tienes que contarme?

Continué allí respirando fuerte y frotándome la muñeca. Entonces le hablé. Le conté el intento de Ghopal de matar al Nizam en casa de Ann. Le dije lo que ella me había contado.

—¿Por qué no fuiste a mí? —preguntó—. Creo que ya te advertí que no intentases nada por tu cuenta.

—No lo sé. —Suspiré—. Estoy confundido, y cualquier cosa que haga siempre me tiene que salir mal. Pensaba ir a verle a usted inmediatamente después de hablar con el profesor. —Hice una pausa—. ¿Pero por qué está usted aquí?

—Por el mismo motivo que tú. Hablé con la señorita Singh al mediodía. Es toda una mujer. Fuimos a Pinkley Hall y registramos la habitación de Ghopal.

—¿Encontró algo?

—No. Nada de estatuas ni armas ni cartas ni nada. Todo revuelto como suele estar la habitación de un estudiante, supongo. Parecía como si acabase de salir para tomar una taza de té. Pero voy a volver por allí.

—¿Dijo algo Parvati que pueda servir de ayuda?

—Bien, me conté algo que yo no sabía. Nuestro amigo Ghopal suele tomar «bhang» de vez en cuando.

—¿Bhang?

—Un narcótico. Lo emplean en la India. No es que sea un adicto a la droga, o al menos eso dice ella, pero lo ha probado.

—¿Dónde lo ha obtenido?

—No lo dijo. Esa es una de las preguntas que pensaba hacerle al profesor Cheyney.

—¿Es por eso que vino usted aquí?

Pude ver la sombra de su sonrisa en la oscuridad.

—No por completo. Lo creas o no, muchacho, los policías no son simplemente los aficionados que tú crees. Esta tarde fui a ver a la señora Klotz para interrogarla.

—¿La señora Klotz?

—Mary, para ti. Cheyney mencionó que tenía una asistenta por horas. Tomé nota de ello y me puse en contacto con ella. Cuando vino a la ciudad estaba deseando hablar. Me dijo lo mismo que a Ann. Sobre la visita de tu tía al mediodía. Así que aquí estoy.

—Pero el profesor se ha marchado.

—Eso veo. Y tú estabas a punto de cometer un acto ilegal.

—Pensé que quizá nada perdería si echaba una mirada dentro. Puede que exista una prueba, algo que él tenga escondido…

—Hubieras abierto esta ventana, ¿eh? Y pensabas entrar, ¿no es verdad?

—Cierto.

—Dime cómo tenías planeado hacerlo.

Se lo mostré. La ventana se abrió, me deslicé al interior y él me siguió. Estábamos en la oscuridad del comedor. Avancé palpando las paredes en busca del conmutador de la luz. A mi espalda sonó la voz de Kroke.

—No enciendas —dijo—. Podrían ver la luz desde la calle. Probemos primero en la biblioteca. Debe estar al otro lado del vestíbulo.

Así era. Las persianas también estaban echadas, y era como caminar por una habitación llena de tinta.

Tropecé contra una silla.

—No sirve —dije—. No podemos encontrar nada a oscuras.

—Está bien, muchacho.

Algo sonó, y el débil rayo de una pequeña linterna se proyectó contra el techo. Entonces bajó posándose en la mesa. Permanecimos inmóviles observando los movimientos de la luz, esperando hallar algo donde detenerla.

Lo encontró.

Algo se iluminó emitiendo un reflejo. Algo que brilló como un pálido rubí, un rubí incrustado en carne humana. Era un ojo en la oscuridad.

Avancé hacia la pared y encendí la luz. Entonces pudimos ver al profesor Cheyney sentado detrás de su mesa.

Pero él no podía vernos.

Kroke echó una mirada a su alrededor y se dirigió al teléfono. Su voz se hizo eco a través de las vacías, grandes y oscuras habitaciones de la casa.

—… ¿Tiene la dirección? Bien. Quiero que venga el médico enseguida.

Entonces nos sentamos a esperar. No había nada divertido en ello, al menos Kroke y yo no le veíamos la gracia.

Pero para Cheyney parecía que sí. Su rostro amoratado sonreía, y de su boca abierta asomaba la punta de su lengua ennegrecida.

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