Taiko

Taiko


Libro Uno » ¡Mono! ¡Mono!

Página 7 de 153

¡

M

o

n

o

!

¡

M

o

n

o

!

—¡Es mi abeja!

—¡Es mía!

—¡Embustero!

Siete u ocho muchachos se habían desplegado por los campos como un torbellino, agitando con palos las flores amarillas de las plantas de mostaza y las flores de rábano, de un blanco inmaculado, en busca de las abejas provistas de saquitos de miel a las que llamaban abejas coreanas. El hijo de Yaemon, Hiyoshi, tenía seis años de edad, pero su cara arrugada parecía una ciruela encurtida. Era más menudo que sus compañeros, pero ningún otro chiquillo del pueblo le igualaba en diabluras y conducta desmandada.

—¡Idiota! —gritó al verse derribado por un chico más corpulento que intentaba hacerse con una abeja.

Antes de que pudiera levantarse, otro muchacho le pisoteó. Hiyoshi le hizo la zancadilla.

—¡La abeja pertenece al que la captura! —exclamó, levantándose ágilmente y atrapando a la abeja en vuelo—. ¡Viva! ¡Ésta es mía!

Con la abeja dentro del puño cerrado, Hiyoshi dio otros diez pasos antes de abrir la mano. Tras arrancar al insecto la cabeza y las alas, se lo metió en la boca. El estómago de la abeja era un saquito de dulce miel. Para aquellos niños, que jamás habían probado el azúcar, era maravilloso que algo pudiera tener un sabor tan dulce. Hiyoshi entrecerró los ojos, dejó que la miel se deslizara por su garganta y chascó los labios. Los otros niños le miraban y la boca se les hacía agua.

—¡Mono! —gritó un chico corpulento apodado Ni'o, el único a quien Hiyoshi no podía vencer. Los demás, que lo sabían, se le unieron.

—¡Mandril!

—¡Mono!

—¡Mono, mono, mono! —corearon.

Incluso Ofuku, el niño más pequeño, participó en los insultos. Decían que tenía ocho años, pero no era mucho más alto que Hiyoshi, de seis. Sin embargo, era mucho mejor parecido, de cutis claro y ojos y nariz armoniosos. Ofuku, hijo de un lugareño acomodado, no era el único que vestía kimono de seda. Probablemente su verdadero nombre era Fukutaro o Fukumatsu, pero se lo habían abreviado y dotado de la partícula honorífica

o, imitando una práctica corriente entre los hijos de las familias ricas.

—También tú tenías que decirlo, ¿eh? —le dijo Hiyoshi, fulminándole con la mirada. Le traía sin cuidado que los demás chicos le llamasen mono, pero Ofuku era diferente—. ¿Has olvidado que soy el que siempre saca la cara por ti, medusa sin espinazo?

Tras esta reconvención, Ofuku no pudo decir nada. Había perdido el valor y se mordía las uñas. Aunque era sólo un niño, le dolía mucho más verse tachado de ingrato que recibir un insulto como medusa sin espinazo. Los demás desviaron la vista y su atención pasó de las abejas melíferas a una nube de polvo amarillo que se alzaba en el extremo de los campos.

—¡Mirad, un ejército! —gritó uno de los chiquillos.

—¡Samurais! —dijo otro—. Regresan de combatir.

Los niños agitaron las manos y lanzaron vítores.

El señor de Owari, Oda Nobuhide, y su vecino, Imagawa Yoshimoto, eran enemigos encarnizados, una situación que motivaba constantes escaramuzas a lo largo de su frontera común. Cierto año, las tropas de Imagawa cruzaron la frontera, incendiaron los pueblos y pisotearon las cosechas. Las tropas de Oda se apresuraron a salir de los castillos de Nagoya y Kiyosu y derrotaron al enemigo, pasando por las armas hasta el último hombre. Llegó el invierno y hubo escasez de alimento y abrigo, pero el pueblo no reprochó nada a su señor. No les importaba morirse de hambre ni pasar frío. De hecho, contrariamente a las expectativas de Yoshimoto, sus penalidades sólo sirvieron para aumentar la hostilidad que sentían hacia él.

Los niños, desde su mismo nacimiento, habían visto tales cosas y oído hablar de ellas. Cuando veían a las tropas de su señor, era como si se viesen a sí mismos. Llevaban la lucha en la sangre, y nada les excitaba más que la estampa de los hombres armados.

—¡Vayamos a verlos!

Los muchachos se dirigieron hacia los soldados, y todos echaron a correr excepto Ofuku y Hiyoshi, que seguían mirándose ferozmente. El poco brioso Ofuku quería correr con los demás, pero se lo impedía la mirada de Hiyoshi.

—Lo siento. —Ofuku se acercó nerviosamente a Hiyoshi y le puso una mano en el hombro—. Lo siento, ¿de acuerdo?

La cólera enrojeció el rostro de Hiyoshi y apartó bruscamente el hombro, pero al ver que Ofuku estaba al borde de las lágrimas se ablandó.

—Es que te juntas con ellos para insultarme —le reprochó—. Cuando se meten contigo, siempre te insultan, te llaman cosas como «el crío chino», pero ¿me he burlado de ti alguna vez?

—No.

—Incluso un crío chino, cuando se convierte en miembro de nuestra pandilla, es uno de nosotros. Eso es lo que digo siempre, ¿no?

—Sí.

Ofuku se restregó los ojos. Las lágrimas disolvían el barro adherido a la piel, formando manchones alrededor de los ojos.

—¡Estúpido! Si te llaman «el crío chino» es porque lloras. Anda, vamos a ver a los guerreros. Si no nos damos prisa, se habrán ido.

Cogiendo a Ofuku de la mano, Hiyoshi corrió en pos de los otros.

Caballos de batalla y estandartes surgían de la nube de polvo. Eran unos veinte samurais montados y doscientos soldados de infantería. Tras ellos avanzaba un abigarrado grupo de mozos, que transportaban picas, lanzas y arcos. Desde la carretera de Atsuta, cruzaron la llanura de Inaba y empezaron a subir por el terraplén del río Shonai. Los niños adelantaron a los caballos y corrieron terraplén arriba. Con los ojos brillantes, Hiyoshi, Ofuku, Ni'o y los demás mocosos recogieron rosas, violetas y otras flores silvestres y las arrojaron al aire, al tiempo que gritaban a voz en cuello: «¡Hachiman! ¡Hachiman!», invocando al dios de la guerra, y exclamaban: «¡Victoria para nuestros valientes y gloriosos guerreros!». Tanto en los pueblos como en los caminos, los niños se apresuraban a lanzar tales exclamaciones cada vez que veían pasar a los guerreros.

El general, los samurais montados y los soldados que avanzaban arrastrando los pies permanecían todos ellos en silencio y sus recios rostros eran impenetrables como máscaras. No advirtieron a los niños que no se acercaran demasiado a los caballos ni se dignaron dirigirles una simple sonrisa. Aquellos hombres parecían formar parte del ejército que se había retirado de Mikawa, y era evidente que la batalla había sido encarnizada. Tanto los caballos como los hombres estaban exhaustos. Los heridos manchados de sangre se apoyaban pesadamente en los hombros de sus camaradas. La sangre seca brillaba, negra como la laca, sobre las armaduras y las astas de las lanzas. Sus rostros sudorosos estaban tan llenos de polvo endurecido, que sólo los ojos brillaban a través de aquella capa de mugre.

—Dad de beber a los caballos —ordenó un oficial.

Los jinetes samurais hicieron circular la orden a gritos. Llegó entonces la orden de que descansaran. Los jinetes desmontaron y los infantes se detuvieron de inmediato. Exhalando suspiros de alivio, se dejaron caer en la hierba sin decir nada.

Al otro lado del río, el castillo de Kiyosu parecía minúsculo. Uno de los samurais era el hermano menor de Oda Nobuhide, Yosaburo, el cual se sentó en un escabel y se quedó mirando el cielo, rodeado por media docena de servidores silenciosos.

Los hombres se vendaron las heridas de brazos y piernas. A juzgar por la palidez de sus rostros, era evidente que habían sufrido una gran derrota, pero eso no importaba lo más mínimo a los niños, los cuales, cuando veían sangre, se transformaban ellos mismos en héroes ensangrentados, y al ver el brillo de lanzas y picas se convencían de que el enemigo había sido aniquilado y se sentían llenos de orgullo y excitación.

—¡Hachiman! ¡Hachiman! ¡Victoria!

Una vez los caballos hubieron bebido, los niños también les arrojaron flores y los vitorearon.

Un samurai que estaba al lado de su caballo vio a Hiyoshi y le dijo:

—¡Hijo de Yaemon! ¿Cómo está tu madre?

—¿Hablas conmigo?

Hiyoshi se acercó al hombre y le miró alzando su carita mugrienta. El samurai asintió y puso una mano en la cabeza sudorosa de Hiyoshi. No tendría más de veinte años. Al pensar en que aquel hombre acababa de regresar del combate y notar el peso del guantelete de cota de malla en la cabeza, una sensación de gloria sobrecogió a Hiyoshi.

Se preguntó si su familia realmente conocía a aquel samurai. Cerca de allí sus amigos le miraban y podían ver lo orgulloso que estaba.

—Eres Hiyoshi, ¿no es cierto?

—Sí.

—Un buen nombre. Sí, un buen nombre.

El joven samurai dio una última palmadita a la cabeza de Hiyoshi y entonces golpeó la faja de su armadura de cuero y se enderezó un poco, sin dejar de examinar el rostro de Hiyoshi. Algo le hizo reír.

Hiyoshi tenía facilidad para hacer amigos, incluso entre los adultos. Que un desconocido, y nada menos que un guerrero, le tocara la cabeza, hacía que los ojos le brillaran de orgullo. No tardó en recuperar su locuacidad habitual.

—Pero, ¿sabes?, nadie me llama Hiyoshi. Sólo mis padres lo hacen.

—Supongo que eso se debe a tu aspecto.

—¿De mono?

—Bueno, está bien que lo sepas.

—Así me llama todo el mundo.

—¡Ja, ja!

La risa del samurai armonizaba con su vozarrón. Los demás hombres se rieron también, mientras Hiyoshi, tratando de parecer hastiado, se sacó de un bolsillo un tallo de mijo y empezó a mordisquearlo. El jugo herboso del tallo era dulzón.

Escupió sin ningún disimulo el tallo masticado.

—¿Qué edad tienes?

—Seis años.

—¿De veras?

—¿De dónde eres, señor?

—Conozco bien a tu madre.

—¿Ah, sí?

—La hermana menor de tu madre suele venir a mi casa. Cuando regreses, da recuerdos de mi parte a tu madre. Dile que Kato Danjo le desea buena salud.

Una vez finalizado el descanso, soldados y caballos se pusieron en fila y cruzaron los bajíos del río Shonai. Danjo echó una mirada atrás y montó rápidamente. La armadura y la espada le daban un aire de nobleza y poderío.

—Dile que cuando la lucha termine visitaré la casa de Yaemon.

Dicho esto, Danjo lanzó un grito, espoleó su caballo y entró en los bajíos del río para incorporarse a la fila. La espuma blanca lamió las patas del caballo.

Hiyoshi, todavía con restos del jugo de mijo en la boca, se quedó mirándole como extasiado.

* * *

Cada vez que la madre de Hiyoshi iba al cobertizo de almacenamiento, salía muy deprimida. Iba allí en busca de encurtidos, grano o leña, y cada visita era un recordatorio de que las existencias solían agotarse. Al pensar en el futuro se le hacía un nudo en la garganta. Sólo tenía a los dos niños, Hiyoshi, de seis años, y su hermana Otsumi, de nueve, y naturalmente ninguno de los dos era lo bastante mayor para realizar un trabajo eficaz. Su marido, herido en combate, era incapaz de hacer nada salvo quedarse sentado al lado del hogar con la mirada perdida en el espacio bajo la tetera colgante, incluso en verano, cuando no había brasas.

«Esas cosas… —pensó la mujer—. Me sentiría mejor si las quemáramos.»

Apoyadas contra una pared del cobertizo había una lanza con negra asta de roble, por encima de la que pendía un yelmo de infante que parecía formar parte de una vieja armadura. En la época en que su esposo partió al combate, aquel equipo era lo mejor que poseía. Cada vez que ella lo miraba, no sentía más que repugnancia. Ahora estaba cubierto de hollín y, al igual que su marido, era inútil. La idea de la guerra le hacía estremecerse.

«No me importa lo que diga mi marido; Hiyoshi no va a convertirse en samurai», resolvió.

Cuando se casó con Kinoshita Yaemon, creía que lo mejor era elegir por marido a un samurai. Su casa natal de Gokiso, aunque pequeña, había sido la de una familia de samurais, y si bien Yaemon era soldado de infantería, estaba al servicio de Oda Nobuhide. Cuando se casaron, con el juramento de que «en el futuro ganaremos un millar de fanegas de arroz», la armadura constituyó el símbolo de sus esperanzas y primó sobre los bienes domésticos que ella había querido. Era innegable que le traía felices recuerdos de su matrimonio, pero el contraste entre sus sueños juveniles y el presente no merecía que le dedicara su pensamiento un solo instante. Era una maldición que le corroía el alma. Su marido había quedado inválido antes de que hubiera podido distinguirse en el combate. Como no era más que un infante, se había visto obligado a abandonar el servicio de su señor. Ganarse la vida resultó difícil durante los seis primeros meses, y acabó convirtiéndose en agricultor. Ahora ni siquiera era capaz de esa actividad.

No le faltó la ayuda de su mujer. Llevándose consigo a sus dos hijos, la esposa de Yaemon había recogido hojas de morera, arado los campos, trillado mijo y mantenido a raya la pobreza durante aquellos años. Pero ¿qué ocurriría en el futuro? Al preguntarse hasta cuándo resistirían sus delgados brazos, sentía en su corazón el mismo frío y la penumbra que reinaban en el cobertizo. Finalmente puso en un cesto de bambú el alimento para la cena, mijo y unas pocas tiras de rábano seco, y salió del cobertizo. Aún no había cumplido treinta años, pero el parto de Hiyoshi no había sido fácil y desde entonces su piel tenía el color pálido de un melocotón sin madurar.

—Madre.

Era la voz de Hiyoshi, el cual rodeó la esquina de la casa, buscándola. Su madre se rió quedamente. Tenía sólo una gran esperanza: criar a Hiyoshi y convertirlo en la clase de hijo y heredero que crecería rápidamente y sería capaz de ofrecer a su padre, por lo menos, un poco de

sake cada día. Ese pensamiento hizo que se sintiera mejor.

—Estoy aquí, Hiyoshi.

Hiyoshi corrió hacia el lugar de donde procedía la voz de su madre y, cuando llegó a su lado, cogió el brazo que sostenía el cesto.

—Hoy, en la orilla del río, he hablado con alguien que te conoce.

—¿Quién?

—¡Un samurai! Kato no sé qué. Dijo que te conoce y me ha dado recuerdos para ti. ¡Me dio palmadas en la cabeza y me hizo preguntas!

—Ah, debe de ser Kato Danjo.

—Estaba con un gran grupo de guerreros que volvían de una batalla. ¡Y también montaba un buen caballo! ¿Quién es?

—Pues… ese Danjo vive cerca del templo Komyoji.

—¿Y qué más?

—Es el prometido de mi hermana menor.

—¿Prometido?

—¡Vaya, qué insistente eres!

—Es que no lo entiendo.

—Van a casarse.

—¿Cómo? ¿Quieres decir que será el marido de la hermana pequeña de mi madre?

Hiyoshi pareció satisfecho y se echó a reír. Su madre, al ver la mueca impúdica del chiquillo, mostrando mucho los dientes, no pudo por menos que considerarle, a pesar de que era su propio hijo, un mocoso precoz.

—Madre, hay una espada así de grande en el cobertizo, ¿verdad?

—Sí, ¿para qué la quieres?

—¿Puedo quedármela? Está muy mellada y padre ya no la usa.

—¿Otra vez jugando a la guerra?

—Me la quedo, ¿eh?

—¡De ninguna manera!

—¿Por qué no?

—¿Qué ocurrirá si el hijo de un agricultor se acostumbra a llevar espada?

—Pues algún día seré samurai.

Pisoteó el suelo como un chiquillo mimado, dando por zanjado el asunto. Su madre le miró irritada y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¡Necio! —le reprendió, y, enjugándose torpemente las lágrimas, le cogió de la mano y tiró de él—. Anda, ayuda un poco a tu hermana y luego saca agua del pozo.

Tirando de él a la fuerza, regresó a la casa.

—¡No! ¡No! —Hiyoshi intentó zafarse, gritando e hincando los talones en la tierra—. ¡No! ¡Te odio! ¡Eres una estúpida! ¡No!

Su madre le llevó a rastras, imponiendo su voluntad. En aquel momento el sonido de una tos, mezclado con humo del hogar, salió de la ventana cubierta con una rejilla de bambú. Al oír la voz de su padre, los hombros de Hiyoshi se contrajeron y guardó silencio. Yaemon no tendría más de cuarenta años, pero, condenado a vivir como un paralítico, tenía la voz áspera y carrasposa de un hombre que ha pasado de los cincuenta.

—Voy a decirle a tu padre lo mal que te portas —le dijo a Hiyoshi su madre, al tiempo que lo soltaba.

El chiquillo se cubrió el rostro con las manos y se enjugó los ojos bañados en lágrimas.

Mientras miraba al pequeño que resultaba tan difícil de tratar, su madre se preguntaba qué sería de él cuando creciera.

—¡Onaka! ¿Por qué estás gritando otra vez a Hiyoshi? Eso es impropio. ¿Por qué has de pelearte con tu propio hijo y llorar de esa manera?

Yaemon había hablado a través de la ventana, con la voz aguda de un enfermo.

—Entonces eres tú quien debería regañarle —replicó Onaka en tono de reproche.

Yaemon se echó a reír.

—¿Por qué? ¿Porque quiere jugar con mi vieja espada?

—Sí.

—Sólo estaba jugando.

—Así es, y no debería hacer eso.

—Es un muchacho, y además mi hijo. ¿Tan malos son sus deseos? ¡Dale la espada!

Onaka miró hacia la ventana con una expresión de sorpresa y se mordió el labio, frustrada.

—¡He ganado! —exclamó Hiyoshi, exultante, gozando de su victoria, pero sólo fue por un instante, pues en cuanto vio que las lágrimas se deslizaban por las pálidas mejillas de su madre, la victoria le pareció vacía—. ¡Por favor, deja de llorar! Ya no quiero la espada. Iré a ayudar a mi hermana.

Echó a correr a la cocina, donde su hermana estaba inclinada, soplando a través de una caña de bambú para prender la leña dentro del horno de arcilla.

Hiyoshi entró dando brincos.

—Eh, ¿voy a sacar agua?

—No, gracias —respondió Otsumi, alzando tímidamente la vista, sorprendida por la irrupción de su hermano.

Sacudió la cabeza, preguntándose qué se proponía el pequeñajo.

Hiyoshi levantó la tapa de la vasija de agua y miró el interior.

—Ya está llena. ¿Amaso la pasta de judías?

—¡No! ¡No seas latoso!

—¿Latoso? Lo único que quiero es ayudar. Déjame que haga algo por ti. ¿Voy a buscar los encurtidos?

—¿No acaba de ir madre a buscarlos?

—Bueno, ¿qué puedo hacer entonces?

—Si te portaras como es debido, nuestra madre se sentiría feliz.

—¿Por qué? ¿Es que no me porto bien ahora? ¿Hay fuego en el horno? Yo lo encenderé. Apártate.

—¡No te necesito!

—Si te apartaras…

—¡Mira qué has hecho! ¡Lo has apagado!

—¡Embustera! ¡Eres tú quien lo ha apagado!

—No es verdad.

—¡Bocazas!

Impaciente porque la leña no prendía, Hiyoshi abofeteó a su hermana. Otsumi puso el grito en el cielo y se quejó a su padre. Como estaban al lado de la sala de estar, muy pronto la voz de su padre atronó en los oídos de Hiyoshi.

—¡No pegues a tu hermana! ¡Es inaceptable que un hombre golpee a las mujeres! ¡Ven aquí ahora mismo, Hiyoshi!

Al otro lado de la mampara divisoria, Hiyoshi tragó saliva y dirigió una fiera y acusadora mirada a su hermana. Entró su madre y se quedó al lado de la puerta, consternada porque aquello sucedía de nuevo.

Yaemon era aterrador, el padre más aterrador del mundo. Hiyoshi le obedeció. Se sentó en el suelo, erguido, y miró a su padre.

Kinoshita Yaemon estaba sentado ante el hogar. Tenía a su espalda el bastón que necesitaba para caminar, sin el que no podía ir a ninguna parte, ni siquiera al retrete. Uno de sus codos descansaba sobre una caja de madera que usaba para hilar cáñamo, una actividad secundaria a la que se dedicaba cuando se sentía con ganas. Aunque estaba incapacitado, así podía contribuir un poco a las finanzas domésticas.

—¡Hiyoshi!

—Sí, señor.

—No seas un fastidio para tu madre.

—Sí.

—Y no discutas con tu hermana. Piensa en la impresión que causas. ¿Cuál debería ser tu conducta como hombre y cómo has de comportarte con las mujeres, a las que es preciso proteger?

—Bueno, yo no…

—¡Calla! Tengo oídos. Sé dónde estás y qué haces, aunque nunca salga de esta habitación.

Hiyoshi se estremeció. Creía lo que su padre le estaba diciendo.

Sin embargo, Yaemon no podía reprimir el afecto que sentía por su único hijo varón. Tenía un brazo y una pierna que jamás podrían volver a ser como antes, pero estaba convencido de que, gracias a aquel niño, su sangre seguiría existiendo durante cien años. Entonces miró de nuevo a Hiyoshi y su estado de ánimo sufrió una variación. Un padre tenía que ser el mejor juez de su hijo, pero ni siquiera en sus momentos de mayor optimismo Yaemon podía ver de qué modo aquel arrapiezo de extraño aspecto y nariz mocosa se levantaría por encima de sus padres y borraría el descrédito de su apellido. Con todo, Hiyoshi era su único hijo varón y Yaemon depositaba en él unas esperanzas imposibles.

—La espada que está en el cobertizo… ¿la quieres de veras, Hiyoshi?

—Bueno… —El chiquillo sacudió la cabeza.

—¿No la quieres?

—La quiero, pero…

—¿Entonces por qué no lo dices claramente?

—Madre ha dicho que de ninguna manera me la quede.

—Eso es porque las mujeres detestan a las espadas. Espera aquí.

El hombre cogió su bastón y fue cojeando a la otra estancia. Al contrario que la casa de un campesino pobre, aquélla contaba con varias habitaciones. En el pasado, los parientes de la madre de Hiyoshi habían vivido allí. Yaemon tenía pocos parientes, pero su esposa contaba con familia en la vecindad.

Aunque su padre no le había reñido, Hiyoshi seguía sintiéndose inquieto. Cuando Yaemon regresó, traía una espada corta envuelta en tela. No era la que se estaba oxidando en el cobertizo de almacenamiento.

—Ésta es tuya, Hiyoshi. Llévala siempre que lo desees.

—¿Mía? ¿De veras?

—Pero teniendo en cuenta tu edad, preferiría que no la llevaras en público. Si lo haces, la gente se reirá de ti. Apresúrate a crecer hasta que seas lo bastante mayor para lucirla sin que nadie se ría. ¿Harás eso por mí? Tu abuelo encargó que hicieran esta espada… —Yaemon hizo una pausa, con los ojos velados. Entonces siguió hablando lentamente—: Tu abuelo era agricultor. Cuando intentó mejorar su posición en la vida y ser algo, encargó a un armero que le hiciera esta espada. Hubo un tiempo en que los Kinoshita teníamos el árbol genealógico de nuestra familia, pero un incendio lo destruyó. Y mucho antes de que tu abuelo pudiera destacar en algo, lo mataron. Aquellos fueron tiempos turbulentos, y muchos sufrieron el mismo sino.

Un farol estaba encendido en la habitación contigua, pero la sala en la que ellos se encontraban estaba iluminada por las llamas del hogar. Hiyoshi escuchaba a su padre mientras contemplaba las llamas rojizas. Tanto si Hiyoshi le comprendía como si no, Yaemon tenía la sensación de que no podía hablar de tales cosas con su mujer o su hija.

—Si todavía existiera el árbol genealógico de los Kinoshita, podría hablarte de tus antepasados, pero quedó reducido a cenizas. Sin embargo, existe un árbol familiar vivo, y ha sido transmitido hasta llegar a ti. Es éste.

Yaemon se acarició las venas azules de la muñeca. Era la sangre.

Tal era su enseñanza. Hiyoshi asintió y entonces se contempló su propia muñeca. También él tenía aquellos vasos sanguíneos en su cuerpo. ¡No podía haber duda! Ningún árbol familiar estaba más vivo que aquél.

—No sé quiénes fueron nuestros antepasados antes de la época de tu abuelo, pero estoy seguro de que algunos de ellos fueron grandes hombres, samurais, seguramente, tal vez sabios. La sangre de tales hombres sigue fluyendo y yo te la he transmitido.

—Sí. —Hiyoshi asintió de nuevo.

—Sin embargo, yo no soy grande. Como puedes ver, no soy más que un lisiado. Así pues, Hiyoshi, ¡tú debes llegar a ser un gran hombre!

—Padre —dijo Hiyoshi, abriendo mucho los ojos—. ¿En qué clase de hombre he de convertirme para ser grande?

—Verás, no hay límite alguno a lo que puedes conseguir. Si, como mínimo, llegas a ser un guerrero valiente y llevas este recuerdo de tu abuelo, no sentiré ninguna pesadumbre cuando me muera.

Ir a la siguiente página

Report Page