Sushi

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A la mañana siguiente Mochizuki fue el encargado de empezar el desayuno de trabajo.

—En estos momentos —dijo—, Silva-san se encuentra en un despacho situado en una de las plantas inferiores de la Fundación Help. Anoche mis colaboradores instalaron ahí aparatos de escucha. Las llamadas hechas a o desde Help serán interceptadas las veinticuatro horas del día. Aquí en el hotel se han habilitado dos habitaciones con instalaciones de grabación y recepción, de modo que también podremos escuchar las conversaciones de las líneas de Help. Los dividiré a ustedes en dos grupos, cada uno de los cuales se ocupará de una de las líneas. Haremos los mismos turnos que Help: por las mañanas de seis a diez y de diez a dos, por las tardes de dos a seis, de seis a doce de la noche y de doce a seis de la mañana.

»En los próximos días Valenti-san y Hogenelst-san se ocuparán de la línea 1 en la habitación 12 de esta misma planta; Silva-san y Green-san de la línea 2 en la habitación 14, también en esta misma planta. Cada uno hará un turno de cuatro o seis horas. Durante las horas en que nuestros sospechosos estén de servicio habrá alguien debajo de la sala de consejería de Help, en la iglesia luterana. Lacoste-san e Inoue-san estarán, cada una de ellas, en una de las habitaciones de escucha del hotel y les pasarán todos los datos. Nuestro propósito es dejar que el asesino concierte su cita y permanecer a la espera. Queremos atraparlo, si es posible, con las manos en la masa, en compañía de su víctima y en posesión de su arma. Me ocuparé de que ustedes reciban armas. Vayan al campo de tiro de mi departamento para familiarizarse con las pistolas. Hoy mismo les facilitaré pases de acceso. A partir de esta tarde contaremos las veinticuatro horas del día con coches de policía apostados en la entrada del hotel y con conductores vestidos de paisano. Si en algún momento sienten que les atenaza la tensión, no duden en pedirle consejo a Li-san.

Mochizuki consultó su reloj.

—Son las seis menos diez —añadió—, Silva-san ya debe de estar en su puesto. Les ruego que vayan a las habitaciones 12 y 14. Y enciendan los magnetófonos, así todos seremos testigos del servicio de Isaac en Help.

Pocas horas después, Bettina Welt y Mochizuki iban por el sinuoso sendero de montaña que conducía a Daigo. Felices de poder dejar atrás el sofocante calor de la ciudad, caminaban a buen paso, con sendas mochilas a la espalda. En el aire flotaba el aroma de las coníferas y de la tierra húmeda. Los ruidos que los rodeaban eran ensordecedores: el silbido del viento en las ramas de los pinos y abetos, el canto de los grillos, el clamor de los arroyos y pequeñas cascadas. Mochizuki hablaba con Bettina en un japonés rápido y distendido. Parecía haberse olvidado de que ella no era japonesa.

—Será mejor que se meta la pernera de los pantalones dentro de los calcetines —le aconsejó—. Hay tábanos por aquí, y pican como demonios, sobre todo en las piernas. —Se metió los pantalones de color caqui dentro de los calcetines verde oscuro. Dejó la mochila en el suelo, extrajo un pañuelo azul del bolsillo y se lo anudó al cuello. Después reanudaron la marcha. Mariposas negras, grandes como murciélagos, agitaban de vez en cuando las alas cerca de sus rostros.

—Llegaremos pronto —comentó Mochizuki—, todavía falta para que anochezca. Calculo que aún debe de quedar una hora y cuarto de camino hasta la casa…

—Sí —convino Bettina.

—Tenemos tiempo para hacer una breve pausa. Según el mapa, ha de haber un pequeño santuario un poco más adelante. Aprovecharemos para comer algo allí.

—¿De dónde vamos a sacar la comida? —inquirió Bettina.

Con aire triunfante, Mochizuki dio unas palmaditas a su mochila.

—Mi esposa ha preparado una buena fiambrera con bento para los dos.

—Qué amable por su parte, muchas gracias.

Mochizuki le dirigió una sonrisa franca y relajada. En silencio, ambos siguieron ascendiendo por la cuesta, que se hacía cada vez más empinada. A su izquierda se alzaba la húmeda pared de roca de la montaña en la que se recortaba el camino, a la derecha había un precipicio. De vez en cuando encontraban haces de leña aún verde que desprendía un olor intenso y dulzón. Después de caminar unos cuarenta y cinco minutos vieron, a la izquierda, una puerta de madera pintada de rojo intenso, detrás de la cual se dibujaba un sendero esculpido en las rocas.

—Aquí está el santuario —anunció Mochizuki, y precedió a Bettina hasta la entrada. Unos pasos más allá había otra puerta roja más pequeña, y detrás, en las altas sombras de los árboles, vislumbraron un edificio de madera. Del suelo sobresalían unos viejos y robustos tocones. El terreno estaba salpicado de arena amarillenta y gruesa que había sido rastrillada. Mochizuki dejó la mochila encima de uno de los tocones y se llegó hasta el portal del santuario. Se puso firme, hizo una reverencia, dio tres palmadas, ocultó la cara entre las manos y rezó durante unos instantes. Volvió a hacer una reverencia y regresó junto a su mochila. Bettina fue a sentarse en uno de los tocones. Mochizuki abrió la mochila y sacó una caja aplanada de madera, atada con un trozo de hilo. Desató el hilo y dividió la caja en dos. En el medio de cada una de las partes había una servilleta enrollada y un par de palillos.

—Aquí tiene —dijo Mochizuki mientras le daba una caja a Bettina, que aspiró el delicioso aroma que ésta desprendía.

—Gracias —musitó sorprendida, y se avergonzó por la cantidad de veces que había insultado a Mochizuki—. ¡Qué aspecto tan delicioso y qué bien huele! —comentó, cohibida.

Mochizuki le dirigió una amplia sonrisa.

—Sí, mi mujer cocina muy bien.

Comieron en silencio. De pronto, Mochizuki dijo:

—Estoy intrigado por descubrir si usted tiene razón, Welt-san.

—No puede ser otro modo —repuso Bettina, voraz, con la boca llena—. Disculpe —añadió. Tragó lo que estaba comiendo y repitió—: No puede ser de otro modo. Ropa de cuero, pelos y quizás hasta un cuchillo, Mochizuki-san, y nada de ello se encontraba dentro de la casa sino debajo. Piénselo por un instante: ¿qué mejor lugar para esconderse que esa casa? Usted ya ha estado allí. Siempre hay gente yendo y viniendo. Está sucia y llena de pelos, ropa y huellas dactilares. Cualquiera puede quedarse a dormir sobre alguno de los numerosos futones. Mientras se colabore en las tareas de mantenimiento de la casa y se lleve comida y bebida, nadie hace preguntas. Cada noche, después de las actuaciones, se bebe, se cena, se conversa y se discute, y a veces hasta se producen peleas. Nadie controla quién se queda ni por cuánto tiempo. Es un lugar perfecto para alguien que busca un escondite. Me recuerda a las casas ocupadas de Holanda y Alemania. Durante la década de los setenta, algunos de los miembros de la banda terrorista Baader Meinhoff se ocultaban en casas ocupadas, y la policía tuvo un trabajo tremendo para seguirles la pista.

Mochizuki asintió mientras masticaba.

Bettina sacó un pantalón fino de nailon de su mochila y se dirigió a uno de los lados del monasterio.

—¿Cree que refrescará? —le preguntó desde detrás de unos matorrales en cuyas ramas había atadas unas tiras de papel que semejaban pajaritas.

—Sí —respondió Mochizuki—. Póngase también un jersey.

—¿Colgamos un deseo? —preguntó Bettina mientras reaparecía de detrás del arbusto con unos pantalones negros.

Mochizuki asintió, alegre.

—Tengo papel aquí.

Arrancó dos hojas del bloc de notas. Escribió apresuradamente algunos caracteres en la primera hoja, la puso detrás de la segunda y le pasó el papel y el bolígrafo a Bettina.

Ella permaneció pensativa por unos instantes y luego garabateó algo con una mueca de tensión en el rostro. Le devolvió a Mochizuki el papel en el que había escrito su deseo y el bolígrafo, y ambos fueron hasta el arbusto que había junto al santuario. Doblaron los deseos como si fueran abanicos y a continuación lo ataron a una de las ramas, entre los demás papeles. Mochizuki volvió a hacer ademán de rezar, moviendo las manos levemente de un lado a otro. Luego recogió los enseres de la comida y los metió en la mochila.

—¿Nos vamos?

Bettina le dirigió una mirada traviesa.

—¿No deberíamos leer los otros deseos? Quizás él haya escrito uno.

Mochizuki se volvió hacia ella, alarmado.

—¡No! ¡No, a menos que sea absolutamente necesario! Si hoy no encontramos nada, siempre podemos volver y hacerlo. Este lugar es de la gente del pueblo. Preferiría no alterar nada.

—Tiene razón. Sentía curiosidad por saber si había cartas de deseo de Tim Smith, Wackwitz o Mechanicus.

—Ésas hace tiempo que se las habrán llevado el viento o la lluvia —señaló Mochizuki—. El propósito es precisamente hacer llegar nuestros deseos a los dioses a través de las condiciones atmosféricas.

Las celosías de madera que había delante de las puertas de la galería de la casa estaban cerradas. De hecho, todo parecía cerrado a cal y canto.

—No hay nadie, perfecto —dijo Mochizuki. Subió a la galería y comenzó a deslizar uno de los paneles exteriores. De pronto se quedó inmóvil y levantó el dedo en señal de alerta. Bettina se quedó paralizada, con una pierna en la galería. Se oyeron gemidos procedentes del interior. Mochizuki abrió el panel de madera oscura de golpe y se fue directamente a la puerta corredera de papel. Entraron en una habitación en penumbra cubierta con esteras tatami. Detrás había otra puerta de papel. Los gemidos habían cesado. De pronto la puerta interior se abrió y salieron dos personas de debajo de las mantas. Mochizuki le hizo una señal a Bettina indicándole que no pasaba nada serio.

—Buenas tardes a los dos —los saludó un muchacho japonés, mientras se acercaba a Mochizuki abrochándose los pantalones. Detrás de él había una mujer rubia envuelta en una sábana.

—¿Viven ustedes aquí? —preguntó Mochizuki.

—No —respondió el muchacho—. Pensábamos salir ahora mismo. A caminar.

—No tienen que irse por nosotros. ¿Hay más gente?

El muchacho sacudió la cabeza.

—Están en Tokio —informó—. Tienen una actuación. Regresarán tarde. Entre las tres y las cuatro de la mañana, creo.

Mochizuki asintió. Bettina se sorprendió por la naturalidad con que interpretaba su papel; parecía como si los dos también estuviesen allí con el propósito de darse un revolcón. Fue hasta donde se encontraba Mochizuki, le sonrió y lo cogió del brazo. Él la estrechó contra sí.

—Venga, Kiki, nos vamos —anunció el muchacho. La mujer asintió. Entró en la habitación y cerró la puerta. A juzgar por los ruidos ambos estaban recogiendo precipitadamente sus cosas. La mujer fue la primera en volver a salir. Iba vestida con una gruesa cazadora de nailon.

—Hará frío esta noche —comentó dirigiéndose a Bettina, que asintió, sonriente, y fue a sentarse en el borde de la galería.

—¿Les apetece un poco de sandía? —les preguntó el muchacho mientras sacaba un par de bolsas de la habitación y las dejaba en la galería.

—Gracias —respondió Mochizuki.

La mujer sacó dos trozos grandes de sandía envueltos en papel celofán, les quitó el envoltorio y los partió en dos. Les dio un trozo a Mochizuki y otro a Bettina y fue a sentarse junto a ésta en la galería. Mochizuki y el muchacho lo hicieron un poco más lejos. Comieron en silencio escupiendo las pepitas en la inminente oscuridad.

—Pronto habrá anochecido —comentó Mochizuki—. No es el mejor momento para ir a darán paseo.

—Tenemos el coche abajo —le informó el muchacho—. Además conocemos bien el camino, ¿eh, Kiki?

Ella hizo un gesto de asentimiento.

Al cabo de unos minutos en silencio escupiendo pepitas, Kiki recogió los restos de la sandía y los metió en una bolsa de plástico que sacó de su bolso.

—Tienes que dejar la casa limpia —comentó, y Bettina asintió.

Kiki y el muchacho alzaron la mano en ademán de despedida y bajaron por el sendero en busca del camino. Después de un par de curvas en herradura en dirección al valle la pareja desapareció de la vista y Mochizuki y Bettina se apresuraron a ultimar sus preparativos. Entre los dos allanaron el fondo de un hoyo poco profundo que quedaba detrás de la casa.

La oscuridad se iba cerniendo rápidamente sobre ellos desde el bosque de bambú.

—¿No sería mejor que primero miráramos debajo de la casa, para no tener que utilizar las linternas? —preguntó Bettina. Mochizuki asintió y dejó lo que estaba haciendo.

—Yo me quedaré aquí. Agáchese usted, por favor. Es mucho más pequeña que yo.

Bettina se arrastró entre las vigas que había debajo de la galería. Olía a arena caliente. Finalmente dio con un paquete.

—Sigue aquí —dijo.

—No lo toque —le indicó Mochizuki.

—Cuero, lo huelo.

—Vuelva aquí.

Bettina regresó y él le tendió una mano para ayudarla a ponerse de pie.

—¡Caray, qué frío hace de pronto! —exclamó Bettina. Mochizuki sacó de la mochila un par de mantas térmicas de aluminio y las puso en el fondo del hoyo—. Tendremos que pasar con esto.

—Se ve bastante —comentó Bettina dirigiéndole una mirada crítica al agujero abierto en la tierra—. Iré a buscar las mantas que hay dentro para echarlas por aquí encima.

—Quítese los zapatos antes de entrar en la casa.

Arrastrando los pies, Bettina regresó al hoyo con los zapatos a modo de chancletas y extendió las mantas encima de las de aluminio.

—Bueno. Ya podemos acurrucamos.

Mochizuki acercó la cazadora negra de nailon y le pasó un gorro a Bettina.

Ella puso un par de prismáticos en uno de los extremos del hoyo. Los dos se palparon las armas y ajustaron las correas de las pistoleras.

Josh —musitó Mochizuki—. Vamos allá.

Bettina entró en el hoyo y se cubrió con las mantas, junto a él. Los dos se tendieron boca abajo.

Después de salir a hurtadillas de su escondite varias veces para estirar las piernas por turnos o para ir a orinar detrás de un arbusto, oyeron pisadas en el camino. Mochizuki le dio un leve codazo a Bettina.

—Esa Momo tenía razón. Ahí está. Había acertado.

—Sí —susurró Bettina y movió lentamente la mano hacia los prismáticos.

A la luz de las estrellas se vislumbraba una vaga silueta delgada que llevaba una bufanda enrollada en la cabeza. Con paso tranquilo llegó hasta uno de los lados de la casa y fue a sentarse en la galería. Sacó un trozo de sandía de una bolsa de plástico, le quitó el celofán en que estaba envuelto y se puso a comer y a escupir pepitas. Mochizuki y Bettina lo escrutaban a través de los prismáticos. El hombre tosió. Su voz sonaba desagradablemente fuerte y cercana. Mochizuki llevó la mano al arma. El hombre siguió comiendo y escupiendo pepitas. Llevaba una camiseta a rayas de manga larga y una cazadora tejana sin mangas. Se estremeció a causa del frío de la montaña. Después arrojó la corteza de la sandía hacia uno de los arbustos y se escurrió por entre las vigas de debajo de ta galería.

Josh —musitó Mochizuki al oído de Bettina. Ella asintió y lentamente desenfundó el arma. Apoyada en los codos apuntó al lugar donde el hombre había desaparecido mientras Mochizuki seguía mirando fijamente a través de los prismáticos. Los dos permanecieron en silencio.

—Está arrastrándose por la parte delantera de la casa —susurró Mochizuki—. Lleva el paquete consigo.

Pocos minutos después vieron la figura colarse en la casa por uno de los lados; en efecto, llevaba el paquete en los brazos. Mochizuki y Bettina estaban rígidos por la tensión. Una figura oscura salió furtivamente de la casa y, con los hombros encogidos por el frío, se dirigió hacia el sendero y se alejó a buen paso.

Mochizuki se puso en pie lentamente, se desentumeció y miró en la dirección en que el camino se perdía en el valle.

—Esperaremos un poco más y luego llamaremos —anunció, y le pasó a Bettina el teléfono móvil—. Nos quedaremos aquí otra hora —añadió—. Hasta que él casi haya bajado hasta el valle. Entonces echaremos a correr y le indicaremos a Watanabe que suba con el coche. Son las once y cinco. Con un poco de suerte el grupo de teatro no habrá regresado y no nos cruzaremos con él.

Bettina procedió a llamar a Watanabe, que se hallaba abajo, en el valle, esperándolos en el coche. Watanabe esperó a que el hombre vestido de negro pasase por delante de su vehículo antes de partir al encuentro de su jefe. Cuando estaba a mitad de camino de Daigo, se detuvo en el solitario sendero para recoger a Mochizuki y a Bettina. Ambos estiraron los músculos, agradecidos.

—¿Están los perseguidores en sus puestos? —quiso saber Mochizuki.

Watanabe asintió y dijo:

—Hay cuatro en el camino, y dos taxis en el valle con agentes de policía al volante.

—¿La estación de Hachioji también está cubierta?

—Sí, por doce hombres —respondió Watanabe.

—Bien —dijo Mochizuki, tenso—. No puede fallar nada.

El primer perseguidor se comunicó con ellos a través del teléfono del coche.

—El sospechoso ha llegado hace un par de minutos —informó—. Ahora voy tras él.

El perseguidor vestía un traje elástico ceñido hecho de tela de camuflaje. Se trataba de un tirador de élite formado en la unidad móvil de Mochizuki. En el curso de las últimas semanas había participado en un entrenamiento intensivo del que había salido perfectamente preparado para la misión que se le encomendaba. Había sido seleccionado por su carácter estoico y su perseverancia. Había otros doce de su nivel en reserva. Llevaba la cara y las manos embadurnadas con betún marrón oscuro y, para impedir que se viesen los destellos de sus ojos en la oscuridad, unas gafas de plexiglás que estaban sujetas a la cabeza por un elástico. Las perneras del pantalón desaparecían dentro de unas botas negras de algodón con suela de poliuretano y gel Alfa sellado. En la puntera había un compartimiento separado para el dedo gordo, de modo que el pie tenía el aspecto de una especie de pata de diablo. A la altura de la pantorrilla las botas tenían una hilera de cierres metálicos. Esas chikatabi eran adecuadas para deslizarse y escalar árboles y postes. El perseguidor corría haciendo eslalon como una anguila tras su presa.

El hombre vaciló un instante al ver dos taxis apostados en el camino del valle. Se ocultó detrás de un árbol, en absoluto silencio. Con una mano a modo de visera, escrutó primero a uno de los taxis y luego al otro. Sabía que sus conductores se hacían los dormidos. El hombre dio unos golpecitos en la ventanilla del segundo taxi. No pasó nada. Golpeó más fuerte, esta vez con un objeto metálico, un anillo o una llave. El conductor se incorporó fatigosamente y encendió la luz interior del vehículo.

—¿Taxi? —preguntó el hombre de negro.

—Estaba durmiendo —repuso el conductor en tono áspero.

—¿Podría llevarme a la estación, por favor? —preguntó el hombre, con cortesía, en un japonés perfecto. Como el taxista se hubo encogido de hombros, añadió—: De lo contrario tendré que ir andando. Es muy tarde para hacer autostop. Ya no pasa ni un alma por aquí, y tampoco hay autobuses.

La puerta trasera se abrió, el hombre entró, el taxista puso en marcha el motor y se alejó lentamente. En el bosque, el perseguidor extrajo un teléfono móvil del bolsillo de la pechera y comunicó a cuál de los dos taxis había subido el hombre. Después entró en el otro, se ubicó en el asiento del acompañante y procedió a abrir los cierres metálicos de sus chikatabi.

—Se dirigen a la entrada principal, ciudad —anunció el conductor—. ¿Se lo has especificado?

El perseguidor asintió.

—Habrá un hervidero de gente.

En el andén de la estación de Hachioji, de donde partían los trenes de la línea de Chuo que hacían el trayecto a Shinjuku hasta altas horas de la madrugada, había dos hombres de negocios borrachos durmiendo en un banco. Uno de ellos llevaba la bragueta totalmente abierta. El tren llegó y el hombre de negro subió a él. Se puso un bolso de algodón en el regazo y echó un vistazo alrededor. El tren estaba medio lleno; la mayoría de los pasajeros dormían, algunos estaban leyendo. Un maquinista sacudió a los sarariman borrachos que dormían en el andén. Uno de ellos vomitó al intentar incorporarse. En cuanto acabó, despegó el tubito que llevaba pegado en la mejilla con esparadrapo y se lo metió en el bolsillo junto a la bomba de goma que había empleado para hacer ver que devolvía. Los dos borrachos subieron al tren con paso vacilante y fueron a sentarse delante del hombre de negro. Éste les dirigió una sonrisa cordial. Sacó un libro del bolso y lo abrió. Era Fuego frío y azul: la psicología de un asesino en serie, de Silva, observó el colaborador de Mochizuki que llevaba el supuesto vómito en el bolsillo.

En el andén de Shinjuku, donde una hora y media más tarde se detuvo el tren amarillo de la línea de Chuo, la persecución se hizo tan compleja como una coreografía. Mochizuki había desplegado gran cantidad de perseguidores. A pesar de que ya era muy tarde, había un millar de personas pululando por la estación. Trescientas de ellas trabajaban para Mochizuki. Iban vestidas de sarariman, camareras y estudiantes, como tantos que se apresuraban para coger el último tren de regreso a sus casas. Estaban divididos en tres grupos, cada uno de los cuales esperaba al hombre de negro en una de las tres plantas.

Cuando el hombre abandonó el tren y subió por una de las escaleras que conducían a la salida, dos tercios del equipo de persecución de Mochizuki pudieron irse a casa. El grupo que se encontraba en el andén también se relajó en cuanto lo vieron alejarse. Cuarenta y cuatro hombres y mujeres continuaron la persecución, delante y detrás de él. Así pues, cuando el hombre de negro giró en otra dirección, los seis que iban delante se perdieron, y cuando giró a la izquierda, los perseguidores de ese lado, doce en total, quedaron descartados, pues se les había indicado que siguieran andando como si no ocurriese nada. El hombre de negro parecía el centro de un banco de peces dividido en pequeños grupos que, ora aquí, ora allá, se separaban del resto. Veintiséis perseguidores continuaban la marcha disimuladamente alrededor del hombre de negro, y así llegaron al barrio de Kabuki-cho. Allí, el hombre entró en un local y dos de los perseguidores fueron tras él. Era un espacioso café llamado Sin que permanecía abierto día y noche.

Había mucho bullicio. Los dos que aún seguían al hombre de negro se llamaban Hiroshi Onitsuka y Kyoko Sakai, y Mochizuki sentía un gran aprecio por ellos. Iban vestidos con ropas de estudiante: tejanos, zapatillas deportivas, camiseta blanca… Los dos pidieron un Sin High Ball. El hombre de negro había pedido un zumo de naranja y estaba leyendo el libro de Silva. Pasó un buen rato sin que sucediese nada. A la una, Kyoko Sakai se fue al baño de mujeres con su teléfono verde fluorescente para llamar a Mochizuki. Sentados a la barra de otro establecimiento de la misma calle estaban Robynne Green, Lucia Valenti y Jack Fowell, dando sorbos a sus respectivas consumiciones. Gerardo Silva y Bertus Hogenelst aguardaban en un coche camuflado, con un policía de paisano al volante, que había estacionado cerca de allí. Watanabe seguía en el hotel, en la habitación donde se llevaban a cabo las escuchas, sentado detrás de una mesa cubierta de teléfonos. Mientras Kyoko Sakai regresaba a su mesa después de comunicar que la situación seguía igual, una pequeña mujer asiática entró en el local. Permaneció de pie por unos instantes, mirando alrededor con incertidumbre, y luego se dirigió hacia la mesa del hombre de negro. Éste la saludó y le dio dos besos afectuosos en las mejillas. A continuación les sirvieron un desayuno completo al estilo japonés, con sopa, pescado y algas. La mujer prácticamente no paraba de hablar. Tenía la mirada seria y a veces se frotaba los ojos con las manos, como si estuviese llorando. Tendió el brazo hacia el hombre de negro, que se inclinó sobre él, asintió con gesto comprensivo y musitó algo en respuesta. No paraba de llenar el plato de la mujer con el contenido de los boles que había sobre la mesa. Al cabo de cuarenta y tres minutos ambos se pusieron en pie. El hombre fue a pagar a la caja que había junto a la puerta. Antes de salir, rodeó con el brazo los hombros de la mujer.

Kyoko Sakai e Hiroshi Onitsuka fueron tras ellos. La primera llevaba en la mano un pequeño aparato que permitía a Watanabe seguir en todo momento el trayecto que hacían.

—Caminan en dirección a Sendagaya go-chome —le comunicó Watanabe por teléfono a Mochizuki—. Ahora están en Meijidori, a la altura del hotel Shinjuku Park. Cruzan la calle y giran a la izquierda, pasan por delante de la tienda de madera y el quiosco brota en dirección a la parte trasera del parque. Van paralelos a la verja del parque.

—Se dirigen al lugar donde Wackwitz fue asesinado —le recordó Bettina a Mochizuki.

Él asintió.

—Se está volviendo descuidado —dijo—. Llame a Green-san. Que permanezca al teléfono. Voy a trazar una línea roja en este mapa, mire. Explíquele a Green qué camino deben seguir ella, Valenti y Fowell. Ya pueden salir. Watanabe-san, llama a los que están en los coches. Vamos a estrechar el cerco sin tardanza. Welt-san, en cuanto haya llamado únase al grupo. Abajo hay un Toyota gris listo para usted.

—Han cogido el camino paralelo —advirtió Watanabe—, justo al lado de la verja del parque. Es un camino sin asfaltar y por ahí hay muchas casas de madera, la mayoría de ellas deshabitadas. La situación se torna peligrosa para Sakai-san.

Watanabe y Bettina hablaban en voz alta, cada uno con el auricular de un teléfono pegado al oído. Mochizuki envió una señal al aparato que Kyoko Sakai llevaba en la mano para comunicarle que ella e Hiroshi Onitsuka debían poner fin a la persecución. Ambos retrocedieron lentamente, dieron media vuelta con un movimiento ágil y emprendieron el regreso.

Bettina se unió a Robynne Green y le dio una descripción detallada del itinerario. A su vez, Robynne hizo otro tanto con Fowell. Lucia Valenti atisbó por encima del hombro de éste lo que estaba apuntando y se apresuró a pagar las consumiciones: «Pasado el hotel Shinjuku Park, cruzar Shinjukudori, entre la tienda de maderas y el quiosco bento girar a la izquierda hasta llegar a la verja del parque, ahí seguir el camino sin asfaltar de la derecha».

—Venga, nos vamos.

Siguieron la ruta de dos en dos, manteniendo siempre una distancia prudencial entre las parejas. Apenas había gente por la calle, y los callejones estaban oscuros y silenciosos salvo por el chirrido de los grillos en los árboles. Alcanzaron los descuidados jardines de una hilera de casas de madera, donde los aguardaban los miembros del equipo japonés. A partir de ese instante, cada uno de los integrantes del equipo occidental estuvo cubierto por un japonés. Pasaron por encima de una valla de alambres y desenfundaron las armas. A continuación las parejas se dispersaron y los miembros del equipo internacional se dirigieron furtivamente a la verja trasera del parque de Shinjuku, con el escudo que suponía el equipo japonés pisándoles los talones. Bettina Welt y su sombra nipona fueron las primeras que acertaron a ver el camino de barro en el que Wackwitz había sido asesinado. Bettina bajó el arma y le indicó a quien la seguía que hiciese lo mismo. No se veía a nadie en el camino. El grupo retrocedió a toda prisa hasta los jardines de la hilera de casas y el camino que llegaba hasta ahí.

—Deben de estar cerca —susurró Bettina—. No pueden haber retrocedido, ¿no? —En su voz había una nota de incertidumbre, casi de súplica.

—Dios mío —masculló Fowell—. Los hemos perdido.

—No desesperemos —dijo Lucia Valenti—. El camino que corre paralelo a la verja del parque no tiene salida. No pueden haber retrocedido. Sólo hay tres posibilidades: el camino, las casas o los jardines. Tendremos que separarnos; cada uno que cruce el parque y que registre algunas de las casas por su cuenta. El que primero los encuentre, que les apunte con su arma y que grite.

Los otros asintieron. Pasaron por encima de la valla y entraron en los jardines sigilosamente, sujetando el arma con los brazos extendidos y dirigiéndolos a un lado y al otro. Fowell apenas pudo contener un gruñido de pánico cuando topó con un gato muerto y reparó en que su colega japonés también se había llevado un buen susto. Hasta los jardines llegaba una luz mortecina procedente de las farolas de la calle. La vegetación era espesa y el bambú hacía mucho ruido cuando pasaban rozándolo.

A Fowell le pareció ver unos destellos de luz detrás del cristal esmerilado de las puertas corredizas de una de las casas desvencijadas. Tendió la mano hacia el pomo de la puerta, lo hizo girar y ésta se abrió sin apenas hacer ruido. Dentro, una persona o un animal se removió en un improvisado lecho de periódicos. Fowell olió la tinta de imprenta; sentía el fuerte palpitar de una de las venas de su frente. Detrás de él percibía el jadeo contenido de su sombra. Encendió la linterna, reguló la intensidad de la luz hasta hacerla muy tenue y se acercó al bulto. Una cara morena y arrugada los miró con expresión de sorpresa. Hasta Fowell llegó un intenso olor a alcohol y tabaco rancio. Se llevó un dedo a los labios. El rostro correspondía a una mujer, que asintió y volvió a apoyar la cabeza en un pequeño y multicolor hato de ropa. Justo antes de apagar la linterna, Fowell reparó en que la mujer se había orinado encima de los periódicos. Volvió a deslizarse hasta el jardín.

Bettina Welt estaba un par de casas más allá. Había entrado en una recocina que tenía el suelo de tierra y avanzaba por el entarimado de un pasillo estrecho. A pesar de que la casa estaba deshabitada, los objetos de sus anteriores inquilinos permanecían en su sitio. Junto a la puerta había un par de zapatillas de plástico de un verde chillón bien puestas la una junto a la otra; colgando de un clavo en la pared, una palangana de un rojo desteñido; y encima de un quemador de butano una cacerola de aluminio. Había también una bombona, junto a la cual el tubo de goma que la unía al quemador estaba desgastado y yacía en el suelo como la piel de una serpiente. Todo estaba cubierto por una gruesa capa de polvo. La casa quedaba tenuemente iluminada por las farolas de la calle por atrás y por la luz del parque por delante. En el entarimado del pasillo se distinguían huellas recientes. Bettina bajó el brazo con el arma e, inclinándose milímetro a milímetro, miró hacia la habitación que había al final del pasillo. Su sombra japonesa se movió sincrónicamente, con el arma lista para disparar.

Bettina vio al hombre con la pequeña mujer asiática, que probablemente fuese Mono, la china que aparecía en la lista de consultantes habituales de Help. Estaban sentados el uno al lado del otro sobre un par de cajas dispuestas en un círculo. El hombre estaba de espaldas al pasillo. Sacó un cuchillo de la bolsa y se lo mostró a la china, que no dio la menor muestra de asustarse. Se inclinó hacia el hombre. Él le pasó el brazo por los hombros. Bettina retrocedió un par de pasos y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Cinco, cinco, cinco, están en la casa cinco!

Volvió a saltar hacia adelante y gritó: «¡Queda arrestado!», el cuchillo ya había penetrado más de diez centímetros en la laringe de la mujer. La sombra japonesa de Bettina, que entretanto se había desplazado al otro lado de la pareja, gritó algo en japonés.

—¡Alto, alto, no se mueva! —vociferó Bettina mientras apuntaba a la pareja. Y continuó repitiendo lo mismo, áspera y monótonamente, como si fuese un mantra. Así los encontraron Fowell y Valenti: como un tableau vivant inmóvil que representase momentos previos a la consumación del décimo asesinato. Poco después se presentaron también Bertus Hogenelst, Robynne Green y Gerardo Silva, seguidos de sus respectivas sombras.

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