Stalin

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II. El líder del partido » 14. Comisario del pueblo

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El decreto que anunciaba su designación como comisario del pueblo para Asuntos de las Nacionalidades presenta el apellido de Duzhghashvili-Stalin. La publicidad del decreto gratificaba a un hombre todavía desconocido para la mayoría de los ciudadanos. Lenin y Trotski eran las figuras relevantes en el Sovnarkom y en el Comité Central bolchevique; Zinóviev, Kámenev, Bujarin y Lunacharski también eran famosos. A pesar de la reciente importancia que había logrado, sin embargo Stalin siguió trabajando a la sombra de los otros dirigentes. Fiódor Allilúev, que fue su primer asistente personal, recordaría que[1]:

En aquellos días sólo conocía de verdad al camarada Stalin un reducido círculo de gente que había entrado en contacto con él en el trabajo político de base o que había logrado —después de Octubre (de 1917)— distinguir el auténtico trabajo y la auténtica devoción a la causa de la charlatanería, el ruido, el balbuceo sin sentido y la jactancia individual.

Stalin se daba cuenta de que otros habían cosechado mayores elogios entre las revoluciones de febrero y octubre. Admitía que no era muy buen orador, pero lo convirtió en un bisturí para segar a sus rivales. En su opinión, no alardeó ni intentó sobresalir, sino que se concentró en las cuestiones prácticas[2]. Pero a Stalin le gustaba decir tales cosas de sí mismo más que oírlas de boca de otros, de modo que los escritos de Fiódor fueron relegados a los archivos de documentos inéditos.

Stalin necesitaba de su astucia. La institución que regía no sólo carecía de personal suficiente, sino que ni siquiera disponía de financiación ni oficinas propias. Su equipo tenía que trabajar en las habitaciones del Instituto Smolny a la espera de un lugar más espacioso. Los fondos escaseaban porque todos los trabajadores de la banca estaban en huelga. Stalin envió a su ayudante Stanisíaw Pestkowski para solicitar una subvención a Trotski, que había tomado posesión de los depósitos de la caja principal del antiguo Ministerio de Asuntos Exteriores. Cuando finalmente Stalin y Pestkowski embargaron un edificio adecuado, clavaron una enérgica nota en la pared para reclamarlo como sede del Comisariado del Pueblo para Asuntos de las Nacionalidades[3].

Las cosas no fueron mejor después de que el gobierno soviético se trasladase a Moscú en marzo de 1918 para alejarse del alcance de la inmediata amenaza militar alemana. Se asignaron oficinas al Comisariado del Pueblo en dos edificios separados que estaban en calles diferentes, pese a las protestas de Stalin. Consideró la medida desesperada de adueñarse del Gran Hotel Siberiano en la calle Zlatoústinskaia. Pero el Consejo Supremo de Economía del Pueblo, encabezado por Nicolái Osinski, ya se lo había apropiado. Stalin y Pestkowski no se dieron por vencidos. Arrancaron el cartel de Osinski y pusieron el suyo. Alumbrándose con cerillas, entraron en el edificio por la parte de atrás. Pero Osinski se quejó al Sovnarkom y Stalin tuvo que abandonar el edificio. «Fue uno de los pocos casos —recordaba Pestkowski— en que Stalin sufriera una derrota»[4]. Más difícil todavía era reunir personal. La mayoría de los militantes bolcheviques no quería saber nada de un organismo cuyas competencias implicaban hacer concesiones a las sensibilidades nacionales —incluso a Pestkowski le disgustaba que se le hubiese asignado a él—[5]. Stalin empezó a confiar cada vez más en la familia Allilúev y le pidió a la hermana menor de Fiódor, Nadia, que fuera su secretaria[6]. De un día para otro ella pasó de ser una alumna aburrida de las lecciones del gimnasio[7] a convertirse en empleada del gobierno revolucionario.

La vaguedad de la política del partido seguía siendo un problema. Aunque se habían declarado los objetivos de los bolcheviques, nunca se habían formulado medidas concretas. Stalin tuvo que ocuparse por su cuenta de organizar la puesta en práctica detallada de la política relativa a la cuestión nacional. Para llevar a cabo esta tarea contaba con la gran ventaja de que disfrutaba de la confianza de Lenin. Cuando Lenin se fue de vacaciones a Finlandia a finales de 1917, las relaciones del gobierno con la autoridad regional ucraniana —la Rada— eran extremadamente tensas. El general Kaledin estaba reuniendo y entrenando una fuerza contrarrevolucionaria en el sur de Rusia. El sur del Cáucaso era un hervidero. Los movimientos revolucionarios de Estonia requerían atención. Algunos dirigentes bolcheviques estuvieron a la altura de las funciones que se les habían asignado en el Sovnarkom; otros no pudieron hacerles frente o echaron a perder sus tareas. Stalin cumplió con sus responsabilidades.

Por supuesto, Lenin era quien encabezaba la directiva colectiva bolchevique. Incluso Trotski estaba a su sombra. Sin resentimiento, Stalin reconocía que Lenin era la pieza central de la maquinaria gubernamental y el 27 de diciembre le envió una petición urgente de que volviera de sus vacaciones en Finlandia para ayudar en Petrogrado[8]. Lenin insistió en que Stalin se las arreglase solo y continuó sus breves vacaciones con su esposa Nadezhda y su hermana María. Stalin continuó reafirmando los objetivos que Lenin y él habían sostenido antes de la Revolución de octubre. Debía haber autodeterminación nacional para todos los pueblos del antiguo Imperio ruso. Era necesario asegurarles que no se concertarían privilegios para los rusos. Cada pueblo tendría el derecho y los recursos para desarrollar su propia cultura, establecer escuelas donde se empleara su propia lengua y controlar su propia prensa. Se garantizaría la libertad de creencias religiosas y de organización (con la excepción de que las iglesias, mezquitas y sinagogas perderían sus extensas propiedades de tierra). Habría una administración regional propia para aquellos grupos nacionales y étnicos que estuvieran concentrados en un área en particular. Apenas se mencionaba a los rusos como pueblo. Se declaraba el fin de la era del imperio.

Con estas promesas extraordinarias Lenin y Stalin se proponían evitar que los no rusos sospecharan que iban a ser objeto de discriminación por parte de los bolcheviques. Al ofrecer el derecho a la secesión, el Sovnarkom trataba de convencer a los no rusos de que el estado revolucionario trataría a todos los grupos nacionales y étnicos por igual. Se tenían firmes esperanzas en que la consecuencia fuese que las demás naciones creyesen que podían confiar en los rusos. El enorme estado multinacional se iba a conservar de una forma nueva y revolucionaria.

Hubo excepciones a este modelo. Siguiendo el precedente del gobierno provisional, Lenin y Stalin aceptaron la independencia polaca. Habría sido poco inteligente actuar de otro modo. Toda Polonia estaba bajo dominio alemán y austríaco. El Sovnarkom estaba reconociendo un

fait accompli; también estaba tratando de establecer que, mientras que las potencias centrales habían sojuzgado a los polacos, el gobierno revolucionario de Petrogrado favorecía su liberación política y económica. Una posesión de los Románov constituyó una prueba fehaciente de tal compromiso: Finlandia. Las relaciones entre los marxistas rusos y finlandeses siempre habían sido buenas, y los bolcheviques se habían beneficiado de los refugios seguros que los finlandeses les habían proporcionado. El partido bolchevique había apoyado la firme movilización de la opinión popular finlandesa a favor de una campaña por una autonomía total del gobierno ruso. La independencia absoluta no se reclamaba demasiado. Y, sin embargo, Lenin y Stalin, para sorpresa del mundo entero, animaron a los finlandeses a adoptar esta postura. Una delegación de ministros finlandeses fue invitada a la capital rusa y se firmó una declaración formal de secesión el 23 de noviembre (o 6 de diciembre, según el calendario gregoriano adoptado por el Sovnarkom a principios de 1918). Esta política no tenía paralelos en la historia. Lo que había sido un poder imperial insistía ahora en que una de las regiones dependientes, le gustara o no, debía quedar fuera de su dominio.

Los motivos de Lenin y Stalin eran menos indulgentes de lo que podría parecer. Ambos tenían la sensación de que los marxistas finlandeses lograrían aprovechar la excelente oportunidad de dominar una Finlandia independiente. Esto permitiría a los bolcheviques y a sus camaradas de Finlandia retomar sus estrechos lazos operativos y, finalmente, incluir nuevamente a Finlandia en el estado multinacional gobernado desde Petrogrado. Había otro aspecto más en la política del Sovnarkom: el cálculo de que una sola acta de secesión del antiguo Imperio ruso constituiría una magnífica propaganda a favor de la revolución socialista en todas partes, en especial en Europa central y del Este.

Lenin y Stalin también empezaron a modificar sus ideas a fin de incrementar la popularidad del partido en las regiones habitadas principalmente por pueblos que no eran rusos. Dejando de lado viejos argumentos bolcheviques, empezaron a defender la causa federalista. Se resistían a explicar lo que querían decir con federalismo. Sus enemigos señalaban que la nueva política no encajaba con el permanente compromiso del bolchevismo con el centralismo y la dictadura; pero ni Lenin ni Stalin se preocupaban por las críticas: habían llegado a la conclusión de que si los bolcheviques querían extender su autoridad en las regiones fronterizas del antiguo Imperio ruso, tenían que defender el federalismo. El viejo amigo de Gori de Stalin, Davrishevi, social-federalista, siempre había querido que el Imperio ruso se transformara en una federación socialista. En realidad Lenin y Stalin no habían adoptado los principios federalistas. No tenían intención de convertir a Ucrania, Georgia y otras naciones en miembros iguales de una unión federal. Pero querían que su propaganda tuviera efecto y estaban dispuestos a cambiar la terminología. El control central sobre las «regiones fronterizas» seguía siendo indispensable. Básicamente, Lenin y Stalin esperaban seducirlos y colocarlos de nuevo bajo el dominio de la capital rusa. Podían hurtar consignas pero sus propias ideas y propósitos fundamentales seguían intactos.

Como el área bajo control soviético se extendía, al menos en las ciudades, el Comisariado del Pueblo para Asuntos de las Nacionalidades adquirió una importancia adicional. Stalin presidía las reuniones cuando sus otras obligaciones en el gobierno y en el partido no se lo impedían, y autorizaba a Stanisíaw Pestkowski y a Iván Tovstuja a dirigir los asuntos en su ausencia. En el Comisariado del Pueblo se fundaron muchos departamentos encargados de las distintas nacionalidades. El enérgico liderazgo de Stalin superó los problemas iniciales y las provincias comenzaron a experimentar los resultados en los primeros meses de 1918. Dispensó fondos a grupos nacionales y étnicos para que crearan periódicos en sus propias lenguas. Lo mismo se hizo con las escuelas. Esta tendencia había comenzado bajo el gobierno provisional; los bolcheviques la reforzaron con vigor y la colocaron en el núcleo de su propaganda. Se creó un periódico central, Zhizn natsionalnostei («La vida de las nacionalidades»), para difundir el mensaje en aquellas partes del país donde la presencia bolchevique era débil. Se desarrolló un plan para garantizar la administración local a las naciones que constituían una mayoría en cualquier región, y Stalin esperaba fundar una república tártaro-bashkiria a orillas del Volga. Se tomó muchas molestias en apoyo del Comité Central para demostrar que se estaba construyendo un estado verdaderamente internacionalista[9].

Otros bolcheviques se presentaron como representantes de los intereses de las naciones a las que pertenecían[10]. Pero sus miembros fluctuaban y las sesiones eran caóticas. A menudo los designados eran recién llegados al Partido. Con frecuencia los departamentos no lograban cooperar entre sí. Pronto se reconoció que los funcionarios podrían usar el Comisariado del Pueblo para impulsar los intereses de sus naciones con mucha más fuerza de la que había previsto el Sovnarkom[11].

Existía el peligro de que las cosas se les fueran de las manos. Stalin lo descubrió enseguida. Un brillante joven tártaro llamado Sultán-Galíev ingresó en el partido en noviembre de 1917. Como escritor y orador elocuente, era un obvio candidato a ser reclutado para el Comisariado del Pueblo. Sultán-Galíev estaba ansioso por alzar la bandera de la revolución entre los musulmanes en general. Lamentablemente, resultó ser difícil de contener. Como comisario de Asuntos Musulmanes en el interior de Rusia sus iniciativas rápidamente molestaron a otros miembros del Comisariado del Pueblo para Asuntos de las Nacionalidades y se cuestionó su lealtad al bolchevismo[12]. En realidad, su campaña para difundir el socialismo entre los creyentes musulmanes le llevó finalmente a proponer una república panturca fuera del control del Sovnarkom (fue arrestado en 1923 y ejecutado durante el Gran Terror). Aunque Sultán-Galíev suponía una notable fuente de problemas para los bolcheviques, no era el único miembro del partido al que se consideraba excesivamente tolerante con el nacionalismo y la religión. Stalin y Lenin se habían arriesgado al insistir en atraer a los no rusos al bolchevismo por medio de distintas concesiones. En 1917 se les había criticado en la Conferencia del Partido de abril; y entre 1918 y 1919 las dificultades para llevar a cabo esa política ya eran manifiestas. El trabajo en el Comisariado del Pueblo era muy difícil.

Stalin no se arredró. En el III Congreso de los Soviets, en enero de 1918, se tomó muy en serio la proclama gubernamental del «derecho de todos los pueblos a la autodeterminación mediante la completa secesión de Rusia». Comparó favorablemente la política nacional del Sovnarkom con las «medidas represivas» del gobierno provisional. Según Stalin, esos conflictos tal como habían aparecido desde la Revolución de octubre surgían de enfrentamientos relacionados con la clase y el poder y no con la nacionalidad[13]. En cualquier caso, su actitud fue condenada por los social-revolucionarios por estar «imbuida de poder centralizado». Stalin no cedió: dijo que el país afrontaba una elección entre «la contrarrevolución nacionalista de un lado y el poder soviético del otro»[14].

Su capacidad para hacer frente a los dirigentes de otros partidos, así como su experiencia editorial y su conocimiento de la cuestión nacional convertían a Stalin —junto con Sverdlov— en la persona idónea para presidir las sesiones de la comisión que estaba redactando el borrador de la Constitución de la República Soviética Federal Socialista Rusa (o RSFSR). No se habían considerado las cuestiones específicas antes de la Revolución de octubre. Incluso los principios generales no habían quedado del todo claros: Lenin y Stalin habían abogado por el federalismo al mismo tiempo que eludían definir con exactitud sus implicaciones. Sin que los fanáticos de su Comisariado del Pueblo para Asuntos de las Nacionalidades pudieran oírlo, Stalin admitió que muchos grupos no rusos no reclamaban en absoluto la autonomía: Rusia no estaba amenazada por un estallido nacionalista. Stalin reconoció que incluso los tártaros y los bashkires, a quienes quería garantizar una república autónoma, estaban mostrando una «completa indiferencia». Por lo tanto, deseaba evitar que se especificasen en la Constitución los aspectos concernientes a lo nacional mientras persistiera esta situación[15]. Sin embargo, estaba claro que había que incorporar algo si se quería ganar a los no rusos, y Sverdlov y Stalin insistieron en ello a pesar de la fuerte oposición de la izquierda bolchevique[16]. Los bolcheviques tenían que ser pragmáticos a la hora de difundir el poder y la ideología de la revolución. La cuestión nacional les ofrecía una oportunidad de ganar adeptos para el socialismo.

Esto no salvó a Stalin de sufrir ataques personales. Los social-revolucionarios de izquierdas tenían representantes en la comisión, y no se privaron de hacerle críticas. A. Shréider le objetó que no se había comprometido por principio con los derechos nacionales y que usaba una retórica federalista para disfrazar un propósito imperialista. Según afirmaba, la política oficial bolchevique se diferenciaba muy poco de las medidas adoptadas por Nicolás II[17]:

Las estructuras propuestas por Stalin son una típica construcción imperialista; él es un típico

kulak [campesino rico] que declara con descaro que no lo es. El camarada Stalin se ha acostumbrado tanto a esa postura que incluso ha asimilado a la perfección la jerga imperialista: «Ellos nos suplican y nosotros les damos garantías». Y desde luego —según Stalin— ¡si ellos no piden, entonces no les damos nada!

Esto era una calumnia, ya que Stalin estaba ofreciendo la autonomía incluso a los grupos nacionales que no la reclamaban. No es difícil imaginar cuál fue el destino de Shréider en los años posteriores. Stalin no solía olvidar nada. Como principal perseguidor de los kulaks desde finales de la década de los veinte, no le agradaba en absoluto que se le comparara con un kulak ni con ningún otro «enemigo del pueblo»; y nunca perdonaba una afrenta.

Su hipersensibilidad quedó clara en marzo de 1918. El líder menchevique Yuli Mártov publicó un artículo sobre los pecados cometidos por los bolcheviques en el pasado, donde mencionaba que Stalin había sido expulsado de la organización de su propio partido antes de la Gran Guerra por haber organizado robos de bancos a mano armada. Stalin acusó a Mártov de difamación ante el Tribunal Revolucionario de Moscú[18]. El que Stalin emplease tanta energía en tratar de refutar la acusación de Mártov era un signo de su permanente sentimiento de inseguridad en la cúspide de la política. Tenía un sentido georgiano del honor personal y, en realidad, lo tenía en forma un tanto exagerada. Mártov había manchado su reputación. Stalin logró limpiar su nombre ante un tribunal bolchevique (cabe notar que Stalin no negó haber estado involucrado en la organización de los robos: no se la jugó arriesgándose a que Mártov pudiera convocar a testigos)[19]. El Tribunal Revolucionario de Moscú falló a favor de Stalin, pero no antes de que Mártov sacara a la luz otros episodios comprometedores de su pasado. Mencionó que los camaradas de la prisión de Bakú habían juzgado a Stalin por su participación en la campaña de robos; Isidor Ramishvili fue convocado como testigo. Mártov también trajo a colación la historia de que Stalin había golpeado a un trabajador casi hasta matarle[20].

El proceso por difamación constituyó una reacción desmesurada por parte de un hombre demasiado susceptible. Si Stalin no hubiese armado tanto alboroto, casi nadie se hubiese enterado de lo que Mártov había escrito. El resentimiento de Stalin no concluyó con el final del juicio. Cuando en 1922 Lenin le pidió que enviara fondos a Berlín para la atención médica de Mártov, ya agonizante, Stalin lo rechazó de plano: «¿Qué, vamos a gastar dinero en un enemigo de la clase obrera? ¡Búsquese otro secretario para eso!»[21].

Éste no fue el único aspecto de su vida privada que salió a la luz en esos meses. Cuando se debatían las cuestiones nacionales y las estructuras administrativas en la comisión constitucional, declaró con energía: «¡Los judíos no son una nación!». Stalin sostenía que no podía existir una nación sin un territorio definido donde su pueblo constituyera la mayoría de los habitantes. Ésta había sido siempre su opinión[22], y desechaba la posibilidad de garantizar a los judíos «una república regional autónoma», tal como él mismo proponía para otros pueblos[23]. ¿Prueba esto que odiaba a los judíos por el hecho de ser judíos? Stalin difería de Lenin en tanto que él nunca —ni una sola vez— hablaba de la necesidad de evitar impulsos antisemitas. Sin embargo, su Comisariado del Pueblo para Asuntos de las Nacionalidades tenía su propia sección judía y había fundado periódicos en yiddish, clubes y grupos folclóricos. Muchos judíos pertenecieron a su entorno durante las dos décadas siguientes. En gran medida, él simplemente se adhería a una versión dogmática del marxismo. Pero probablemente hubiera algo más. No es posible probar nada, pero quizás se sintiera molesto al tener que tratar con judíos porque no era fácil ejercer sobre ellos el control administrativo sobre una simple base territorial —y además Stalin rivalizaba de forma creciente con varios líderes del partido de origen judío: Trotsky, Kámenev y Zinóviev.

De cualquier modo, los registros de la comisión apenas si se refieren a Lenin. Los asuntos se debatieron según su importancia dentro del marco ideológico de los bolcheviques y de los social-revolucionarios de izquierdas. Stalin se representó a sí mismo. En realidad, fue el social-revolucionario de izquierdas M. A. Reisner quien invocó el nombre de Lenin. Su objeción era que el proyecto de Stalin reflejaba las tendencias «anárquicas» contenidas en la reciente publicación de Lenin El Estado y la revolución. La respuesta de Stalin fue claramente desdeñosa[24]: «Aquí se menciona al camarada Lenin. He tomado la decisión de permitirme hacer notar que Lenin, en tanto que yo sé —y lo sé muy bien— dijo que ¡el proyecto [del propio Reisner] no sirve!». El resto de la comisión estuvo de acuerdo y aceptó el borrador de Stalin con su defensa de las unidades administrativas territoriales-nacionales[25]. La propuesta de su colega Sverdlov fue desechada en favor de la de Stalin[26]. Sverdlov había sido la persona con más responsabilidad en el diseño de las estructuras administrativas generales de la república soviética después de la Revolución de octubre, por lo que ésta fue otra señal de la creciente importancia de Stalin entre los bolcheviques, y su conocimiento acerca de la cuestión nacional le ofrecía un trampolín que le permitiría subir más y más arriba.

Si era un bolchevique un tanto moderado en cuanto a la cuestión nacional, sin embargo, constantemente sostenía posiciones extremas en defensa del uso de la violencia por parte del Estado y en defensa de la dictadura. Stalin estaba convencido de que había que aplicar medidas severas contra los enemigos del Sovnarkom. Se expresaba de un modo apocalíptico: «Definitivamente debemos derribar de un golpe a los kadetes ahora mismo, de otro modo serán ellos los que nos derriben de un golpe, ya que son ellos los que han abierto fuego contra nosotros»[27]. La violencia, la dictadura y el centralismo apenas se habían adormecido en la mentalidad política rusa —y muchos conservadores, liberales y socialdemócratas ya habían empezando a pensar que se habían equivocado al atacar los principios de los derechos civiles universales, el gradualismo y la democracia después de la Revolución de febrero—. El bolchevismo nunca había traído aparejado un legado de inhibición semejante. Normalmente se podía persuadir a los bolcheviques partidarios de una revolución moderada para que aceptaran el autoritarismo. No había necesidad de persuadir a Stalin.

Los bolcheviques siempre habían hablado con normalidad del terror y de su utilidad para una administración revolucionaria. Pero hasta que no llegaron al poder no estuvo claro en qué medida estaban dispuestos a recurrir a él. Si había algunas dudas acerca de esto, Lenin y Trotski rápidamente las disiparon en las semanas posteriores al derrocamiento del gobierno provisional. Lenin estableció una Comisión Extraordinaria para la Lucha contra la Contrarrevolución y el Sabotaje (Cheka según el acrónimo ruso), y se aseguró de que permaneciera bajo la supervisión regular del Sovnarkom. En los años siguientes apoyó casi todas las demandas de Félix Dzierzyñski y otros dirigentes de la Cheka solicitando permiso para extender la aplicación de métodos de terror estatal. No todos los dirigentes bolcheviques aprobaban este desarrollo. Kámenev a la derecha y Bujarin a la izquierda de la dirección en ascenso del partido insistían en que la violencia debía ser empleada sobre una base más predecible y su alcance debía ser reducido. Stalin nunca fue uno de ellos. El terror le atraía como a una abeja una flor perfumada. Ni una vez había emitido una opinión sobre el tema antes de la Revolución de octubre de 1917, si bien su preferencia por la violencia estatal arbitraria era cada vez más evidente. Cuando los bolcheviques de Estonia le telegrafiaron consultándole sobre la erradicación de «contrarrevolucionarios y traidores», les contestó con vehemente aprobación: «La idea de un campo de concentración es excelente»[28].

La concepción del terrorismo de Estado ya se había instalado en su estructura mental como un elemento permanente. Resultaba atractivo para su ruda personalidad. Pero la atracción no era meramente psicológica, sino que también estaba basada en la observación y en la ideología. Stalin y otros bolcheviques habían crecido en una época en que las grandes potencias mundiales habían usado el terror contra los pueblos conquistados y, aunque el terror era excluido como método, estas potencias no habían tenido escrúpulos en sostener guerras con un elevado coste de vidas humanas. Con estos medios habían extendido un sistema económico superior por todo el mundo. Este sistema había sido defendido mediante el abuso de autoridad. Los pueblos colonizados lo habían sufrido. Las clases trabajadoras de las mismas potencias imperiales eran explotadas y oprimidas. La Gran Guerra había empobrecido a la mayoría y enriquecido a unos pocos. Para Stalin, la cuestión fundamental era que la violencia había sido un arma efectiva para el capitalismo y que tenía que ser adoptada por el estado revolucionario soviético para sus propios fines. Después de haber llegado al poder en Rusia, los bolcheviques tenían que ser realistas. La dirección bolchevique pensaba que la Comuna de París de 1871 había fracasado por falta de crueldad. Los bolcheviques no iban a cometer el mismo error. Aunque habían esperado que su revolución fuera más sencilla de lo que resultó ser, siempre habían estado dispuestos a combatir el fuego con el fuego. Stalin no necesitaba que nadie le persuadiera de esto.

Con todo, el ámbito en que Lenin apreciaba más a Stalin era la política exterior. Hacia el año nuevo, Lenin y Trotski se dieron cuenta de que carecían de las fuerzas armadas necesarias para llevar el socialismo a Europa central mediante la «guerra revolucionaria». Pero mientras que Trotski deseaba adherirse al compromiso del partido con la guerra revolucionaria, Lenin concluyó que había que cambiar de política. Cuando Alemania y Austria-Hungría enviaron un ultimátum al Sovnarkom, Lenin insistió al Comité Central bolchevique en que firmara la paz por separado. La mayoría de los miembros del Comité Central —así como todo el Partido Social-revolucionario de Izquierdas— rechazaron su argumentación de que lo prioritario debía ser la preservación del estado soviético. Para ellos, una paz por separado implicaría una traición a los ideales internacionalistas. Era mejor seguir luchando por la revolución socialista europea que pactar con los gobiernos capitalistas ladrones de las potencias centrales.

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