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La Gran Casa

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La Gran Casa

Tenía doce años, y los gemelos trece, la noche en que las estrellas desaparecieron del cielo.

Era octubre, un par de semanas antes de Halloween, y a los tres nos habían ordenado quedarnos en el sótano de la Casa Lawton, a la que llamábamos la Gran Casa, mientras durara la reunión social sólo para adultos.

Estar confinados en el sótano no era ningún tipo de castigo. No para Diane y Jason, que pasaban gran parte de su tiempo allí por gusto; y desde luego no para mí. Su padre había delimitado una estricta frontera entre las zonas de adultos de la casa y las de niños, pero teníamos una plataforma de juegos de última generación, películas en disco e incluso una mesa de billar… y ninguna supervisión adulta excepto una de las camareras, una tal señora Truall, que cada hora o así se escapaba de su tarea de servir canapés y bajaba a informarnos de las novedades de la fiesta. (Un tipo de Hewlett-Packard había conseguido quedar mal ante la mujer de un columnista del Post. Teníamos un senador borracho como una cuba en el estudio). Lo único que nos faltaba, según Jason, era silencio (el sistema de sonido del piso de arriba atronaba con música de baile que nos llegaba atravesando el techo como el latido del corazón de un ogro) y poder ver el cielo.

Silencio y ver el cielo: Jase, como era típico en él, había decidido que quería ambas cosas.

Diane y Jason habían nacido con minutos de diferencia pero eran obviamente más bien hermanos que gemelos idénticos; nadie excepto su madre los llamaba gemelos. Jason solía decir que eran el resultado de «espermatozoides dipolares que penetraron en óvulos con cargas opuestas». Diane, cuyo IQ era casi tan impresionante como el de su hermano, pero que mantenía su vocabulario atado con una correa más corta, hacía la comparación de «prisioneros diferentes que escaparon de la misma celda».[2]

Ambos me hacían sentirme intimidado.

Jason, a los trece años, no sólo era tan listo que daba miedo, sino que además estaba en buena forma física: no era especialmente musculoso, pero sí vigoroso y solía ganar en las carreras y en los deportes de competición. Medía ya casi metro ochenta en aquel entonces, era flacucho y su rostro desgarbado se veía redimido por una sonrisa torcida pero genuina. Su cabello, en aquellos días, era rubio y estropajoso.

Diane medía unos doce centímetros menos que él, rechoncha sólo si se la comparaba con su hermano, y de piel más oscura. Su complexión era clara exceptuando las pecas que rodeaban sus ojos y le daban un aspecto de máscara: «Mi antifaz de mapache», solía decir. Lo que más me gustaba de Diane, y yo ya había llegado a una edad en la que esos detalles cobraban una importancia pobremente comprendida pero innegable, era su sonrisa. Rara vez sonreía, pero cuando lo hacía era espectacular. Estaba convencida de que sus dientes eran demasiado prominentes (y estaba equivocada), y había tomado el hábito de cubrirse la boca cuando se reía. Me gustaba hacerla reír, pero era su sonrisa lo que anhelaba en secreto.

La semana pasada, el padre de Jason le había regalado unos caros binoculares de astronomía. Había estado jugueteando con ellos durante toda la tarde, mirando el póster de viaje que había encima de la tele, fingiendo ver Canción desde las afueras de Washington, hasta que al final se levantó y dijo:

—Tenemos que salir a ver el cielo.

—No —dijo Diane al instante—. Ahí fuera hace frío.

—Pero está despejado. Es la primera noche despejada de esta semana. Y sólo hace un poco de fresco.

—Esta mañana había hielo en el césped.

—Escarcha —contraatacó Jason.

—Es más de medianoche.

—Es viernes por la noche.

—Se supone que no podemos salir del sótano.

—Se supone que no debemos perturbar la fiesta. Nadie dijo nada acerca de salir al exterior. Nadie nos verá, si lo que pasa es que tienes miedo de que nos pillen.

—No tengo miedo de que nos pillen.

—Y entonces, ¿de qué tienes miedo?

—De que se me congelen los pies mientras te escucho parlotear.

Jason se volvió hacia mí.

—¿Y tú qué, Tyler? ¿Quieres venir a ver el cielo?

Para mi pesar, los gemelos a menudo me pedían que arbitrara sus discusiones. Era una posición en la que saldría perdiendo hiciera lo que hiciera. Si me alineaba con Jason, me pondría en contra de Diane; pero si me ponía de parte de Diane demasiado a menudo, entonces parecería… bueno, parecería obvio. Así que le dije:

—Pues no sé, Jase, fuera hace bastante frío…

Fue Diane la que me permitió salirme de la trampa. Me puso una mano en el hombro y me dijo:

—No te preocupes. Supongo que un poco de aire fresco será mejor que tener que escuchar sus quejas.

Así que cogimos nuestras chaquetas del pasillo del sótano y salimos por la puerta de atrás.

La Gran Casa no era tan grandiosa como implicaba el nombre que le habíamos puesto, pero era más grande que el hogar medio en este barrio de clase media-alta y tenía una parcela de terreno mayor que las demás. Una gran extensión ondulante de césped bien cuidado daba a un grupo de pinos silvestres que bordeaban un arroyo algo contaminado. Jason escogió un lugar para mirar las estrellas a medio camino entre la casa y el pinar.

Octubre había sido agradable hasta ayer, cuando un frente frío había acabado con el veranillo de San Juan. Diane se abrazó las costillas ostensiblemente, pero sólo para castigar a Jason. El aire nocturno era simplemente fresco, no helado. El cielo estaba cristalino y la hierba relativamente seca, aunque posiblemente de madrugada volvería a helar. No había luna ni rastro de nubes. La Gran Casa estaba iluminada como un barco fluvial del Misisipi y proyectaba su feroz luminiscencia amarillenta por todo el césped, pero sabíamos por experiencia que en noches como ésa, si te ponías en la sombra de un árbol, desaparecías de la vista como si hubieras caído en un agujero negro.

Jason se tumbó de espaldas y apuntó sus binoculares al cielo estrellado.

Me senté con las piernas cruzadas junto a Diane y observé cómo sacaba del bolsillo de su chaqueta un cigarrillo, que probablemente le había robado a su madre (Carol Lawton, cardióloga y supuestamente exfumadora, guardaba en secreto cajetillas de cigarrillos en su cómoda, su escritorio y en un cajón de la cocina. Mi madre me lo había contado). Se llevó el cigarrillo a los labios y lo encendió con un mechero traslúcido; momentáneamente, la llama fue lo más brillante en la noche; y exhaló una vaharada de humo que remolineó vigorosamente en la oscuridad.

Me pilló observándola.

—¿Quieres una calada?

—Tiene doce años —dijo Jason—. Ya tiene suficientes problemas. No necesita un cáncer de pulmón.

—Claro —dije yo. Ahora ya se trataba de un asunto de honor.

Diane, con expresión divertida, me pasó el cigarrillo. Inhalé tentativamente y me las arreglé para no toser.

—No te entusiasmes demasiado.

—Tyler —dijo Jason—, ¿sabes algo de las estrellas?

Aspiré un buen trago de aire fresco y limpio.

—Por supuesto que sí.

—No quiero decir lo que aprendes leyendo esas novelas de bolsillo. ¿Puedes nombrar alguna estrella?

Me sonrojé, pero esperaba que en la oscuridad no se notara.

—Arturo —dije—, Alfa Centauri. Sirio. La estrella Polar…

—¿Y cuál —preguntó Jason— es el sistema originario de los klingon?

—No seas malo —dijo Diane.

Los gemelos eran precozmente inteligentes. Yo no era precisamente tonto, pero ambos me superaban por mucho, y todos lo sabíamos. Iban a una escuela para niños excepcionales; yo cogía el autobús para ir a la escuela pública. Era una de las diferencias obvias entre nosotros. Ellos vivían en la Gran Casa, yo vivía con mi madre en el bungalow situado en el rincón este del terreno; sus padres tenían carreras, mi madre les limpiaba la casa. De alguna forma, éramos capaces de aceptar esas diferencias sin convertirlas en una brecha insalvable.

—Vale —dijo Jason—, ¿puedes señalar la estrella Polar?

Polaris, la estrella del Norte. Había estado leyendo sobre la esclavitud y la guerra civil. En aquellos tiempos había una canción de esclavos fugitivos que decía:

Cuando vuela el sol y oigas a la primera codorniz

Sigue al Cazo

El viejo te espera para llevarte a la libertad

Cuando sigas al Cazo

«Cuando vuelva el sol» quería decir después del solsticio de invierno. El invierno de la codorniz, como se conocía en el Sur. El Cazo era la Osa Mayor, y el recipiente del cazo señalaba a la estrella Polar, que estaba justo al norte, la dirección de la libertad: encontré el Cazo y meneé la mano en la dirección general esperando acertar.

—¿Ves? —le dijo Diane a Jason, como si hubiera demostrado un argumento en una discusión de la que no se habían molestado en hacerme partícipe.

—No está mal —concedió Jason—. ¿Sabes lo que es un cometa?

—Sí.

—¿Quieres ver uno?

Asentí y me tumbé a su lado, todavía lamentando el sabor agrio del cigarrillo de Diane en mi boca. Jason me mostró cómo apoyar los codos en el suelo, luego me permitió que me llevara los binoculares a los ojos y que ajustara el enfoque hasta que las estrellas se convirtieron en óvalos borrosos y luego en puntas de alfiler, más de las que podía ver a simple vista. Recorrí el cielo hasta que encontré, o supuse que había encontrado, el punto al que Jason me había dirigido: un diminuto nódulo de fosforescencia contra la despiadada negrura del cielo.

—Un cometa… —comenzó a decir Jason.

—Lo sé. Un cometa es una especie de bola de nieve sucia que cae hacia el sol.

—Se podría decir así. —El tono era desdeñoso—. ¿Sabes de dónde vienen los cometas, Tyler? Vienen del límite del sistema solar… de una especie de halo de hielo alrededor del sol que comienza en la órbita de Plutón y se extiende hasta llegar a mitad de camino a la estrella más cercana. Ahí fuera hace más frío de lo que podrías imaginar jamás.

Asentí, sintiéndome un poco incómodo. Había leído suficiente ciencia ficción para entender la indescriptible e inconcebible enormidad del cielo nocturno. Era algo en lo que a veces me gustaba pensar, aunque podía ser un poco intimidante cuando lo hacía en el momento equivocado de la noche, cuando la casa estaba en silencio y a oscuras.

—¿Diane? —dijo Jason—. ¿Quieres mirar?

—¿Tengo que hacerlo?

—No, por supuesto que no tienes que hacerlo. Puedes quedarte ahí sentada ahumándote los pulmones y babeando, si lo prefieres.

—Listillo. —Aplastó el cigarrillo en la hierba y tendió la otra mano. Le pasé los binoculares.

—Ten cuidado con eso. —Jase estaba profundamente enamorado de sus binoculares. Todavía olían a plástico de embalaje y poliestireno.

Diane ajustó el enfoque y miró. Se quedó en silencio durante un momento, y luego dijo:

—¿Sabes lo que veo cuando uso esta cosa para mirar a las estrellas?

—¿Qué?

—Las mismas viejas estrellas de siempre.

—Usa tu imaginación —dijo Jason. Parecía realmente enfadado.

—Si puedo usar mi imaginación, ¿para qué necesito los binoculares?

—Quiero decir que pienses en lo que estás contemplando.

—Oh —dijo Diane. Y luego—: Oh. ¡Oh! Jason, veo…

—¿Qué?

—Creo que… sí… ¡es Dios! ¡Y tiene una gran barba blanca! ¡Y lleva una pancarta! ¡Y en la pancarta pone… Jason es idiota!

—Muy divertido. Si no sabes usarlos, devuélvemelos.

Jason le tendió la mano; ella le ignoró. Se sentó en la hierba y dirigió los binoculares a las ventanas de la Gran Casa.

La fiesta seguía a toda marcha desde por la tarde. Mi madre me había dicho que las fiestas de los Lawton eran «sesiones intensivas de peloteo para jefazos corporativos», pero tenía un desarrollado sentido de la hipérbole, así que había que tomarse lo que decía con precaución. La mayoría de los invitados, según había dicho Jason, eran gente prometedora de la industria aeroespacial o personal que trabajaba para políticos. No de la vieja alta sociedad de Washington, sino recién llegados adinerados con raíces en el oeste y conexiones en la industria de defensa. E. D. Lawton, el padre de Jason y Diane, celebraba uno de esos acontecimientos sociales cada tres o cuatro meses.

—Negocios como de costumbre —dijo Diane desde detrás de los óvalos gemelos de los binoculares—. Baile y bebida en el primer piso. Más bebida que baile, llegados a este punto. Parece que la cocina está cerrando. Creo que los camareros están a punto de irse a casa. Las cortinas están corridas en el estudio. E. D. está en la biblioteca con un par de tipos importantes. ¡Ag! Uno de ellos se está fumando un puro.

—Tu asco es poco convincente —dijo Jason—. Señorita Marlboro.

Diane prosiguió catalogando las ventanas invisibles mientras Jason se acercaba más a mí.

—Muéstrale el universo —me susurró—, y preferirá ponerse a espiar una fiesta.

No sabía cómo responder a eso. Como gran parte de lo que decía Jason, me sonaba más ingenioso y sagaz que cualquier cosa que se me hubiera podido ocurrir a mí.

—Mi dormitorio —dijo Diane—. Vacío, gracias a Dios. El dormitorio de Jason, vacío, exceptuando el ejemplar de Penthouse bajo el colchón…

—Los binoculares son buenos, pero no tanto.

—El dormitorio de Carol y E. D., vacío; el dormitorio de invitados…

—¿Y bien?

Diane se quedó en silencio unos segundos más. Entonces se estremeció, se giró y le tiró, le lanzó, los binoculares a Jason, que protestó pero no pareció entender que Diane acababa de ver algo que le había resultado perturbador. Estaba a punto de preguntarle si se encontraba bien…

Y en ese momento desaparecieron las estrellas.

No fue gran cosa.

La gente a menudo lo dice así, la gente que lo vio ocurrir. No fue gran cosa. La verdad es que no lo fue, y lo digo como testigo: estaba contemplando el cielo mientras Diane y Jason reñían. No ocurrió nada excepto un momento de un extraño resplandor que dejó una especie de imagen de sobreexposición de las estrellas en mis retinas en una fosforescencia verde y fría. Parpadeé y Jason dijo:

—¿Qué fue eso? ¿Un relámpago?

Y Diane seguía sin decir nada.

—Jason —dije, parpadeando todavía.

—¿Qué? Diane, juro ante Dios que como hayas roto una lente de los…

—Cállate —dijo Diane.

Y entonces, dije:

—Callaos los dos. Mirad. ¿Qué le ha ocurrido a las estrellas?

Ambos alzaron las cabezas hacia el cielo.

De los tres, sólo Diane estaba preparada para creer que las estrellas habían «desaparecido» de verdad, que se habían extinguido como velas al viento. Eso era imposible, insistió Jason: la luz de esas estrellas había viajado cincuenta, o cien, o cien millones de años luz, dependiendo del origen; desde luego que no habían dejado todas de brillar siguiendo una secuencia infinitamente elaborada diseñada para que el apagón pareciera simultáneo desde la Tierra. De todas formas, señalé, el sol también era una estrella, y todavía seguía brillando, al menos al otro lado del planeta, ¿no?

Por supuesto que sí. Y si no, dijo Jason, todos estaríamos congelados y muertos para cuando llegara el día.

Así que, lógicamente, las estrellas seguían brillando, pero no podíamos verlas. No habían desaparecido, sino que estaban oscurecidas: eclipsadas. Sí, el cielo se había vuelto repentinamente una negrura de ébano, pero se trataba de un misterio, no de una catástrofe.

Pero otro aspecto del comentario de Jason se había enquistado en mi imaginación. ¿Y si el sol en realidad había desaparecido? Me imaginé la nieve cayendo en una oscuridad perpetua, y luego, supuse, el mismo aire congelándose en otra clase de nieve, hasta que toda la civilización humana quedara enterrada bajo lo que respirábamos. Era mejor, vaya si lo era, suponer que las estrellas habían sido «eclipsadas». Pero ¿qué lo había hecho?

—Bueno, obviamente, algo enorme. Algo rápido. ¿Viste cómo ocurría, Tyler? ¿Ocurrió todo de repente o algo atravesó el cielo?

Le conté que las estrellas habían brillado más de lo normal y que luego se apagaron, todas a la vez.

—Que le den a las putas estrellas —dijo Diane. (Me quedé estupefacto: puta no era una palabra que ella acostumbrara a usar, aunque Jase y yo la usábamos con bastante libertad ahora que nuestra edad había alcanzado las dos cifras. Muchas cosas habían cambiado en ese verano).

Jason se percató de la ansiedad en la voz de Diane.

—No creo que haya nada que temer —dijo, aunque estaba claramente inquieto.

Diane simplemente le dedicó un fruncimiento de ceño.

—Tengo frío —dijo.

Así que decidimos volver a la Gran Casa y ver si la noticia había llegado a la CNN o al CNBC. El cielo sobre nuestras cabezas mientras cruzábamos el césped era inquietante, completamente negro, sin peso pero opresor, más oscuro que cualquier otro cielo que jamás hubiera visto.

ϒ

—Tenemos que contárselo a E. D. —dijo Jason.

—Cuéntaselo tú —dijo Diane.

Jase y Diane llamaban a sus padres por sus nombres de pila porque Carol Lawton se imaginaba que tenía una familia progresista. La realidad era más compleja. Carol era permisiva, pero no se involucraba mucho en las vidas de los gemelos, mientras E. D. se ocupaba sistemáticamente de preparar a un heredero. Ese heredero, por supuesto, era Jason. Jason adoraba a su padre. Diane le tenía miedo.

Sabía que no era inteligente por mi parte aparecer en la zona adulta cuando el acontecimiento social de los Lawton estaba llegando a su alcohólico final; así que Diane y yo nos ocultamos en la zona desmilitarizada detrás de una puerta mientras Jason encontraba a su padre en la habitación contigua. No pudimos oír la conversación resultante en detalle, pero no había forma de malinterpretar el tono de voz de E.D.: agresivo, impaciente y malhumorado. Jason volvió al sótano con el rostro enrojecido y al borde de las lágrimas, y yo me excusé y me dirigí a la puerta de atrás.

Diane me alcanzó en el pasillo. Me puso la mano en la muñeca como si quisiera anclarnos juntos.

—Tyler —dijo—. Saldrá, ¿verdad? El sol, quiero decir, por la mañana. Sé que es una pregunta estúpida. Pero el sol saldrá, ¿no?

Parecía completamente desolada. Empecé a decir algo impertinente, del estilo de «todos estaremos muertos si no sale», pero su ansiedad me provocó dudas propias. ¿Qué habíamos visto exactamente, y qué implicaba? Jason claramente había sido incapaz de convencer a su padre de que algo importante había ocurrido en el cielo esa noche, así que quizá nos estábamos asustando por nada. Pero ¿y si el mundo se acababa y sólo nosotros tres lo sabíamos?

—Todo irá bien —dije.

Me miró entre mechones de pelo lacio.

—¿Tú te crees eso?

Intenté sonreír.

—Al noventa por ciento.

—Pero te quedarás despierto toda la noche, ¿no?

—Puede. Seguramente. —No tenía ganas de dormir.

Me hizo un gesto con el pulgar y el meñique imitando un auricular.

—¿Puedo llamarte más tarde?

—Claro.

—Probablemente no podré dormir. Y… ya sé que suena tonto, pero en caso de que me quede dormida… ¿me llamarás tan pronto como salga el sol?

Le dije que sí.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo. —Me emocionaba que me lo hubiera pedido.

La casa en la que vivía con mi madre era un bonito bungalow de listones en el extremo este de la propiedad Lawton. Un jardincillo de rosas cercado por una valla de tablones de pino rodeaba los escalones de la entrada, las rosas habían florecido hasta bien entrado el otoño, pero se habían marchitado ante el reciente frente de aire frío. En medio de aquella noche sin luna, sin nubes y sin estrellas, el porche refulgía como una baliza.

Entré en silencio. Mi madre ya hacía horas que se había retirado a su dormitorio. La pequeña sala de estar estaba ordenada exceptuando un vaso de chupito sobre una mesilla: mi madre era una abstemia absoluta cinco días a la semana, pero tomaba un poco de whisky los fines de semana. Solía decir que sólo tenía dos vicios, y que un trago los sábados por la noche era uno de ellos. (Una vez le pregunté cuál era el otro y me dedicó una larga mirada y me dijo: «tu padre». No insistí en el tema).

Me tumbé en el sofá vacío con un libro y leí un rato hasta que Diane me llamó, menos de una hora después. Lo primero que me dijo fue:

—¿Has encendido la tele?

—¿Debería?

—No te molestes. No están dando nada.

—Bueno, ya sabes, son las dos de la madrugada.

—No, quiero decir que no hay nada de nada. Hay programas publicitarios en los canales de cable local, pero nada más. ¿Qué significa eso, Tyler?

Lo que significaba es que todo satélite que hubiera en órbita se había desvanecido junto con las estrellas. Los satélites de telecomunicaciones, meteorológicos, los militares, el sistema GPS: todos habían sido desconectados en un instante. Pero no lo sabía, y tampoco podía explicárselo a Diane.

—Puede significar cualquier cosa.

—Es un poco atemorizador.

—Probablemente no sea nada de lo que preocuparse.

—Espero que no. Y me alegra que todavía estés despierto.

Una hora más tarde me volvió a llamar con más novedades. Internet también había desaparecido en combate. Y la televisión local había empezado a informar sobre vuelos cancelados en Reagan y los aeropuertos regionales, advirtiendo a la gente de que llamara para asegurarse.

—Pero he visto aviones volando durante toda la noche.

—Había visto sus luces de posición desde la ventana del dormitorio, estrellas falsas que se movían con rapidez—. Supongo que serán los militares. Puede que sea cosa de terroristas.

—Jason está en su habitación con una radio. Está escuchando estaciones de Boston y Nueva York. Dice que están hablando de actividad militar y de aeropuertos cerrados, pero nada de terrorismo… y nada sobre las estrellas.

—Alguien debe de haberse dado cuenta.

—Si es así, no lo han dicho. Quizá tengan órdenes de no mencionarlo. Tampoco han mencionado el amanecer.

—¿Y por qué tendrían que hacerlo? El sol saldrá en ¿cuánto? ¿Menos de una hora? Lo que significa que ya está amaneciendo sobre el océano. Por la costa atlántica. Los barcos ya lo deben de haber visto. Ya lo veremos, dentro de poco.

—Eso espero. —Parecía simultáneamente asustada y avergonzada—. Espero que tengas razón.

—Ya verás como sí.

—Me gusta tu voz, Tyler. ¿Te lo he dicho alguna vez? Tienes una voz que da confianza.

Aunque lo que dijera fueran gilipolleces.

Pero el halago me afectó más de lo que quería que ella supiera. Me quedé pensando en ello después de que colgara. Lo volví a repetir una y otra vez en mi cabeza, por la cálida sensación que me provocaba. Diane me llevaba un año, y también era tres veces más sofisticada que yo… así que, ¿por qué me sentía repentinamente tan protector con ella, y por qué deseaba que estuviera cerca para poder tocar su cara y prometerle que todo iría bien? Era un enigma casi tan urgente y perturbador como lo que hubiera ocurrido al cielo.

Volvió a llamarme a las cinco menos diez, cuando casi me había quedado dormido pese a mis intenciones, completamente vestido. Saqué el teléfono del bolsillo de mi camisa.

—¿Diga?

—Soy yo. Sigue estando oscuro, Tyler.

Miré por la ventana. Sí. Oscuro. Luego al reloj de la mesilla.

—Todavía no es hora de que amanezca, Diane.

—¿Estabas dormido?

—No.

—Sí que lo estabas. Qué suerte. Sigue estando oscuro. Y hace frío, también. Miré el termómetro que hay por fuera de la ventana de la cocina. Estamos a un grado Celsius. ¿Tendría que hacer tanto frío?

—Ayer por la mañana ya hacía ese frío. ¿Hay alguien más despierto en tu casa?

—Jason está encerrado en su cuarto con su radio. Mis padres están, eh, supongo que durmiendo la fiesta. ¿Tu madre está despierta?

—No tan temprano. No en un fin de semana. —Le eché una mirada nerviosa a la ventana. Para ese entonces ya tendría que haber algo de luz en el cielo. Incluso un poco de luz hubiera sido reconfortante.

—¿No la has despertado?

—¿Y qué iba a poder hacer ella, Diane? ¿Hacer regresar las estrellas?

—Supongo que no. —Hizo una pausa—. Tyler —dijo.

—Sigo aquí.

—¿Qué es lo primero que recuerdas?

—¿Qué quieres decir? ¿De hoy?

—No. Lo primero que recuerdas de tu vida. Sé que es una pregunta estúpida, pero creo que me gustaría hablar durante cinco o diez minutos de otra cosa que no fuera el cielo.

—¿Lo primero que recuerdo? —Reflexioné durante unos instantes—. Eso sería cuando estábamos en Los Angeles, antes de mudarnos al este. —Cuando mi padre todavía vivía y trabajaba para E. D. Lawton en su firma en Sacramento antes de que llegara a prosperar tanto—. Teníamos un apartamento con grandes cortinas blancas en el dormitorio. Lo primero que realmente recuerdo es observar cómo se movían las cortinas con el viento. Era un día soleado, la ventana estaba abierta y soplaba la brisa. —El recuerdo era inesperadamente conmovedor, como el último vistazo a la línea de la marea antes de que fuera cubierta—. ¿Y tú?

Lo primero que Diane podía recordar era también un momento en Sacramento, aunque era uno muy diferente. E. D. se había llevado a los dos niños a hacer una visita a la planta, ya entonces preparando a Jason para su papel de heredero. Diane se había quedado fascinada por las enormes planchas perforadas del suelo de la fábrica, las bobinas de hilo de aluminio ultrafino que eran tan grandes como casas, el ruido constante. Todo era tan enorme que casi esperaba encontrarse con un gigante de cuento de hadas encadenado a las paredes, prisionero de su padre.

No era un buen recuerdo. Dijo que se sentía ignorada, casi perdida, abandonada en el interior de una inmensa y aterradora maquinaria de construcción.

Hablamos sobre eso durante un rato. Entonces Diane me dijo:

—Mira al cielo.

Miré por la ventana. Del horizonte occidental manaba la luz suficiente para dotar al cielo de un color azul tinta.

No quise confesar el alivio que sentí.

—Supongo que tenías razón —dijo, repentinamente animada—. El sol ha salido, después de todo.

Por supuesto, en realidad no era el sol. Era un sol impostor, un engaño ingenioso. Pero entonces no lo sabíamos.

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