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Solo » Primera parte - Sueños » 7

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Una mañana, sin previo aviso, apareció Mateo como un torbellino de vuelta de Cuba. Venía revolucionado, como si hubiese conocido a Fidel en persona.

—Chamo, qué bien se vive en Cuba, allá sí que saben disfrutar de la vida. Madre mía, qué mujeres tan hospitalarias y sensuales. Esto está mal montado, yo me marcho a trabajar a casa, no voy a enriquecer a un jodido capitalista. —Y sin darme tiempo a responder, tomando su ordenador y los pocos archivos que teníamos en la oficina temporal, subió a su descapotable de un salto y me dijo—: Che, no te olvides de que esta noche hacemos un asadero en mi casa. —Y tal cual salió quemando rueda.

El dueño del complejo, que vivía en una de las casas cercanas, había oído el coche de Mateo y salió corriendo para pedirle explicaciones después de más de un mes de ausencia, pero solo tuvo tiempo de ver el descapotable alejándose a toda velocidad.

—¿Adónde va Mateo? —me dijo con cara de desconcierto total—. Tendremos que hablar sobre cómo seguir con el proyecto.

Como yo ya me había preparado para esa posibilidad, rápidamente le tranquilicé.

—Tranquilo, Antonio, yo me encargaré de todo a partir de ahora. Mateo es el iniciador, yo soy el técnico, estoy especializado en aperturas de hoteles, ¿no se acuerda de que se lo comentó cuando nos presentó? Claro, hombre, por eso me trajo de la Península. —Desde ese momento no me quedó más remedio que tomar las riendas del proyecto y ponerme a improvisar de lo lindo.

Me estuve aplicando con intensidad a mis tareas para que se olvidase de mi socio, pero la cosa era más delicada de lo que cabía imaginar. El propietario tenía una hija a la cual Mateo había estado cortejando, según me explicó su padre, que se lamentaba viendo cómo la sosa de su hija perdía una de las pocas oportunidades a las que un ser tan insulso podía aspirar. El drama estaba servido. La chica lloraba cada vez que se le mencionaba porque, bajo la influencia de Mateo y sus ideas pseudocomunistas, incluso se había hecho un tatuaje con una pequeña hoz y un martillo en la barriga cerca del pubis. Cuando el capitalista se enteró, no pudo más que retorcerse en una mueca. La chica vivía junto a sus papás en una de las muchas casas que tenían. No tenía amigos conocidos, ni emitía ninguna opinión, ni trabajaba, ni era simpática, porque todo eso, simplemente, no se podía comprar. Ella y su viejo eran un lastre con el que me vería obligado a convivir. Tenía que informarles de todos mis movimientos. El servicio turístico es un tema que hay que tratar desde lo cuantitativo y también desde lo cualitativo y esas sutilezas son difíciles de transmitir a gente acostumbrada a tratar con constructores.

Tenía que formar un equipo de trabajo que fuera auto suficiente y como no conocía mucha gente todavía, me dejé aconsejar por Mateo, que me recomendó a una chica argentina «retrabajadora», según sus palabras, que en realidad resultó ser otra desilusionada ex que había simultaneado con la hija del propietario del complejo. De ojos sinceros y espíritu vivo, así apareció Verónica, dispuesta a sobrellevar el mal trago con decoro y una férrea determinación. Siguiendo una escrupulosa política de recursos humanos y usando los más modernos métodos de contratación del nuevo personal, le dije que contratase a quien le diese la gana pero que tuviese cuidado porque respondería por el trabajo de su nuevo compañero o compañera, tanto daba. Fue así como llegó al hotel Carolina, otra desdichada amiga «víctima» de un surfero italiano guaperas que decidió emigrar en busca de olas más perfectas. Aquello parecía un consultorio sentimental. La ayudé a hacer la mudanza desde la casa de su antiguo novio e instalarse en un pequeño piso del pueblo. Hablaba cuatro idiomas y era evidente que su saber estar e inteligencia eran innatos. Nos llevamos bien desde el principio, me gustaba su distancia prudente pero cordial que a veces otorga una educación refinada. Al final, éramos cuatro personas. Creamos un equipo fantástico y cohesionado bajo la premisa de que todos éramos responsables de la toma de decisiones y del resultado de estas.

Mi trabajo consistía en dos tareas fundamentales: apaciguar al propietario y captar a los representantes de las agencias de viajes para que comercializasen nuestro hotel en sus países. Los invitaba a venir al complejo con sus familias si eran padres. Los sacaba de fiesta si eran solteros o a cenar si eran solteras, y si además eran jovencitas nórdicas destinadas en las islas como primer trabajo, en un alarde de hospitalidad hacía todo lo que estuviese en mi mano para que se sintiesen en mi cama como en su casa. Así podría resumir aquella primera etapa de puesta en marcha del nuevo hotel.

Como teníamos muchas casas preciosas vacías y solo usábamos ochenta para el hotel, convencí al propietario para que dejase alojarse gratis a mis nuevas compañeras, cada una en una casa, y a mí en otra, claro. Argumenté que todos necesitábamos un hogar donde sentimos cómodos, y si lo sentíamos como nuestro lo defenderíamos y mimaríamos con todas nuestras fuerzas, una estrategia muy importante para este nuevo proyecto. Fue una excelente decisión ya que sin proponérnoslo tratábamos a los clientes del hotel como verdaderos huéspedes que venían a nuestra casa.

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