Solaris

Solaris


Los pensadores

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LOS PENSADORES

—Kris, ¿es por culpa de ese experimento?

Me encogí al oír su voz. Llevaba horas insomne, mirando fijamente la oscuridad, en soledad, sin ni siquiera escuchar su aliento; me había olvidado de ella, mientras recorría los recovecos de mis laberínticos pensamientos nocturnos: delirantes y en parte razonables, por lo que cobraban una nueva dimensión y significado.

—¿Qué? ¿Cómo sabías que no estaba durmiendo…? —pregunté. Había miedo en mi voz.

—Por tu respiración… —contestó en voz baja, con tono de disculpa—. No quería molestarte… Si no puedes, no digas nada…

—No, no pasa nada. Es por el experimento. Lo has adivinado.

—¿Qué esperan de él?

—Ellos mismos no lo saben. Algo. Cualquier cosa. No es la operación «Pensamiento», sino «Desesperación». Ahora solo hace falta una cosa, un ser humano con el suficiente valor que asuma la responsabilidad de la decisión tomada, pero casi todo el mundo considera que ese tipo de muestras de valor son simple cobardía, porque se trata de una retirada, ¿entiendes? Resignación, una huida indigna del ser humano. Como si fuera digno del hombre adentrarse, hundirse y ahogarse en medio de algo que no comprende, ni comprenderá nunca.

Interrumpí mi discurso, pero antes de que mi acelerada respiración se calmara, un nuevo ataque de ira me obligó a decir:

—Claro está que nunca faltan sujetos con un enfoque práctico. Dicen que, incluso si no se consigue establecer contacto a través de los estudios del plasma, de todas esas locas ciudades que emergen de él cada día para desaparecer acto seguido, por lo menos alcanzaremos a conocer el misterio de la materia; pero se engañan a sí mismos, es como caminar por una biblioteca de libros escritos en un idioma desconocido, fingiendo que uno solo está examinando los lomos de colores. ¡Cómo no!

—¿Existen más planetas de este tipo?

—No se sabe. Tal vez sí, pero solo conocemos uno. En cualquier caso, este es muy poco frecuente, al contrario que la Tierra. Nosotros somos de lo más común, ¡somos el césped del universo! Y nos enorgullecemos de nuestra ordinariez, de que sea tan vulgar; creíamos que podíamos abarcarlo todo. Es un esquema con el que emprendimos, alegremente y con osadía, el camino: ¡otros mundos! ¿Qué son, pues, aquellos otros mundos? Los dominaremos o seremos dominados, no había nada más en esos desgraciados cerebros; ¡bah, no merece la pena! No vale la pena.

Me levanté y, a tientas, localicé el frasco plano de somníferos en el botiquín.

—Me voy a dormir, cariño —dije girándome hacia la oscuridad animada por un zumbido de ventilador, arriba, en alguna parte—. Tengo que dormir. En caso contrario, no sé…

Me senté en la cama. Ella me tocó la mano. La agarré, invisible, y la sujeté sin moverme hasta que el sueño relajó la fuerza del apretón.

Por la mañana, amanecí fresco y descansado; el experimento me pareció algo insignificante, no entendía cómo había podido darle tanta importancia. Tampoco me importó demasiado que Harey tuviera que acompañarme al laboratorio. Todos sus esfuerzos resultaban infructíferos en cuanto me ausentaba de la habitación unos minutos, así que abandoné los posteriores intentos de dejarla a solas, aunque ella siguió insistiendo (estaba incluso dispuesta a dejarse encerrar) y le aconsejé que se llevara un libro para leer.

Más que mi propia intervención, me interesaba lo que iba a encontrarme en el laboratorio. Aparte de importantes huecos en las librerías y los armarios con recipientes de vidrio, no había nada de particular en aquella enorme sala blanquiazul: en algunos de los armarios faltaban los cristales y la hoja de alguna de las puertas mostraba un roto en forma de estrella, como si recientemente se hubiese desarrollado allí una lucha cuyas huellas habían sido meticulosamente borradas. Snaut trajinaba con sus aparatos y su comportamiento fue más que correcto; se tomó la aparición de Harey como algo normal y, de lejos, le hizo una ligera reverencia; mientras me humedecía las sienes y la frente con suero fisiológico, apareció Sartorius. Entró por una pequeña puerta que daba al cuarto oscuro. Llevaba una bata blanca, con un negro delantal antirradiactivo por encima, que le llegaba hasta los tobillos. Me saludó sobria y enérgicamente, como si perteneciéramos a un equipo de cien personas de un gran instituto terrestre y nos hubiésemos despedido el día anterior. No me había fijado, hasta ese momento, en que las lentillas que se había puesto, en vez de sus gafas, le daban a su rostro una expresión moribunda.

Siguió de pie, de brazos cruzados, observando a Snaut que sujetaba los electrodos colocados alrededor de mi cabeza con ayuda de una venda, que moldeó en forma de gorro blanco. Recorrió la sala con la vista varias veces, como si no advirtiera la presencia de Harey quien, acurrucada e infeliz, estaba sentada en un pequeño taburete junto a la pared, fingiendo leer su libro. Cuando Snaut se apartó de mi sillón, moví la cabeza cargada de metal y cables para ver cómo encendía los aparatos, pero Sartorius levantó la mano inesperadamente y habló con solemnidad:

—¡Doctor Kelvin! ¡Présteme atención durante unos instantes y concéntrese! No pretendo imponerle nada, porque eso nos desviaría del objetivo, pero debe dejar de pensar en sí mismo, en mí, en el colega Snaut, en cualquier otra persona, para que, tras la eliminación de las preocupaciones particulares, pueda concentrarse en el asunto que nos ha traído aquí. Los temas que deberían ocupar por completo su consciente son la Tierra y Solaris; generaciones de investigadores que constituyen una unidad, pese a que cada persona por separado tenga su particular principio y su fin; nuestra persistencia en tratar de alcanzar algún contacto intelectual; el alcance del camino recorrido por la humanidad; la certeza de prolongarlo en el futuro; la disposición a cualquier sacrificio y esfuerzo, a subordinar los sentimientos a la misión encomendada. El orden de estas asociaciones de ideas no depende del todo de usted, pero el hecho de que se encuentre usted aquí garantiza la autenticidad de la secuencia que acabo de enumerar. Si no está seguro de haber cumplido con su tarea, dígalo, y el colega Snaut repetirá el encefalograma. Tenemos tiempo…

Las últimas palabras las pronunció con una sonrisa pálida, seca, que no logró restar a sus ojos una expresión de asombro absoluto. Me retorcía por dentro, por culpa de aquella seria parrafada de tópicos triviales; por suerte, Snaut interrumpió el silencio que se estaba alargando.

—¿Listo, Kris? —preguntó, con el codo apoyado sobre el alto pupitre del electroencefalógrafo, en una pose a la vez descuidada y familiar, como si se estuviera apoyando en una silla. Le estaba agradecido por haberme llamado por mi nombre.

—Listo —dije, cerrando los ojos.

De pronto, en el instante en que concluyó el ajuste de los electrodos y posó los dedos sobre el interruptor, me abandonó el miedo escénico; a través de las pestañas, entreví el rosado brillo de las bombillas de control sobre la negra placa del aparato. Al mismo tiempo, fue desapareciendo la húmeda y desagradable sensación de frío de los electrodos metálicos que rodeaban mi cabeza como si fueran monedas. Me sentía en medio de una arena gris e iluminada. Una muchedumbre invisible, reunida en el anfiteatro del silencio, asistía al espectáculo en medio de aquel vacío, en el que el irónico desprecio hacia Sartorius y la Misión se estaba desvaneciendo. Decrecía la tensión entre los observadores internos, deseosos ahora de desempeñar su improvisado papel. ¿Harey?, pensé para probar, con inquietud nauseabunda, dispuesto a descartarla inmediatamente. Pero mi vigilante y ciego público no reaccionó. Durante unos instantes, fui todo ternura, una pena sincera, preparado para hacer frente a pacientes y largos sacrificios. Harey habitaba mi interior privada de rasgos, sin contorno, sin rostro y, de pronto, a través de su presencia impersonal, que exhalaba una desesperada ternura, en medio de la oscuridad gris, divisé el semblante serio del profesor Giese, el padre de la solarística y de los solaristas. Sin embargo, no pensé en la fangosa explosión, ni en el abismo apestoso que absorbió sus gafas doradas y su canoso bigote minuciosamente cepillado; lo único que veía era el grabado de la primera página de la monografía, un fondo sombreado con el que el artista había rodeado su cabeza, de forma que, sin pretenderlo, formaba casi una corona alrededor de su rostro, tan parecido al de mi padre, no tanto por la semejanza de rasgos como por la concienzuda y anticuada cautela. Al final, dejé de saber quién de los dos me estaba observando. Ninguno de los dos yacía bajo tierra, cosa tan habitual y corriente en nuestros tiempos que ya no suscita ninguna conmoción.

La imagen se estaba desvaneciendo y yo, durante un tiempo indefinido, me olvidé de la Estación, del experimento, de Harey, del negro océano, de todo; estaba absolutamente convencido de que aquellos dos hombres inexistentes, extremadamente menudos, convertidos en barro reseco, habían superado todo cuanto les había ocurrido, y la calma suscitada por aquel descubrimiento anuló a la muchedumbre que rodeaba la arena gris esperando mi fracaso. La luz artificial penetró en mis ojos, acompañada por un doble chirrido de la maquinaria al apagarse. Entorné los párpados. Sartorius me escrutaba con la misma pose de antes, mientras Snaut, de espaldas a él, arrastraba sus zuecos, en mi opinión a propósito, sin dejar de maniobrar con el aparato.

—Doctor Kelvin, ¿cree usted que lo hemos conseguido? —dijo Sartorius con su repugnante voz nasal.

—Sí —dije.

—¿Está usted seguro? —preguntó con un matiz de sorpresa, o incluso de sospecha.

Mi seguridad y el tono brusco de la respuesta lo arrancaron, por un momento, de su rígida seriedad.

—Está… bien —balbuceó y miró alrededor como si no supiera qué hacer. Snaut se acercó a mi sillón y desató la vendas.

Me puse de pie y di una vuelta a la sala; entretanto Sartorius, que había desaparecido en el cuarto oscuro, regresó con la película revelada y ya seca. A lo largo de más de diez metros de cinta, se perfilaban unas líneas blancas, lenticulares y trémulas, que parecían moho o una telaraña extendida a lo largo de la negra y resbaladiza tira de celuloide.

No tenía nada más que hacer, pero me quedé. Los otros dos insertaron la película en el oxidado cabezal del modulador; Sartorius volvió a examinar uno de los extremos, desconfiadamente mohíno, como si quisiera descifrar el contenido de las flameantes líneas.

El resto del experimento se desarrolló lejos de mi vista. Sabía lo que ocurría únicamente cuando los dos hombres se colocaban detrás de los paneles de control, junto a la pared, y ponían en marcha los correspondientes aparatos. La corriente despertó con un leve murmullo, recorriendo los recovecos de las bobinas, bajo el suelo acorazado; después, los pilotos de los verticales y acristalados tubos de los indicadores se desplazaron hacia abajo, indicando la activación del enorme cañón del aparato de rayos X, que descendió por un pozo hasta ubicarse en su emplazamiento. Una vez dispuesto, las pequeñas luces permanecieron fijas en la parte inferior de la escala y Snaut comenzó a aumentar la tensión hasta que las agujas, o más bien, las rayas blancas que hacían las veces de aquellas, se agitaron, desplazándose media vuelta a la derecha. El ruido de la corriente era apenas perceptible, parecía que no estuviera pasando nada; las bobinas con la película giraban, ocultas por una cubierta protectora, el contador producía un tictac apenas audible, como el mecanismo de un reloj.

Por encima del libro, Harey nos miraba a mí y a ellos alternativamente. Me puse a su lado y entonces me dirigió una mirada interrogante. El experimento había finalizado, Sartorius se acercó despacio al enorme cabezal, en forma de cono, del aparato.

—¿Nos vamos? —me preguntó Harey, moviendo tan solo los labios. Asentí con la cabeza. Se levantó. Sin despedirme de nadie, me parecía demasiado absurdo, pasé junto a Sartorius.

Una bellísima puesta de sol inundaba las ventanas del pasillo superior. No era el rojo habitual, lúgubre e hinchado, sino todas las tonalidades de un rosa tamizado por la luz, como espolvoreado con partículas de plata más finas. El negro de la interminable llanura del océano parecía parpadear con un suave resplandor violeta parduzco, en respuesta a aquella suave estela. Tan solo en su cénit el cielo se empeñaba aún en mantenerse bermejo.

De pronto, me detuve en mitad del pasillo inferior. No soportaba la idea de volver a encerrarnos en el camarote abierto al océano, como en la celda de una prisión.

—Harey —dije—, me gustaría pasar por la biblioteca, ¿te importa?

—Oh, en absoluto, buscaré algo para leer —contestó con un ánimo un tanto fingido.

Sabía que la noche anterior se había abierto una brecha entre nosotros y que debía esforzarme en mostrarme cordial con ella, pero la apatía se había apoderado por completo de mí. Sería difícil sacarme de aquel estado. Regresamos sobre nuestros pasos y luego atravesamos una rampa que llevaba hasta un pequeño recibidor de tres puertas, con plantas colocadas en vitrinas de cristal.

La puerta del medio daba a la biblioteca y por ambos lados estaba forrada de un cuero artificial que yo siempre evitaba tocar. Dentro de la gran sala circular, bajo el pálido techo plateado con soles estilizados, hacía un poco más de frío.

Acaricié con el dedo los lomos de los clásicos solarianos y a punto estaba de sacar el primer tomo de Giese, con su semblante grabado en la primera página y protegido con un papel de seda, cuando, ante mi sorpresa, descubrí el grueso tomo de Gravinski, editado en octavo, en el que no me había fijado la vez anterior.

Me senté en una silla tapizada. El silencio era absoluto. A un paso detrás de mí, Harey hojeaba un libro; podía escuchar la suavidad con que pasaba las páginas bajo sus dedos. El compendio de Gravinski, a menudo utilizado por los estudiantes como simple «chuleta», recogía un conjunto de hipótesis solarianas ordenadas alfabéticamente: desde la Abiológica hasta la Degenerativa. El compilador —quien, según creo, jamás había puesto el pie en Solaris—, se estudió todas las monografías, los protocolos de expedición, los trabajos fragmentarios y las informaciones provisionales; incluso se adentró en las citas de obras de planetólogos, investigadores de otros globos y, como resultado, ofreció un catálogo que, en cierta medida, horrorizaba por el estilo lapidario de sus formulaciones, devenidas, en ocasiones, triviales tras haber sido amputadas del sutil embrollo de ideas que habían tomado parte en su nacimiento. En cualquier caso, el conjunto, cuyo propósito era enciclopédico, poseía más bien el valor de una curiosidad; el tomo había sido editado hacía veinte años y, durante ese tiempo, habían surgido un montón de hipótesis imposibles de reunir en un solo libro. Eché un vistazo al índice alfabético de autores como si fuera el listado de los caídos: pocos seguían vivos y, al parecer, ninguno se dedicaba activamente a la solarística. De entre aquella riqueza de ideas que apuntaban en múltiples direcciones, una de aquellas hipótesis tenía, por necesidad, que ser cierta; era imposible que la realidad divergiera por completo, que fuese distinta a todas y cada una de la miríada de propuestas lanzadas. Gravinski escribió un prólogo en el cual dividió en varios periodos los, ya por aquel entonces, sesenta años de la ciencia solarística. Durante la primera etapa —fechada desde la primera exploración de Solaris—, realmente nadie planteó hipótesis de forma consciente. Se supuso de forma natural y por intuición, según el «sano juicio», que el océano era un inanimado conglomerado químico, una terrible masa de gelatina que circunnavegaba el globo, que fructificaba en las más extrañas criaturas gracias a su actividad cuasi volcánica y que —gracias al innato automatismo de los procesos— contribuía a estabilizar la inestable órbita, al igual que un péndulo mantiene invariable su movimiento en un mismo plano, una vez lanzado. Lo cierto es que, tres años más tarde, Magenon se pronunció a favor de la naturaleza animada de la «máquina gelatinosa», pero Gravinski fechaba el periodo de hipótesis biológicas nueve años más tarde, cuando la opinión de Magenon, al principio aislada, empezó a ganar cada vez más adeptos. Los años posteriores abundaron en detallados modelos teóricos del océano vivo, muy enrevesados y apoyados por un análisis biomatemático. Durante el tercer periodo, se desintegró la opinión hasta ese momento casi monolítica de los científicos.

Fue la época en que surgieron la gran mayoría de las escuelas, enfrentadas entre sí. Panmaller, Strobel, Freyhouss, le Greuille, Osipowicz desarrollaron su labor por aquel entonces, pero la herencia de Giese fue sometida a una crítica abrumadora. Se elaboraron los primeros atlas y los primeros catálogos; se tomaron estereofotografías de las asimetriadas, consideradas hasta ese momento creaciones fuera del alcance de cualquier investigación; el cambio se produjo gracias a los nuevos instrumentos teledirigidos que fueron enviados a las tormentosas profundidades, que amenazaban con la explosión de los colosos constantemente. Al margen de las enloquecidas discusiones, empezaron a lanzarse hipótesis minimalistas, aisladas y silenciadas con desprecio: aunque no se consiguiera establecer el famoso Contacto con el «monstruo racional», las investigaciones acerca de la osificación de las ciudades mimoidales y de las montañas abombadas, escupidas por el océano para ser reabsorbidas, con seguridad aportarían preciados conocimientos químicos, fisicoquímicos, nuevos datos sobre la formación de las moléculas gigantes; pero nadie entraba en polémica con los pregoneros de aquellas tesis. Hay que recordar que, en aquellos tiempos, se crearon catálogos de metamorfosis típicas, vigentes hasta hoy en día, o la teoría bioplasmática de los mimoides de Franck que, aunque rechazada por falsa, ha permanecido como un magnífico ejemplo de razonamiento impetuoso y construcción lógica.

Los «periodos de Gravinski» (que, en su totalidad, sumaban más de treinta años) abarcaban desde la ingenua juventud, caracterizada por un romanticismo optimista y espontáneo, hasta la edad madura de la solarística, marcada ya por las primeras voces escépticas. Ya a finales del primer cuarto de siglo, se formularon unas hipótesis tardías, que retomaban las primeras —las coloido-mecánicas—, acerca del carácter apsíquico del océano solarista. Cualquier tipo de búsqueda de indicios de voluntad consciente, de teleología de procesos, de acciones motivadas por la necesidad interior del océano, se consideraba, en general, como una aberración causada por toda una generación de investigadores. La apasionada campaña lanzada para arrebatar sus tesis preparó el terreno para los análisis del grupo de Holden, Eonides, Stoliwa, cuya aproximación era juiciosa, analítica y se basaba en una minuciosa catalogación de los hechos. Fueron tiempos en los que los archivos aumentaron bruscamente su tamaño, se crearon catálogos de microfilms, se llevaron a cabo expediciones equipadas con toda clase de aparatos existentes en la Tierra (registradores automáticos, indicadores y sondas). Había años en los que más de mil personas a la vez participaban en las investigaciones; pero, mientras crecía la acumulación de materiales a un ritmo incesante, el animado espíritu de los científicos se iba volviendo progresivamente estéril, y comenzó —aunque es difícil delimitarlo con exactitud— el periodo de decadencia de aquella fase de la exploración solariana que, pese a todo, aún respiraba optimismo.

Se caracterizó, sobre todo, por la genialidad de sus figuras señeras —valientes, en ocasiones, por su imaginación teórica; otras, por su espíritu crítico—, gente como Giese, Strobla, o Sevada; aquel último —el último de los grandes solaristas— murió en misteriosas circunstancias, en las cercanías del polo del planeta, tras haber hecho algo que no se le hubiese ocurrido ni siquiera a un novicio. Ante la mirada de cientos de espectadores, introdujo su nave, que planeaba sobre el océano a poca altura, en el interior de un raudo que inequívocamente se estaba apartando de su camino. Se comentó que fue víctima de una indisposición repentina, un desmayo o bien un fallo de los mandos, pero en realidad, según creo, se trató de un suicidio, el primer estallido público de desesperación.

Sin embargo, no sería el último. El tomo de Gravinski no contiene esos datos, soy yo quien añade fechas, hechos y detalles mientras repaso sus amarillentas páginas cubiertas de letra menuda.

De todas formas, si bien no se dieron casos de atentados contra la propia vida tan patéticos, lo cierto es que también faltaron individualidades a la altura de las circunstancias. El reclutamiento de investigadores que se dedican a una determinada rama de la planetología es, en realidad, un proceso desconocido. Las personas de gran talento o gran fuerza de carácter nacen, más o menos, con la misma frecuencia, pero su elección no es la misma. Su presencia o su ausencia en un campo de investigación puede explicar las perspectivas que esta ofrece. Pese a las diferencias en la valoración de los clásicos de la solarística, nadie puede negar su grandeza y su genio. El silencioso gigante solarista ha atraído, durante décadas, a los mejores matemáticos, físicos, eminencias de la biofísica, de la teoría de la información, de la electrofisiología. De repente, de un año a otro, el ejército de investigadores se vio privado de sus líderes. Lo que quedó fue una masa gris, anónima, de pacientes coleccionistas, compiladores, autores de más de un experimento prometedor, pero faltaron expediciones en masa, a la escala del planeta, e hipótesis atrevidas y unificadoras.

La solarística, de algún modo, empezaba a resquebrajarse y, mientras decaía, iban surgiendo multitud de hipótesis que se diferenciaban entre sí apenas por detalles secundarios: la degeneración, la regresión, la involución de los mares solaristas. De vez en cuando, aparecía un planteamiento más atrevido, más interesante, pero, de alguna manera, todos juzgaban al océano, considerado el producto final del desarrollo que, antaño, hacía miles de años, había conocido su periodo de máxima organización y que ahora, ligado tan solo a nivel físico, se desintegraba en numerosas, inútiles y absurdas criaturas moribundas. Por lo tanto, se trataba de una agonía monumental, prolongada durante siglos; así es como se percibía Solaris: en los luengones o en los mimoides se intentaban descubrir señales de un renacimiento; en los procesos que impulsaban al cuerpo líquido, muestras de caos y anarquía; hasta el punto de que aquella disciplina se convirtió en una obsesión. Tanto es así que toda la literatura científica de los siguientes siete u ocho años —aunque desprovista, claro está, de descripciones que expresasen abiertamente los sentimientos de sus autores— se convirtió en un montón de ataques, en una venganza de solitarias y grises masas de solaristas contra el objeto de sus arduas investigaciones, siempre igual de indiferente y ajeno a su presencia.

Leí los trabajos de más de diez psicólogos europeos que, de forma injusta, no fueron incluidos en la colección de clásicos solaristas; su trato con la solarística consistió en un análisis de la opinión pública durante un largo periodo de tiempo: coleccionaban las declaraciones de gente corriente, voces de legos y, gracias a ello, demostraron la estrecha relación entre los cambios en la opinión pública y los procesos que se producían en los círculos de los científicos.

También en el seno del grupo que coordinaba el Instituto Planetológico, donde se tomaban las decisiones sobre el apoyo material a las investigaciones, tuvieron lugar cambios que se vieron reflejados en la constante, aunque gradual, reducción del presupuesto de los institutos y centros solaristas, así como de las subvenciones a los equipos enviados al planeta.

Las voces que proclamaban la necesidad de reducir el número de investigaciones se mezclaban con la exigencia, por parte de nuevos actores, de medios más eficaces, pero creo que, en todo esto, nadie superó al director administrativo del Instituto Cosmológico Universal, quien se empeñaba en propagar que el océano vivo no ignoraba a los seres humanos, sino que no sabía que estuvieran allí, de la misma forma que un elefante no ve a una hormiga paseándose por su lomo; con tal de llamar su atención y concentrarla en nosotros recomendaba el empleo de potentes estímulos e instrumentos gigantes, a escala de todo el planeta.

Como curiosidad, cabe mencionar que era, según subrayó la malintencionada prensa, el propio director del Instituto Cosmológico —y no el del Planetológico, encargado de financiar la exploración solariana—, el que exigía tan costosas acciones; se trataba, pues, de ser generoso a costa del bolsillo ajeno.

Y luego, el caos de las hipótesis, la recuperación de las más antiguas, la introducción de cambios significantes; la precisión o, por el contrario, la ambigüedad empezaron a convertir la solarística —hasta entonces clara, pese a su extensión— en un laberinto cada vez más enredado, plagado de callejones sin salida. En medio de una atmósfera de indiferencia, de estancamiento y de desánimo generalizados, un océano de folios estériles comenzó a acompañar en el tiempo al investigador solariano.

Unos dos años antes, antes de que, graduado por el Instituto, ingresara en el laboratorio de Gibarian, se había constituido la Fundación Mett-Irving, que destinaba suculentos premios a quien pudiera aprovechar la energía generada por la materia del océano para ser utilizada por el hombre. Esa idea había sido, desde siempre, enormemente tentadora y más de una nave cósmica había trasladado a la Tierra cargas enteras de gelatina plasmática. Durante mucho tiempo, se elaboraron pacientemente métodos para su conservación, mediante altas o bajas temperaturas, una microatmósfera artificial y un microclima parecidos a los solarianos, algunas dosis de radiaciones de recuerdo; en definitiva, miles de recetas químicas y todo ello para observar un proceso de desintegración, más o menos vago, que, obviamente como todo lo demás, fue descrito con todo detalle en cada una de sus fases: la autolisis, la maceración, la licuefacción de primer grado (primaria), o tardía (secundaria). Las muestras de todo tipo de eflorescencias y creaciones de plasma corrían la misma suerte, con algunas variantes en lo que refiere al proceso de descomposición final, del que solo quedaba una aguachirle licuada por la fermentación, ligera como la ceniza y metalizada. Cualquier solarista al que despertaran en mitad de la noche era capaz de proporcionar su composición, la proporción de los elementos y las fórmulas químicas.

El absoluto fracaso a la hora de mantener con vida —aunque solo fuera en un estado vegetativo o de hibernación— un fragmento, pequeño o grande, del monstruo fuera de su organismo planetario, dio lugar al convencimiento (desarrollado por la escuela de Meunier y Proroch) de que había que resolver un único misterio y que, el día que consiguiéramos abrirlo con la llave interpretativa adecuada, todo quedaría explicado.

Gente que a menudo no guardaba ninguna relación con la ciencia dedicó tiempo y energías a la búsqueda de dicha llave, la piedra filosofal de Solaris. En la cuarta década de la solarística, la cantidad de charlatanes y maniacos procedentes de fuera del ámbito científico —locos que superaban en entusiasmo a sus antecesores, una especie de profetas del perpetuum mobile o de la «cuadratura del círculo»— alcanzó la magnitud de una epidemia, lo que terminó preocupando a algunos psicólogos. Sin embargo, esa pasión se extinguiría pasados unos años, y para cuando yo preparaba mi viaje a Solaris, ya hacía tiempo que había desaparecido de la primera plana de los periódicos y de las conversaciones, al igual que todo lo relacionado con el océano.

Al colocar el tomo de Gravinski en su sitio, encontré, justo al lado —los libros estaban colocados por orden alfabético—, un pequeño folleto de Grattenstrom, apenas visible entre los gruesos lomos, una de las manifestaciones más peculiares de la literatura solariana. Se trata de una publicación que, en su esfuerzo por comprender lo extrahumano, estaba enfocada en contra de la gente, en contra del ser humano. Anteriormente, el autor había publicado unos sorprendentes apuntes acerca de ciertas ramas muy exactas y marginales de la física cuántica. El libelo que ahora tenía entre las manos era un trabajo extremadamente frío escrito por un autodidacta empeñado en demostrar, en menos de veinte páginas, que incluso los logros de la ciencia, los aparentemente abstractos, los más teóricos y basados en cálculos matemáticos, en realidad estaban a uno o dos pasos de la prehistórica, sensorial y antropomórfica idea del mundo que nos rodea. Entre las fórmulas de la teoría de la relatividad, del teorema de campos magnéticos, de la paraestática y en la hipótesis del campo cósmico unificado buscó indicios del cuerpo humano, de la estructura de nuestro organismo, de las limitaciones e imperfecciones de la fisiología animal del hombre; aquello llevó a Grattenstrom a la conclusión definitiva de que el Contacto del hombre con una civilización no antropomorfa ni humanoide nunca había sido, ni sería posible. Era un panfleto en contra de toda la especie que, sin mencionar en ningún momento al océano inteligente, lograba que su presencia, disimulada bajo un desdeñoso silencio triunfador, se percibiera casi en cada frase. Eso fue lo que sentí al familiarizarme por primera vez con el folleto de Grattenstrom. En cualquier caso, aquel trabajo era más una mera curiosidad que un ejemplo propiamente dicho de la literatura solariana y si se hallaba en la biblioteca clásica era porque Gibarian lo había colocado allí personalmente; fue él quien me animó a leerlo.

Con cuidado y con una extraña sensación de respeto, volví a dejar la fina copia impresa, ni siquiera estaba encuadernada, en la estantería. Toqué con la punta de los dedos las verdes y marrones tapas del Almanaque Solarista. Era innegable que, pese al caos y la impotencia que nos rodeaban, gracias a las vivencias de los últimos diez días, habíamos alcanzado cierta certeza respecto de varias cuestiones básicas, en cuya investigación se había gastado un mar de tinta, puesto que había sido objeto de disputas, estériles por su carácter irresoluble.

La cuestión de si el océano era un ser vivo podría seguir planteando dudas a un obstinado amante de las paradojas. En cambio, era imposible negar la existencia de su psique, independientemente de lo que uno entendiera por ese término. Era obvio que notaba nuestra presencia sobre su superficie. Aquella única constatación suprimía de golpe una rama de la solarística bastante desarrollada, según la cual el océano era «un mundo independiente», «un ser independiente» desprovisto de órganos sensoriales a causa de un proceso degenerativo; un ente encerrado en una espiral de gigantescas corrientes mentales cuyo origen, presente y destino eran el abismo arremolinado bajo dos soles.

Además, habíamos averiguado que era capaz de llevar a cabo la síntesis artificial de nuestros cuerpos, algo de lo que nosotros no éramos capaces, e incluso de perfeccionarlos, transformándolos en una estructura subatómica de incomprensibles cambios que, con toda seguridad, algo tenían que ver con sus objetivos.

Por lo tanto, existía, vivía, actuaba; la posibilidad de reducir el «problema de Solaris» a un sinsentido, o de desecharlo, o la opinión de que no se trataba de ningún Ser Vivo (por lo que nuestro fracaso no era tal), se estaban derrumbando de una vez por todas. Había llegado el momento de que el ser humano aceptase, lo quisiera o no, la presencia de un vecino que, pese a estar separado de él por billones de kilómetros de vacío y por un buen puñado de años luz, se había cruzado en su camino hacia la expansión; y la tarea de comprenderlo era más difícil que cualquier otra que pudiera plantear el resto del Universo.

«Quizás estemos en un momento decisivo de la historia», pensé. Barajaba la posibilidad del abandono, de la retirada en un futuro inmediato, o a medio plazo; incluso consideraba viable el cierre de la propia Estación. Sin embargo, no creí que, gracias a eso, fuese posible salvar nada. El simple hecho de pensar en un coloso inteligente nunca más dejaría indiferente al ser humano. Aunque atravesase galaxias enteras, aunque lograse relacionarse con otras civilizaciones de seres parecidos a nosotros, Solaris seguiría siendo un eterno desafío impuesto al hombre.

Encontré otro volumen más, encuadernado en piel, perdido entre los anales del Almanaque. Examiné atentamente, durante unos instantes, la portada desgastada por el tacto antes de abrirlo. Era un viejo libro, la Introducción a la solarística de Muntius; recordé la noche que pasé leyéndolo y la sonrisa de Gibarian mientras me entregaba su propio ejemplar, y el amanecer terrestre visto desde mi ventana al llegar a la palabra «fin». La solarística, decía Muntius, es un sucedáneo de religión de la era cósmica, fe disfrazada de ciencia; el Contacto, el objetivo que pretende, no es menos vago y oscuro que el trato con los santos o el sacrificio del Mesías. Empleando fórmulas metodológicas, la exploración equivale a liturgia, el humilde trabajo de los investigadores se traduce en espera de una epifanía, de una Anunciación, ya que no existen, ni deben existir puentes entre Solaris y la Tierra. Ese paralelismo obvio, al igual que muchos otros (falta de experiencias comunes, carencia de ideas transmisibles) es rechazado por los solaristas, de la misma forma que los creyentes rechazaban los argumentos que cuestionan su dogma de fe. ¿Qué es lo que espera la gente que suceda, una vez establecida la «conexión informativa» con los mares inteligentes? ¿Un registro de vivencias relacionadas con una existencia interminable, tan remota que no recuerda ni siquiera sus inicios? ¿La descripción de los deseos, pasiones, esperanzas y sufrimiento liberados durante los momentáneos partos de las montañas vivas? ¿La transformación de la matemática en existencia encarnada, y de la soledad y el abandono en absoluta plenitud? Todo ello constituye una amalgama de conocimientos intransferibles y si intentamos traducirlos a cualquier lengua terrestre, los valores y los significados pretendidos se perderán, quedándose para siempre al otro lado. En cualquier caso, los «fieles» no esperan ese tipo de descubrimientos, más dignos de la poética que de la ciencia, no; sin darse cuenta, lo que de verdad esperan es una Revelación que les explique el sentido del ser humano en sí. La solarística es, pues, un sepulcro de mitos ya fallecidos, una manifestación de añoranzas místicas que los labios humanos no se atreven a pronunciar en voz alta; su piedra angular, escondida en lo más hondo de sus cimientos, la constituye la esperanza de la Redención.

Los solaristas no son capaces de reconocer que esta sea la verdad y se preocupan por evitar cualquier descripción del Contacto, que, en sus escritos, siempre se convierte en algo definitivo, mientras que, en los inicios, todavía dominados por la objetividad, se trataba solo de un principio, una introducción, el comienzo de un nuevo camino, uno de tantos; sin embargo, tras su beatificación, se había convertido con el paso de los años en una nueva eternidad y un nuevo paraíso.

El análisis de Muntius —el «hereje» de la planetología— es sencillo y amargo, deslumbrante en su negación, en la fragmentación del mito solariano, o más bien de la Misión del Ser Humano. La primera voz que se atrevió a discrepar durante aquella fase de desarrollo de la solarística, aún plena de confianza y romanticismo, fue silenciada e ignorada por completo; ese mutismo venía dado porque la aceptación de las palabras de Muntius equivalía a tachar a la solarística de lo que en el fondo era. En vano se esperó a que apareciera el fundador de una nueva etapa de la solarística, alguien que, con objetividad, fuese capaz de hacer borrón y cuenta nueva. Cinco años después de la muerte de Muntius —cuando su libro se convirtió en una suerte de mirlo blanco bibliográfico, imposible de encontrar en las colecciones de literatura solariana o en las de filosofía— se fundó una escuela con su nombre; se trata del círculo noruego, dividido entre las grandes figuras de pensadores que adoptaron su herencia, y que transformaron su ponderado discurso en la punzante e incisiva ironía de Erle Ennesson y, en versión un tanto trivializada, en la solarística aplicada, o sea, en la «utilitarística» de Phaelangi. Este último, a raíz de las investigaciones, exigió concentrarse en los beneficios concretos, sin reparar en las falsas esperanzas, adornadas con ilusiones, que aspiraban al Contacto y a la comunión intelectual de dos civilizaciones. Ante la despiadada claridad del análisis de Muntius, todos los escritos de sus herederos espirituales no son nada más que notas explicativas, salvo, quizás, las obras de Ennesson o, tal vez, las de Takat. El propio Muntius ya había completado él mismo el trabajo, bautizando la primera fase de la solarística como periodo de «profetas», entre los que incluía a Giese, a Holden y a Sevada; a la siguiente etapa, la denominó «gran cisma» —la escisión de la Iglesia unitaria solariana en un puñado de sectas enfrentadas—; y predijo una tercera etapa de dogmatización y de estancamiento escolástico, que habría de producirse una vez analizado todo lo examinable. No obstante, aquello no llegó a ocurrir. Pensé que Gibarian estaba en lo cierto al considerar el liquidador discurso de Muntius como una gran simplificación que obviaba todo lo que, dentro de la solarística, era contrario a las cuestiones de fe, y se regía por el carácter temporal de trabajos de investigación que no prometían nada salvo la materialidad de un planeta que giraba alrededor de dos soles.

Entre las páginas del libro de Muntius, alguien había introducido un amarillento recorte, arrancado de la revista trimestral Parerga Solariana, de uno de los primeros artículos escritos por Gibarian, antes incluso de hacerse cargo de la dirección del Instituto. El título, «Por qué soy solarista», iba seguido de una enumeración de fenómenos concretos que justificaban la posibilidad real de llegar a establecer el Contacto. Y es que Gibarian pertenecía, en mi opinión, a la última generación de investigadores que se atrevieron a hacer referencia a los primeros años de esplendor y optimismo y no renunciaban a su particular fe, que sobrepasaba las fronteras de la ciencia; una fe en todo material, ya que confiaba en el éxito del esfuerzo, siempre que fuera tenaz e incesante.

Partía de las bien conocidas investigaciones de tres bioelectrónicos nacidos en Eurasia: Cho-En-Min, Ngyalla y Kawakadza. Sus experimentos demostraron la existencia de elementos analógicos entre la imagen eléctrica de un cerebro activo y ciertas descargas generadas dentro del plasma, previas a la creación de criaturas tales como las Polymorpha en su estadio inicial y las gemelas Soláridas. Rechazaba las interpretaciones excesivamente antropomorfas, todas las tesis mistificadoras de las escuelas de psicoanálisis, de psiquiatría y de neurofisiología, que intentaban buscar, en el fangoso océano, equivalentes de algunas de las enfermedades propias de los humanos; como, por ejemplo, la epilepsia (cuyo correlato analógico serían las convulsas erupciones de las asimetriadas). De entre todos los propagadores del Contacto, él era uno de los más prudentes y lúcidos y no había cosa que le repugnara tanto como el escándalo que, con muy poca frecuencia, se generaba en torno a algún que otro descubrimiento. Dicho sea de paso, mi tesis suscitó un interés semejante (de la que, por cierto, aquí, en una de las cápsulas de microfilms, había una copia, por supuesto sin imprimir). Para elaborarla, me basé en los reveladores estudios de Bergmann y Reynolds quienes, de un mosaico de procesos de corteza cerebral, habían conseguido aislar y «filtrar» los elementos que acompañan las emociones más intensas —la desesperación, el dolor, el placer—; por mi parte, comparé aquellos registros con las descargas de las corrientes oceánicas y descubrí ciertas oscilaciones y perfiles en las curvas (en ciertos fragmentos de la cabeza de las simetriadas, en la base de los mimoides inmaduros, etcétera) que presentaban una interesante analogía. Fue suficiente para que mi nombre apareciera en los tabloides bajo un ridículo título del estilo de «La gelatina desesperada» o «El orgasmo del planeta». En cualquier caso, me benefició (al menos eso creía hasta hace poco) porque Gibarian, que, como cualquier experto solarista, no se leía los miles de trabajos que se publicaban sobre el tema (y mucho menos los de los novatos), se fijó en mí y me envió una carta. Una carta que cerró un capítulo de mi vida y abrió otro nuevo.

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