Solaris

Solaris


Sartorius

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SARTORIUS

El pasillo estaba vacío. El primer tramo era recto; después, giraba a la derecha. Nunca había estado en la Estación, pero durante seis semanas, en el marco de mi entrenamiento en la Tierra, viví en una réplica exacta construida dentro del Instituto. Sabía adónde llevaba la escalera de peldaños de aluminio que se abría ante mí. La biblioteca estaba a oscuras. Palpé la pared a tientas, en busca del interruptor. Cuando encontré en el catálogo el primer tomo del anuario solarista, junto con el anexo, pulsé un botón y a continuación se encendió una lucecita roja. Según el fichero, el libro había sido dado en préstamo a Gibarian, al igual que el segundo tomo, el mencionado Pequeño apócrifo. Apagué la luz y regresé a la planta de abajo. Pese a que los pasos se habían alejado ya, temía entrar en su camarote. Ella podría volver. Durante unos instantes, permanecí delante de la puerta hasta que, apretando la mandíbula, me armé de valor y entré.

Dentro de la habitación, muy iluminada, no había nadie. Distraídamente, me puse a hojear los libros abandonados en el suelo, junto a la ventana; tras inspeccionar el lugar, me acerqué al armario y lo cerré. No soportaba ver aquel hueco vacío entre los monos de trabajo. Al no encontrar el anexo bajo la ventana, me dediqué a cambiar los libros de sitio, tomo por tomo, metódicamente, hasta que, en la última pila, entre la cama y el armario, di con el volumen que necesitaba.

Esperaba hallar alguna indicación, como así fue: en el índice de apellidos, alguien había colocado un marcapáginas con la inscripción, a lápiz rojo, de un nombre que no me decía nada: André Berton. La referencia aparecía en dos páginas diferentes. En la primera, averigüé que Berton era el copiloto de la nave de Shannahan. La siguiente mención aparecía unas cien páginas más adelante. Inmediatamente después del aterrizaje, la expedición había tomado todas las precauciones posibles, pero cuando, dieciséis días más tarde, se hizo evidente que el océano plasmático no solo no daba ninguna muestra de agresividad, sino que retrocedía ante cualquier objeto que se aproximara a su superficie y evitaba a toda costa el contacto directo con los aparatos o los humanos, Shannahan y su suplente, Timolis, suspendieron parte de aquellas cautelas iniciales, puesto que estas dificultaban y retrasaban demasiado la ejecución de las tareas.

Fue entonces cuando la expedición se dividió en pequeños destacamentos de dos o tres personas que, en ocasiones, sobrevolaban el océano, recorriendo varios centenares de kilómetros; los lanzadores, utilizados previamente para proteger y delimitar el área de trabajo, fueron destinados a la Base. Los cuatro primeros días, tras los cambios en la metodología, transcurrieron sin ningún incidente, salvo por ocasionales averías puntuales en el sistema de oxigenación de las escafandras, ya que las válvulas de entrada resultaron ser sensibles a la actividad corrosiva de la venenosa atmósfera. Por eso era imprescindible cambiarlas diariamente por unas nuevas.

El quinto día, el vigésimo primero desde el aterrizaje, dos investigadores, Carucci y Fechner (el primero de ellos era radiólogo y el segundo, físico), realizaron un vuelo de exploración sobre el océano a bordo de un aeromóvil biplaza. No era un vehículo volador, sino un planeador que se desplazaba sobre un colchón de aire comprimido.

Transcurridas seis horas sin la menor noticia de ambos, Timolis, quien dirigía la Base en ausencia de Shannahan, declaró el estado de alarma y envió a toda la gente disponible en su búsqueda.

Por una fatal casualidad, el enlace por radio se interrumpió aquel mismo día, una hora antes de la salida de los grupos de rescate: la causa fue una gran mancha en el sol rojo, que emitía fuertes rayos corpusculares contra las capas exteriores de la atmósfera. Funcionaban como los aparatos de ondas ultracortas, que facilitan la comunicación siempre que la distancia no supere los treinta kilómetros. Por si fuera poco, la niebla se espesó antes de la puesta del sol y la búsqueda tuvo que interrumpirse.

Durante el regreso de los grupos de rescate a la Base, uno de ellos descubrió el aeromóvil a apenas ciento veinte kilómetros de la orilla. El motor seguía funcionando y la máquina, intacta, flotaba a merced de las olas. Carucci, el único ocupante de la transparente cabina, estaba semiinconsciente.

El aeromóvil fue transportado a la Base y Carucci sometido a exámenes médicos. Recuperó la consciencia aquella misma noche, pero fue incapaz de informar sobre el paradero de Fechner. Lo único que recordaba era que, al poco de tomar la decisión de regresar, empezó a sentirse sofocado. Al parecer, la válvula de escape de su escafandra se había bloqueado así que, con cada respiración, una pequeña cantidad de gases venenosos penetraba dentro del sistema.

Al intentar reparar la válvula, Fechner se vio obligado a desabrocharse el cinturón de seguridad e incorporarse. Después de eso, Carucci no recordaba nada. Los expertos aventuraron un posible desenlace de los acontecimientos: mientras reparaba el aparato de Carucci, Fechner debió de abrir el techo de la cabina, probablemente para facilitar la movilidad dentro de la pequeña cúpula. Aquello resultaba factible, pues la cabina no era hermética, sino que apenas constituía una protección ante los factores atmosféricos y el viento. La botella de oxígeno de Fechner debió de estropearse durante la maniobra y, aturdido, trepó y salió por la trampilla del techo a la cubierta del aparato, desde donde debió de caerse al agua.

Esta es la historia de la primera víctima del océano. A pesar de que el cuerpo debería de haber flotado, al ir cubierto por la escafandra, la búsqueda no dio ningún resultado. De todas formas, quizás siguiera flotando: se consideró que barrer al milímetro una superficie de miles de kilómetros cuadrados de desierto ondeante, cubierto casi permanentemente de niebla, superaba con creces la capacidad de la expedición.

Antes del anochecer —vuelvo a los anteriores acontecimientos—, todos los aparatos de rescate habían regresado. Todos menos el más grande, el helicóptero de mercancías que pilotaba Berton.

Apareció sobre la Base, casi una hora después de la puesta de sol, cuando todos empezaban ya a preocuparse seriamente por él. Berton salió del aparato por sus propios medios, presa de una especie de shock nervioso. No bien descendió de la nave, inmediatamente se dio a la fuga; cuando intentaron retenerlo, comenzó a gritar, presa del llanto; algo sorprendente tratándose de un hombre con diecisiete años de navegación cósmica a sus espaldas, en ocasiones en las condiciones más extremas.

Los médicos sospechaban que también Berton había resultado envenenado. Transcurridos dos días desde el incidente, Berton, quien incluso tras recuperar un aparente equilibrio no quería ni por un momento abandonar el interior del cohete principal de la expedición, ni tan siquiera acercarse a la ventana que ofrecía una panorámica del océano, declaró que deseaba presentar el informe de su vuelo. Insistió en ello, aduciendo que era un asunto de la máxima importancia. Dicho informe, una vez leído por el consejo de la expedición, fue considerado el enfermizo fruto de un cerebro envenenado por los gases de la atmósfera y, como tal, anexado no a la historia de la expedición, sino al historial de la enfermedad de Berton, poniendo, de ese modo, punto final al asunto.

Eso es lo que decía el anexo. Me figuré que el quid de la cuestión era, por supuesto, el propio informe de Berton. Quizás allí pudiera hallar lo que pudo originar la crisis nerviosa de un piloto tan bregado como él. Me dispuse a revisar los libros por segunda vez, pero no conseguí encontrar el Pequeño apócrifo. Cada vez me sentía más cansado, así que aplacé la búsqueda hasta el día siguiente y abandoné el camarote. Cuando pasaba junto a la puerta de aluminio, me fijé en las manchas de luz proyectadas desde arriba. ¡Sartorius seguía trabajando! Pensé que podría subir a verlo.

En el piso superior, la temperatura era ligeramente más elevada. Por el pasillo, ancho y bajo, corría una leve brisa. Varias tiras de papel aleteaban frenéticamente por encima de las salidas de ventilación. La puerta del laboratorio principal consistía en una plancha de cristal rugoso, enmarcada en metal. Por dentro, alguien había colocado algo oscuro sobre el cristal para taparlo; la luz salía al exterior solo por unas claraboyas que se abrían a la altura del techo. Empujé el cristal. Tal como me figuraba, la puerta no cedió. En el interior, reinaba el silencio; de vez en cuando, se oía un soplido parecido al de una llama de gas. Llamé con los nudillos, pero no obtuve respuesta.

—¡Sartorius! —grité—. ¡Doctor Sartorius! ¡Soy yo, Kelvin! El recién llegado. Necesito verlo, ¡ábrame, se lo ruego!

Se escuchó un ligero susurro, como pasos sobre un papel arrugado, y después, de nuevo se hizo el silencio.

—¡Soy yo, Kelvin! ¡Seguro que ha oído hablar de mí! ¡He aterrizado con la Prometeo hace unas horas! —grité, acercando la boca al lugar donde el marco de la puerta se juntaba con el vano metálico—. ¡Doctor Sartorius, aquí no hay nadie más que yo! Ábrame.

Silencio. A continuación, de nuevo, un suave susurro. Y luego unos crujidos, muy pronunciados, como si alguien estuviera colocando herramientas sobre una bandeja metálica. Me quedé estupefacto al escuchar una serie de pasos muy seguidos, como el trote de un niño pequeño: unas rápidas y densas pisadas de piernas enanas. A lo mejor… alguien sabía cómo imitarlas, tamborileando con los dedos sobre una caja vacía.

—¡Doctor Sartorius! —vociferé—. ¡¿Va a abrir o no?!

No hubo respuesta. En cambio, de detrás de la puerta volvió a llegarme de nuevo aquel trote infantil. Al mismo tiempo se oyó una serie de rápidos y enérgicos pasos, apenas perceptibles, como si alguien caminara de puntillas. Si Sartorius caminaba de ese modo, ¿no podía también imitar la manera de andar de un niño? ¡Y a mí qué me importa!, pensé sin poder contener la rabia que empezaba a apoderarse de mí. Grité:

—¡Doctor Sartorius! ¡No me he pasado dieciséis meses volando para arredrarme ahora con sus jueguecitos! Voy a contar hasta diez. Después, ¡derribaré la puerta!

Dudé de que pudiera conseguirlo.

El retroceso de una pistola de gas no es muy violento, pero estaba decidido a cumplir con mi amenaza de una manera u otra, aunque me viera obligado a emprender la búsqueda de explosivos que, estaba convencido, abundarían en el almacén. Me dije que no podía rendirme. No podía seguir jugando con aquellas cartas marcadas por la locura que las circunstancias habían puesto a la fuerza en mis manos.

Dentro de la habitación se escuchó un ruido, como si alguien estuviera forcejeando o empujando un objeto por el suelo; la cortina de dentro se movió, puede que medio metro. Una estilizada sombra se proyectó sobre la hoja mate de la puerta, que parecía estar cubierta de escarcha, y se escuchó una voz de tiple ronco diciendo:

—Abriré, pero tiene que prometerme que no intentará entrar.

—Entonces, ¡¿por qué me va a abrir?! —grité.

—Saldré yo a verle.

—Está bien. Le doy mi palabra de honor.

Se oyó el ligero chasquido de la llave girando dentro de la cerradura. Luego, la silueta oscura que tapaba la mitad de la puerta volvió a cubrirla por entero, ejecutando, al tiempo, lo que parecía ser una serie de complicadas maniobras; al poco escuché, además, una especie de crujido, procedente de una especie de mesita de madera que alguien hubiera desplazado y, finalmente, el panel blanco se entreabrió lo suficiente como para que Sartorius pudiera deslizarse hasta el pasillo. Ahora se hallaba frente a mí, con su cuerpo tapando la puerta. Era increíblemente alto y delgado; bajo una camiseta de algodón color crema, parecía que estaba compuesto tan solo de huesos. Llevaba un pañuelo negro al cuello; una bata de laboratorio doblada en dos y manchada de reactivos le colgaba del hombro. Ladeaba una cabeza extremadamente estrecha. Unas lentes negras y curvadas le cubrían casi la mitad de la cara, de forma que me era imposible distinguir sus ojos. La parte inferior de su mandíbula era alargada; sus labios lívidos y enormes, y tenía unas orejas que, por el color, también lívido, parecían congeladas. Tenía barba de varios días. Un par de guantes antirradiactivos, de goma roja, le colgaban de las muñecas. Durante un instante, nos miramos el uno al otro sin disimular la desgana. El poco pelo que tenía (daba la impresión de que él mismo se pasaba la maquinilla para cortárselo al uno) era de color plomizo; la barba, completamente gris. Tenía la frente morena, semejante a la de Snaut, pero en su caso, una línea horizontal le dejaba la parte superior sin broncear. Al parecer, siempre se ponía una gorra para protegerse del sol.

—Le escucho —dijo por fin. Me pareció que estaba en tensión, no tanto por lo que yo fuera a decirle, sino por lo que quizás estaba ocurriendo a sus espaldas. Durante un buen rato, no supe qué decir. No quería meter la pata.

—Me llamo Kelvin… ha tenido que oír hablar de mí —empecé—. Soy… Quiero decir, fui colaborador de Gibarian…

Su delgado rostro, cubierto de surcos verticales —imaginé que esa justamente debía de ser la cara de Don Quijote—, estaba desprovisto de toda expresión. La negra placa de sus gafas cóncavas me dificultaba extremadamente la comunicación.

—He podido averiguar que Gibarian… está muerto. —Me interrumpí.

—Sí. Le escucho.

Su respuesta sonó impaciente.

—¿Se ha suicidado? ¿Quién encontró el cuerpo? ¿Fue usted o lo hizo Snaut?

—¿Por qué viene a hablarme de esto? ¿Es que el doctor Snaut no le ha dicho…?

—Quería escuchar qué es lo que usted tiene que decir sobre el asunto…

—¿Es usted psicólogo, doctor Kelvin?

—Sí. ¿Por qué?

—¿Se licenció en la Universidad?

—Sí. Pero ¿qué tiene que ver esto con…?

—Creía que era usted criminalista, o policía. Son las dos cuarenta y usted, en vez de intentar desempeñar las labores planteadas en la Estación —lo que me ayudaría a comprender, pese a todo, el brutal intento de colarse en el laboratorio—, se dedica a interrogarme como si yo fuese un vulgar sospechoso.

El esfuerzo que estaba haciendo por controlarme hizo que empezaran a manar gotas de sudor por mi frente.

—¡Usted sí que es sospechoso, Sartorius! —dije con voz ahogada.

Quería herirle a toda costa. Añadí con saña:

—¡Y lo sabe perfectamente!

—¡Si no retira sus palabras, y no me pide disculpas, me veré obligado a formular una queja formal contra usted en el parte radiofónico!

—¿De qué se supone que debo disculparme? ¡¿De que en vez de recibirme, en vez de aclararme honradamente lo que está ocurriendo aquí, se atrinchere en el laboratorio?! ¡¿Es que ha perdido por completo el juicio?! ¡¿Qué se supone que es usted? ¿Un científico o un miserable cobarde?! ¿Eh? ¡Conteste! —Ahora no recuerdo exactamente qué más le grité, pero él ni siquiera se inmutó. Unas gotas gruesas de sudor resbalaban por su cutis pálido y poroso. De pronto, me di cuenta de que no me estaba escuchando en absoluto. Escondió ambas manos tras la espalda y, haciendo un esfuerzo, sujetó la puerta, que había temblado ligeramente, como si alguien estuviera empujándola desde el otro lado.

—Váyase… de aquí… —gimió, con una extraña voz estridente—. ¡Por Dios! ¡Váyase! ¡Márchese abajo! Ya bajaré yo luego. Haré todo lo que me pida, pero, se lo suplico, ¡váyase!

En su voz había tanto sufrimiento que, atónito, alcé la mano instintivamente para ayudarle a sujetar la puerta, porque estaba claro que era lo único que le preocupaba en esos momentos. En ese preciso instante, emitió un grito estridente, como si lo estuviera amenazando con una navaja, así que comencé a retroceder mientras él seguía chillando en falsete: «¡Fuera! ¡Fuera de aquí!», y luego: «¡Ahora vuelvo! ¡Enseguida vuelvo! ¡No! ¡No!».

Entornó la puerta y se abalanzó hacia el interior. Me pareció ver un destello dorado a la altura del pecho, una especie de disco brillante. Del laboratorio provenía un rumor sordo, la cortina se descorrió hacia un lado y una sombra enorme y alta se alzó ante la pantalla de cristal; la cortina regresó a su posición inicial, impidiendo ver nada más. ¡¿Qué estaba pasando allí?! Se escucharon pasos precipitados, hasta que la loca persecución fue interrumpida por un tremendo estrépito de cristal y una voz infantil estalló de risa…

Me temblaban las piernas; miré a mi alrededor. Se había hecho el silencio de nuevo. Me senté en el vano de una ventana de metacrilato. Permanecí así durante aproximadamente un cuarto de hora; no sé, quizás a la espera de algo, o simplemente tan alucinado que ni siquiera tenía ganas de levantarme. La cabeza me estallaba. Arriba, en algún sitio, se oyó un prolongado chirrido e inmediatamente después todo se iluminó.

Desde donde yo estaba, solo podía distinguir una parte del pasillo circular que rodeaba el laboratorio. Se encontraba en la parte más alta de la Estación, justo debajo de la cubierta circular del caparazón; por eso, las paredes exteriores eran cóncavas e inclinadas, con ventanas cada pocos metros, a modo de aspilleras; las exteriores se estaban levantando en ese momento, el día color celeste llegaba a su fin. Un brillo deslumbrante penetró en la habitación a través de los gruesos cristales. Cada listón niquelado, cada picaporte, brillaban como pequeños soles. La puerta del laboratorio —aquella enorme hoja de cristal poroso— se iluminó como la boca de un fogón. Contemplé mis manos que reposaban sobre mis rodillas, grises bajo aquella luz fantasmagórica. Con mi derecha, empuñaba la pistola de gas, sin saber ni cuándo ni cómo la había sacado de su funda. La guardé de nuevo. De pronto fui consciente de que ni siquiera un lanzallamas nuclear podría haberme servido de ayuda. ¿Con qué fin había recurrido a ella? ¿Para entrar en el laboratorio?

Me puse de pie. El escudo solar, brillante como una explosión de hidrógeno, se sumergía lentamente en el océano; en el momento en que tocó la superficie, disparó hacia mí un haz horizontal de rayos, casi palpables; cuando alcanzó mi mejilla —bajaba ya por la escalera—, tuve la sensación de que hubieran estampado en ella un sello candente.

A mitad de la escalera, cambié de opinión y volví sobre mis pasos. Di una vuelta alrededor del laboratorio. Como ya he dicho, lo rodeaba un pasillo: al cabo de unos cien pasos, me encontré en el otro extremo, frente a una puerta de cristal muy parecida a aquella que había visto en el laboratorio. Sabía que estaba cerrada, así que no intenté abrirla.

Busqué alguna ventanita en mitad de la pared de metacrilato. Me valía con una ranura; la idea de espiar a Sartorius ya no me parecía en absoluto miserable. Necesitaba acabar con las conjeturas y conocer la verdad, aunque no me imaginaba cómo sería capaz de comprenderla realmente.

Deduje que los vanos del techo proporcionaban luz a las salas del laboratorio, de modo que, si conseguía salir fuera, quizás podría echar un vistazo dentro a través de las ventanas instaladas en el caparazón exterior. Para llevar a cabo mi propósito, hube de bajar en busca de mi escafandra y de la botella de oxígeno. Permanecí un instante de pie, en lo alto de la escalera, planteándome si realmente valía la pena. Muy probablemente, el cristal de las ventanas superiores fuese mate, pero no me quedaba otra salida. Descendí al nivel intermedio. Tuve que pasar por delante de la emisora de radio. La puerta estaba abierta de par en par. Snaut seguía sentado en el sillón, tal como lo había dejado. Dormía. Al escuchar mis pasos, se estremeció y abrió los ojos.

—¡Hola, Kelvin! —dijo con voz ronca. No contesté.

—¿Y qué? ¿Has podido averiguar algo? —preguntó.

—Sí, es cierto —contesté lentamente—. Él no está solo.

Torció los labios en una mueca.

—Bueno, bueno. Eso ya es algo. ¿Dices que tiene visitas?

—No entiendo por qué no queréis decirme qué es lo que está pasando… —solté como quien no quiere la cosa—. Trabajamos juntos y, tarde o temprano, terminaré por enterarme. Entonces, ¿a qué tanto misterio?

—Ya lo entenderás… cuando vengan a verte —dijo. Parecía estar esperando algo. No tenía muchas ganas de hablar.

—¿Adónde vas? —me espetó cuando me di la vuelta. No contesté.

Una vez en el aeropuerto, comprobé que la nave se encontraba en el mismo estado en que la había dejado. Sobre la plataforma se alzaba mi cápsula, abierta completamente y chamuscada. Me acerqué a los percheros de las escafandras, pero, de pronto, se me quitaron las ganas de hacer una escapada al exterior del caparazón, como tenía planeado. Di media vuelta y bajé por la escalera de caracol hasta los almacenes. Un montón de bombonas y de cajas apiladas atestaban el estrecho pasillo. Las paredes estaban cubiertas por un metal que relucía, pálido, bajo la luz. Unos veinte pasos más allá, divisé bajo el techo los escarchados cables del aparato de refrigeración. Los seguí. Se introducían por el cuello de plástico de la caja de derivación hacia una cámara herméticamente cerrada. Al abrir la puerta, de un grosor de unas dos pulgadas, me envolvió un frío penetrante. Temblé. Había montones de bobinas nevadas de las que colgaban carámbanos. Aquí también había cajas y cápsulas cubiertas por una capa de nieve; las estanterías, en la pared, rebosaban de latas y de amarillentos bloques de grasa. Al fondo, la cilíndrica bóveda perdía altura y de ella colgaba una centelleante cortina de pedazos de hielo. Los aparté levemente. Sobre el camastro de rejas de aluminio yacía una enorme y alargada silueta. Separé un poco la lona y contemplé el rostro petrificado de Gibarian. Su pelo negro, con un mechón gris en la frente, se adhería perfectamente al cráneo. La nuez sobresalía bastante y le partía el cuello en dos. Sus ojos resecos miraban inertes hacia el techo; en la comisura de uno de los párpados, se había acumulado una turbia gota de hielo. Tenía tanto frío que me costaba que no me castañearan los dientes. Sin soltar la capa, le toqué la mejilla con la otra mano y su tacto me recordó al de la leña congelada. Los pelos de la barba, que asomaban en forma de pequeños puntos negros, le arrugaban la piel. Los labios cerrados expresaban una infinita y despectiva paciencia. Al dejar caer el trozo de tela, me fijé en que, de entre sus pliegues, al otro lado del cuerpo, asomaban varias cuentas de color negro, quizás semillas de judía, de todos los tamaños. De pronto, me quedé petrificado, pues reconocí los dedos de unos pies descalzos desde la planta; las oblicuas yemas estaban ligeramente separadas entre sí. Bajo el arrugado manto yacía, aplastada, la mujer negra.

Estaba tumbada boca abajo y parecía sumida en un profundo sueño. Retiré la gruesa tela, lentamente. La cabeza, cubierta de pequeños y grisáceos manojos de pelo enroscado, reposaba sobre su macizo brazo flexionado, del mismo color negro. La reluciente piel de la espalda se tensaba sobre las irregularidades de la columna. Ningún movimiento animaba el cuerpo colosal. Volví a mirar las plantas descalzas de los pies y algo me chocó: no estaban aplastadas ni hundidas por el peso que habían debido de soportar, ni siquiera marcadas por las durezas de andar descalza por el piso; bien al contrario, las cubría una piel igual de fina que la de la espalda o las manos.

Contrasté esta percepción tocándola levemente; noté la repulsión propia de cuando se toca un cadáver. Entonces ocurrió algo increíble: aquel cuerpo, expuesto a una temperatura de veinte grados bajo cero, pareció revivir. Uno de los pies se le encogió como en una convulsión, igual que los perros dormidos cuando se les roza una pata.

«Si la dejo aquí se va a congelar», pensé, pero su cuerpo todavía no estaba del todo frío, y aún podía notar su suave tacto con las yemas de mis dedos. Retrocedí, atravesando la cortina, la dejé caer provocando una lluvia de cristales y volví al pasillo. Fuera hacía un calor insoportable. La escalera me dejó justo al lado de la nave. Me senté sobre la tela enrollada del paracaídas de frenado y hundí la cabeza entre las manos. Me sentía como si me hubiesen abofeteado. No sabía lo que me estaba sucediendo. Estaba destrozado, mis pensamientos se precipitaban por un terraplén que amenazaba con derrumbarse: en aquellos momentos la pérdida de consciencia, incluso el aniquilamiento, se me revelaban como una gracia inaudita e inalcanzable.

No tenía sentido que fuese a ver a Snaut o a Sartorius. No me imaginaba que nadie pudiese recomponer todo aquello de lo que había sido testigo en las útimas horas, todo lo que había visto y había tocado con mis propias manos. La única salida posible era escapar de aquel lugar, y la única explicación era la locura. Sí: me debí de haber vuelto loco nada más aterrizar. Quizás el océano había logrado trastocar mi cerebro, me había sumergido en un mar de alucinaciones y, si era así, resultaba inútil malgastar las fuerzas en vanos intentos por resolver tantas adivinanzas, por desvelar el misterio de tantas realidades inexistentes. Más me valdría buscar ayuda médica, lanzar una llamada de socorro desde la emisora de radio a la Prometeo, o a alguna otra nave.

Entonces me ocurrió algo inesperado: pensar que me había vuelto loco me tranquilizó.

De sobra entendía las palabras de Snaut, suponiendo que el tal Snaut existiera y que alguna vez hubiera hablado con él, ya que las alucinaciones podían haber comenzado mucho antes. ¿Quién podía estar seguro? ¿Sería que quizás me encontrara aún a bordo de la Prometeo, afectado por el repentino brote de una enfermedad psíquica y todo lo vivido no fuera sino obra de mi excitado cerebro? Pero en cualquier caso, si estaba enfermo, podía curarme y aquello, al menos, me ofrecía unas esperanzas de salvación que de ninguna otra manera era capaz de vislumbrar en las enrevesadas pesadillas de los experimentos solaristas de las últimas horas.

Por tanto, era necesario llevar a cabo un experimento conmigo mismo, trazado de forma lógica —un experimentum crucis—, que me demostrara si era cierto que me había vuelto loco y si era víctima de los delirios de mi propia imaginación, o bien si, pese a su carácter absurdo e improbable, mis vivencias eran reales.

Estaba reflexionando sobre todo ello mientras contemplaba la ménsula de metal que soportaba la viga maestra del aeropuerto. Era un mástil de acero que sobresalía de la pared, forrado de chapa ondulada y pintado en verde celadón; en varios sitios, aproximadamente a un metro de altura, el esmalte se desconchaba, desgastado sin duda por los rieles de los cohetes que se deslizaban por él. Palpé el acero, lo calenté durante un rato con mi mano, y luego di un par de golpes en el laminado borde de la chapa protectora; ¿era posible que mi delirio alcanzara semejante nivel de realismo? «Quizás», me contesté; al fin y al cabo, aquella era mi especialidad, sabía bastante de la materia.

¿Resultaba posible que todo aquel experimento clave fuera simplemente un invento de mi mente? Al principio, me parecía que no, porque mi cerebro enfermo (si es que realmente lo estaba) crearía una ilusión a poco que le pusiera a tiro. No era necesario que estuviéramos enfermos, podría ocurrir que, en un simple sueño, habláramos con desconocidos que no existen en la vida real, que les hiciéramos preguntas a estos personajes soñados y que escucháramos sus respuestas pensando que eran reales; además, aunque estas personas fueran, en realidad, tan solo el fruto de nuestra psique y, de alguna manera, constituyeran una parte seudoautónoma y aislada en nuestro tiempo mental, no sabríamos qué palabras pronunciarían hasta que (dentro del sueño) no se dirigieran a nosotros. Pero, de hecho, se trataría de palabras fabricadas por aquella parte aislada de nuestra mente; por tanto, nosotros mismos deberíamos conocerlas desde el momento en que las concibiéramos para ponerlas en boca de algún personaje ficticio. Ante cualquier cosa que nuestro cerebro planificara e hiciera realidad, siempre podría decirme que había actuado precisamente como se actúa en los sueños. Ni Snaut, ni Sartorius tenían por qué existir de veras; de modo que formularles cualquier tipo de pregunta a cualquiera de los dos resultaba a la postre inútil.

Pensé que quizás podría tomarme alguna clase de medicamento, un remedio fuerte, como por ejemplo peyote, o algún otro preparado que provocara alucinaciones y visiones pintorescas. La vivencia de semejantes fenómenos confirmaría que lo que me había tomado existía de modo tangible, y que formaba parte de la realidad material que me rodeaba. Pero tampoco aquello, continué con mi razonamiento, constituiría el deseado experimento clave, porque yo sabía qué remedio (elegido por mí) debería funcionar; por lo mismo, podría suceder que tanto el hecho de ingerir aquel medicamento, como los efectos causados por él, no serían, al mismo tiempo, sino el fruto de mi imaginación enferma.

Estaba ya decidido a pensar que me sería imposible escapar al torbellino de la locura —dado que no se puede pensar de otra forma que no sea mediante el uso de la mente, uno no puede introducirse dentro de sí mismo para comprobar si los procesos se desarrollan con normalidad—, cuando de pronto tuve una revelación. Era algo tan sencillo como eficaz.

Me levanté de un salto del montón de paracaídas enrollados y corrí directamente a la emisora de radio. Estaba vacía. Instintivamente, eché un vistazo al reloj eléctrico de la pared. Eran casi las cuatro de la madrugada. La noche de la Estación; en el exterior se revelaba un amanecer rojo. Sin perder un minuto, puse en marcha el protocolo para las conexiones de radio de largo alcance y, mientras esperaba que las lámparas se calentaran, volví a repasar mentalmente todas las etapas del experimento.

No recordaba cuál era la señal de llamada de la estación del sateloide en órbita sobre Solaris, pero di con ella en un cartelito, pegado en el cuadro de mandos principal. Emití la llamada en código morse y la respuesta llegó ocho segundos después. El sateloide, o más bien su cerebro electrónico, se comunicaba mediante una señal pulsátil.

Entonces le pedí que me facilitara información acerca de los meridianos de la esfera de la galaxia estelar, que atravesaba a intervalos de veinte segundos a lo largo de su recorrido alrededor de Solaris, con la precisión de cinco decimales.

A continuación, me senté a esperar la respuesta, que llegó al cabo de diez minutos. Arranqué la cinta de papel con el resultado impreso y, tras guardarla en un cajón (me obligué a no mirarla, ni siquiera de reojo), traje de la biblioteca unos enormes mapas celestes, las tablas logarítmicas, el almanaque del desplazamiento diurno del satélite y unos cuantos libros auxiliares y, a continuación, me dispuse a buscar la respuesta a esa misma pregunta. Tardé al menos una hora en resolver ecuaciones; no recordaba la última vez que había dedicado tanto tiempo a unos cálculos; quizás fuera en la universidad, en el examen de Astronomía práctica.

Realicé las operaciones en la calculadora gigante de la Estación. Mi razonamiento fue el siguiente: los datos proporcionados por los mapas celestes no deberían coincidir a la perfección con los datos facilitados por el sateloide. O no necesariamente, puesto que el sateloide estaba sometido a unas perturbaciones muy complicadas, por efecto de las fuerzas gravitatorias de Solaris, de los dos soles que giraban a su alrededor, así como de los cambios gravitatorios locales inducidos por el océano. Cuando dispusiera de dos series de números, las facilitadas por el sateloide y las calculadas teóricamente a partir de los mapas celestes, introduciría las correcciones a mis cálculos; los resultados de ambos grupos deberían coincidir en los cuatro primeros decimales; las variaciones aparecerían tan solo a partir del quinto decimal, como consecuencia de la incalculable actividad del océano.

Incluso si los números proporcionados por el sateloide no fueran reales, sino tan solo el fruto de mi mente enloquecida, no coincidirían de todas formas con la segunda serie de datos numéricos. Y es que mi mente podía estar enferma, pero no sería capaz, en ninguna circunstancia, de llevar a cabo los cálculos realizados por la enorme calculadora de la Estación, ya que semejante operación requeriría muchos meses. Por lo tanto, el que las cifras coincidiesen significaría que la gran calculadora de la Estación existía de verdad y que realmente la había usado y yo no estaba delirando.

Las manos me temblaban al sacar del cajón la tira de papel del telégrafo y mientras la extendía junto a la otra, más ancha, proporcionada por la calculadora. Ambas series de números coincidían según lo previsto, hasta el cuarto decimal. Las variaciones se observaban en el quinto.

Guardé todos los papeles en el cajón. La calculadora, entonces, existía de verdad, independientemente de mí; aquello implicaba la existencia de la Estación y de todo cuanto se encontraba en su superficie.

Estaba a punto de cerrar el cajón cuando me fijé en que, en su interior, había una pila de folios cubiertos con impacientes cálculos. La saqué y, al ojearlos, comprobé que alguien había llevado a cabo un experimento parecido al mío, con la diferencia de que, en vez de los datos en relación a la esfera estelar, había requerido del sateloide mediciones del albedo de Solaris, con intervalos de cuarenta segundos.

No estaba loco. El último rayo de esperanza se había apagado. Desconecté el emisor, me tomé el resto del caldo del termo y me fui a dormir.

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