Sniper

Sniper


Capítulo 1

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Capítulo 1

CAPÍTULO 1

El viento, frío y violento, barría el bulevar Exelmans. Con un imperceptible temblor interior, el hombre sintió la inminencia de su salida.

Inmediatamente, bloqueó su respiración, el ojo izquierdo en el visor.

El primero que empujó bruscamente la puerta de cristales del inmueble era un policía. Ropa color gris hierro, ojos grises, cabellos grises: la apariencia de un tiburón.

Una apariencia poco sorprendente, en fin de cuentas, ya que en esos policías super-entrenados del Servicio de Protección la personalidad propia se atenúa.

Empujada la puerta, el policía se quedó inmóvil, con la mano izquierda levantada, en un gesto imperativo demandador de espera.

Su mano derecha se había aproximado a la cadera.

El hombre del rifle con visor telescópico no pudo reprimir una fugitiva mueca de desprecio cuando el policía gris, sin más miradas para la acera (que escrutara rápidamente), ni la calzada (donde un R-16 de aspecto corriente acababa de estacionarse), se dedicó a inspeccionar las fachadas.

El sniper[1] —con este nombre aludía a él la prensa— no parpadeó, ni siquiera cuando la mirada del policía gris se deslizó, sin detenerse, por los postigos metálicos, apenas entreabiertos.

Desde abajo, el extremo del silenciador era invisible, resultando en todo caso indisociable de esos pestillos de acero que constituyen, en los postigos antiguos, el mecanismo de cierre habitual.

El policía gris, cuya satisfacción iba poco a poco imponiéndose a la ansiedad, hizo un gesto de invitación. Era el suyo un gesto internacional, sin ambigüedad, que dentro del código social sólo puede significar: “Sígame”.

Por un instante, el espacio del visor quedó en blanco, encuadrando el cristal glauco de la puerta, como para un momento de contemplación interior: igual que si las lentillas homicidas se hubieran colocado en la extremidad del cañón.

Irritado, el sniper rechazó este pensamiento, que había escapado a su control, y sólo se recuperó del todo cuando apareció allí el rostro de Patrice Riquet.

Un rostro sonrosado, de expresión lasciva y apática, del cual emanaba una idea de abandono: el secretario-amante del diputado Amalvi se asemejaba con mucha exactitud a lo que era.

Vaciló todavía algunos segundos. Después, girando, inclinó con gravedad, pero delicadamente, la cabeza.

De nuevo, en el visor del rifle sólo se divisó la superficie del cristal, pero esta vez el sniper había logrado un absoluto vacío en su cerebro.

Tras aquellos dos ensayos-simulaciones, sentíase por entero a punto: dedo inmóvil, respiración bloqueada, ojo en el visor.

Nada en el mundo podía impedir ya que él cumpliera su último contrato.

Salvo en el caso de que el diputado Amalvi optara por no “seguir”…

El sniper se lo imaginó: ciento veinte temblorosos kilos, cara en forma de pera, fofos mofletes, ojos porcinos, con las pupilas dilatadas por el miedo.

Así era, hoy, Amalvi.

Max Amalvi, diputado por una circunscripción del Rhône y antiguo ministro, entró en la historia aquella misma tarde.

Con unas horas de diferencia, habría podido leer las notas necrológicas que los periódicos habían sacado de sus ficheros, añadiendo a ellas un toque final, en fin de cuentas apenas pintoresco, a la vista de lo que había sido la “verdadera vida” de Max Amalvi.

Pensaba precisamente en aquella vida, unas horas antes, bloqueado en su pasillo.

¡Qué vida! Los “Servicios Especiales”, al menos, no habían sido una cosa inútil. Aparte de los honores, él había adquirido un sentido agudo del peligro, pese a no haber estado jamás directamente “en el ajo”. Aquella bola que notaba en el estómago, aquella impresión de náusea: un recuerdo de la época. Justamente lo que sentía ahora sacudiendo la cabeza, denegando, ante las indicaciones de los policías y de Riquet. ¡El sucio Patrice! ¿Qué era lo que él arriesgaba?

Amalvi estaba decidido a no salir, y nada, o casi nada, habría podido hacerle cambiar de parecer.

Sin embargo, cuando el fotógrafo, sobre la acera de enfrente, manipuló en su zoom, el diputado se apresuró a presentar “su imagen exterior”.

Lúcido, Amalvi. Y sin ilusiones.

Imaginábase sin dificultad lo que se diría de aquella gruesa silueta medio oculta ante los buzones de un vestíbulo.

Se cometería el error habitual al comparar lo que se es con lo que se ha sido; el político gordo, abúlico y corrompido con el antiguo Resistente, el joven ministro de Justicia, intransigente, el hombre que había luchado a muerte —con determinadas interposiciones, es verdad— contra los temibles comandos Delta y de la O.A.S.

Su pasado… Bien.

Amalvi frunció el ceño.

Aquella evidencia le sorprendió.

Su pasado era lo único que le quedaba, ¿no? Y lo único que valía la pena defender, ¿verdad?

En nombre de su pasado, pues, dejó su escondite, empujando la puerta de cristales.

El sniper estaba preparado.

Aquella espera apenas había afectado a su paciencia de insecto. Un fenómeno complejo éste que se explicaba con dificultad. En este tipo de situaciones, sólo los primeros segundos —el hecho de que Amalvi no hubiese salido pisándole los talones a Riquet— le resultaban penosos.

Después, las cosas podían prolongarse durante horas. Dos meses atrás, con aquel tipo de la Shell, había llegado a permanecer ¡tres horas con el ojo pegado al visor!

El sniper no se había quedado sorprendido. Es más, conociendo el pasado de Amalvi —las “fichas” de Harry eran siempre perfectas— aquello lo daba casi por descontado.

Pues Amalvi no había “salido”, sino “saltado”, literalmente hablando. Y había que preguntarse cómo un cuerpo tan grueso era capaz de moverse de pronto aceleradamente.

El sniper encuadró el rostro, corrigiendo inmediatamente, lo mismo que un ordenador, a partir de múltiples datos, el alza en función de los precipitados pasos de Amalvi, de su insinuado zigzagueo, de la velocidad del viento…

El proyectil alcanzó su ojo derecho y, ya deformado, salió de la cabeza llevándose una parte de la nuca.

El sniper desmontó su rifle, echando una distraída mirada a la escena que se desarrollaba doce pisos más abajo.

Amalvi había batido el aire con los brazos antes de desplomarse, y el policía gris, aturdido por un instante, descargó su 357 sobre el fotógrafo.

Con un gesto de indiferencia, el sniper colocó el rifle, una vez desmontado —cada pieza ligeramente envuelta en un trapo—, en un maletín de mano de formato corriente. Luego, tras haberse puesto un gabán azul marino, salió de allí sin haberse quitado sus guantes de seda.

En aquella calle, habitualmente tranquila, reinaba desde hacía unos instantes un gran desorden, debido en parte a que los automovilistas dejaban sus coches en cualquier lado para apearse de ellos y precipitarse sobre los cadáveres de Amalvi y del fotógrafo.

El sniper tuvo que caminar durante unos diez minutos antes de detenerse junto a un viejo Méhari de color caqui. De éste extrajo una parka del mismo tono, con la que sustituyó a su gabán, del que se había despojado previamente.

El vehículo arrancó al primer intento. Su conductor, el sniper, sabía que su cuenta personal acababa de incrementarse en 40.000 francos.

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