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Con los ojos cerrados

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CON LOS OJOS CERRADOS

Cuando sonó el teléfono el viernes por la mañana no podía suponer qué tipo de fin de semana me esperaba. Escuché la voz de Irene y el corazón me dio un vuelco; al fin y al cabo estoy loca por ella. Me había ocurrido lo que nunca debe ocurrir: estaba enamorada de una heterosexual, enamorada, a su vez, de su novio. Nunca me había pasado; no soy tan tonta. Lo de Irene fue mala suerte, porque me la presentó una amiga lesbiana y la tomé por tal. Mi amiga y yo salimos a cenar una noche y ella apareció con Irene que, al parecer, estaba deprimida. La cena fue suficiente para enamorarme. Después de cenar fuimos a tomar algo y ella coqueteó conmigo de manera evidente. A mi amiga se la notaba molesta, pero yo lo achaqué a los celos. Cuando Irene se fue, mi amiga me aclaró que el motivo de su enfado no eran los celos, sino que se debía a que Irene era heterosexual y había estado coqueteando conmigo de manera evidente. Pero ya era demasiado tarde: se me había metido dentro.

Digan lo que digan los apologetas del amor (que hay muchos), yo siempre lo paso mejor cuando no estoy enamorada que cuando lo estoy. El amor duele, intranquiliza, crea ansiedad, y dudo que nos haga felices; el sexo sin amor es divertido, procura placer y felicidad sin complicaciones. Por eso procuro no enamorarme y escapo en cuanto intuyo que puede pasar y, por supuesto, procuro no enamorarme de una heterosexual. No siempre se puede evitar, pero siempre puede intentarse. Y en cuanto a las heterosexuales, creo que cualquier mujer puede ser lesbiana y jamás me ha detenido la presunta heterosexualidad sin fisuras de algunas mujeres. Al fin y al cabo, la vida es demasiado corta; no hay tiempo para dudar. Me he acostado con muchas heterosexuales supuestas o reales, pero nunca me he enamorado de ninguna, porque, si ya intento evitar las complicaciones amorosas, enamorarse de una hetero es lo peor que puede pasarle a una lesbiana. Tarde o temprano ellas se enamorarán de un hombre y, desde mi punto de vista, eso es humillante. Estoy dispuesta a compartir a una mujer, pero desde luego no con un hombre. En el caso de Irene, todo fue inevitable. Empecé a pensar en ella demasiado a menudo, no podía quitármela de la cabeza.

Me enamoré y me dispuse a sufrir. Intentaría llevarlo lo mejor posible. Quedamos, charlamos, fuimos al cine. Eso el primer día. El segundo salimos a comer y dimos un paseo. El tercer día fuimos al campo, nos quedamos a dormir en un hotel rural y follamos allí. Y comencé a sufrir. Me dijo que me llamaría cuando su novio se fuera de la ciudad, pero no debía salir mucho porque me llamó pocas veces en los meses siguientes. Debí negarme desde el principio, pues cada vez que me llamaba y nos veíamos el sufrimiento después era mayor. Siempre me decía que aquella era la última vez y que la próxima le diría que no, que no quería verla, pero cuando escuchaba su voz y su propuesta, no podía evitar que el deseo me hiciera un nudo en el estómago. No era rapaz de decir que no.

Ella nunca me dio su teléfono ni su dirección, por lo que me obligaba a esperar que fuera ella quien llamara y a estar siempre con el miedo de que no lo hiciera más. Así pasaron unos meses y el sufrimiento aumentó, porque cada vez tenía más ganas de ella y me resultaba difícil aceptar una situación como aquella pero, al mismo tiempo, era muy complicado romper del todo y aceptar que no volvería a verla. De ella me gustaba todo menos que estuviese enamorada de su novio. La hubiese compartido sin problemas con tal de que fuese una partición equitativa. Esto debe ser el amor, pensaba, este sufrimiento. Pensaba en ella a todas lloras, la echaba de menos todo el tiempo y me dedicaba a tachar en el calendario los días que faltaban hasta nuestra próxima cita. Vivía para ese día y lloraba, lloraba mucho, cosa que no me había pasado antes. Por lo general soy bastante dura, pero el amor me volvió blanda. Quien dice que el amor lo cambia todo tiene más razón que una santa; lo que no se dice es que cambia para peor.

Y cuando aún nos quedaba una semana para nuestra siguiente cita sonó el teléfono. Era sábado por la mañana e Irene jamás llamaba durante el fin de semana porque, por lo general, su novio no se iba nunca durante esos días, así que no esperaba escuchar su voz. Pero sí, era su voz. El estómago me dio un vuelco y el corazón se me puso a latir descontroladamente. Me proponía una cita en su casa de campo. No pregunté nada ni dije nada excepto que sí, que iría. Tenía que haber supuesto que había gato encerrado, pero eran tantas las ganas que tenía de verla que ni lo pensé. Acepté inmediatamente sin hacerme más preguntas. Cogí el mapa, el coche y la dirección y me eché a la carretera con el estómago encogido, como siempre que iba a verla.

En el camino fui dejándome llevar por el cuerpo, concentrándome en las manifestaciones físicas del deseo: en el estómago, en el peso del corazón, que, más que latir pesa, en los latidos del clítoris, en la perceptible tirantez de los pezones, en la mayor dificultad de la respiración… Así llegué al pueblo que me había indicado y encontré la casa con facilidad. Llamé a la puerta y abrió Irene, con una amplia sonrisa que me hizo concebir esperanzas. Parecía tener ganas de verme, pero no tantas como yo a ella, desde luego. En cuanto entré comenzó a besarme: parecía estar muy salida, lo que era raro en ella. Pero, desde luego no era cuestión de preocuparse por eso. Me llevó al dormitorio y, encima de la cama continuamos besándonos hasta que me dijo que quería probar una cosa, que le apetecía jugar a algo nuevo. No sólo no podía negarme, tampoco quería negarme. Sacó unas esposas de un cajón y me las mostró. No sabía si eran para ella o para mí pero, en todo caso, le dije que no me gustaban nada los juegos s/m. Me respondió que no se trataba de eso, pero que me quería atada a la cama. Cualquiera de mis amigas me hubiera dicho que estaba loca por dejarme atar por alguien a quien, después de todo, no conocía bien, pero así es el amor, que nos vuelve medio tontas. Pasó las esposas por detrás de uno de los barrotes de la cama y yo le dejé que las cerrara en torno a mis muñecas.

La cosa empezó bien cuando comenzó a desnudarme. Me excitó mucho que me fuera quitando, una por una, cada una de las prendas, y verme después completamente desnuda. Cuando estuve así, comenzó a desnudarse ella y me resultó muy placentero ver cómo se desnudaba sin poder tocarla. Cuando estuvo completamente desnuda comenzó a besarme por todo el cuerpo y yo empecé a retorcerme de placer. Pero duró poco. Abrió el cajón de la mesilla, sacó un antifaz negro y me lo puso. Hasta ahí, a mí me parecía bien porque no verla, sólo sentirla, era una manera de aumentar el placer. Y así fue durante un rato. Pero el placer terminó enseguida; cuando oí que la puerta se abría y escuché unos pasos en la habitación, tuve claro que entraba otra persona. Entonces empecé a intranquilizarme, porque supuse que sería su novio. Y aunque en el sexo me gusta experimentar, la posibilidad de hacerlo con un hombre, simplemente siempre me ha repugnado.

—Irene, suéltame o dile que se vaya. Y no bromeo, lo digo en serio. Esto no tiene ninguna gracia.

Lo que recibí en respuesta fue un beso hondo, húmedo, profundo, dulce, que me puso todo el vello de punta. Un beso de ella, sin duda. Un beso muy largo, que hurgó en mi boca hasta que mi corazón se aferró a ella y dejó de preocuparse por si alguien miraba o no miraba. Besaba y besaba y, de repente, con la boca de Irene aún sobre la mía, sentí unos labios sobre mi vientre, cerca de mi ombligo, y una lengua que bajaba y se hundía en él. Tenía que ser el novio y me disponía de nuevo a protestar, pero la boca de Irene me lo impedía. Después, la lengua desconocida comenzó a bajar muy despacio hacia mi coño y al llegar al borde del pelo recorrió la línea que marca mi morena pelambrera. Con Irene en mi boca y el novio en mi coño, comencé a dejarme llevar y a no pensar. Me gusta abandonarme a las sensaciones de la piel hasta llegar a olvidar dónde me encuentro. Hay que poner cada poro, abierto y deseante, debajo de la lengua que recorre la superficie de la piel, de manera que toda ella sienta la boca, la saliva, la lengua.

Unas manos estrujaron mis tetas hasta ponerlas juntas y una boca abierta abarcó los dos pezones para lamerlos primero y cogerlos suavemente con los dientes después. Yo ya no protestaba, mientras mis pezones se encontraban en la boca de alguien, unas manos suaves recorrían mi cuerpo acariciándolo, desde el cuello, bajando por los lados, las caderas, el interior de los muslos, sin llegar a tocar ningún punto neurálgico.

—Estás empapada —dijo Irene—. Ya no quieres que te suelte.

No, ya no quería. Me retorcía agarrada a los barrotes de la cama para poner mi cuerpo tenso bajo las lenguas, bajo las manos que lo recorrían. Dos bocas, cuatro manos, dos cuerpos frotándose contra el mío.

Es cierto que estaba empapada y una boca se encargó de beber toda esa humedad. Una boca que no era capaz de distinguir chupó, lamió, presionó y recorrió con su lengua mi coño entero parando de vez en cuando para evitar que me corriera.

Noté la presión de un dedo que iba a entrar dentro:

—No —dije—, no me gusta que me penetren.

—Cariño, esta mañana te vamos a follar —dijo la voz de Irene.

Entonces cogió mis piernas y las levantó sobre mi cabeza. Yo hacía fuerza hacia abajo, pero fue inútil, pues unos brazos las sujetaban. En esa posición, mi culo y mi coño quedaban expuestos a sus miradas y a sus manos, y yo no podía ni mirarlos. Me sentí como si mis agujeros se abrieran de repente esperando algo. Me sentí expuesta y abierta, me sentí bien, sentí mucho placer; y más aún cuando sentí una mano, una lengua recorriendo la línea que va desde el culo hasta el clítoris mientras un dedo presionaba el culo. No quería que entrara, pero lo hizo un poco, sólo un poco, mientras que otro entraba entero en mi vagina. Me sentí explotar, invadida de placer, cuando el dedo comenzó a moverse dentro de mí. Todo mi cuerpo se movía al mismo ritmo, tratando de aumentar la sensación de placer. Entonces, los dedos salieron de repente del culo y la vagina y fueron sustituidos por dos lenguas que comenzaron a moverse frenéticamente. No tardé mucho en correrme sobre las bocas de Irene y de ese alguien. Me corrí dándome cuenta de que el hecho de estar atada proporcionaba a mi cuerpo una resistencia y una tensión que aumentaba mucho el placer. Al terminar, sentía que me habían conectado a una máquina; estaba exhausta, pero hubiera podido empezar de nuevo.

En ese momento, sentí que entre mis piernas se colocaban otras piernas, que contra mi coño se frotaba otro coño y que los dos cuerpos unían sus bocas ahora. No me gustó pensar en Irene besándose con su novio y hubiera querido dejarlo ahí; de repente me había puesto muy triste. No quería seguir, pero ese otro coño me presionaba entera y se movía cada vez con más fuerza, así que aguanté la presión para que Irene se corriera.

Al acabar, la sentí de nuevo en la boca, la besé con tristeza y sentí otra boca recorriendo la comisura de mis labios. Sentí que un leve deseo crecía de nuevo y traté de adivinar cuál era la boca de Irene, pero no la distinguía. Entonces me vino la imagen del novio besándome y me revolví: no quería besarle.

—Ya basta —dije de la manera más asertiva que pude.

—Sí, ya basta —respondió Irene.

Y me quitó el antifaz. La vi a ella sonriéndome. Volví la cara y me encontré con Sandra, la pequeña Sandra, la amiga lesbiana de Irene; siempre me decía que yo le gustaba mucho. Bueno, ahora había tenido mucho de mí, así que no creo que tuviera queja.

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