Sex

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Reconversion

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RECONVERSION

Doce años juntas y una profunda crisis sexual. Es normal; todo el mundo dice que es normal. Puede que sea normal, pero también es preocupante porque… ¿qué se hace? No hay duda de que nos queremos y de que queremos seguir juntas; no hay duda tampoco de que no concebimos las relaciones sexuales fuera de la pareja, somos tradicionales para eso. También es normal. Al principio no me preocupaba lo más mínimo porque no me importa mucho el sexo y a Carla tampoco. Después de tantos años con ella, con una vez a la semana me basta y me sobra; parecía que a ella también. Ahora todo es más lento y todo mucha ternura y mucho amor. No echo nada en falta. Pero las cosas se han complicado un poco porque, de un día para otro, Carla no quiere sexo, ni una vez a la semana ni nada. Bueno, pensé, es una fase. Todo el mundo decía que en el sexo se pasa por fases y en la pareja también. Pero pasaba el tiempo y Carla no hacía otra cosa que poner excusas, parecía una esposa harta ya del marido, del sexo y de todo.

Dejé pasar más tiempo y seguía igual. Al cabo de unos meses creo que esto es más que una fase. Entonces pienso si estoy dispuesta a pasarme el resto de mi vida sin sexo. Y no, puede que no sea muy sexual, pero el resto de mi vida sin nada de sexo, no.

—Tenemos que hablar —le digo una noche mientras la abrazo en la cama después de que me haya rechazado de nuevo.

—Sí, tenemos que hablar. Quizá tenía que habértelo dicho antes. Ya no tengo orgasmos.

—¿Cómo que no tienes orgasmos? —yo estoy atónita. Carla era de orgasmo fácil… hasta ahora.

—Ya lo has oído. No consigo correrme de ninguna manera. Ni contigo, ni masturbándome.

—Y entonces, ¿las últimas veces?

—Fingía —me dice.

Me dan ganas de matarla. Decirme eso es casi la manera más segura de que tampoco yo vuelva a tener orgasmos. A partir de ahora creeré siempre que finge, no me relajaré, estaré pendiente de otras cosas. No tengo manías, pero que mi pareja finja un orgasmo es casi lo peor que me puede pasar para mis propios orgasmos. «Comprensión», me digo, hay que ser muy paciente con ella.

—Son cosas que pasan. Son fases, se pasará. Tenemos que relajarnos y no pensar en ello; tomarlo con calma y con tiempo.

Y la convenzo para que me deje masturbarla.

—Sin tiempo —le digo—, lo que tardas, tardas. Y si no te corres no pasa nada.

Efectivamente, no hay manera, no se corre, aunque me parece que me paso horas masturbándola. Me duele la mano; finalmente tengo que dejarla por imposible.

Y a partir de ahí, nuestra vida se complica. Antes, el sexo era casi costumbre, no le dábamos importancia y, de repente, tiene importancia, mucha importancia. Me paso el día pensando en eso. ¿No volverá a correrse? ¿Eso es lo que nos espera en el futuro?

No me resigno. Hablo con mi amiga Josefina, que tiene mucha experiencia y me dice que introduzcamos novedades.

—¿Qué son novedades? —pregunto.

—No sé… cualquier cosa, otras relaciones, otra manera… juguetes…

De todo lo que me sugiere Josefina los juguetes es lo único que me parece posible. No me imagino haciéndolo de otra manera después de tantos años. Si aparezco ante Carla vestida de cuero y con un látigo, o si me visto de lo que sea, o si pongo velas y me pongo romántica, le daría un ataque de risa. Hay cosas que la costumbre impide hacer. Esas cosas se hacen al principio, cuando todo es posible; después no se puede.

Pero lo de los juguetes me parece una buena idea. No hay que ser tan tradicional como nosotras. Y me voy a una juguetería sexual. Me da un poco de vergüenza entrar, claro, pero eso son cosas que hay que vencer. Una vez que has traspasado la puerta, el lugar es muy poco amenazante y lo que hay dentro aún menos. La verdad es que me da un poco de asco ver todos esos penes de plástico puestos de pie en una estantería. Ya sé que no se llaman penes y muchos no lo parecen —otros sí—, pero todo lo que está en la estantería me parece muy fálico. Nunca me han gustado las cosas tiesas, ni las torres, ni los obeliscos… ni los penes. Pero para Carla es aún peor y ni siquiera soporta comerse un plátano. Tiene que trocearlo antes. Somos esa clase de lesbianas.

Cojo un dildo pequeño de color rosa, que me parece lo menos agresivo de todo lo que hay en la estantería. No me veo empuñando eso. La dependienta me mira y me parece amablemente dispuesta a ayudarme.

—¿No tienes algo un poco menos… fálico? —he dudado al usar la palabra.

No se ríe, no se asombra, debe estar preparada para cualquier clase de comentario o petición extraña. Es su trabajo.

—Pues sí —dice para mi asombro y tranquilidad—, tengo aquí un vibrador casi redondo.

Y así es; se acerca y, de detrás de los dildos fálicos, saca otra cosa, si no completamente redonda, al menos un poco más redondeada. Y lo compro. Es rosa.

Lo dejo en el cajón de mi mesilla y decido usarlo esa misma noche. Por la tarde intento mostrarme especialmente cariñosa, porque Carla se queja de que a veces ni me entero de que está en casa y después, en la cama, pretendo tener sexo. Así es imposible, dice, y tiene razón, ese es uno de los problemas de los matrimonios de larga duración. Por eso en esta tarde me esfuerzo de verdad y la beso cuando llega de la oficina, la acompaño un rato para que me cuente qué tal le ha ido el día, le preparo un té y una copa por la noche… pero si está sorprendida no dice nada.

Cuando nos metemos en la cama me echo sobre ella y como siempre últimamente, me rechaza, pero esta vez le digo:

—Tengo algo que nos puede servir —y saco la cosa.

—¿Cómo va a servirnos una radio? —pregunta.

Me enfado, pienso que tendría que poner algo de su parte.

—No es una radio, tonta, es un vibrador —le respondo, al tiempo que le doy al botón de ON y la cosa se pone en marcha con una especie de zumbido. Me mira un poco atónita; jamás hemos usado nada de eso. Incluso hemos dicho siempre que los juguetes sexuales no iban con nosotras. Puede que sea una cuestión de edad.

Carla me mira alternativamente a mí y a la cosa y, finalmente, sin decir nada, se incorpora y se desnuda. Entonces, de repente, me doy cuenta del tiempo que hace que no la veo completamente desnuda, del tiempo que hace en realidad que no estamos completamente desnudas, la piel contra piel. Me gusta. Me desnudo también. La acaricio.

Sostengo el vibrador; no sé muy bien cómo se usa. ¿No traía instrucciones? La convenzo para que se tumbe boca arriba, que no se preocupe, que no piense en nada, que se concentre en las sensaciones, que se olvide de mí. Se tumba y yo me siento a su lado. Le abro las piernas, se las dejo muy, muy abiertas, tanto como puede abrirlas. Al ver sus piernas tan abiertas me excito mucho más de lo que pensaba. Creo que no recuerdo haber visto su coño así de abierto desde hace mucho tiempo. Quizá no nos hemos esforzado bastante. En los últimos tiempos ni siquiera nos desnudábamos del todo. Pongo en marcha la cosa y se la aplico a los pezones. No sé si es esto lo que hay que hacer, pero no parece que le disguste. Estoy bastante rato. Al principio, nada; después su cara empieza a cambiar un poco y su respiración se altera de manera perceptible. Yo estoy ahora sentada entre sus piernas. Le pongo el vibrador en el clítoris. Da una especie de respingo, pero mantengo la mano firme; me mantendré así todo el tiempo que sea necesario, moviéndolo en círculos.

Y hace falta tiempo; al rato me aburro. Me echo sobre ella y pongo mi boca en sus tetas, le succiono con fuerza sus pezones. Temo hacerle daño, pero no parece que le duela porque gime y se mueve bajo mi boca, y succiono y succiono y mantengo la mano con el vibrador en su clítoris y sigo moviéndolo, preguntándome si se hará de esta manera. Yo también estoy muy caliente; hacía tiempo que no me ponía así. Y me voy excitando cada vez más, hasta que me da la impresión de que me voy a correr y… no puedo evitarlo, dejo a Carla y me aplico el vibrador a mi propio clítoris. Justo a tiempo: me estaba corriendo yo sola. ¡Qué placer, la verdad! Ahora me doy cuenta de cuánto hace que no me corría verdaderamente a gusto.

Miro a Carla, que parece un poco enfadada. Pongo cara de disculpa, cojo otra vez el vibrador y volvemos a empezar.

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