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Ejecutiva agresiva

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EJECUTIVA AGRESIVA

La bronca del martes fue épica; la eché a empujones de mi casa y casi la tiro escaleras abajo. No quiero volver a verla.

Llamo a mi amiga Rosa para contárselo y no me entiende. Dice que está harta y que ya ha vivido esto mismo una treintena de veces, que ha vivido peleas terribles.

—¡Mucho llanto, mucho grito pero siempre vuelves! —me dice.

—Esta vez no, se ha terminado.

—Eso no te lo crees ni tú.

—Bueno, ya lo verás.

Y así acaba nuestra conversación.

Después me tumbo en la cama a pensar: necesito pensar. Y termino pensando en Amaya. ¿He terminado con ella? Ya no lo sé. ¿Volveré a verla? De repente, me invade una oleada de angustia y me entran ganas de llamarla y disculparme otra vez. ¿Por qué estoy tan enganchada a ella?

—Está claro que eres masoquista —me dice Rosa, a la que he vuelto a llamar por teléfono.

—No tiene nada que ver con eso —respondo yo, no muy convencida.

Pero lo cierto es que no creo ser masoquista, aunque lo más fácil es pensar que sí, que lo soy. No creo serlo. No me importa que me aten, pero no me gusta nada que me peguen, y lo de las cuerdas o las esposas es más bien una cosa de atrezzo; me da un poco igual. Lo que me excita es la sensación de entregarme y de perder mis propios límites. No ser pasiva o dejar de serlo, porque puedo ser muy activa, sino el hecho de sentir que mi amante está tomando posesión de mi cuerpo; un cuerpo que le ofrezco, que le entrego por amor o por placer; por mi placer o por el suyo. He estado con muchas mujeres y he vivido con varias; me he enamorado también de algunas y he sufrido por unas cuantas, pero engancharme de la manera en que estoy enganchaba a Amaya me ha ocurrido pocas veces; quizá nunca hasta ahora.

Eso es lo que le explico a Rosa, que no entiende nada y que me dice que, en todo caso, Amaya me hace sufrir y que hay que apartarse como sea del sufrimiento. Es cierto, tengo que dejarla porque me hace sufrir y no me gusta nada sufrir. El control no tiene nada que ver con el dolor, sino siempre con el placer.

Qué le vamos a hacer si me gusta, me excita y me hace gozar mucho. Es que cuando no está en mi vida la echo de menos, es que cuando estamos juntas se comporta exactamente como me gusta, de la manera en que me vuelve loca, como si mi cuerpo le perteneciese, en cualquier momento, donde quiera, como quiera. No es que sea desagradable, ni que sea violenta o que me hable dándome órdenes, nada de eso. Además, no se lo permitiría… Se trata de una actitud que seguramente sólo yo perciba, pero que me da tanto placer que me es imposible resistirme a ella, no la he encontrado en nadie más. Cuando estamos en casa de las amigas, por ejemplo, y me mira desde el otro lado del sillón, sólo con su sonrisa es como si se estuviese echando encima de mí, aunque yo sea la única en percibirlo; como cuando se levanta, y se sienta a mi lado, y me acaricia el pelo y, de repente, baja la mano y me roza un pezón, o como cuando mete la mano entre mis piernas sin que nadie se dé cuenta, en el cine o donde sea.

—¿Es que soy la única persona que le da tanta importancia al sexo? —le digo a Rosa, pero es una pregunta retórica, claro está. El sexo es un juego en el que cada participante pone las reglas que quiere y Amaya juega como a mí me gusta y por eso me cuesta tanto dejarla, porque cuando la he dejado y después me la he encontrado en cualquier sitio, en una fiesta, en la librería, en el barrio, y me ha mirado de esa manera…

—Tú vuelves, siempre vuelves —me dice Rosa— y haces mal, se siente segura y por eso te hace sufrir.

Paso la semana resistiendo las ganas de llamarla y no la llamo, pero sé que el viernes tendré que verla porque es el cumpleaños de una amiga común que da una fiesta en su casa. Dudo si ir o no ir, pero es una de mis mejores amigas y no ir por culpa de Amaya… Es como esconderme.

—Iré, iré —le digo a Rosa cuando me llama—. ¿Vamos juntas?

Mi amiga abre la puerta con una sonrisa de oreja a oreja, como sabiendo lo que todo el mundo debe saber, que nos hemos peleado otra vez. Supongo que todas piensan que es otra de nuestras crisis, pero lo que no saben, pienso yo, es que esta vez es de verdad.

Paseo por el piso saludando a unas y a otras; las conozco a casi todas desde hace siglos. De repente, me siento un poco angustiada, como encerrada en un armario; todo es demasiado previsible. Entro en la cocina, me sirvo algo de comer y me voy al salón con mi plato; entonces veo a una mujer que no conozco, una mujer mayor, con pinta muy formal, conservadora diría yo, que está sentada en el sofá y que ha comenzado a mirarme exactamente como me mira Amaya. Y su mirada tiene el efecto de hacerme sentir igual que cuando me mira Amaya: desposeída. Y eso me calienta. Amaya, que ahora entra en el salón, se da perfecta cuenta de lo que pasa y también me dejo llevar, porque le estoy dando de su propia medicina, de la que duele. Creo que es la primera vez que soy yo la que tengo la sartén por el mango y esa sensación es agradable; pero lo más agradable es ver a Amaya insegura de su poder sobre mí, ella que siempre ha estado convencida de que no podía perderme… Ahora soy yo la que elijo. Por un instante me asusto; ¿no me estaré equivocando? No, llega un momento en que una tiene ya la suficiente experiencia como para saber qué significa una mirada como esta.

Me dejo llevar acunada por esa mirada que me sigue por la habitación, que me sigue cuando me levanto, cuando me vuelvo a sentar. Me siento halagada y me gusta ignorar a Amaya, que trata vanamente de llamar mi atención; ahora puedo incluso verla como parte de un pasado que soy capaz de ver lejos de mí, como parte de un pasado que no ha sido tan agradable como a mí me hubiese gustado. En toda la noche no hago otra cosa que estar pendiente de esa mujer.

—Ya está —le digo a Rosa—, Amaya es el pasado.

—No me digas. Y ¿quién es el presente? ¿No podrías darte un respiro?

Pero yo estoy demasiado ocupada como para hacerle caso y ni siquiera me enfado.

Mercedes y yo apenas hablamos, es más bien un juego de miradas, mirarnos y reconocernos. El hecho de que sea mucho mayor que yo, de que sea tan distinta a mí en la manera de vestir, también me excita y sólo espero no equivocarme con ella. Finalmente, cuando ya he bebido lo bastante, me siento en el brazo del sofá, mientras hago como que charlo con todas; al rato, ella pone su mano distraídamente encima en mi muslo, así que a mitad de la noche ya tengo claro que no me estoy equivocando en absoluto. Cuando Amaya ve que Mercedes pone una mano en mi muslo y luego en mi hombro, se va de la cena y yo paladeo lentamente mi triunfo. La venganza es un plato que se sirve frío, y así es. Rosa me mira desde el otro lado de la habitación con cara de pocos amigos.

Cuando la gente comienza a marcharse, Mercedes se levanta del sofá, me mira y me dice:

—¿Me acompañas?

—Claro —respondo.

Rosa dice que no con la cabeza pero ¿qué iba a contestar? Así que salimos juntas y nos montamos en su coche. Hablamos de cosas banales: el tiempo, el tráfico esas cosas que se dicen cuando hay que llenar las horas pero no hay gran cosa que decir. Como no hay tráfico a causa de la hora enseguida llegamos a su barrio, y eso que está en el quinto pino. Un barrio de esos que es como un jardín, con buenas casas y un garaje que se abre automáticamente según llegamos y desde el que cogemos un ascensor que se supone que nos llevará directamente a su piso. Dinero, se ve el dinero.

Yo la sigo bastante asombrada, porque soy una auxiliar administrativa que nunca ha estado antes en una casa como esta. Ahora me pregunto dónde habrá conocido mi amiga a una persona como esta Mercedes, tan distinta de todas nosotras. Cuando la puerta del ascensor se cierra, comienza a besarme mientras me mete la mano por debajo de la ropa, buscando mis tetas con ansiedad y con fuerza. Me hace un poco de daño en los labios porque me muerde con fuerza y después baja su boca por mi cuello y me muerde hasta hacerme daño. Mañana tendré una marca, como una adolescente. Me da un poco de rabia.

Entramos en una casa elegante, de rica.

—¿En qué trabajas? —le pregunto.

—Soy abogada —y sin ningún preámbulo me lleva hasta su dormitorio.

—Desnúdate —me dice, y eso es lo que comienzo a hacer, con pudor porque siempre da pudor desnudarte delante de alguien que te mira, y más si te mira vestida.

Cuando me quito las bragas me pasa la mano por el vientre, juega con los pelos de mi coño y dice:

—Y ahora, desnúdame —y eso lo que hago. Ella me agarra la cara y la acerca hasta la suya para besarme mientras yo lucho con botones, cremalleras, corchetes y todo tipo de artefactos que llevan las ropas para sujetarse y que no se nos caigan, sobre todo en el caso de las ricas. Con lo fácil que es quitar una camiseta.

Cuando sólo queda quitarle las bragas, me detiene y no me deja continuar; se las deja puestas. Me arroja sobre la cama, se tumba encima de mí y durante un rato nos besamos, nos frotamos y ella acaricia mi clítoris suavemente; yo empiezo a pensar que esto va bien. Sólo puedo chuparle los pezones porque continúa con las bragas puestas y porque no me deja hacer gran cosa, ya que me aparta las manos cuando las pongo sobre su cuerpo. Es en este momento, cuando me estoy preguntando por qué no se quita las bragas de una vez, se levanta de la mesilla, saca un arnés con su correspondiente dildo, que se coloca con pericia, y me mira desafiante. Yo me he puesto un poco nerviosa; aunque no es la primera que lo usan conmigo y muchas amigas lo tienen, lo cierto es que Amaya no es muy partidaria, así que ahora este artefacto me ha descentrado un poco.

Eso es sólo en el primer momento: cuando está lista, la veo con esa cosa e imagino lo que va a pasar, las tripas se me revuelven de placer y, simplemente, abro las piernas, dejando mi vagina abierta y desprotegida. Abierta para ella, para que me folle, deseando que me folie, suplicando que me folie.

Saca un condón de la mesilla, se lo pone y después se pone frente a mí para jugar un rato conmigo, pasando la punta sobre mi clítoris, poniéndome tan caliente que yo misma quiero cogerlo y metérmelo de una vez por todas, porque ya necesito sentirme llena, pero ella sonríe y dice:

—No, no, así no.

Y yo la dejo hacer. Se echa sobre mí y yo continúo entregada, con las piernas abiertas; empujando con las caderas el dildo entra sin ninguna dificultad. Estoy muy mojada. Cuando el dildo está dentro de mí, siento algo que no he sentido antes, la sensación de estar llena, entregada del todo, llena de sexo, completamente a su merced. Hasta ese momento no había sabido lo que es sentir el cuerpo completamente entregado.

Y entonces, ¡vaya!, Amaya aparece como una ráfaga en mi pensamiento: imagino el placer que sentiría, que sería mucho mayor si fuera ella quien estuviera usando un dildo como este. Y pienso que tengo que decírselo, y eso me distrae y me pone muy triste; no puedo evitarlo, aunque intento por todos los medios concentrarme en lo que tengo entre las piernas. Pero enseguida las acometidas de su cuerpo contra el mío, su vientre contra el mío, su mano ahora en mi coño y su boca en mis tetas, me hacen volver a mí misma y a esta sensación nueva que es correrse sintiéndose llena y penetrada, algo nuevo y precioso para mí; me corro despacio y lentamente, con un buen orgasmo. Mi orgasmo llama al suyo y mientras yo estoy acabando con ese arquear del cuerpo que pide que no se termine, ella se sienta, se quita el arnés y se lo hace frotándose contra mí. Yo aún estoy terminando y ella empieza a gemir. Ha estado muy bien.

Lo malo es que ahora, al terminar, no me siento feliz ni siento las ganas que tengo siempre que me corro con Amaya, de reírme, de besarla, de acariciarla, de dormirme encima de ella, o debajo. Por el contrario, siento un agujero dentro de mí y una nostalgia inmensa de su piel, de su olor tan conocido, y también unas enormes ganas de llamarla, unas enormes ganas de tenerla cerca. Siento una necesidad imperiosa de contarle esto que me acaba de suceder y tengo la sensación, además, de que si no se lo cuento será como si no me hubiera pasado. Como no me parece que deba llamarla desde casa de Mercedes le digo que tengo que marcharme, que me he dejado en casa cosas importantes que tengo que llevar al trabajo. Me mira incrédula y un tanto socarrona, pero no parece importarle que me vaya. Yo estoy deseando irme. En cuanto pongo un pie fuera de su casa corro en busca de un taxi.

En cuanto Amaya abre la puerta, la abrazo y me echo a llorar. Ella me abraza también, aunque no llora porque nunca llora o, por lo menos yo no la he visto jamás. No quiere escuchar nada, porque dice que es muy tarde, y nos vamos a dormir. No se lo conté hasta el día siguiente, pero no parece que le haya importado gran cosa. Pero eso sí, lo primero que hacemos esa mañana es ir a una juguetería a comprar un dildo color violeta, tamaño medio, que usamos de vez en cuando. Y no hay nada comparable a lo que siento cuando Amaya entra en mí y me folla, es lo mejor del mundo o, por lo menos, es lo que más me gusta. Sobre gustos…

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