Seda

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En las granjas, en Lavilledieu, la gente miraba las moreras, cargadas de flores, y veía su propia ruina. Baldabiou había encontrado algunas partidas de huevos, pero las larvas morían apenas salían a la luz. La tosca seda que se consiguió extraer de las pocas supervivientes apenas llegaba para dar trabajo a dos de las siete hilanderías del pueblo.

—¿Tienes alguna idea? —preguntó Baldabiou.

—Una —respondió Hervé Joncour.

Al día siguiente comunicó que haría construir, durante aquellos meses de verano, el parque de su villa. Contrató a hombres y mujeres del pueblo a decenas. Desboscaron la colina y redondearon su perfil, haciendo más suave la pendiente que conducía al valle. Con árboles y setos diseñaron en la tierra laberintos leves y transparentes. Con flores de todas clases construyeron jardines que se abrían como claros, por sorpresa, en el corazón de pequeños bosques de abedules. Trajeron el agua desde el río y la hicieron descender, de fuente en fuente, hasta el extremo occidental del parque, donde se recogía en un pequeño lago, rodeado de prados. Al sur, en medio de los limoneros y los olivos, construyeron una gran pajarera de madera y hierro: parecía un bordado suspendido en el aire.

Trabajaron durante cuatro meses. A finales de septiembre el parque estaba listo. Nadie en Lavilledieu había visto nunca nada semejante. Se decía que Hervé Joncour se había gastado todo su capital. Se decía también que había vuelto distinto, enfermo quizá, del Japón. Se decía que había vendido los huevos a los italianos y ahora poseía un patrimonio en oro que le estaba aguardando en los bancos de París. Se decía que si no hubiera sido por el parque habrían muerto de hambre aquel año. Se decía que era un estafador. Se decía que era un santo. Había quien decía: Tiene algo dentro, una suerte de infelicidad.

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