Salmo

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Un tipo abominable

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SI HAY QUE CREER la estadística elaborada hace poco por cierto ciudadano (yo mismo la leí) que dice que de cada mil personas hay dos genios y dos idiotas, hay que reconocer que el cerrajero Intestinov era sin duda uno de los genios. Un buen día, este genio de Intestinov se presentó en su casa y dijo a su mujer:

—Pues nada, Maria, se han agotado todos y cada uno de mis recursos para vivir.

—Te lo has gastado todo en bebida, sinvergüenza —le respondió Maria—. Ya me dirás qué vamos a comer tú y yo ahora.

—No te preocupes, mi querida esposa —dijo Intestinov con solemnidad—. ¡Comeremos!

Con estas palabras, Intestinov se clavó los dientes superiores en el labio inferior con tanta fuerza que le corrió un hilillo de sangre. Entonces el genial vampiro se puso a chupar y tragar la sangre hasta que quedó harto como una garrapata.

Acto seguido, el cerrajero se puso el gorro, se lamió el labio y se dirigió al hospital, a la consulta del doctor Jarábov.

—¿Qué le ocurre, amigo mío? —le preguntó el doctor.

—Me… muero, camarada doctor —respondió Intestinov, agarrándose al quicio de la puerta.

—¿Qué sucede? —preguntó el doctor, asombrado—. Si tiene un aspecto estupendo…

—¿Es… tu… pendo? Que Dios le castigue por estas palabras —respondió Intestinov con voz de moribundo, y empezó a inclinarse de lado como el tallo de una planta.

—¿Qué le pasa?

—Esta… mañana… he empezado… a vomitar sangre… Bueno, creo que me despido… Intest… inov… Nos vemos en el otro mundo… Irás al paraíso, Intestinov… Te digo adiós, Maria, esposa mía… ¡No guardes rencor a Intestinov!

—¿Sangre? —preguntó incrédulo el doctor, y puso la mano en el estómago de Intestinov—. ¿Sangre? Hum… ¿Sangre, dice? ¿Le duele aquí?

—¡Oh! —exclamó Intestinov, poniendo los ojos en blanco—. El testamento… ¿Me da tiempo a escribirlo?

—Camarada Analgésikov —gritó Jarábov al practicante—, prepare una sonda estomacal; vamos a hacer un análisis del jugo gástrico.

—Pero ¿qué está pasando aquí? —murmuró perplejo Jarábov, mirando el recipiente—. ¡Es sangre! A fe mía que es sangre. Es la primera vez que veo algo así. En este estado tan bueno…

—Adiós, mundo cruel —decía Intestinov, tumbado en el sofá—. Ya no estaré más junto a la máquina, ya no participaré en las asambleas, ya no tomaré más resoluciones…

—No se desespere, amigo mío —le consoló el compasivo Jarábov.

—Pero ¿qué enfermedad es ésta? ¿Es venenosa? —preguntó el moribundo Intestinov.

—Tiene una úlcera en el estómago. Pero no es grave, puede curarse. En primer lugar, tiene que guardar cama; en segundo lugar, le daré unos polvos.

—No vale la pena, doctor —dijo Intestinov—. No malgaste sus valiosos medicamentos en un cerrajero moribundo; a los vivos les harán más falta… Mande a freír espárragos a Intestinov, ya tiene un pie en la tumba…

«¡Cómo sufre este hombre!», pensó el piadoso Jarábov, y dio a Intestinov unas gotas de valeriana.

Por la úlcera de estómago, Intestinov recibió 18 rublos con 79 kopeks, la exención del trabajo y los polvos. Echó los polvos por la taza del váter y utilizó los 18 rublos y 79 kopeks de la siguiente manera: dio los 79 kopeks a Maria para los gastos de la casa y se gastó los 18 rublos en bebida…

—Otra vez estamos sin dinero, querida Maria —dijo Intestinov—. Échame unas gotas de zubrovka[*] en los ojos.

Aquel mismo día, Intestinov se presentó en la consulta del doctor Gótov con los ojos vendados. Dos enfermeros lo condujeron de la mano como si fuera un prelado.

—¡Adiós! ¡Adiós, mundo cruel! —decía Intestinov, sollozando—. He perdido mis ojitos de tanto trabajar con la máquina…

—¡Qué diablos es esto! —dijo el doctor—. No había visto una inflamación tan tremenda en mi vida. ¿Cómo se lo ha hecho?

—Seguramente es hereditario, querido doctor —observó el sollozante Intestinov.

Por la inflamación de los ojos, Intestinov se sacó 22 rublos y unas gafas de montura de carey.

Las gafas las vendió en el mercadillo y distribuyó los 22 rublos de la siguiente manera: dio dos rublos a Maria, después le cogió uno y medio diciéndole que se lo devolvería por la noche, y se gastó el rublo y medio y los otros veinte en bebida.

No se sabe de dónde el genial Intestinov robó cinco paquetitos de polvo de cafeína y se los tomó de golpe, cosa que le provocó que el corazón empezara a brincarle como una rana. Se lo llevaron al ambulatorio en camilla, a la consulta de la doctora Medicaméntov, y la doctora soltó un grito.

—Tiene usted tal afección cardíaca —dijo Medicaméntov, que justo acababa de terminar la carrera— que habría que llevarlo a la clínica de Moscú para que los estudiantes lo examinaran. ¡La verdad es que sería una lástima que una afección como esta quedase desaprovechada!

El enfermo del corazón Intestinov recibió 48 rublos y se marchó dos semanas a Kislovodsk. Los 48 rublos los repartió de la siguiente manera: dio ocho rublos a Maria y se gastó los otros cuarenta en trabar amistad con una rubia que se encontró en el tren al pasar por Mineralnie Vodi.

—Ya no se me ocurre de qué más puedo ponerme enfermo —se dijo Intestinov—, a no ser que me haga un absceso enorme en la pierna.

A Intestinov le costó 30 kopeks hacerse el absceso. Fue a la farmacia y por ese dinero se compró trementina. Luego, en casa de un amigo suyo contable, tomó prestada una jeringuilla de esas que sirven para inyectar arsénico, y con ella se inyectó la trementina en el pie. El resultado fue tan espectacular que hasta el propio Intestinov lanzó un grito.

«Bueno, pues por este absceso ahora sacaremos 50 rublitos a los tontos de los doctores», pensó Intestinov, cojeando en dirección al hospital.

Pero ocurrió una calamidad.

En el hospital había una comisión a cuya cabeza estaba un tipo sombrío y antipático con gafas doradas.

—Hum —dijo el tipo antipático, taladrando con la mirada a Intestinov a través de la montura dorada—. ¿Un absceso, dices? Ya. ¡Quítate los pantalones!

Intestinov se quitó los pantalones y en un abrir y cerrar de ojos le habían abierto el absceso.

—¡Hum! —dijo el tipo antipático—. ¿Conque tienes trementina en el absceso? ¿Y cómo ha ido a parar aquí, si se puede saber, querido cerrajero?

—No tengo ni idea —respondió Intestinov, sintiendo que el suelo se abría bajo sus pies.

—¡Pues yo sí! —dijeron las gafas doradas y antipáticas.

—Tenga piedad de mí, camarada doctor —dijo Intestinov, y prorrumpió en lágrimas sinceras que no estaban provocadas por ninguna inflamación.

Pero no tuvieron piedad con él.

Y ese era el tratamiento que necesitaba.

1925

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