Sakura

Sakura


Capítulo 6

Página 13 de 42

6

La oreja de Van Gogh

En el hotel de Tokio todos habíamos tomado el desayuno occidental; en el hospital, supongo que viendo que éramos extranjeros, también nos dieron cada día desayunos occidentales; pero en el hogar japonés de los Koga hubiera sido una falta de respeto no ofrecernos su mejor desayuno tradicional. Menos mal que añadieron café y té a granel porque empezar el día con arroz hervido, sopa de miso, encurtidos, tofu, pescados fritos en tempura y huevos con algas podía haber sido muy duro. Y, mientras desayunábamos, fuimos firmando, en silencio, los nuevos contratos por la nueva cantidad de dinero. Admito que me sentí un poco avergonzado aunque por dentro daba saltos de alegría. Las dos cosas al mismo tiempo.

Un microbús apareció en la puerta de la casa para recogernos a las seis en punto de la mañana. Aunque el día había amanecido lluvioso, hacía ya calor, y vi el monte Fuji envuelto en bruma mientras subía al microbús. Esa imagen me hizo recordar los cielos de las estampas

ukiyo-e y comprendí por qué los pintores los coloreaban de esa forma.

Por aquellas casualidades de la vida, terminé sentado junto a Gabriella y, aunque sabía que Oliver y ella estaban empezando algún tipo de relación, las tres horas de viaje hasta Ishiyakushi se convirtieron, de pronto, en un inmenso placer. Sabía que no tenía nada que ganar más allá de establecer una buena relación o, quizá (aunque improbable), una pequeña amistad. Yo solo quería que mis ojos no traslucieran el incontenible deseo que aquella mujer me producía.

Empezamos hablando de arte, por supuesto. Yo le hablé de los artistas que vendía en mi galería y le ofrecí exponer algunas de sus obras si es que no tenía firmada exclusividad con algún marchante de arte en Milán. Ella me dijo que sentía aversión (me parece que lo que dijo exactamente fue

asco) por los antiguos galeristas de toda la vida que pedían siempre exclusividad a los pintores antes de empezar a vender sus obras.

—Exigir la exclusividad —comentó con verdadero desprecio—, apoderarse de todo el trabajo de un artista es ridículo en el mundo de hoy. Los galeristas lo hacéis para evitar la competencia, para esforzaros menos a la hora de vendernos porque sabéis que nos tenéis atrapados y que, de esa forma, nadie puede hacernos una oferta mejor porque ya os pertenecemos. Me niego a entrar en vuestro juego y por eso no tengo galería en Milán ni en ninguna otra parte.

—¿Y cómo vendes? —le pregunté, aunque me lo imaginaba.

—Por internet —repuso orgullosa—. Tengo mi propia página web y, además, vendo en las grandes plataformas de subastas online. Mi obra vale lo que la gente esté dispuesta a pagar por ella, pujando contra otros si es que les interesa, que es lo justo. Lo hablaba con Oliver el otro día. Aunque él es un artista urbano, le gustaría vender en galerías porque es la única manera de llegar a las ferias de arte. Su marido le anima a que pase del muro callejero al lienzo de tela y a que entre en el circuito de los galeristas, pero yo le dije que era mucho mejor ser independiente y libre, que no se complicara la vida con gente como vosotros, que sois dinosaurios en el mundo de hoy.

Un momento, un momento…, me dije. Era demasiada información para asimilarla de golpe. O sea, que Oliver estaba casado y, además, con otro hombre, lo que eliminaba a Gabriella de su radar sexual y, por lo tanto, ¡solo eran amigos! Y, por otra parte, Gabriella me consideraba uno de esos a los que ella despreciaba visceralmente, los galeristas de arte tradicionales, los «dinosaurios» que explotábamos a los pintores y exigíamos la infame exclusividad.

—Puedo entenderte —comenté, desviando la mirada hacia la ventanilla—, pero la exclusividad tiene su sentido aunque tú no te lo creas. Como galerista puedes comprometerte a fondo con la obra de un pintor, hacer por él todo lo que esté en tu mano para que venda, llevar su obra a las ferias, etc. Si no tienes exclusividad inviertes un montón de horas de trabajo y de dinero para que, luego, el beneficio se lo lleve otro galerista que también disponga de parte de su obra.

La mirada de Gabriella no pudo contener más desprecio.

—No os enteráis, ¿verdad? Si otro galerista vende la obra de un pintor que tú también expones en tu galería, ese pintor se revaloriza y las pinturas que tú tienes suben de precio. Los galeristas no competís, sumáis. Pero jamás os lo meteréis en la cabeza. Sois cortoplacistas y estáis endiosados. Por suerte, no os queda mucho. Las casas de subastas online y las galerías modernas, abiertas a los cambios, os van a dejar en la miseria. Ya lo verás.

En la miseria ya estaba, me sentí tentado de confesarle, pero me callé. Quizá ella tuviera razón. De hecho, hacía ya algunos años que oía sonar las trompetas que anunciaban el fin de mi negocio y el cambio de época en el mercado del arte. Sin embargo, los que formábamos parte de las industrias de la cultura estábamos tan acostumbrados a nuestro funcionamiento tradicional (yo empecé a trabajar en una galería mientras estudiaba Bellas Artes en Ámsterdam y, cuando terminé la carrera, monté la mía propia siguiendo el modelo que había aprendido como becario) que éramos incapaces de darnos cuenta de que esas notas musicales que oíamos también anunciaban nuestra desaparición. ¿Cuánta gente había entrado en mi galería en el último año? Y, de los que habían entrado, ¿cuántos habían comprado? Mejor no pensarlo.

—Pero sin galería no podrás exponer en las ferias internacionales… —era mi último cartucho.

—Hay muchas clases de ferias de arte —replicó con un gesto de compasión en su precioso rostro—. No vale la pena estar en las que son los antiguos galeristas como tú quienes deciden a qué artistas llevar y a cuáles promocionar por encima de otros. Yo expongo en las independientes y en las ferias online, que cada vez son más significativas dentro del sector.

Definitivamente, tenía razón. Si, al final, encontrábamos el Van Gogh desaparecido, con el dinero que ganara empezaría la transición hacia el nuevo mundo digital… aunque no pensaba cerrar mi galería. Era una cuestión sentimental.

—¿Me ayudarías a cambiar mi modelo de negocio y a conocer ese mundo artístico en el que tú te mueves? —le pregunté un poco cohibido.

Se quedó callada, mirándome intensamente, y luego sonrió.

—¿Me estás contratando? —me preguntó soltando una carcajada.

—Ya sé que no te hará falta el dinero y que tendrás otros proyectos de trabajo esperándote —le dije, empujándome las gafas hacia arriba—, pero te ofrezco una galería tradicional en el centro de Ámsterdam para que la transformes en lo que consideres mejor para el futuro. A lo mejor te interesa. No sufro de aversión al cambio.

—¡Vaya, Hubert, me has dejado de piedra! —repuso ella sin parar de reír—. Lo pensaré y ya te daré una respuesta, ¿vale? En el fondo, me gusta bastante tu idea. ¡Eres valiente!

Lo que a mí me hubiera gustado habría sido cogerla por los hombros y darle un beso en los labios, pero algo en mi cerebro me advirtió de que no sería una buena idea. ¿Y si había alguien en Italia esperándola? Ahora que Oliver ya no era una amenaza, el fantasma de ese alguien de Milán empezó a tomar cuerpo y a hacerse muy grande.

Lo que sí había muy grande en el microbús era un idiota: Morris, cómo no, que aprovechó justo ese momento para proponer un cambio de asientos. A él le había tocado sentarse junto a Odette y, obviamente, ambos eran como el agua y el aceite. La madre de familia francesa y el brusco contratista de obras yanqui no tenían mucho en común. No veía yo a Morris diciéndole a Odette lo monos que eran sus niños ni tampoco veía a Odette interesándose por las motos cañeras de Morris.

El resto del viaje en compañía del grueso pelirrojo, que corrió a ocupar el lugar de Gabriella, fue de un creciente cabreo y de un lento desgaste de nervios que controlé a duras penas. Afortunadamente llegamos, por fin, a Ishiyakushi, un pequeño barrio de la gran ciudad de Suzuka que aun conservaba pinta de pueblo de casitas bajas. El microbús se detuvo en mitad de una estrecha carretera, exactamente delante de la puerta de un templo que, por la cara de alegría de Ichiro y los gestos que hizo, no cabía duda de que se trataba de Ishiyakushi-ji, el templo del Buda de la Sanación. Antes de bajar del microbús, todos nos preparamos a conciencia con nuestros productos japoneses contra el calor estival monstruoso de aquel país.

Hubiera preferido mucho más ver el

sakura de Yoshitsune, el precioso cerezo en flor, que visitar el templo, ya que estaba seguro de que me hubiera emocionado con su belleza pero, como no estábamos en primavera y, además, Yoshitsune llevaba muerto más de un siglo y su cerezo no había sobrevivido al crecimiento de Suzuka, me dije que iba a tener que conformarme con Ishiyakushi-ji y su Buda. Lo primero que me sorprendió al bajar del microbús cargado con mi pequeña mochila fue el enorme y escandaloso orfeón de cigarras que se escuchaba. Parecía que había millones a nuestro alrededor aunque no se viera ni una.

Un poco más arriba de la puerta del templo había un cartel con una estampa que reproducía la antigua entrada del pueblo de Ishiyakushi por la ruta del Tōkaidō pintada también por Hiroshige en otra de sus series, pero a mí me seguía gustando mucho más la lámina del cerezo de Yoshitsune.

—¡Eh! —nos llamó Ichiro agitando el brazo, impaciente.

Subimos una rampa de piedra, pasamos bajo un tejadillo con dragones y entramos en un enorme jardín lleno de árboles y plantas de un verde exuberante. En primavera, aquellos cerezos debían de ser impresionantes y el jardín, un lugar mágico. Sin embargo, ahora escaseaban hasta las flores. No es que en aquel momento no fuera bonito, pero tampoco el día nublado y lluvioso acompañaba. Siempre hay algo triste y melancólico en un jardín bajo la lluvia.

También había por allí algunos japoneses mayores con finos impermeables de plástico paseando por los caminos de baldosas del jardín, que estaban flanqueados por finos pilares de piedra, como de un metro de altura, con textos grabados en vertical y, encima, una especie de farolas apagadas con tejadillos a dos aguas.

—Los japoneses no solo venimos a los templos a orar —nos explicó Ichiro—. El templo, budista o sintoísta, es un lugar de reunión para encontrarse con los amigos, los vecinos o los conocidos, charlar y tomar el té o solo para pasear. Nuestros templos son como clubes sociales con funciones religiosas, por eso es raro ver a los sacerdotes o a los monjes durante los días normales. El templo está abierto y suelen ser los jubilados, de manera voluntaria, quienes cuidan de los jardines y de la limpieza en general. Es una tradición muy extendida.

—Y ahora que ya estamos aquí, ¿qué hacemos? —le cortó Morris.

—Sé lo mismo que tú —repuso Ichiro, distraído, mirando a un lado y a otro.

—Supongo que habrá que buscar alguna señal —añadió Gabriella—. Algo que nos diga adónde tenemos que ir y qué tenemos que hacer.

—¿Por qué no nos dividimos? —propuso Oliver—. Si buscamos por separado iremos más rápidos. Este jardín es muy grande y tiene muchos recovecos.

Nos fuimos alejando poco a poco unos de otros mientras avanzábamos hacia el templo principal. En algunas intersecciones de la calzada se veían pequeños santuarios cerrados a cal y canto con la cuerda de un cascabel gigante colgado del alero hasta casi rozar el suelo. En otra, me encontré con un hermoso jardín seco japonés, uno de esos que hacen con gravilla y piedras enormes artísticamente colocadas por aquí y por allá.

Al final, me quedé solo y caminé entre los árboles repasando mi conversación con Gabriella en el microbús. En realidad, no recordaba la conversación; recordaba sus gestos, sus miradas, su actitud rebelde, su lucha por volar libre… Podría enamorarme de aquella mujer. Sí, podría. Pero no sería nunca correspondido. Ella ni siquiera notaba mi presencia y era demasiado hermosa y lista como para, de un vistazo, no saber a esas alturas de su vida qué tipo de hombre le gustaba.

Mis pensamientos se iban oscureciendo como el cielo de aquel día cuando, desde la distancia, escuché una suave y discreta llamada de Odette. Había encontrado algo. Giré sobre mis talones y, sujetando bien la mochila, eché a correr hacia la dirección de la que procedía la voz. Un par de jubilados japoneses me sonrieron al verme pasar a toda velocidad. Hay que reconocer que los japoneses son educados y amables hasta no poder más.

Estaba a punto de desviarme del camino correcto cuando una segunda llamada de Odette me orientó en la dirección opuesta a la que acababa de tomar. Vi a los demás acercarse al mismo tiempo que yo. Todos corríamos hacia el templo principal que tenía las puertas abiertas. Odette nos esperaba en el

engawa, en la parte alta de las escaleras y, junto a ella, un joven monje budista nos miraba bastante atónito.

—Hay un cuadro de Vincent Van Gogh dentro del templo —nos explicó Odette—, pero este sacerdote no reconoce el nombre del artista y no deja que me acerque.

—¿Un cuadro de Vincent Van Gogh en el templo de Ishiyakushi-ji…? —se sorprendió Ichiro mientras saludaba con una reverencia al monje.

El joven monje, que no vestía con los colores azafranados o rojos como se hubiera podido esperar de un budista sino con una camisola gris bajo un hábito negro, inclinó la cabeza rasurada a modo de saludo y se dirigió a Ichiro. Estuvieron hablando un rato y, luego, nos invitó a pasar.

—El monje dice —nos explicó Ichiro mientras entrábamos en el templo— que no es un cuadro de Vincent Van Gogh sino una obra de Ogata Kōrin, de principios del siglo XVIII.

Me quedé sin aliento cuando descubrí, en la pared del fondo de la pequeña habitación del templo a la que nos había llevado el monje, el cuadro de

Los lirios de Van Gogh. Si era el cuadro de Van Gogh, y lo era sin ninguna duda, ¿cómo podía ser de un japonés del siglo XVIII?

—Es una obra del famoso artista Ogata Kōrin, pintada en 1705 —murmuró Ichiro traduciendo al monje—. En 1701 pintó su célebre

Biombo del lirio en Edo y el éxito fue tan grande que se le pidió que pintara sus famosos lirios aquí, en el templo de Ishiyakushi-ji, y en otros muchos lugares de la ruta del Tōkaidō.

—¡Pero es el cuadro de Van Gogh! —exclamó Oliver, perplejo.

Yo, que me había fijado más y que, desde joven, tenía memorizadas las pinturas de mi paisano, descubrí que había algunas importantes diferencias entre ambas obras. Lo que nos pasaba era que, así, al primer vistazo, parecían iguales. Pero no, no lo eran.

—No, Oliver —le dije, sintiéndome más favorable hacia él ahora que sabía que no era competencia—. Fíjate en el fondo. En esta pintura de Ogata Kōrin el fondo es amarillo. En el cuadro de Van Gogh se ven pequeños girasoles al fondo y un suelo de tierra roja en primer plano. Además, los propios lirios son de un azul más claro en Van Gogh que en Kōrin.

—Te equivocas, Hubert —me corrigió Ichiro—. Los lirios no tienen un color diferente. O no lo tenían… El azul claro que ves en Van Gogh es resultado de la degradación producida por el tiempo y la luz. En realidad, Van Gogh los pintó del mismo azul cobalto que Ogata Kōrin.

—¡Madre mía! —exclamó Odette—. ¡Pues ya sabemos dónde se inspiró para pintar

Los lirios! ¡Son idénticos, hasta en los colores!

—Como os dije en París —terció Ichiro—, todos los impresionistas y los postimpresionistas admiraban enormemente la pintura japonesa y Van Gogh más que nadie.

—Puedes llamarlo admiración, Ichiro —masculló Gabriella con el ceño fruncido—, pero hoy en día se consideraría una copia pura y dura.

—Suerte que el fondo es diferente —insistí un poco molesto por el insulto a mi compatriota, aunque no podía estar más de acuerdo con Gabriella.

—Bueno, la cuestión es que esta es la pista de Ryoei Saito —exclamó Morris, harto de oír hablar de lo que no conocía ni le interesaba—. Deberíamos buscar por aquí.

—Estate quieto, John —le ordenó Ichiro con una sonrisa—. No hagas nada hasta que nos hayamos librado del monje.

Empezó a hablar en su lengua con el joven budista sin pelo y, tras intercambiar algunas frases y realizar ambos varias reverencias mutuas, el sacerdote se marchó.

—¿Por qué viste de negro? —quiso saber Gabriella cuando nos quedamos solos—. Creía que los budistas vestían túnicas de color azafrán.

—Sí, la mayoría visten túnicas de color azafrán —admitió Ichiro—. Pero este monje pertenece a la secta Zen. En el budismo Zen los monjes visten de blanco, negro y gris, según su categoría. En cualquier caso, sea de la secta que sea, nuestro budismo presenta bastantes diferencias respecto al budismo del resto del mundo. Digamos que se adaptó al carácter japonés cuando llegó desde China. Asimiló muchas tradiciones del sintoísmo, que es nuestra religión ancestral, y ahora las dos coexisten amistosamente.

—Me parece muy interesante —comenté. Y era verdad, ya que la filosofía Zen siempre me había resultado sumamente atractiva, por esa manera de vivir con infinita serenidad y paz interior.

—Bien, pero no estamos aquí para hablar de religión —se quejó Morris, dejando salir de nuevo su mal carácter. Se fue directo hacia una de las paredes de la habitación y empezó a darle palmadas, a empujar, a palpar cuidadosamente… La pared, como todo el templo, estaba hecha de madera, de modo que los golpes de sus expertas manos de contratista resonaban por todo el edificio vacío.

—¡Rápido! —nos urgió Ichiro—. ¡El monje volverá si nos oye!

Los seis dejamos caer de golpe las mochilas en el suelo y nos abalanzamos sobre todo lo que podía ser la superficie de una puerta o una trampilla. De hecho, Oliver subió a Odette sobre sus hombros para que ella estudiara el techo de la habitación. Y todo con el susto de que el monje o alguno de los ociosos y amables jubilados que merodeaban por allí aparecieran por la puerta en cualquier momento.

Ichiro soltó una exclamación de júbilo.

—¡Aquí! —nos llamó, inclinado sobre la tarima del suelo justo debajo de la pintura de Ogata Kōrin. Era tan evidente que debía de estar allí, que me dio rabia no haberlo previsto.

Un trozo de la tarima, formado por tres tablas de un metro cada una, oscilaba un poco, solo un poco, bajo la presión. Resultaba apenas perceptible porque bien podía deberse a la propia madera o al desgaste del tiempo, pero la unión de aquel trozo de suelo con el resto era tan precisa y perfecta que solo Morris fue capaz de separarla con un pequeño destornillador que llevaba en un estuche de bolsillo. Era el mismo tipo de destornillador que usaban en las ópticas para ajustar los tornillos de las gafas, solo que este tenía un pequeño mango de plástico verde como los destornilladores profesionales.

Una vez desencajada, la pieza salió completa de su cavidad dejando ver unos estrechos escalones que se hundían en la tierra.

—Encended las linternas —nos dijo Ichiro recuperando su mochila y metiéndose en el agujero—. ¡Deprisa, deprisa, que nos van a pillar!

¡Ya íbamos deprisa!, pensé. ¡Pero si parecía que nos había dado una descarga eléctrica! Todos sacamos las linternas Led de nuestras mochilas. Esta vez, gracias a los Koga, íbamos mejor preparados que en las catacumbas de París o en la casa ninja. De todas formas, aquella mañana, mientras firmábamos los nuevos contratos, nuestros anfitriones nos habían obsequiado con nuevos móviles para todos, los últimos modelos de la marca que cada uno usaba antes (ya con la tarjeta dentro y totalmente operativos), puesto que, por desgracia, los anteriores se nos habían muerto por inmersión en el río Sagami. Los móviles nuevos, según nos dijo Ichiro muy satisfecho, eran sumergibles en cualquier líquido durante bastante tiempo. A mí aquello me produjo una cierta inquietud pero se me pasó pronto porque el flamante teléfono que tenía entre mis manos era una verdadera pasada.

Bajamos los escalones a toda velocidad, uno detrás de otro, y Morris se quedó el último para volver a encajar desde abajo el trozo de suelo en su hueco. Si el monje volvía y pensaba que nos habíamos marchado o que nos habíamos evaporado en el aire, ya no era cosa nuestra. Ahora descendíamos apresuradamente hacia el subsuelo del templo y ya no había marcha atrás.

La escalera, excavada en la tierra, era angosta y muy larga. El olor a humedad indicaba que por allí no había pasado nadie desde hacía mucho tiempo. Seguramente, desde mediados de los años noventa del siglo pasado. A duras penas cabíamos bajando de uno en uno y los más altos teníamos serias dificultades para no golpearnos la frente contra el techo inclinado.

Al cabo de unos diez minutos la escalera terminó y llegamos a una cámara con la amplitud y la altura apenas suficientes para que cupiéramos los seis un poco apretados. Pero, al menos, allí no hacía calor. Las paredes y el techo estaban recubiertos de cemento, para reforzar las superficies de tierra húmeda y evitar que pudieran venirse abajo durante alguno de los frecuentes terremotos de Japón. Frente a la escalera había una puerta acorazada metálica bien visible bajo la luz de nuestras linternas.

—Antes de que me lo preguntéis —refunfuñó Morris—, creo que estamos a unos quince metros bajo tierra. Debajo del jardín posterior del templo.

Con una rápida mirada consultó la fantástica pantalla de su nuevo móvil.

—Y, además, estamos a cero de cobertura, es decir, aislados —rezongó, cabreándose.

—Yo creo que la puerta se abre simplemente empujando —comentó Oliver sin hacerle caso—, porque no tiene pomo ni asas.

—Pues a empujar —dijo Ichiro pletórico de entusiasmo poniendo sus manos sobre el panel.

Con toda suavidad, la hoja se desplazó sin esfuerzo y fuimos entrando muy despacio de uno en uno. Era una habitación grande, quizá aún más grande que la cámara de las catacumbas de París y no nos sorprendió descubrir, en el mismo centro, una especie de altar gigante de piedra con varias cavidades cuadradas, algunas superficiales y otras profundas. De las profundas, tres estaban llenas de viejos y gruesos tubos de pinturas al óleo. Quizá aquellos grandes tubos —de más de veinte centímetros de largo— no eran tan antiguos como para haber sido fabricados por Julien Tanguy pero tampoco parecían mucho más modernos. En otra cavidad había pinceles de distintos tamaños, desde los que tenían unos finos pelos hasta brochas enormes. En una quinta, sellada por un cristal, había un montón grande de paños de algodón, supusimos que para limpiar. Y en el último agujero profundo, también cerrado con un vidrio, había varias botellas de aguarrás y trementina, los disolventes habituales de los pintores. Para evitar su deterioro o evaporación, las botellas estaban lacradas con aluminio y cera.

—¿Para qué será tanta pintura? —preguntó Odette, sorprendida.

—Creo que es evidente —le respondió Gabriella—. Vamos a tener que pintar algo.

—Pero, esta vez, no con luces —comenté cogiendo uno de los pinceles.

—No —replicó ella—. Esta vez no vamos a pintar con luces, vamos a pintar con auténticos pigmentos. ¿Os habéis fijado en los nombres de los colores?

Evidentemente no, así que metí la mano, cogí el primero que pillé y lo iluminé con mi linterna. «Amarillo de plomo», leí. Solté el tubo como si quemara.

—¡Estas pinturas son venenosas! —dejé escapar, alarmado.

—No más venenosas que cuando las usaban los impresionistas —repuso Gabriella—. Lo importante es no tocarse ni la boca ni los ojos con las manos manchadas, ¿de acuerdo? De otro modo sí que os podríais envenenar.

—No veo por ninguna parte qué es lo que debemos pintar —declaró Oliver mirando en todas direcciones—. ¿Acaso tiene que bajar otra pantalla del techo?

Morris, malhumorado, murmuró algo que nadie entendió.

—¿Qué has dicho? —le pregunté.

—¡Que hay que cerrar la puerta! —mugió enfurecido—. ¡Como en París! ¡Para que todo comience, hay que cerrar la maldita puerta y quedarnos encerrados e incomunicados!

—Pero esta vez no te vas a marchar, John —le dijo Ichiro—. Lo firmaste en el contrato esta mañana.

Morris dio un puñetazo de rabia contra la pared y debió de hacerse daño en la mano, pero lo disimuló.

La puerta acorazada sí tenía un asa por dentro. Antes de cerrarla, me di cuenta de que en el larguero y el cabezal de la moldura había agujeros así que me fijé en el borde de la hoja y me di cuenta de que tenía pasadores de acero que entrarían en los agujeros cuando la cerrara, bloqueándola irremediablemente. Si no la cerraba, la prueba de Saito no empezaría y, si la cerraba, quedábamos atrapados. Suspiré con resignación. No había que darle más vueltas o sería mucho peor. Sin pensarlo demasiado, empujé la hoja y cerré. Tal y como había sospechado, se oyó el ruido metálico de los pasadores bloqueando la salida.

En ese momento, se encendieron unas potentes luces eléctricas y se escuchó otro ruido extraño.

—¡La pared del fondo se está abriendo por la mitad! —exclamó Odette.

Dos grandes losas de piedra se retiraban desde el centro, desapareciendo dentro de los muros y, al separarse, dejaban a la vista lo que parecía un espacio tan blanco como un lienzo, pero no vacío, ya que era una pequeña habitación. Más exactamente, un pequeño dormitorio, con una cama estrecha pegada a la pared de la derecha, unos cuadros colgados encima, una falsa ventana al fondo, dos falsas puertas, dos sillas de madera y enea y, en la esquina izquierda, una pequeña mesita de madera con algunos objetos de aseo personal y un paño para secarse las manos y la cara colgado de un clavo.

Lo fuerte de esta habitación es que, como dije, era completamente blanca. Es decir, no había color. Ningún color. Y, sin embargo, mi cerebro, acostumbrado a contemplar esa imagen tantas veces a lo largo de mi vida, me hacía ver aquellos muebles con sus colores originales. Era la recreación física de

Ir a la siguiente página

Report Page