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26. Akeylah

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26. Akeylah

Akeylah

—He encontrado algo.

Akeylah levantó la vista del nido que había creado con sus lecturas del momento. Madam Harknell ya se había rendido por completo y simplemente dejaba la llave y la escalera a las estanterías de acceso restringido y las de difícil acceso en el carro que Akeylah llenaba con material de lectura.

Con la bibliotecaria ausente en un largo descanso de tres horas para almorzar, tenía toda la biblioteca para ella.

Bueno. La tenía, hasta que Rozalind apareció a su lado, con una sonrisa como si acabara de dar un golpe.

Akeylah le dio la vuelta su libro (Guardia Negra: Hechiceros durante la Guerra de Reconocimiento) para marcar la página y se levantó.

—¿Sobre la condesa?

El día anterior, Rozalind había admitido no saber mucho sobre Yasmin más allá de los hechos comunes. Andros era extremadamente cercano a su hermana melliza. Yasmin intervenía en la mayoría de los aspectos del gobierno de las Regiones. Ambas la habían escuchado el día anterior en el pasillo, diciendo algo sobre apoderarse del trono.

Pero esa mañana, cuando Akeylah compartió sus sospechas con Zofi y Ren durante un tenso desayuno, sus hermanastras habían sido menos que comprensivas.

«Yasmin no puede heredar», había dicho Ren, mientras bebía su infusión matutina de abraca. «Ella no tiene hijos y ya es muy mayor para concebir. Sería un camino sin salida. Así no es cómo funciona la sucesión en Kolonya».

«Además, si ella supiera nuestros secretos, ¿por qué no decírselo a Andros simplemente y apartarnos del camino?», había agregado Zofi con la boca llena de fruta con miel.

Pero, a pesar del rechazo de sus hermanas, Akeylah seguía pensando que Yasmin era la mejor pista que tenían. La única pista en ese momento. A menos que contaran las conjeturas, como la conexión de lady Lexena con la familia, alguna vez real, del Norte.

Y entonces, allí estaba Rozalind, como una enviada de los dioses, asintiendo.

—Encontré a alguien con quien tienes que hablar. —Sujetó la mano de Akeylah, y un reflejo de cuán inmersa estaba en los libros fue el hecho de que ni siquiera pensara en las implicaciones de ser vista. Solo enlazó sus dedos con los de la reina y dejó que la guiara por los pasillos de la torre de aliso.

Akeylah nunca antes había visto la Universidad.

Sus puertas se parecían a la entrada del Gran Salón, pero en lugar de grabados de las conquistas de varios reyes, representaban a las Artes. Akeylah observó los paneles. Uno tenía el contorno de un cuerpo humano, pintado de verde, azul y plateado. Otro tenía un corazón, perfectamente grabado, a excepción de que en el sitio en donde debían estar las venas y arterias, se expandían tres ramas. Un tercer panel era completamente abstracto, solo gruesas y rudas pinceladas, sus colores para nada combinados. Pero, de todas formas, eso parecía estar más cerca de explicar cómo eran realmente las Artes.

—Tienes que diezmarte para poder entrar —explicó Rozalind.

Solo entonces Akeylah notó la aguja que sobresalía de la pintura de un rosal cubierto de moscas vampíricas; pequeños insectos que vivían de sangre humana. Ella presionó la yema de su dedo pulgar en la aguja, apenas lo suficiente como para penetrar su piel.

En el momento en que lo hizo, un calor la recorrió. Fue como un diezmo, pero diferente; dirigido por una fuerza fuera de ella. Una sola gota de su sangre se deslizó de la aguja y cayó sobre las rosas, que comenzaron a brillar de un color rosado pálido.

Con un fuerte chasquido, el pestillo de la puerta se deslizó y esta se abrió hacia adentro.

Akeylah aferró la mano de Rozalind con más fuerza. Rozalind la presionó también.

Juntas atravesaron el portal y entraron a la Universidad Kolonense de las Artes de Sangre.

Algunos acólitos estaban de pie alrededor de un enorme jardín en el interior, El techo, cinco pisos hacia arriba, estaba hecho de cristal, como el del solar. Eso le daba a ese jardín, con su suelo de madera de aliso y su efervescente fuente casi enterrada en arbustos florecidos, la apariencia de estar en el exterior.

Había estudiantes esparcidos en el jardín, sobre mantas, con sus narices enterradas en libros. Otros estaban sentados en el borde de la fuente, con los pies colgando sobre el agua, compartiendo notas.

Una docena de puertas salían del centro de cada nivel, cuatro a cada lado del jardín, a excepción del que tenía la entrada principal. Con cinco niveles en total, eso sumaba sesenta habitaciones. Salones de clases, de lectura, dormitorios, tal vez un comedor.

—Es enorme —balbuceó Akeylah.

—Ocupa la mayor parte de la torre de aliso —dijo Rozalind—. Además de algunos niveles inferiores. —Tiró de la mano de Akeylah, la guio a través del jardín hacia una puerta en la esquina opuesta. Un letrero la anunciaba como el Santuario de meditación del Acólito mayor, fuera lo que fuera eso.

Un golpe y la puerta se deslizó hacia adentro. Las dos entraron en el santuario, que estaba más oscuro de lo normal cuando se desvanecía la luz solar del jardín. A los ojos de Akeylah les costaron un minuto acostumbrarse a la penumbra.

Cuando lo hicieron, ella parpadeó confundida. La habitación estaba vacía, a excepción de un solo candelabro en el centro de un banco redondo. Un hombre con una bata de acólito (verde y plateada, con un grupo de medallas doradas que brillaban en su pecho, de las que Akeylah no podía descifrar ninguna) las invitó a entrar.

Se sentaron frente a él, con las velas parpadeando en el aire entre ellos.

—Bienvenida, Su Majestad. —El hombre inclinó su cabeza hacia Rozalind. Al menos una persona en esa fortaleza le daba el debido respeto a la reina, sin un rastro de prejuicios ante su origen.

Akeylah lo estudió.

—Lady Akeylah. La reina Rozalind me ha dicho que está interesada en saber más sobre su tía, la condesa Yasmin.

Ella se envaró. Quería información, sí, pero no estaba precisamente interesada en andar confesando eso ante desconocidos.

Sin embargo, Rozalind apretó sus dedos para darle confianza. Tras un momento de duda, Akeylah se forzó a relajarlos hombros. Había confiado lo suficiente en Rozalind como para pedirle ayuda. Lo menos que podía hacer era escuchar, ahora que había descubierto algo.

—Siento curiosidad respecto a su vida —admitió Akeylah finalmente—. No sé mucho sobre el lado kolonense de mi familia.

—Ya veo. —Las llamas de las velas danzaron en los ojos del hombre—. Bueno, me temo que puede que esta historia en particular no pinte a su tía de los mejores colores.

—Prefiero sufrir por la verdad que tropezar con ella inadvertida más adelante.

—Sensata decisión. —Él sonrió. Pero dudó un momento antes de volver a hablar—. Milady, debo confesar que esta historia no la he vivido personalmente.

—¿Quién lo ha hecho?

—Mi mentor. D’Perre Casca, el acólito que me enseñó todo lo que sé. El año pasado, justo al terminar la Séptima Guerra, él enfermó. Pero, al no mejorar tras unas cuantas semanas, nuestros curanderos privados de la universidad lo examinaron y encontraron dosis letales de veneno fantasmal en su sistema.

Veneno fantasmal. Lo que los Talones usaban para envenenar a los enemigos de Kolonya. Una sustancia controlada, una a la que solo los Talones tenían acceso.

Bueno. Los Talones y los miembros de la realeza que los comandaban.

—Entonces fue demasiado tarde para salvarlo —continuó el acólito—. Él murió tres días después. En su lecho de muerte, Casca me dijo cuáles eran sus sospechas. Todo este tiempo… he creído que el veneno había afectado su mente, que lo había vuelto loco. Hasta que usted vino a mí, Su Majestad, a preguntar por la condesa. Preguntando por su experiencia con los diezmos y por su trabajo en la Universidad… —Él miró a Rozalind antes de continuar.

»Casca y Yasmin trabajaron juntos durante años, para desarrollar nuevos diezmos y herramientas para las Artes. La condesa tiene un interés insaciable en las Artes de Sangre. Pero ella y Casca eran más que solo compañeros de negocios. —Se inclinó hacia el frente, animado por el enfado—. Por el Sol, ella incluso le hizo una copia del punzón de sangre que diseñaron juntos para su cumpleaños número sesenta, unos meses antes de que él muriera. Ellos eran amigos. Que ella se volviera en su contra después de tantos años, aún no puedo imaginar… —Él cerró los ojos.

—¿Él le dijo por qué sospechaba que Yasmin había tenido que ver con su envenenamiento? —presionó Akeylah. El pulgar de Rozalind acarició el dorso de su mano. A pesar de sí misma, se acercó más a la reina.

—Hace diecisiete años, después de que Yasmin y Casca llevaran años trabajando juntos, ella le pidió un favor a Casca. A él lo movilizó la petición, la analizó durante días. Pero Yasmin era la hermana de un rey, usted debe entenderlo. Un miembro de la realeza pedía su ayuda. ¿Qué podía hacer?

Akeylah y Rozalind cruzaron miradas. A pesar de que ya sospechaba la respuesta, tenía que preguntar:

—¿Qué necesitaba la condesa?

—Ella solicitó la ayuda de Casca con las Artes Vulgares.

Durante un momento, el único sonido en la habitación fue la fricción del vestido de Rozalind al acercarse a ella. La fresca presión de su brazo ayudó a que Akeylah se concentrara.

—¿Qué maldición? ¿Contra quién la utilizó?

—No lo sé, milady. —El acólito negó con la cabeza. Akeylah cruzó sus tobillos.

—¿Cómo llegó su mentor a conocer las Artes Vulgares?

—No sé eso tampoco. —El acólito frotó su cuello—. Su explicación no tuvo sentido. Dijo que estaba escondida en la biblioteca, en el libro que los reyes más quieren. Para ese entonces, él ya estaba delirante; el veneno fantasmal en esas dosis provoca fiebre, alucinaciones. Él seguía desvariando sobre cómo había sido maldecido, lo que no tenía sentido. No fue algo inducido por las Artes, solo veneno fantasmal ordinario. Probablemente ingerido con su comida. —Suspiró—. Da igual, la maldición de la condesa dejó una cicatriz, como todas las Artes Vulgares. Casca me ha dicho que viera sus costillas para probarlo.

—¿Y lo hizo? —preguntó Rozalind.

—Por supuesto que no. —Él rio ligeramente ante eso, con amargura—. ¿Qué podía hacer, exigirle a una condesa de Kolonya que se quitara su vestido para probar su inocencia? Además, no tenía evidencia más allá de la palabra de un hombre agonizante, que se había vuelto casi loco por el arma homicida.

Algo en la historia molestó a Akeylah.

—Si Yasmin siempre había planeado envenenar a Casca, ¿por qué esperar todos esos años? Suena como si él hubiera guardado su secreto durante los dieciséis años previos a su muerte. ¿Por qué decidiría asesinarlo repentinamente?

—Solo puedo hacer suposiciones. —El acólito negó con la cabeza—. Tal vez algo la atemorizó. Tal vez pensó que alguien estaba a punto de revelar su secreto.

Conozco ese sentimiento, pensó Akeylah. En voz alta, dijo:

—Gracias por compartir esto.

—Por supuesto. —El hombre se movió incómodamente—. Y, reina Rozalind, gracias por la, eh… información.

—No hay problema. —Rozalind ofreció una leve sonrisa—. Si necesita más pruebas hágame saberlo.

Akeylah la miró con curiosidad, la reina evitó su mirada.

—Estoy seguro de que así será. Si hay algo más que pueda hacer para ayudarla hágame saberlo también.

Después de eso, Rozalind se levantó. Akeylah la siguió y se despidió con la cabeza. No confiaba en sí misma para volver a hablar. No hasta que las puertas principales de la Universidad se cerraron detrás de ellas.

—Desearía que el acólito hubiera sabido más. —Escogió las palabras con cuidado de no usar el nombre de la condesa—. Si investigó en maldiciones, ¿tiene un enemigo dentro de su propia familia? ¿Cómo le hizo daño? ¿Y qué hizo que se volviera contra Casca repentinamente, si habían sido amigos durante tanto tiempo? —Repiqueteó los dedos sobre la mano de Rozalind sin siquiera darse cuenta de que aún la tenía sujeta.

Su mente daba vueltas a las posibilidades. Necesitaba hablar con Zofi y Ren otra vez, pronto. Yasmin era más peligrosa de lo que sospechaban. Ya había usado las Artes Vulgares antes. Si ella era su extorsionadora, tenía el conocimiento y la habilidad de usarlas otra vez. Solo sería cuestión de tiempo antes de que sus amenazas escalaran.

Necesitaban un modo de detenerla. Alguna garantía.

Una chispa se encendió. Algún secreto peligroso de Yasmin

Rozalind se detuvo en seco. Akeylah se sorprendió. No había estado prestando atención, no notó en dónde estaban hasta que levantó la vista.

—Rozalind… —La pesada puerta de madera de cerezo era imposible de confundir, ornamentada como estaba con un alatormenta.

—Andros pasará la noche con los curanderos. Tengo la recámara para mí.

—Si alguien nos ve… —Akeylah miró atrás.

—No lo harán. —Rozalind tiró de ella al interior. La arrastró por el umbral, jalando de su mano—. De todos los lugares en la fortaleza donde podrían escucharnos, este es el menos probable.

—¿Y eso por qué? —Ignorando las alarmas en su mente, Akeylah entró.

—Porque mi marido no pone espías en su propia habitación. —Rozalind sonrió.

Akeylah rio suavemente, dividida entre la preocupación y el sobrecogedor, delirante e irresistible deseo.

Las manos de Rozalind se deslizaron por los brazos de Akeylah hasta descansar en sus hombros. Los presionó suavemente.

—Tienes que ser cuidadosa, Akeylah. No sé por qué estás buscando información sobre la condesa, pero ella ya ha envenenado a un acólito del Sol para cubrir sus crímenes. Es una persona peligrosa. Si yo fuera tú, dejaría de investigar esto.

—No puedo. Créeme, lo haría si pudiera. —Levantó sus manos para tocar los dedos de Rozalind—. Pero seré cuidadosa al respecto.

—Con ser cuidadosa no es suficiente. —Rozalind la acercó más. Sus narices se tocaron, sus respiraciones entremezcladas en el aire en mitad de las dos. Akeylah apoyó su frente contra la de la reina—. No quiero perderte.

—No lo harás —susurró.

Rozalind se inclinó hacia el frente, sus labios a un suspiro de los de Akeylah. Por los mares, cuánto anhelaba cubrir esa brecha. Olvidarse de todo lo demás. Pero aun así…

Odiaba preguntar eso. Odiaba sospechar cualquier cosa de Rozalind, en especial después de que la ayudara. Pero algo no encajaba. El último comentario aún hacía eco en su mente. Hágame saber si necesita más pruebas, le había dicho Rozalind al acólito.

—¿Qué le diste? —Ella sintió cómo se contrajo el ceño, de Rozalind.

—¿Darle?

—Por esa confesión del acólito. Él te dio las gracias por la información; solo puedo suponer que le has ofrecido algo a cambio de esa historia.

Durante un largo instante, los ojos azul oscuro de Rozalind sostuvieron su mirada. La necesidad de hundirse en esa mirada, de dejar que sus labios se unieran, de olvidar haber hablado, era abrumadora. Pero de todas formas se mantuvo firme. Esperó hasta que la reina suspiró y dio un paso atrás.

De un momento a otro, pareció decidir algo. Atravesó la habitación en tres pasos rápidos y agarró algo de su escritorio.

—Nunca le he mostrado esto a nadie —dijo mientras regresaba hacia Akeylah—. No hasta que comencé a buscar amigos de Yasmin y seguí el rumor del último estudiante en la vida de D’Perre Casca. Incluso entonces, solo lo compartí para ganar su confianza. Él estaba aterrado de los miembros de la realeza; no es que pueda culparlo, después de esa historia.

Por su parte, Akeylah solo miraba el objeto en la mano de Rozalind, sin conseguir encontrarle sentido.

¿Un punzón de sangre?

Su confusión aumentó cuando Rozalind presionó la hoja delgada contra su brazo.

La reina no podía diezmarse. Ella era genalesa. Todos sabían que las Artes no respondían a nadie que no hubiera nacido en las Regiones. Ese era el verdadero entramado de las Artes. Obsequiadas por los dioses para probar la superioridad de las Regiones.

De todas formas, sin decir más, Rozalind abrió su piel.

Y Akeylah observó, con los ojos amplios, cómo las venas de la reina comenzaban a brillar. El color se expandió, palpitó a través de su piel de un delicioso y profundo tono moreno, lentamente volviéndola plateada. De pronto, ella brilló tanto como cualquier Talón que se diezmaba para tener la piel inmune.

Como prueba final, Rozalind elevó el delgado punzón de sangre y lo lanzó con todas sus fuerzas contra su propio muslo. La hoja se despedazó con el impacto.

—¿Cómo? —Fue todo lo que logró decir.

Rozalind negó con la cabeza.

Akeylah extendió su mano y tocó la piel de la reina. Recorrió su mano, hasta el hombro de Rozalind, su cuello, y acunó su mejilla. Su piel estaba más fría que nunca, casi como si tocara metal. Rozalind se acercó más, rodeó el rostro de Akeylah y, cuando el diezmo se desvaneció, el color plateado se esfumó y se encontraron a un suspiro de distancia una vez más, con sus miradas fijas.

—¿Durante cuánto tiempo has sido capaz de hacer eso? —murmuró Akeylah.

—Me di cuenta por primera vez unos meses atrás —respondió la reina—. Me corté el dedo con un punzón. Mi visión se oscureció; vi mi interior, mis venas, mi corazón… Esa primera vez, estaba muy asustada.

Akeylah asintió. Ella siempre había podido diezmarse, desde que tenía memoria, pero podía imaginar lo alarmante que podría ser. El descubrir un sentido que nunca antes se ha experimentado, tras una vida sin él.

—Algunas semanas más tarde, después de leer algunos libros de teoría, probé un diezmo. —Su boca se elevó en una esquina—. Fuerza. Rompí una puerta de madera de mi recámara al probarlo. Tuve que inventar una excusa para las criadas…

—¿Has nacido en Genal, estás segura? —La voz de Akeylah se hizo suave, pensativa—. ¿No existe una posibilidad de que hayas nacido aquí y que te llevaran allí cuando eras pequeña?

—¿Puedes imaginarte que una reina genalesa venga a las Regiones para dar a luz? —Rozalind dejó salir el rastro de una risa.

Akeylah apretó los labios. Tenía razón. Pero…

—Esto no debería ser posible.

—Muchas cosas no deberían ser posibles. —La reina sonrió ligeramente.

—¿Se lo has dicho a alguien más? Además de al acólito y a mí.

—A nadie.

Esto… Lo cambia todo. Cada teoría que tenemos sobre las Artes. —Akeylah hizo una mueca—. Desearía que no se lo hubieras dicho a ese acólito. Si se lo dice a los demás, si deciden que esta información es mejor que esté oculta…

—Tenía que decírselo. —La mirada de Rozalind bajó hacia la boca de Akeylah—. Tú necesitabas información de Yasmin y yo solo tenía un secreto que intercambiar.

—Rozalind… —Su voz salió como un suspiro.

—Akeylah, haría lo que fuera por ti. Sé que no debería, sé que es una locura siquiera pensarlo, pero…

Akeylah la besó.

Los labios de Rozalind eran suaves como plumas. Era como aterrizar sobre el mar después de lanzarse de un risco; imposible, mágico, descabellado.

Vivo.

La reina suspiró. Akeylah enterró sus dedos en los rizos morenos de la mujer. Sin advertencia, Rozalind aferró su cintura e hizo que se diese media vuelta. La habitación comenzó a girar. Las dos cayeron sobre la cama, tropezaron sobre ella. Akeylah cayó sobre la reina, sus manos recorrieron los costados de Rozalind, por suaves curvas, hasta las afiladas caderas.

Podía besar a esa chica para siempre.

Rozalind rodeó el cuello de Akeylah con ambos brazos y profundizó el beso. Sus lenguas se enredaron y Akeylah estaba cayendo, cayendo…

La reina sonrió contra sus labios. En un rápido movimiento, se giró sobre Akeylah. Sus faldas se enredaron y Rozalind deslizó una mano por la pierna de Akeylah, la sensación de seda sobre seda estaba volviéndola loca.

Después los dedos de Rozalind acariciaron los extremos de su cicatriz y Akeylah rompió el beso con un jadeo.

—¿Demasiado rápido? —Rozalind se detuvo, se echó hacia atrás, con el pelo alborotado—. Podemos ir más lento. —Su expresión de preocupación casi mató a Akeylah. Lo último que quería hacer era dejar de tocarla.

Pero no podía dejar que Rozalind viera su cicatriz. No podía dejar que nadie la viera, jamás.

No debía estar haciendo eso. Rozalind está casada. Con mi padre. Mi padre, el rey. Mi padre, el hombre al que yo he maldecido. Akeylah no merecía eso. No merecía a alguien como ella. Se sentó en la cama, estiró su falda, aún sin aliento.

—¿He hecho algo mal?

El corazón de Akeylah se abrió al medio solo de mirar los ojos de Rozalind.

—Nada. Yo… Rozalind… tienes razón. Esto es una locura. —Eso no ayudó. Solo empeoró el dolor—. Lo siento.

—No te disculpes —comenzó a decir la reina.

—Debo irme. —Akeylah se puso de pie y se marchó sin mirar atrás. Si lo hacía, nunca podría seguir caminando.

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