Revival

Revival


V

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V

El fluido paso del tiempo.

Retratos en Relámpagos. Mi problema con las drogas.

Cuando me licencié en la Universidad de Maine (con una media de 2,9, no entré en el cuadro de honor por los pelos), contaba veintidós años. Cuando me reencontré con Charles Jacobs, contaba treinta y seis. Él no aparentaba su edad, quizá porque en nuestro último encuentro estaba consumido y demacrado a causa del dolor. En 1992, yo aparentaba mucha más edad de la que tenía.

Siempre he sido aficionado al cine. Durante los años ochenta iba mucho, por lo regular solo. Alguna que otra vez me adormilaba (con Escuela de jóvenes asesinos, por ejemplo; esa desde luego daba sueño), pero en la mayoría de los casos aguantaba hasta el final por muy colocado que estuviese, dejándome llevar por el ruido y el color y aquellas mujeres de belleza extraordinaria y ligeras de ropa. Los libros están bien, y leo lo mío, y la televisión no está mal, si uno se queda aislado en la habitación de un motel durante una tormenta, pero para Jamie Morton no había nada como una película en la gran pantalla. Allí, solo yo, mis palomitas de maíz y mi Coca-Cola de tamaño «maxi». Además de mi heroína. Cogía una pajita de más en el bar, la partía en dos con los dientes y la utilizaba para esnifar el polvo del dorso de la mano. No llegué a la aguja hasta 1990 o 1991, pero al final llegué. Nos pasa a casi todos. Créanme.

Para mí, lo más cautivador del cine es el fluido paso del tiempo. Al principio de la película tenemos, por ejemplo, a un adolescente retraído —sin amigos, sin dinero, hijo de unos padres penosos—, y de pronto el adolescente se transforma en Brad Pitt en todo su esplendor. Lo único que separa al chico retraído del dios es un intertítulo en el que se lee 14 AÑOS DESPUÉS.

«No está bien desear el paso del tiempo», acostumbraba a sermonearnos mi madre —por lo general, cuando en pleno febrero ardíamos ya en deseos de que empezaran las vacaciones de verano o cuando no veíamos la hora de que llegara por fin Halloween—, y seguramente tenía razón, pero no puedo por menos de pensar que quizá esos saltos temporales fueran beneficiosos para personas que llevan una mala vida, y entre el inicio de la administración Reagan en 1980 y la Feria Estatal de Tulsa de 1992 yo llevé una vida pésima. Hubo fundidos a negro pero no intertítulos. No me quedó más remedio que vivir día a día todos esos años, y cuando no podía colocarme, se me antojaba que algunos días duraban cien horas.

El fundido de entrada es el siguiente: los Cumberland se convirtieron en los Calefactores y los Calefactores se convirtieron en los J-Tones. Nuestro último bolo como grupo universitario fue en el colosal y animadísimo Baile de Graduación del 78, en el Memorial Gym. Tocamos desde las ocho de la tarde hasta las dos de la madrugada. Poco después Jay Pederson contrató a una vocalista muy popular en la ciudad que, además, tocaba de perlas el saxo tenor y el saxo alto. Se llamaba Robin Storrs. Como se vio, cuadraba a la perfección con nosotros, y en agosto los J-Tones se habían convertido en Robin y los Jays. Pasamos a ser uno de los grupos de Maine más solicitados en fiestas. Teníamos tantos bolos que no dábamos abasto, y la vida nos sonreía.

En este punto es donde se disuelve la imagen.

Catorce años después Jamie Morton despertó en Tulsa. No en un buen hotel, ni siquiera en un motel normal y corriente de una cadena hostelera; aquello, el Fairgrounds Inn, era un nido de cucarachas. Esa clase de establecimientos se correspondían con la idea de ahorro que tenía Kelly Van Dorn. Eran las once de la mañana, y la cama estaba húmeda. No me sorprendió. Cuando uno soba diecinueve horas seguidas, con la colaboración de Madame H., mojar la cama es casi inevitable. Supongo que eso ocurriría incluso si uno muriese en ese estado de sopor inducido por la droga, pero veamos el lado positivo: en ese caso ya nunca volvería a despertar con los calzoncillos empapados en orina.

Con los ojos llorosos, fui al baño como un zombi, sorbiéndome la nariz y quitándome los gayumbos por el camino. Mi primera parada fue el neceser de afeitado… pero no para rasurarme la barba de varios días. Allí seguía mi instrumental, así como una pequeña bolsa precintada con cinta adhesiva que contenía un par de gramos. No había ningún motivo para temer que alguien entrara en la habitación con el propósito de robar tan risible alijo, pero un yonqui verifica esas cosas de manera instintiva.

Resuelto esto, me volví hacia la taza del váter y evacué la orina acumulada desde mi accidente nocturno. Mientras estaba allí de pie, caí en la cuenta de que se me había pasado algo importante. Por entonces yo tocaba con un grupo de country fusión, y la noche anterior salíamos como teloneros de Sawyer Brown en el gran Oklahoma Stage, en la Feria Estatal de Tulsa. Un bolo de primera, sobre todo para un grupo como Relámpago Blanco, que no estaba precisamente a la altura de Nashville.

—Prueba de sonido a las cinco —me había dicho Kelly Van Dorn—. Estarás allí, ¿verdad?

—Claro —había contestado yo—. Por mí no te preocupes.

Uy.

Al salir del cuarto de baño, vi una nota plegada que asomaba por debajo de la puerta. Me formé una idea aproximada de lo que decía, pero la cogí y la leí, solo para mayor certeza. Era lacónica y no precisamente amable.

He llamado al Departamento de Música del Instituto Union y he tenido la suerte de encontrar a un chico capaz de tocar la guitarra rítmica y slide lo suficiente para salir del paso. Se ha embolsado tus seiscientos dólares la mar de contento. Para cuando leas esto, iremos ya camino de Wildwood Green. Ni se te ocurra seguirnos. Estás despedido. Lo siento muchísimo, pero todo tiene un límite.

KELLY

PD.: Seguramente no me harás caso, pero si no te enmiendas, en menos de un año estarás en la cárcel. Eso con suerte. Sin suerte, estarás muerto.

Hice el gesto de guardarme la nota en el bolsillo de atrás, y cayó a la rala moqueta verde: me había olvidado de que iba desnudo. La recogí, la tiré a la papelera y eché un vistazo por la ventana. El aparcamiento, en el patio central, estaba totalmente vacío, salvo por mi viejo Ford y la furgoneta destartalada de un granjero. Tanto el Explorer en el que viajaba el grupo como la camioneta del equipo, que conducía el técnico de sonido, habían desaparecido. Kelly hablaba en serio. Aquellos pirados discordantes me habían abandonado. Y tanto mejor, posiblemente. A veces pensaba que si tenía que tocar una sola más de esas canciones sobre desengaños amorosos y borracheras, perdería la poca cordura que me quedaba.

Decidí que mi máxima prioridad era reabastecerme de material. No sentía el menor deseo de pasar una noche más en Tulsa, y menos con la feria estatal a toda marcha en las calles, pero necesitaba un poco de tiempo para reflexionar sobre mi siguiente paso en el terreno profesional. También necesitaba pillar droga, y si uno no encuentra a nadie que trapichee en una feria estatal, es porque no pone el menor empeño.

Lancé los gayumbos húmedos a un rincón con el pie —una propina para la camarera de la habitación, pensé con cierto sarcasmo— y abrí la cremallera del petate. No contenía más que ropa sucia (el día anterior me había propuesto buscar una lavandería, otro detalle que se me había pasado), pero al menos se trataba de ropa sucia seca. Me vestí y me dirigí hacia la recepción del motel por el asfalto agrietado del patio, y en el camino mi andar de zombi se reavivó gradualmente hasta convertirse en un arrastrarse de zombi. Me dolía la garganta cada vez que tragaba saliva. Una molestia nueva, para mayor diversión.

La recepcionista, ya cincuentona, era una pueblerina de expresión adusta, que en ese momento vivía la vida bajo un volcán de pelo rojo cardado. En su pequeño televisor, un presentador entrevistaba con entusiasmo a Nicole Kidman. Por encima del aparato colgaba una imagen enmarcada de Jesús entregando un cachorro a un niño y una niña. No me sorprendió en absoluto. Tierra adentro, la gente tiende a confundir a Jesucristo con Papá Noel.

—El grupo ya se ha marchado —anunció la recepcionista después de buscar mi nombre en el registro. Tenía el acento propio de la zona, que recuerda al sonido de un banjo desafinado—. Hará un par de horas que se han ido. Han dicho que viajarían derechos a Carolina del Norte.

—Estoy al corriente —respondí—. Ya no soy del grupo.

Ella enarcó una ceja.

—Diferencias creativas —añadí.

Levantó aún más la ceja.

—Me quedaré otra noche.

—Ajá, de acuerdo. ¿En efectivo o con tarjeta de crédito?

En dinero contante y sonante, me quedaban unos doscientos dólares, pero casi todo ese efectivo lo tenía ya reservado para la droga que, según esperaba, compraría en la feria, así que le di mi BankAmericard. Llamó por teléfono para verificar el saldo, y esperé mientras ella, con el auricular entre la oreja y el carnoso hombro, veía ahora un anuncio de paños de papel capaces, por lo visto, de secar líquidos derramados de un volumen equivalente al lago Michigan. Al reanudarse el programa de entrevistas, Tom Selleck se sumó a Nicole Kidman, mientras la pueblerina seguía a la espera. A ella aparentemente la espera le traía sin cuidado, pero a mí no. Sentía ya una comezón y empezaba a palpitarme la pierna mala. Justo cuando volvía la publicidad, la pueblerina se reanimó. Giró en su silla, miró por la ventana el deslumbrante cielo azul de Oklahoma y cruzó unas breves palabras. A continuación colgó y me entregó la tarjeta de crédito.

—Rechazada. Lo que me lleva a dudar si es conveniente aceptar el pago en efectivo. En el supuesto de que tengas.

El comentario iba con mala intención, pero la obsequié con mi mejor sonrisa.

—La tarjeta está operativa. Se han equivocado. Pasa continuamente.

—Entonces podrás rectificar el error en algún otro motel —contestó ella. (¡Rectificar! ¡Qué palabra tan altisonante para una pueblerina!)—. Hay cuatro más en esta misma manzana, pero no son gran cosa.

A diferencia de este Ritz-Carlton de carretera, pensé, pero dije:

—Vuelva a comprobar la tarjeta.

—Encanto, no me hace falta; me basta con mirarte —dijo.

Estornudé, volviendo la cabeza para contener el resoplido en la manga corta de mi camiseta de la Charlie Daniels Band. Lo cual no tenía importancia, dado que no la lavaba desde hacía ya un tiempo. Un tiempo considerable, para ser exactos.

—¿Qué quiere decir con eso, si puede saberse?

—Quiero decir que abandoné a mi primer marido cuando a él y a sus dos hermanos les dio por fumar piedra. No te ofendas, pero sé lo que tengo delante de los ojos. Esta noche pasada ya está cubierta, con la tarjeta de crédito del grupo, pero ahora que eres lo que llaman un «solista», las habitaciones se desocupan a la una.

—En la puerta dice que es a las tres.

Con una uña astillada, la recepcionista señaló un letrero colocado a la izquierda de la imagen de la Donación del Cachorro de Manos de Jesús: DURANTE LA FERIA ESTATAL, DEL 25 DE SEPTIEMBRE AL 4 DE OCTUBRE, LAS ABITACIONES SE DESOCUPARÁN A LAS 13 H.

—«Abitaciones» está mal escrito —indiqué—. Debería rectificarlo.

La mujer lanzó una ojeada al letrero y se volvió hacia mí.

—Así es, pero la parte en la que dice «13 h» no necesita rectificarse. —Consultó su reloj—. Eso te deja una hora y media. No me obligues a avisar a la policía, encanto. Durante la feria estatal abundan como moscas en una cagada de perro reciente, y se plantarán aquí en un santiamén.

—Esto es una idiotez —dije.

Esa es una época muy desdibujada en mi memoria, pero recuerdo su respuesta con la misma claridad que si acabara de pronunciarla a mi oído hace dos minutos:

—Ajá, encanto, esto es la realidad.

A continuación se volvió hacia el televisor, donde un imbécil bailaba claqué.

No pretendía pillar droga en pleno día, ni siquiera durante la feria estatal, así que me quedé en el Fairgrounds Inn hasta la una y media (solo por incordiar a la pueblerina). A esa hora cogí el petate con una mano y la guitarra enfundada con la otra, y me eché a andar. Hice un alto en una gasolinera de Texaco más o menos allí donde North Detroit Avenue pasa a llamarse South Detroit. Para entonces, mi andar había degenerado en un renqueo a babor y la cadera me palpitaba al ritmo del corazón. En el lavabo de hombres, me preparé y me administré la mitad del material en la concavidad por debajo del hombro izquierdo. Me invadió un estado de languidez. Comenzaron a remitir tanto el dolor de garganta como el de la pierna.

Mi pierna izquierda ilesa había pasado a ser mi pierna izquierda mala un día soleado del verano de 1984. Iba en una Kawasaki; el viejo gilipollas que venía en sentido contrario pilotaba un Chevrolet del tamaño de un yate a motor. Invadió mi carril y me dejó una sola alternativa: la cuneta blanda o la colisión frontal. Me decanté por la opción obvia y logré esquivar al gilipollas. El error fue intentar acceder de nuevo a la calzada a sesenta y cinco kilómetros por hora. Un consejo a los motoristas novatos: girar sobre grava a sesenta y cinco kilómetros por hora es una pésima idea. La moto quedó para el desguace y me partí la pierna por cinco sitios. Además me hice picadillo la cadera. Poco después descubrí los Placeres de la Morfina.

Con la pierna ya mejor y la comezón y las contracciones a raya, al salir de la gasolinera pude seguir adelante con algo más de brío, y para cuando llegué a la estación de autobuses de Greyhound, me preguntaba por qué me había quedado tanto tiempo con Kelly Van Dorn y su delirante grupo country. Tocar lacrimógenas baladas (en do mayor, por el amor de Dios) no era lo mío. Yo era un roquero, no un destripaterrones.

Compré un billete para el autocar de las doce de la mañana del día siguiente con destino a Chicago, y simultáneamente adquirí el derecho a guardar el petate y la Gibson SG —la única posesión valiosa que me quedaba— en la consigna. El billete me costó veintinueve dólares. Sentado en un cubículo de los lavabos, conté el resto. Ascendía a ciento cincuenta y nueve pavos, más o menos lo que preveía. El futuro pintaba ya mejor. Pillaría material en la feria, buscaría un sitio donde sobar —quizá un refugio para indigentes de la ciudad, quizá al aire libre—, y al día siguiente viajaría a Chicago con Greyhound, la compañía del gran perro gris. Había allí, como casi en todas las ciudades grandes, una bolsa de trabajo para músicos donde los instrumentistas se sentaban, contaban chistes, intercambiaban chismorreos y buscaban bolos. Para algunos, encontrarlos no era fácil (los acordeonistas, por ejemplo), pero siempre había algún grupo que necesitaba a un guitarrista rítmico competente, y yo era algo más que eso. Allá por 1992 podía tocar un poco como guitarra solista, si se me invitaba. Y si no estaba hecho caldo. Lo importante era llegar a Chicago y conseguir un bolo antes de que Kelly Van Dorn hiciera correr la voz de que yo no era de fiar, y la muy tarada era muy capaz de hacerlo.

Con un mínimo de seis horas por delante hasta la noche, me preparé el resto de la mierda y me lo metí donde mejor provecho podía sacarle. Resuelto esto, me compré una novela del Oeste en un quiosco, me senté en un banco con el libro abierto más o menos por la mitad y eché una cabezada. Cuando desperté en medio de una andanada de estornudos, eran las siete, hora de que el ex guitarra rítmico de Relámpago Blanco saliera en busca de un poco de mercancía de la buena.

Para cuando llegué a la feria, la puesta de sol era solo una encendida línea de color naranja en poniente. Pese a que quería reservar la mayor parte del dinero para mi compra, derroché algo en un taxi para llegar hasta allí, porque no me encontraba nada bien. No eran solo los acostumbrados dolores y contracciones propios de la bajada. Además, volvía a sentir irritación en la garganta. Notaba un zumbido agudo y molesto en los oídos, y una sensación de calor por todo el cuerpo. Me dije que esto último era normal, porque esa noche hacía un calor achicharrante. En cuanto a lo otro, tenía la convicción de que seis o siete horas de sueño lo resolverían. Podía descansar en el autocar. Quería ser todo lo que pudiera ser antes de reengancharme en el Ejército del Rock and Roll.

Pasé de largo ante la entrada principal de la feria, porque solo un idiota intentaría comprar heroína en una exposición de productos artesanales o una muestra ganadera. Más allá se hallaba la entrada al Parque de Atracciones Bell. Ese complemento de la Feria Estatal de Tulsa ya ha desaparecido, pero en septiembre de 1992 el Bell funcionaba a pleno rendimiento. En las dos montañas rusas —Zingo, de madera, y Wildcat, más moderna— los vagones viraban y reviraban dejando en su estela alegres chillidos después de cada curva cerrada y cada descenso suicida. Se formaban largas colas en los toboganes acuáticos, el Himalaya y el siniestro túnel del terror Phantasmagoria.

Prescindí de todo esto y avancé con parsimonia por el paseo central, entre los puestos de comida, donde los olores a masa frita y salchichas —normalmente tentadores— me revolvieron un poco el estómago. Vi a un individuo con la pinta oportuna en las inmediaciones de la barraca de lanzamiento de aro y estuve a punto de abordarlo, pero al acercarme me olí que era un estupa. La camiseta que llevaba (¡COCAÍNA, EL DESAYUNO DE LOS CAMPEONES!) era poco sutil. Seguí adelante, dejé atrás la galería de tiro, la barraca de los bolos de madera, la máquina de Skeeball, la Rueda de la Fortuna. Me encontraba cada vez peor, me ardía la piel y el zumbido me ensordecía. A causa de la irritación de garganta, hacía una mueca de dolor cada vez que tragaba saliva.

Más adelante había un enrevesado campo de minigolf. Lo utilizaban en su mayor parte adolescentes risueños, y tuve la sensación de que había llegado a la zona cero. Allí donde hay adolescentes en una noche de diversión hay camellos cerca que gustosamente los ayudan a maximizar dicha diversión. Y sí, en efecto vi a un par de individuos con la pinta oportuna. Por sus miradas esquivas y su pelo sucio los conocerán.

El paseo central terminaba en una bifurcación en T más allá del minigolf: un ramal partía de regreso al espacio ferial y el otro conducía hacia el autódromo. Yo no tenía el menor deseo de ir en ninguna de esas direcciones, pero venía oyendo a mi derecha extrañas crepitaciones eléctricas seguidas de aplausos, risas y exclamaciones de asombro. Ya cerca de la bifurcación, vi que cada crepitación iba acompañada de un fulgurante destello azul que recordaba a un rayo. Para ser más exactos, a los rayos de Lo Alto del Cielo. No pensaba en eso desde hacía años. Fuera cual fuese el número, había atraído a una considerable muchedumbre. Decidí que los espabilados que rondaban cerca del campo de minigolf bien podían esperar unos minutos. Esa clase de individuos nunca se marchan hasta que se apaga el neón, y yo quería ver quién producía semejantes rayos en esa noche calurosa y despejada de Oklahoma.

Una voz amplificada anunció: «Ahora que han visto el poder de mi Generador de Rayos —el único del mundo, se lo aseguro—, les ofreceré una demostración real del magnífico retrato que pueden adquirir mediante el desembolso de un retrato de Alexander Hamilton salido de sus carteras o monederos; una asombrosa demostración antes de abrir mi Estudio Eléctrico y concederles la oportunidad de posar para hacerse esta representación fotográfica única. Pero necesitaré un voluntario para que vean ustedes qué recibirán exactamente a cambio de los diez dólares mejor gastados de su vida. ¿Un voluntario? ¿Cuento con algún voluntario? No existe el menor riesgo, se lo aseguro. Vamos, amigos, siempre he oído decir que los “tempraneros”, como se conoce a los habitantes de Oklahoma, son famosos en los estados de la Unión por su valentía».

Se congregaba frente al estrado un nutrido público, cincuenta o sesenta personas. El telón de fondo, de lona, medía unos dos metros de ancho y seis de altura como mínimo. En él aparecía una fotografía casi tan grande como la imagen de una pantalla cinematográfica. Mostraba a una hermosa joven en lo que parecía una pista de baile. Tenía el pelo negro y lo llevaba recogido en lo alto de la cabeza en una serie de complicadas trenzas y mechones remetidos, un peinado que debía de haber requerido horas. Lucía un traje de noche sin tirantes, muy escotado, y por encima asomaba la suave curva de sus pechos. Unos pendientes de diamantes colgaban de sus orejas y un carmín de color rojo sangre realzaba sus labios.

Frente a la chica gigante del salón de baile se alzaba una cámara fotográfica antigua, una de esas del siglo XIX, con trípode y un paño negro para que el fotógrafo se cubriera la cabeza. Tal y como estaba situada, habría cabido pensar que solo retrataría a la chica del salón de baile de rodillas para abajo. Al lado, sobre un poste, había una bandeja de pólvora destellante. El responsable del número, con traje negro y chistera, mantenía una mano apoyada relajadamente en la cámara, y lo reconocí en el acto.

Hasta ahí mis recuerdos son claros, pero en cuanto a lo que ocurrió a continuación cabe la posibilidad de que me engañe la memoria, lo admito sin el menor reparo. Yo era un yonqui empedernido que había pasado a la aguja hacía dos años, al principio pinchándome solo bajo la piel pero cada vez más a menudo directo a la vena. Estaba desnutrido y muy por debajo de mi peso. Para colmo, tenía fiebre. Era gripe, y me había acometido deprisa. Al levantarme esa mañana, había pensado que se trataba solo del habitual moqueo del heroinómano, o un resfriado en el peor de los casos, pero cuando vi a Charles Jacobs de pie junto a aquella cámara antigua montada en un trípode, frente a un telón de fondo con el rótulo RETRATOS EN RELÁMPAGOS escrito por encima de la chica gigante, tuve la sensación de que vivía en un sueño. No me sorprendió ver a mi antiguo pastor, ahora con mechones grises en las sienes y arrugas (ligeras) en las comisuras de los labios. No me habría sorprendido ni aunque mis difuntas madre y hermana lo acompañaran en el escenario vestidas de conejitas del Playboy.

Un par de hombres levantaron la mano en respuesta a la petición de voluntarios, pero Jacobs se rio y señaló a la hermosa chica que se cernía por encima de su hombro.

—No dudo de que son ustedes dos tan valientes como el mismísimo diablo un sábado por la noche, pero ese vestido sin tirantes no les favorecería.

El comentario arrancó afables risas.

—Busco a una chica —dijo el hombre que me había mostrado el Lago Apacible cuando yo era solo un crío en pantalón corto—. ¡Busco a una chica guapa! Una tempranera guapa. ¿Ustedes qué opinan, amigos míos? ¿Coinciden conmigo o no?

Batieron palmas para manifestar lo mucho que coincidían con él. Y Jacobs, quien sin duda tenía ya el ojo puesto en alguien, señaló con el micrófono inalámbrico a una chica de la primera fila.

—¿Por qué no usted, señorita? ¡Más guapa imposible!

Yo estaba al fondo del todo, pero la muchedumbre pareció separarse ante mí como si poseyera una fuerza repelente mágica. Probablemente no hice más que abrirme paso a codazos, pero no lo recuerdo así, y si alguien me devolvió los codazos, tampoco lo recuerdo. Tuve la impresión de que flotaba hacia delante. Ahora todos los colores eran más intensos; el calíope del tiovivo y los gritos procedentes del Zingo, más sonoros.

El zumbido en mis oídos había ido en aumento hasta convertirse en un melodioso tañido: sol mayor séptima, creo. Avancé a través de un aromático ambiente de perfume, loción para después del afeitado y laca barata.

La tempranera guapa protestó, pero sus amigas no quisieron ni oírla. A empujones, la obligaron a avanzar, y ella subió por los peldaños del lado izquierdo del escenario, destellando sus muslos bronceados bajo el dobladillo deshilachado de la minifalda vaquera. Por encima de la falda llevaba una blusa verde que era alta en el cuello pero dejaba a la vista, coquetamente, dos centímetros de cintura. Exhibía una larga melena rubia. Varios hombres silbaron.

—¡Toda chica guapa lleva su propia carga positiva! —dijo Jacobs al público, y se quitó la chistera con una floritura.

Lo vi apretar el puño de la mano con que la sostenía. Por un instante me asaltaron sensaciones que no experimentaba desde aquel día en Lo Alto del Cielo: carne de gallina en los brazos, el vello erizado en la nuca, el aire demasiado denso en los pulmones. De repente la bandeja situada junto a la cámara estalló por efecto de algo que desde luego no era pólvora destellante, y un deslumbrante resplandor azul iluminó el telón de fondo. El rostro de la chica del traje de noche se desdibujó. Cuando el fogonazo se desvaneció, vi en su lugar —o creí ver— la cara de la pueblerina cincuentona que me había echado del Fairgrounds Inn unas nueve horas antes. Luego reapareció la chica del vestido escotado de lentejuelas.

Aquello causó la admiración del público y también la mía… pero no me sorprendió del todo. El reverendo Jacobs y sus trucos de siempre, no era más que eso. Tampoco me sorprendió cuando rodeó a la chica con el brazo, la volvió de cara a nosotros, y por un momento creí que era Astrid Soderberg, de nuevo a los dieciséis años y preocupada por el riesgo de embarazo. Astrid, la que a veces me echaba el humo de sus Virgina Slim en la boca, provocándome erecciones memorables.

Al cabo de unos segundos volvía a ser solo una tempranera guapa, llegada de la granja y lista para una noche de diversión.

El ayudante de Jacobs, un chico con granos en la cara y el pelo mal cortado, se apresuró a sacar una silla de madera normal y corriente. La colocó frente a la cámara y acto seguido, con actitud cómica, quitó el polvo a la anticuada levita de Jacobs.

—Siéntese, encantadora señorita —dijo Jacobs a la vez que acompañaba a la chica hasta la silla—. Le prometo que pasará un buen rato, un rato increíble.

Con un movimiento de cejas, dio una indicación a su joven ayudante, y este imitó un tembleque eléctrico. El público se desternilló. Jacobs posó los ojos en mí, que estaba ya en primera fila, la apartó y volvió a mirarme. Después de detenerse a pensar por un instante, dejó vagar de nuevo la vista.

—¿Me dolerá? —preguntó la chica, y entonces vi que en realidad no se parecía apenas a Astrid. Claro que no. Era mucho más joven de lo que mi primera novia habría sido en ese momento… y dondequiera que Astrid estuviese, su apellido casi con toda seguridad no era ya Soderberg.

—Para nada —aseguró Jacobs—. Y su retrato, a diferencia del de cualquier otra dama que se atreva a dar un paso al frente, será…

Desvió la mirada y la dirigió de nuevo al público, esta vez directamente a mí.

—… gratis.

Sin dejar de parlotear, sentó a la chica en la silla, pero ahora se lo notaba un tanto vacilante, como si hubiera perdido el hilo. Siguió lanzándome miradas mientras su ayudante tapaba los ojos a la chica con una venda blanca de seda. Si Jacobs estaba alterado, el público no se dio cuenta; una chica guapa y menuda iba a ser fotografiada a los pies de una chica preciosa y gigantesca —y con los ojos vendados, para colmo—, y todo eso era muy interesante. Como también lo era el hecho de que la chica real enseñaba mucha pierna y la del telón de fondo enseñaba mucho escote.

—¿Quién va a querer —empezó a decir la chica guapa, y Jacobs de inmediato le acercó el micrófono a la boca para que compartiera la pregunta con todo el público— un retrato mío con los ojos tapados?

—¡Desde luego el resto del cuerpo no lo tienes tapado, encanto! —exclamó alguien, y el público prorrumpió en afables vítores.

La chica allí sentada apretó las rodillas, pero también ella sonreía un poco. Era la clásica sonrisa con la que uno decía: me lo tomo deportivamente.

—Querida, va a llevarse una sorpresa, creo yo —dijo Jacobs. A continuación se volvió para hablar al público—. ¡La electricidad! ¡Pese a ser algo que damos por sentado, es el mayor prodigio natural de nuestro mundo! ¡En comparación, la gran pirámide de Guiza no es más que un hormiguero! ¡La electricidad es el fundamento de nuestra civilización moderna! Algunos afirman que la comprenden, señoras y señores, pero nadie comprende la electricidad secreta, esa fuerza que cohesiona el mismísimo universo en un todo armónico. ¿La comprendo yo? No, no la comprendo. No plenamente. ¿Cómo se llama, señorita?

—Cathy Morse.

—Cathy, según un viejo dicho, la belleza está en la mirada de quien la contempla. Esta noche usted y yo, y todos los presentes, vamos a ver que ese dicho es cierto, y cuando usted se marche, tendrá un retrato que podrá enseñar a sus nietos. ¡Un retrato que ellos enseñarán a sus propios nietos! Y esos descendientes aún no nacidos también se maravillarán, como que me llamo Dan Jacobs.

Pero no es así como te llamas, pensé.

Yo me balanceaba, como al son de la música del calíope y de la música que oía en mis oídos. Al tratar de permanecer inmóvil, descubrí que me era imposible. Tenía en las piernas una sensación de extraña flacidez, como si estuvieran extrayéndome los huesos centímetro a centímetro.

Tú eres Charles, no Dan. ¿Crees que no reconozco al hombre que devolvió la voz a mi hermano?

—¡Ahora, señoras y señores, conviene que se protejan los ojos!

El ayudante se los cubrió en un gesto teatral. Jacobs dio media vuelta, levantó el paño negro situado detrás de la cámara y desapareció debajo.

—¡Cierre los ojos, Cathy! —indicó en voz alta—. Incluso con venda, un pulso eléctrico de esta intensidad puede cegar. Contaré hasta tres. ¡Uno… dos… y… tres!

Nuevamente percibí aquella extraña densidad en el aire, y no era yo el único; el público retrocedió uno o dos pasos. A continuación se oyó un chasquido seco, como si alguien acabase de chascar los dedos junto a mi oído derecho. El mundo se iluminó en un estallido de luz azul.

Oooohhh, exclamó la multitud. Y cuando volvieron a ver y descubrieron lo que había ocurrido en el telón de fondo: ¡OOOOOOHHHHHHH!

El traje de noche era el mismo: amplio escote, lentejuelas plateadas. La tentadora curva del busto era la misma, como lo era también el elaborado peinado. Pero ahora la imagen tenía los pechos más pequeños y el cabello era rubio en lugar de negro. También el rostro había cambiado. Era Cathy Morse, allí de pie en la pista de baile. Parpadeé, y la tempranera guapa había desaparecido. Volvía a ser Astrid, Astrid tal como era a los dieciséis años, el amor de mis días y la lujuria por fin correspondida de mis noches.

El público exhaló un leve suspiro de asombro, y a mí me asaltó una idea que era descabellada y convincente a la vez: también ellos veían a personas de su propio pasado, aquellos que o bien se habían ido, o bien habían cambiado por el fluido paso del tiempo.

De pronto era solo Cathy Morse, pero eso era ya de por sí bastante asombroso: Cathy Morse, de seis metros de altura, ataviada con la clase de vestido caro que nunca tendría en la vida real. Allí estaban los pendientes de diamantes, y aunque el carmín de la chica sentada en la silla era de color rosa caramelo, el de la Cathy gigante que se alzaba detrás de ella era de un rojo intenso.

Tampoco se veía ni rastro de la venda.

El mismo reverendo Jacobs de siempre, pensé, pero ha aprendido algún que otro truco mucho más impresionante que el Jesús Eléctrico que cruzaba el Lago Apacible o el cinturón de tela con un motor de juguete dentro.

Salió de debajo del paño negro, lo echó atrás y extrajo una placa de la parte posterior de la cámara. La mostró a los espectadores, y estos exclamaron otra vez ¡OOOOOOHHHHHHH! Jacobs saludó con una inclinación de cabeza y después se volvió hacia Cathy, que parecía en extremo perpleja. Él sostuvo la placa ante ella y dijo:

—Puede quitarse la venda, Cathy. Ya no hay peligro.

Ella se bajó la venda y vio el retrato en la placa: una chica de Oklahoma transformada de algún modo en una suntuosa cortesana francesa de vida alegre. Se llevó las manos a la boca, pero Jacobs tenía el micrófono justo allí y todo el mundo oyó su Dios mío.

—¡Ahora dese la vuelta! —indicó Jacobs.

Ella se puso en pie, se volvió, miró y se tambaleó al ver su propia imagen, ahora de seis metros de altura y engalanada con los oropeles de las clases altas. Jacobs le rodeó la cintura con un brazo para que no se cayera. Volvió a apretar el puño con el que sostenía el micro, que ocultaba también algún tipo de dispositivo de control, y esta vez el público no solo ahogó una exclamación. Se oyeron incluso gritos.

La Cathy Morse gigantesca ejecutó un lento giro, como una modelo en la pasarela, revelando la espalda del vestido, mucho más escotada que la parte delantera. Miró por encima del hombro… y guiñó un ojo.

Jacobs no se olvidó del micro —saltaba a la vista que tenía mucha experiencia en eso—, y el público oyó la segunda exclamación de la Cathy real con la misma claridad con que había oído la primera: «¡Joder, Dios mío!».

La gente se echó a reír. La vitorearon. Y cuando vieron su intenso rubor, la vitorearon más aún. Por encima de Jacobs y la chica, la Cathy gigantesca estaba cambiando. El cabello rubio se enturbió. Las facciones se desdibujaron, pese a que el carmín rojo siguió igual de intenso, como la sonrisa del Gato de Cheshire en Alicia.

Al cabo de un momento allí estaba la chica original. La imagen de Cathy Morse había dejado de existir.

—Pero esta otra versión nunca desaparecerá —dijo Jacobs, sosteniendo en alto nuevamente la anticuada placa—. Mi ayudante la sacará en papel y la enmarcará, y puede usted pasar a recogerla antes de marcharse a casa esta noche.

—¡Cuidado, maestro! —exclamó alguien desde la primera fila—. ¡La chica va a desmayarse!

Pero no se desmayó. Solo se tambaleó un poco.

Fui yo quien se desmayó.

Cuando volví a abrir los ojos, estaba en una cama de matrimonio. Una manta me cubría hasta la barbilla. Cuando miré a mi derecha, vi una pared revestida de paneles de madera de imitación. Cuando miré a mi izquierda, vi un agradable espacio de cocina: nevera, fregadero, microondas. Más allá, la zona de estar incluía un sofá, una mesa de comedor con cuatro sillas, e incluso una butaca frente al televisor empotrado. No podía estirar el cuello lo suficiente para ver la cabina, pero como músico ambulante que había recorrido decenas de miles de kilómetros en vehículos similares (aunque pocos tan bien arreglados como ese) supe dónde estaba: en una amplia autocaravana, probablemente una Bounder. La casa de alguien lejos de casa.

Yo tenía fiebre, ardía. Me notaba la boca seca como el polvo de la carretera. Además, me estaba entrando un mono tremendo. Aparté la manta y de inmediato empecé a temblar. Una sombra se proyectó sobre mí. Era Jacobs, con una cosa hermosa en la mano: zumo de naranja en un vaso alto del que asomaba una pajita curva. Lo único mejor habría sido una jeringuilla cargada, pero todo a su debido tiempo. Tendí la mano hacia el vaso.

Antes volvió a taparme con la manta y apoyó una rodilla en el suelo junto a la cama.

—Despacio, Jamie. Ahora eres un americano enfermo, me temo.

Bebí. Me sentó de maravilla en la garganta. Intenté coger el vaso para apurarlo de un trago, pero él lo alejó.

—Despacio, he dicho.

Dejé caer la mano y me dio otro sorbo. El zumo pasó bien, pero al tercer trago se me contrajo el estómago y volvieron los temblores. Eso no era la gripe.

—Necesito pillar droga —dije. No era esa precisamente la manera en que habría deseado volver a presentarme ante mi antiguo pastor y primer amigo adulto, pero un yonqui en su momento de necesidad no siente pudor. Además, quizá él mismo guardaba algún que otro secreto. ¿Por qué, si no, utilizaba el nombre de Dan en lugar de Charles, Dan Jacobs?

—Sí —dijo—. He visto las marcas de la aguja. Y tengo pensado suministrarte al menos hasta que hayas superado el virus que te ronda por el organismo. O de lo contrario empezarás a vomitar toda la comida que intente darte, y eso no nos conviene, ¿verdad? No cuando estás al menos veinte kilos por debajo de tu peso.

Sacó del bolsillo un frasco marrón de un gramo. Llevaba una cuchara minúscula acoplada al tapón. Tendí la mano. Él movió la cabeza en un gesto de negación y apartó el frasco.

—El mismo trato. Yo impongo el ritmo.

Desenroscó el tapón, extrajo una cucharadita de polvo blanco sucio y la sostuvo bajo mi nariz. Esnifé por el orificio derecho. Extrajo otra cucharadita, y me la administré por el orificio izquierdo. No era lo que yo necesitaba —no lo suficiente, para ser exactos—, pero los temblores empezaron a remitir, como también la sensación de que de un momento a otro tal vez vomitara aquel agradable zumo de naranja frío.

—Ahora puedes echar una cabezada —dijo—. O una siesta, si prefieres llamarlo así. Voy a prepararte un poco de caldo de pollo. No como el que te hacía tu madre. Una sopa Campbell vulgar y corriente, que es lo que tengo.

—No sé si lo retendré —contesté, pero resultó que sí lo hice.

Cuando me acabé el tazón, que él sostuvo, le pedí más droga. Me administró otras dos dosis muy escasas.

—¿De dónde la ha sacado? —pregunté mientras él volvía a guardarse el frasco en el bolsillo delantero de los vaqueros que ahora llevaba.

Sonrió. La cara se le iluminó y volvió a ser un hombre de veinticinco años con una mujer a quien quería y un hijo pequeño a quien adoraba.

—Jamie —respondió—, hace ya mucho tiempo que hago el circuito de los parques de atracciones y las ferias ambulantes. Si no fuera capaz de encontrar droga, estaría ciego o sería idiota.

—Necesito más. Necesito un chute.

—No, un chute es lo quieres, y no vas a conseguirlo de mí. No cuentes conmigo para colocarte, no tengo el menor interés en eso. Sencillamente no quiero que te entren las convulsiones y mueras en mi catre. Ahora duérmete. Son casi las doce de la noche. Si por la mañana estás mejor, hablaremos de muchas cosas, entre ellas de cómo desengancharte de eso que te tiene atrapado. Si no estás mejor, te llevaré al St. Francis o al centro médico de la Universidad Estatal de Oklahoma.

—Va a hacerle falta mucha suerte para que me acepten —dije—. Estoy a un paso de la quiebra y mi plan de asistencia médica se reduce a comprar paracetamol en la farmacia más a mano.

—En palabras de Scarlett O’Hara: «Ya nos preocuparemos de eso mañana, porque mañana será otro día».

—Memeces —grazné.

—Si tú lo dices.

—Deme un poco más.

Para mí, las exiguas dosis que me había dispensado eran casi tan útiles como un Marlboro Lights para un hombre que lleva toda la vida fumando un Chesterfield King tras otro, pero incluso esas mínimas dosis eran mejor que nada.

Se detuvo a pensar y a continuación me suministró otros dos toques. Más escasos aún que el último par.

—Mira que darle heroína a un enfermo con semejante gripazo —comentó, y ahogó una risa—. Debo de estar loco.

Eché un vistazo bajo la manta y vi que me había desvestido, dejándome en calzoncillos.

—¿Dónde está mi ropa?

—En el armario. La he separado de la mía, lamento decir. Huele un poco a tigre.

—Llevo la cartera en el bolsillo delantero de los vaqueros. Dentro hay un recibo de la consigna para recuperar el petate y la guitarra. La ropa da igual, pero la guitarra no.

—¿En la estación de autobuses o en la del ferrocarril?

—La de autobuses.

Quizá la droga fuese solo polvo, y administrado en cantidades medicinales, pero o bien era un material de excelente calidad, o bien mi organismo consumido era especialmente sensible a los efectos. El caldo me calentaba el vientre, y los párpados me pesaban como lastres de una ventana de guillotina.

—Duérmete, Jamie —dijo, y me dio un ligero apretón en el hombro—. Para vencer ese virus, tienes que dormir.

Me recosté en la almohada. Era mucho más mullida que la de mi habitación en el Fairgrounds Inn.

—¿Por qué se hace llamar Dan?

—Porque ese es mi nombre: Charles Daniel Jacobs. Y ahora duérmete.

Esa era mi intención, pero antes debía hacerle otra pregunta. Los adultos cambian, desde luego, pero, a menos que los aqueje una enfermedad debilitante o queden desfigurados en un accidente, por lo general los reconocemos. Los niños, en cambio…

—Me ha reconocido. Me he dado cuenta. ¿Cómo?

—Porque tu madre está presente en tu cara, Jamie. Espero que Laura siga bien.

—Murió. Ella y Claire, las dos.

No sé cómo se lo tomó. Cerré los ojos, y al cabo de diez segundos estaba en otro mundo.

Cuando desperté, me había bajado la fiebre, pero temblaba de mala manera. Jacobs me puso un termómetro de tira plástica en la frente, lo sostuvo durante más o menos un minuto y movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

—Quizá sobrevivas —dictaminó, y me dio otras dos insignificantes dosis del frasco marrón—. ¿Te ves capaz de levantarte y comer unos huevos revueltos?

—Primero tengo que ir al baño.

Me señaló el camino. Sujetándome aquí y allá, entré en el pequeño cubículo. Solo necesitaba orinar pero, en mi estado de debilidad, no me tenía en pie, así que me senté y lo hice como una mujer. Cuando salí, él revolvía huevos y silbaba. Me gruñó el estómago. Intenté recordar cuándo había comido por última vez algo más consistente que una sopa de lata. Me vinieron a la memoria unos fiambres en el camerino antes del último bolo, hacía dos noches. Si después había comido algo más, no me acordaba.

—Ingiere despacio —aconsejó, y dejó el plato en la mesa—. No querrás echarlo todo nada más acabar, ¿verdad?

Comí despacio y rebañé el plato. Sentado frente a mí, se tomó un café. Cuando le pedí un poco, me dio media taza, con mucha leche.

—El truco del retrato —dije—. ¿En qué consiste?

—¿Truco? Me ofendes. La imagen del telón de fondo está recubierta de una sustancia fosforescente. La cámara es también un generador eléctrico…

—Hasta ahí llego.

—El destello es muy potente y muy… especial. Proyecta la imagen del sujeto sobre la de la chica del traje de noche. No permanece mucho tiempo; la superficie es demasiado grande. Los retratos que vendo, en cambio, duran mucho más.

—¿Tanto como para que esa chica pueda enseñárselo a sus nietos? ¿En serio?

—Bueno, no tanto.

—¿Cuánto tiempo?

—Dos años, poco más o menos.

—Y para entonces usted ya andará lejos.

—Exacto. Y las imágenes que de verdad importan… —Se tocó la sien con el dedo—. Esas quedan aquí arriba. Para todos nosotros. ¿No estás de acuerdo?

—Pero… reverendo Jacobs…

Vi un momentáneo asomo del hombre que había pronunciado el Sermón Tremebundo allá en los tiempos en que Lyndon B. Johnson era presidente.

—No me llames así, por favor. Basta con un simple Dan. Ahora soy ese: Dan el Retratista de los Relámpagos. O Charlie, si te resulta más cómodo.

—Pero la chica del telón de fondo se dio la vuelta, un giro de trescientos sesenta grados.

—Un sencillo truco de proyección cinematográfica. —Pero desvió la mirada al decirlo. Luego la fijó de nuevo en mí—. ¿Quieres curarte?

—Ya estoy casi curado. Debe de haber sido uno de esos estados de veinticuatro horas.

—No es un estado de veinticuatro horas; es la gripe. Y si intentas marcharte de aquí e ir a la estación de autobuses, recaerás de pleno antes de las doce del mediodía. Quédate, y entonces sí, probablemente te curarás del todo dentro de unos días. Pero yo no hablaba de la gripe.

—Estoy bien —dije, pero esta vez me tocó a mí desviar la mirada.

Fue el pequeño frasco marrón lo que me obligó a dirigir los ojos de nuevo al frente y al centro. Jacobs lo sostenía por la cucharilla, suspendido de su pequeña cadena plateada, y lo hacía oscilar como si se tratara del amuleto de un hipnotizador. Alargué el brazo. Retiró el frasco.

—¿Cuándo tiempo hace que consumes?

—¿Heroína? Unos tres años. —Hacía seis—. Tuve un accidente de moto. Me destrocé la cadera y la pierna. Me dieron morfina…

—Lógicamente.

—… y luego me pasaron a la codeína. Como eso no me hacía efecto, empecé a complementar las pastillas con jarabe para la tos. Hidrato de terpina. ¿Te suena?

—¿Tú qué crees? En el circuito lo llaman «la ginebra del soldado».

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