Reina

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10 Keira

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10Keira

Un tono del teléfono que no me resulta conocido me despierta de una pesadilla. En ella, tengo las manos atadas a la espalda y estoy de rodillas, suplicándole a un desconocido que me mate.

Me incorporo hasta sentarme en la cama con un escalofrío, y el terror de la pesadilla va disminuyendo a medida que abro los ojos y me descubro en una habitación oscura. Extiendo el brazo para coger el móvil, porque el tono suena de nuevo, y uso el brillo de la pantalla para iluminar la habitación. Tengo un palpitante dolor de cabeza.

La habitación de Mount.

Anoche.

El vodka.

—¡Joder! —Salgo de un salto de la cama, al recordar lo que tengo que hacer hoy.

Tengo una cita a las diez de la mañana en el banco. Se supone que tengo que sacar el dinero, meterlo en una bolsa de deporte y después rodear la manzana y arrojar la bolsa de deporte por la ventanilla trasera de un Chevrolet Suburban negro que estará aparcado en la acera.

He repasado el plan tantas veces que estoy lista para ponerlo en marcha.

Una corriente de aire frío recorre la habitación y me endurece los pezones. Me los cubro con las manos y me sorprendo al tocarme la piel.

¿Qué narices? No me quedé dormida desnuda.

Eso significa… Recorro la habitación a oscuras en busca del hombre que debió de desnudarme anoche, pero no oigo el menor ruido.

Uso el brillo de la pantalla del móvil para llegar hasta la puerta y pulsar el interruptor de la luz. Sí, estoy desnuda.

Ese cabrón…

Miro la hora que marca la pantalla del teléfono móvil y me convenzo de que sigo borracha al ver el recordatorio de la cita. A las doce. Lo que es dentro de un cuarto de hora. ¿Por eso el tono del teléfono que me ha despertado me resultaba desconocido?

Parpadeo dos veces, porque es imposible que sea la hora que estoy viendo. Puse dos alarmas para no perderme la cita con mi no tan difunto marido. Es imposible que me haya quedado dormida, ¿o no?

Pulso sobre el recordatorio y leo el texto completo.

La cita de las diez está solucionada. Sin embargo, tu acreedor requiere tu presencia en su despacho privado a las doce del mediodía, porque tienes deudas que pagar y los plazos han vencido. Abre el cajón de la mesilla. Ponte lo que hay dentro. Tráeme la caja de cuero por la puerta que intentaste abrir anoche. No hables hasta que se te hable.

La última frase hace que la mano me arda por el deseo de darle un bofetón, pero el resto del misterioso mensaje me distrae.

¿Qué significa eso de que mi cita de las diez está solucionada? ¿Significa que le ha pagado a Brett o que…?

No quiero ni pensar en la alternativa, porque lo único que me importa ahora mismo es la seguridad de mi familia. Pulso el icono de los contactos y busco el número de mi madre. La llamo y empiezo a pasear de un lado para otro de la habitación mientras espero a que me conteste.

No lo hace. Y el alegre mensaje de su contestador no me sirve de consuelo.

—¡Siento no poder atender tu llamada! Es probable que me hayas pillado en el campo de golf. Mándame un mensaje de texto y te devolveré la llamada cuando acabe el hoyo dieciocho.

El siguiente es el móvil de mi padre. Da dos tonos antes de que conteste la llamada y suspiro, aliviada.

—Ah, menos mal.

—¿Qué pasa? ¿Ha sucedido algo en la destilería?

En ese momento, la voz gruñona de mi padre es lo mejor que he oído en la vida. Ni siquiera me importa que la jubilación no lo haya cambiado y que la destilería siga siendo lo más importante para él.

—No, nada. Solo quería asegurarme de que mamá y tú estáis bien. ¿Todo va bien?

—¿Has tenido un mal presentimiento o algo? ¿Por eso llamas para esto? —me pregunta mi padre, siempre tan supersticioso.

Trago saliva para librarme del miedo que me ha provocado un nudo en el estómago después de oír el mensaje de mi madre.

—Más o menos. Me he preocupado al ver que mamá no cogía el teléfono.

—Estamos bien. Ha salido con Jury para hacerse la manicura. A saber por qué, pero anoche decidió presentarse en casa y solo traía una mochila. Te juro por Dios que esa muchacha no va a madurar nunca. Es demasiado mayor para que siga comportándose así.

—¿Jury está con vosotros? ¿Ha dicho por qué? —Me alegra oírlo, de hecho. Un miembro de la familia del que me puedo despreocupar, porque sé que sigue respirando aun después de no haber cumplido mi parte del trato con Brett.

La tensión que se había apoderado de mi espalda me abandona poco a poco.

—Según ella, ha dejado el trabajo y está buscando otro. Necesita un sitio donde pasar una temporada y supuso que si venía a vernos, mataba dos pájaros de un tiro. Como empiece a bailar en los bares de la zona, no podré poner un pie en el club.

Cierro los ojos, agradecida al oír a mi padre protestar sobre mi hermana como es habitual en él, en vez de la espantosa alternativa.

—Estoy segura de que no lo hará, papá. ¿Has hablado últimamente con Imogen?

Masculla algo.

—Está demasiado ocupada como para hablar con cualquiera de nosotros. Esta mañana me ha enviado un mensaje de texto diciéndome que ha solicitado entrar en no sé qué programa de posdoctorado y que necesita cartas de referencia de personas ajenas a la familia. Eso sí, no quería mi ayuda para conseguirlas. Solo sugerencias para decidir a quién se las pedía.

Eso también es muy típico de mi hermana. Está decidida a hacerlo todo por sí misma, aunque eso signifique que le costará diez veces más conseguir lo que quiere. Es como si le asustara la posibilidad de que pedir ayuda minimice sus logros.

«¿No te resulta familiar?», me pregunta la voz de la conciencia con tono burlón. Le ordeno que se calle.

—Bueno, entonces ¿todo va bien? ¿Has mejorado ya jugando al golf?

—Sí, sí. Estoy más aburrido que una ostra. Soy el presidente de la asociación de vecinos, pero estoy pensando en aceptar un par de trabajos como asesor para mantenerme ocupado. No me puedo pasar la vida entera jugando al golf. Tu madre me arrastra al campo todos los días.

—Papá…

—Ni se te ocurra decirle que he dicho eso. Ya lo hemos solucionado. No estoy hecho para la jubilación. Es la decisión más ridícula que he tomado en la vida.

—¿Y si intentas relajarte?

Resopla.

—¿Te has aplicado el cuento últimamente?

Ni siquiera puedo empezar a explicarle en lo que se ha convertido mi vida, así que le concedo la victoria.

Touché.

—Hija mía, he trabajado mucho y he apostado sin miedo. No esperes a tener mi edad para divertirte. Deberías salir a buscar un hombre de verdad antes de que seas demasiado mayor.

—¡Papá!

—¿Qué? Ambos sabemos que tengo razón. Ese cabrón no te merecía. Era un caradura. No dejes que el siguiente te engañe, hija mía. Asegúrate de conocerlo bien desde el primer momento.

Esbozo una sonrisa tristona, aunque no puede verme.

—Claro, papá. Pero tiene que pasar muchísimo tiempo antes de que eso suceda.

—Nunca se sabe. Somos irlandeses. Creemos en el destino. El hombre adecuado te encontrará y cuando descubra lo que tiene delante, no te dejará marchar.

Ese seguramente sea el halago más grande que me ha hecho mi padre en la vida, además de la confianza que depositó en mí cuando me vendió la destilería y permitió que su jubilación dependiera de mi gestión de esta.

Se me llenan los ojos de lágrimas.

—Gracias, papá. Te quiero.

—Yo también te quiero, Keir. Llámame si necesitas un asesor para algo. Sé unas cuantas cosas sobre whisky irlandés.

—Serás el primero a quien llame.

Cortamos la llamada, y el calorcito que me ha provocado el cumplido de mi padre desaparece en cuanto suena otra alarma en el móvil y el recordatorio aparece en la pantalla.

Tienes diez minutos para seguir mis instrucciones o enfrentar las consecuencias.

—¡Mierda!

No quiero saber qué ha planeado Mount para hoy, pero hay una cosa que tengo muy clara: necesito respuestas. ¿Qué significa la nota sobre la primera cita del día? Necesito saberlo.

Arrojo el móvil a la cama y lo miro furiosa mientras me pregunto cómo ha entrado en mi calendario para manipularlo, aunque ese no es el problema en el que debo concentrarme ahora mismo.

Miro la mesilla negra lacada y doy dos pasos hacia ella para abrir el primer cajón. En el interior hay una caja de una tienda de lencería carísima en la que nunca he imaginado siquiera comprar. La saco, la abro y aparto el papel de seda para revelar un corsé, un liguero de encaje y unas medias tan finas que deben de ser de seda.

Miro bien en la caja en busca de la última prenda que supongo que me he dejado dentro, pero no hay tanga ni bragas. Miro en el cajón, pero lo único que contiene es una caja negra de cuero.

En ellas nunca hay nada bueno, pienso y resoplo, pero al parecer la voz de mi conciencia quiere hacer de abogada del diablo: «Menos cuando te provocan orgasmos…»

¿Quiero abrirla? Sopeso la pregunta durante medio segundo antes de hacerlo.

«¿Qué coño es esto?», me pregunto.

Sobre un lecho de terciopelo descansa una mordaza de bola y un dilatador anal de plata, más grande que el anterior.

Si espera que me…

La alarma del móvil suena de nuevo, anunciando otro recordatorio.

Te quedan cinco minutos. Los zapatos te esperan al otro lado de la puerta.

Ese gilipollas arrogante… No pienso esperar cinco minutos. Tiene un montón de cosas que explicarme.

Cojo la caja de cuero y doy un paso hacia la puerta cuya cerradura intenté abrir anoche con una horquilla. Me detengo antes de dar un segundo paso.

¿Me pongo la lencería y obedezco?

Miro mi cuerpo desnudo y tomo una honda bocanada de aire. Ni de coña voy a entrar ahí así.

Extiendo un brazo para coger la lencería y me detengo al darme cuenta de que apesto a alcohol.

¡Puaj! No estoy dispuesta a mancillar unas prendas tan bonitas poniéndomelas sin haberme duchado antes. Además… tal vez si aparezco sumisa y obediente, obtendré las respuestas que busco más rápido que si le hago una peineta a Mount y desafío sus órdenes.

El reloj del móvil me informa de que he malgastado otro minuto deliberando, lo que significa que tengo exactamente cuatro para lavarme y ponerme la lencería.

A la mierda. Corro al cuarto de baño, cojo el cepillo de dientes y la pasta de la encimera y entro en la enorme ducha, tras lo cual abro el grifo del agua caliente. Me cepillos los dientes sin importarme si es o no el cepillo de Mount, mientras borro de mi cuerpo las huellas de la noche anterior.

Consciente de que estoy agotando los últimos segundos, cierro el grifo, casi escaldándome en el proceso, y cojo una esponjosa toalla con la que me envuelvo.

Dejo los objetos prestados otra vez en la encimera y me seco lo más rápido que puedo antes de ponerme el corsé y atarme la cinta de seda con un lazo. Me pongo las medias con muchísimo cuidado, porque no quiero hacerles una carrera mientras me las subo por las piernas. Por fin, me pongo el liguero y engancho los clips a la parte superior de las medias.

Oigo un último aviso procedente del móvil y me dan ganas de estampar ese chisme contra la pared. En cambio, leo el último recordatorio.

Llegas tarde. Me cobraré cada minuto con tu culo.

Siento un escalofrío que me recorre el cuerpo y me endurece los pezones, aunque me digo que esas palabras no presagian nada bueno. Miro el dilatador anal. ¿Qué narices significa eso de que se lo cobrará con mi culo?

Corro hacia la puerta y estoy a punto de tropezarme con unos zapatos negros de tacón altísimo que, la verdad, no pueden tener otro nombre mejor que «zapato de putón». Aunque en este caso son de los carísimos.

Ni me lo pienso antes de ponérmelos. Toco el pomo de la puerta, pero recuerdo al instante que me he dejado una cosa atrás y corro de vuelta a la cama para coger la caja de cuero.

El reloj del móvil marca las 12.05. Tardísimo.

Joder. Esto no va a ser bueno.

Corro de nuevo hacia la puerta y me detengo para girar el pomo y abrir.

La estancia en la que intenté forzar mi entrada anoche no es el infame cuarto rojo del dolor como había imaginado, sino un despacho. Por algún motivo desquiciado, siento una leve decepción. Pensaba que Mount tendría alguna habitación guarrilla entre sus aposentos, pero al parecer no es el pervertido sexual por el que yo lo he tomado.

O a lo mejor es que todavía no la he encontrado.

Sus ojos oscuros se clavan en mi cuerpo desde detrás de su enorme mesa, muy similar a la de su otro despacho, mientras entro en la estancia y cierro la puerta. Se oyen voces procedentes de su teléfono porque tiene activado el manos libres y caigo en la cuenta de que debe de ser una llamada de negocios.

Me hace un gesto con un dedo para que me acerque.

—Ahora que todos estamos presentes, vamos a empezar. Yakamora, tienes la palabra.

Yakamora, un nombre que no me resulta conocido, empieza a hablar sobre las fluctuaciones del mercado y advierte en contra del riesgo. No sé si Mount le está prestando atención, porque su mirada no abandona la mía en ningún momento mientras camino hacia él con mis altísimos tacones, llevando la caja de cuero en la mano.

—Entiendo tu aversión al riesgo, pero ninguno estaríamos aquí si no los hubiéramos corrido —replica Mount—. Casso, ¿te apetece compartir tu opinión?

Una voz con un fuerte acento italiano reverbera en la estancia, pero no le presto atención a sus palabras, porque acabo de detenerme a unos pasos de Mount. Su oscura mirada recorre los zapatos de tacón, las medias negras transparentes, se detiene en el piercing un instante y sigue subiendo por el liguero hasta llegar al corsé.

—El hecho de que esos métodos hayan funcionado para la vieja guardia no significa que tengamos que continuarlos. Si queremos mantener el control de lo que está sucediendo, tenemos que hacerlo como un frente unido —dice Mount mientras su mirada llega por fin a mi cara.

Justo cuando el japonés empieza a protestar, Mount extiende una mano hacia mí con la palma hacia arriba.

¿Qué quiere?, me pregunto un instante antes de comprender que está esperando que le entregue la caja que llevo en la mano. Se la entrego, en parte aterrada y en parte emocionada por la idea de que use conmigo cualquiera de los dos objetos que contiene.

¿Qué narices me pasa? No debería desear esto.

Pero lo hago.

Ahora que sé que está ocupado con una llamada de negocios, entiendo el sentido de la mordaza de bola, pero eso no la hace menos intimidante. Mount deja la caja en el escritorio mientras la conversación sigue con las distintas opiniones de los participantes, y, por lo poco que capto, es mejor no enterarme del tema que están tratando.

Mount levanta primero la mordaza y esos ojos oscuros parecen relampaguear. Extiende la mano derecha y pulsa el botón para desconectar el micrófono.

—¿Has usado una antes?

Niego con la cabeza y sin darme cuenta obedezco su orden de no hablar, pero tampoco es que tenga algo que decir.

Esboza la sonrisa amenazadora que a estas alturas ya sé que aparece cuando está satisfecho y excitado.

—Bien.

Conecta de nuevo el micrófono antes de ponerse de pie para colocarme la mordaza contra los labios como si me estuviera retando para que hablase.

En nuestros enfrentamientos, rara vez me muestro sumisa, pero no sé si me interesa descubrir cuál es el castigo por interrumpir esta conversación con mis protestas. Además, esa explicación tan racional encaja perfectamente con la perversa fascinación que me provoca el objeto.

Una vez que tengo la bola en la boca, me ata la correa en la parte posterior de la cabeza. Ya perdida la capacidad de hablar, mis otros sentidos se expanden y se me endurecen los pezones bajo las finas copas del corsé. Mount acerca una mano y me acaricia uno con el pulgar. Se me escapa un gemido de entre los labios y aprieto los muslos. El piercing hace que me empiece a mojar.

Mount me dice algo sin llegar a hablar y tardo un segundo en comprender lo que es.

«Muy mal».

Me agarra por las caderas y me da media vuelta al tiempo que me presiona la base de la espalda hasta que acabo doblada sobre la mesa. Después, se sienta de nuevo y contesta una pregunta que alguien le hace, pero no le presto atención porque estoy distraída con la imagen tan obscena que debo presentar desde atrás, con el coño y el culo directamente enfrente de su cara.

Aprieto de nuevo los muslos. Quiero dejar de mojarme, pero da igual lo que me haga este hombre. Mi cuerpo siempre se rinde.

Me estremezco cuando mueve una mano, pero me relajo al sentir la caricia de su palma en el culo. Sigue con un dedo la curva de un glúteo hasta llegar a la base. Después cambia de dirección y se acerca a la raja, momento en que mis terminaciones nerviosas cobran vida.

La mano se aleja un instante, y cuando abro los ojos, descubro que ha vuelto a desconectar el micrófono.

Antes de que pueda emitir un sonido, me da un guantazo en la nalga derecha. En esta ocasión no me permite adaptarme al dolor, sino que sigue dándome una y otra vez. No se detiene hasta que ambas nalgas me arden después de cinco guantazos en cada una.

Uno por cada minuto de más que he tardado en llegar. Cierro los ojos con fuerza mientras conecta de nuevo el micrófono y sigue acariciándome de forma perezosa el culo, que en ese momento me arde, al tiempo que retoma la conversación sin perder el hilo.

De alguna manera, no sé por qué, el castigo me excita más y más. Intento alejar la mente de las sensaciones que me recorren y concentrarme en la conversación, pero es inútil. Cierro los ojos sin darme cuenta y me sumo en un estado de sensibilidad aguzada con la mente concentrada tan solo en las caricias de Mount. Me resultan casi relajantes, los lentos movimientos de su mano sobre mi cuerpo y el sonido de su voz mientras encauza la llamada con su autoridad.

Al menos hasta que introduce el pulgar entre mis piernas y se mueve sobre la humedad que se ha acumulado allí.

La mordaza silencia mi gemido, pero la persona que estaba hablando en ese momento guarda silencio.

—¿Alguien tiene alguna objeción?

Mount se apresura a contestar:

—Solo es mi secretaria. No ha seguido ni una sola de mis instrucciones esta mañana.

Los hombres que están al otro lado de la línea se ríen. Seguramente todos sean unos gilipollas arrogantes como el que está torturándome ahora mismo con mi propia humedad, extendiéndola con el dedo índice una y otra vez.

—Túmbala sobre la mesa y demuéstrale quién es el jefe. Eso hacía yo en los viejos tiempos.

Es el italiano el que habla, y aunque me encantaría darle un puñetazo en la cara, estoy demasiado ocupada conteniendo otro gemido.

La tortura de Mount dura tanto que acabo por perder la noción del tiempo. La llamada sigue mientras me penetra con dos dedos, que empieza a mover lentamente hasta que me retuerzo sobre la mesa. En ese momento agradezco la presencia de la mordaza, porque quiero suplicarle que me dé más. En cambio, me aferro al extremo opuesto de la mesa e intento guardar silencio y controlar mis reacciones.

Mount es muy hábil torturándome de esta manera. Sin embargo, cuando me percato de que empieza a extender el flujo alrededor del ano, empiezo a perder el control.

Todavía no estoy acostumbrada. No creo que llegue a acostumbrarme nunca, pero mis terminaciones nerviosas envían señales placenteras a mi cerebro al tiempo que empujo de forma instintiva para rechazar su invasión. En esta ocasión Mount extiende un brazo para desconectar el micrófono antes de presionar un poco más.

—Te he metido los dedos en el coño y ahora te los voy a meter en el culo. ¿Crees que podrás guardar silencio?

No respondo. Obviamente, porque me lo impide la mordaza, pero también porque quiero ponerlo verde por haberme privado del control de mi propio cuerpo.

Mientras yo me concentro para no moverme, Mount saca algo de un cajón que no alcanzo a ver. Tan pronto como siento la fría sensación en el culo, comprendo que es gel lubricante. Lo extiende alrededor del ano y de su dedo, y lo usa para torturarme.

—Empuja. Ayúdame a metértelo. Demuéstrame que lo deseas.

Mount empuja hacia delante y mis caderas se echan hacia atrás por instinto, ayudándolo a superar la barrera de los músculos del ano y arrancándome otro gemido.

Por suerte, el micrófono sigue desconectado.

—Voy a meterte un dedo en el culo mientras hablo con algunos de los hombres más poderosos del mundo, y después voy a meterte ese dilatador y a acariciarte el clítoris con ese piercing que llevas hasta que te mueras por correrte, pero no lo vas a hacer. ¿Sabes por qué?

Niego con la cabeza, deseando poder insultarlo.

—Porque ya va siendo hora de que empieces a pagar esa deuda, y por eso yo me corro primero.

Esas palabras tan arrogantes no me enfurecen. En cambio, me ayudan a decidir que debo robar el máximo placer de la experiencia, sin importar lo que me haga.

¿Por qué va a ser el único que disfrute de esto? Además, no puedo negar que estoy cachonda al verme bocabajo en la mesa mientras él se aprovecha de mí.

¿Cuántas noches me he pasado trabajando en el despacho, deseando que el hombre dominante de mis sueños entrara de repente, arrojara al suelo todos los documentos que tengo sobre la mesa y me inclinara sobre ella para hacer conmigo lo que quisiera?

Más de las que estoy dispuesta a admitir.

Este puede ser el jueguecito de Mount, sí, pero también es mi fantasía hecha realidad.

Cuando presiona de nuevo con el dedo, muevo las caderas hacia atrás, algo que nos sorprende a ambos, porque el movimiento lo ayuda a superar la barrera del músculo. Cuando saca el dedo, froto el piercing contra el borde de la mesa, robando placer de donde puedo.

—No te atrevas a correrte —me advierte Mount antes de meterme el dedo de nuevo con firmeza, tras lo cual adopta una cadencia constante, momento en el que activa de nuevo el micrófono.

¿Que no me corra? No tengo la menor intención de seguir esa orden.

Estoy a punto de llegar al orgasmo por culpa de lo sensible que tengo el clítoris y por los movimientos de su dedo cuando me lo saca.

Vuelvo la cabeza de repente para poder mirarlo.

—Creo que debemos reevaluar nuestros activos y decidir de qué manera los redistribuimos para calcular mejor sus recursos —dice Mount, que usa la mano libre para coger el dilatador—. No podremos conquistarlos hasta que sepamos exactamente el poder que tienen a su disposición.

Aunque las palabras están dirigidas a los hombres que se encuentran al otro lado de la línea, resuenan en mi cabeza.

«No podremos conquistarlos hasta que sepamos exactamente el poder que tienen a su disposición».

Me hago una promesa que juro no romper en esta ocasión: Mount nunca sabrá el poder que ostenta sobre mí. Si alguna vez lo descubriera, no me cabe la menor duda de que lo explotaría más incluso que ahora, mientras me introduce la punta del dilatador en el ano.

El frío metal hace que dé un respingo sobre la mesa y que aspire con fuerza el aire, pero Mount mueve unos papeles para disimular.

—¿Estamos de acuerdo, caballeros?

Los otros expresan su acuerdo mientras Mount me introduce el dilatador del todo, hasta que la base plana me roza la entrada del ano.

—Bien, porque creo que estamos listos para abordar el siguiente tema. Casso, tú eres quien ha propuesto tratarlo en la agenda del día, así que, si no te importa, ilumínanos.

Mount se levanta y abre un cajón del que saca toallitas antibacterianas para limpiarse el dedo que me ha metido en el culo.

El metal que tengo dentro empieza a adaptarse a la temperatura de mi cuerpo, pero es inflexible, igual que lo es el hombre que me lo ha introducido.

En cuanto se limpia, Mount sigue con la conversación, y el diálogo continúa. Llegados a este punto, no sé de qué están hablando. Ya podrían estar discutiendo sobre la clonación de unicornios, que no me enteraría. Mount me agarra las caderas y me gira sobre la mesa después de desconectar el micrófono de nuevo.

—Antes de que esta llamada llegue a su fin, que sepas que te la voy a meter en el culo o en la boca. Hoy me siento benévolo, así que aunque hayas llegado tarde, voy a dejarte decidir. —Mira la hora en el teléfono—. Tienes unos cinco minutos para decidirte.

¿En la boca o en el culo?

Mientras sopeso mis opciones, Mount se inclina y me acaricia el clítoris con la lengua, moviendo el piercing. No ha vuelto a conectar el micrófono, así que levanto las caderas hacia él, intentando frotarme todo lo posible contra su cara para correrme. Mount levanta la cabeza y me da un guantazo en el coño, pero sin rozar el piercing.

—La viciosilla de mi secretaria está intentando frotarse contra mi cara para correrse antes que yo. —Me mira con los ojos entrecerrados—. Eso es lo único que no voy a permitirte hoy. Pienso cobrarme un trocito de la deuda que me pertenece.

Me acaricia el coño con la lengua hasta que alguien le hace una pregunta y activa el micrófono.

—Me parece aceptable. Podemos lograr que funcione.

Es evidente que la llamada está llegando a su fin, lo que significa que ha llegado la hora de que yo elija. Antes juré que no lo besaría y él me hizo atravesar esa línea roja. Le dije que nunca me arrodillaría para hacerle una mamada, pero teniendo en cuenta la alternativa y el hecho de que su polla es más gruesa que el dilatador, sé cuál va a ser mi elección.

Mount está rompiendo mis reglas una a una, y cada vez que lo hace, pierdo una parte de la mujer que siempre he sido, pero gano un trozo de la mujer que nunca supe que podía ser.

Por fin entiendo el motivo de que se llame «intercambio de poder», aunque en el caso de Mount y mío es más acertado llamarlo «lucha de poder».

Él arrebata. Yo lucho.

Él amenaza. Yo me rebelo.

Él provoca. Yo discuto.

Es un ciclo sin fin y, llegados a este punto, mientras su lengua acaricia la entrada de mi cuerpo, no sé si quiero continuarlo hoy.

En cambio, le entierro las manos en el pelo y presiono hacia atrás, pero hay una verdad universal innegable: Mount es más fuerte que yo. Levanta la cabeza y esboza una sonrisa perversa mientras me penetra con dos dedos.

—De acuerdo —dice el japonés.

—De acuerdo —se suma el italiano.

—De acuerdo —añade Mount, aunque me pregunto si sabe exactamente a qué se ha comprometido—. Caballeros, si eso es todo, tengo otro asunto que atender, así que cualquier detalle que debamos añadir se comentará por mensaje de correo electrónico.

Los tres se despiden y Mount por fin corta la llamada. Me saca los dedos del coño y se los chupa.

—¿Qué has decidido? ¿Culo o boca?

Levanto la barbilla para recordarle que no puedo contestarle.

—Puedes señalar. Si voy a metértela por el culo, no hace falta que te quite la mordaza —dice, con el asomo de una sonrisa en los labios.

Gilipollas arrogante. Se lo pasa en grande provocándome. Espera que me rebele, incluso lo desea. Empiezo a reconocer sus trucos, así que algo es algo.

Levanto una mano. Uso el dedo corazón para señalar la mordaza de bola que tengo en la boca.

El deseo se apodera de su expresión.

—Ya era hora, joder.

Suena el teléfono otra vez y lo mira.

—Justo a tiempo para mi siguiente llamada. —Su mirada me atraviesa—. Arrodíllate.

Otra vez con la lucha de poder, pero en esta ocasión decido desestabilizarlo, porque cree que sabe cuál va a ser mi reacción.

Hoy no.

Hoy voy a demostrarle a Mount lo que se siente cuando le arrebatan el férreo control que ejerce sobre su cuerpo.

Espero que no haya planeado prestarle atención a la llamada telefónica, porque no va a enterarse de nada.

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