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NIVEL UNO » 0002

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Mi avatar se materializó frente a mi taquilla, en la segunda planta del instituto, el lugar exacto en el que me encontraba cuando salí la noche anterior.

Miré a un lado y a otro del pasillo. Mi entorno virtual parecía casi real (pero no por completo). El entorno, en el interior de Oasis, se presentaba detalladamente, en tres dimensiones. Si no te detenías a examinarlo con más atención, olvidabas fácilmente que cuanto veías estaba generado por ordenador. Y eso con mi consola Oasis, la que entregaban en la escuela, que era una mierda. Había oído que si accedías a la simulación con un equipo de inmersión de última generación, resultaba prácticamente imposible diferenciar Oasis del mundo real.

Toqué la puerta de la taquilla, que se abrió emitiendo un tenue sonido metálico. La tenía muy poco decorada por dentro: una foto de la princesa Leia posando con una pistola de rayos y otra de los Monty Python con sus disfraces de Los caballeros de la mesa cuadrada. Y la portada de la revista Time en la que aparecía James Halliday. Me incorporé un poco y rocé los libros de texto del estante superior, que se desvanecieron para reaparecer en el inventario de artículos de mi avatar.

Además de aquellos libros de texto, mi avatar contaba apenas con unas pocas pertenencias: una linterna, una espada corta de hierro, un escudo pequeño de bronce y una armadura hecha de tiras de cuero. Ninguno de los artículos tenía poderes mágicos y todos eran de mala calidad, pero eran los únicos que había podido permitirme. En Oasis, los productos costaban lo mismo que las cosas del mundo real (en ocasiones incluso más), además de que no podías usar vales de comida para pagar por ellos. En Oasis, la divisa era el «crédito», que en aquellos tiempos de incertidumbre se había convertido en una de las más estables del mundo, más cotizada que el dólar, la libra, el euro o el yen.

Había un espejo pequeño fijado a la puerta de la taquilla y, en el momento de cerrarla, vi fugazmente el rostro de mi yo virtual. Había diseñado la cara y el cuerpo de mi avatar para que se parecieran más o menos a mí. Su nariz, eso sí, era ligeramente más pequeña y era más alto que yo. Y más delgado. Y más musculado. Y sin acné juvenil. Pero dejando de lado esos detalles sin importancia, resultábamos bastante parecidos. El estricto código de indumentaria de la escuela exigía que todos los avatares adoptaran apariencia humana, que fueran del mismo sexo y edad que el estudiante real a quien encarnaban. Allí no estaban permitidos los unicornios demoníacos hermafroditas bicéfalos. Al menos no dentro de las instalaciones.

Podías bautizar a tu avatar con el nombre que quisieras, siempre que no hubiera otro igual. Es decir, debías escoger un nombre que nadie hubiera escogido antes que tú. El nombre de tu avatar debía figurar también en tu dirección de correo electrónico y en tu identificación para chatear, por lo que lo mejor era que fuera un nombre bonito y fácil de recordar. Se sabía que había famosos que pagaban fortunas por comprar el nombre de avatar que querían ponerse cuando algún ciberokupa lo había reservado antes que ellos.

La primera vez que creé mi cuenta en Oasis, llamé a mi avatar Wade Magno. Nombre que cambiaba unos meses después, generalmente por otro tan ridículo como el anterior. Pero desde hacía cinco años mantenía el mismo. El día que empezó La Cacería, el día que decidí convertirme en gunter, rebauticé a mi avatar con el nombre de Parzival, por el caballero de la leyenda artúrica que había encontrado el Santo Grial. Otras formas más comunes de transcribir el nombre —Perceval y Percival— ya estaban ocupadas por otros usuarios. Yo, de todos modos, prefería Parzival. Me parecía que sonaba mejor.

La gente casi nunca usaba su nombre verdadero online porque el anonimato era una de las grandes ventajas de Oasis. Dentro de la simulación nadie sabía quién eras en realidad, a menos que tú quisieras que se supiera. Gran parte de la popularidad y de la cultura de Oasis giraba en torno a ese hecho. Tu nombre verdadero, tus huellas dactilares y patrones de retina quedaban almacenados en tu cuenta en Oasis, pero Gregarious Simulation Systems mantenía esa información encriptada y confidencial. Ni siquiera los empleados de GSS tenían acceso a la verdadera identidad de un avatar. Cuando Halliday todavía dirigía la empresa, GSS había logrado que prevaleciera el derecho a no desvelar la identidad de los usuarios de Oasis tras un fallo histórico del Tribunal Supremo.

Cuando me apunté al Sistema Escolar Público de Oasis me pidieron que les facilitara mi nombre verdadero, dirección de correo electrónico y número de la Seguridad Social. La información quedó almacenada en mi perfil de estudiante, pero solo el director de mi centro podía acceder a ella. Ni los profesores ni mis compañeros de colegio sabían quién era yo, y yo no sabía quiénes eran ellos.

A los alumnos no se les permitía usar sus nombres de avatar mientras estaban en la escuela. De ese modo se evitaba que los profesores tuvieran que decir cosas ridículas del tipo: «Presta más atención Chulo-Brillantina», o «Pajilla69, ponte de pie y léenos tu comentario sobre el libro». Así pues, los alumnos debían usar sus nombres verdaderos seguidos de un número, para distinguirse de otros con quienes compartieran nombre. Cuando yo me matriculé ya había otros dos alumnos en mi escuela que se llamaban Wade, por lo que a mí me asignaron como identificación «Wade3». Ese nombre flotaba sobre la cabeza de mi avatar cada vez que me encontraba en el recinto escolar.

Sonó el timbre y en un ángulo de mi visor apareció un destello de advertencia que me informaba de que quedaban cuarenta minutos para el inicio del primer segmento de clases. Me volví y avancé por el pasillo, usando una serie de gestos sutiles con la mano para controlar los movimientos y las acciones de mi avatar. Si por lo que fuera tuviera las manos ocupadas, este también respondía a las instrucciones de voz.

Me dirigí al aula donde iba a impartirse la clase de Historia Universal, sonriendo y saludando a los rostros conocidos con los que me cruzaba. Era mi último año; seguro que iba a echar de menos todo aquello cuando me graduara al cabo de unos meses. Dejar la escuela no me hacía especial ilusión. Yo no tenía dinero para ir a la universidad, ni siquiera en Oasis, y con mis notas no iban a concederme ninguna beca. Mi único plan para cuando me graduara era convertirme en gunter a tiempo completo. No me quedaban demasiadas alternativas. Ganar la competición era mi única oportunidad de escapar de mi vida en las torres. A menos que estuviera dispuesto a firmar un contrato de reclutamiento por cinco años con alguna empresa, algo que me apetecía tanto como revolcarme desnudo sobre cristales rotos.

Mientras avanzaba por el pasillo, otros alumnos empezaron a materializarse frente a sus taquillas, en apariciones fantasmagóricas que rápidamente se solidificaban. Las conversaciones animadas de los adolescentes iban inundando el pasillo. De pronto oí que alguien me dedicaba un insulto.

—¡Vaya, vaya! ¡Pero si es Wade3!

Me volví e identifiqué a Todd13, un avatar insoportable que había conocido en mi clase de Álgebra II. Estaba acompañado de algunos amigos.

—¡Menudo modelito llevas, chico listo! —prosiguió—. ¿De dónde lo has sacado?

Mi avatar llevaba una camiseta negra y unos vaqueros azules, una de las tres pieles que podías seleccionar por defecto cuando creabas tu cuenta. Lo mismo que sus amigos Cromañón, Todd13 llevaba puesta una piel cara, de diseño, comprada en algún centro comercial de otro planeta.

—Me lo compró tu madre —le grité sin dejar de andar a buen ritmo—. La próxima vez que pases por casa para que te dé el pecho y recoger tu semanada, dale las gracias de mi parte.

Muy básico, lo sé, pero, virtual o no, aquello era el instituto, y cuanto más básicos eran los insultos, más eficaces resultaban. Mi comentario provocó las risas de algunos de sus amigos y de otros alumnos que se encontraban en las inmediaciones. Todd13 torció el gesto y se puso colorado —un rasgo que no se había molestado en suprimir de su cuenta de emociones en tiempo real, opción que hacía que en los avatares se reflejaran las expresiones faciales y el lenguaje corporal de quienes los manejaban—. Estaba a punto de replicar, pero yo me adelanté, le quité el sonido y no oí lo que me decía.

La posibilidad de quitar el sonido a mis compañeros era una de las cosas que más me gustaba de asistir a clase online y me servía de ella casi a diario. Lo mejor era que ellos se daban cuenta de que les quitabas el sonido, pero no podían hacer absolutamente nada al respecto. En las instalaciones de la escuela nunca había peleas. La simulación no lo permitía. El planeta Ludus en su totalidad era zona de exclusión de Player-versus-Player, o PvP; es decir, que no se permitía el combate de un usuario contra otro. En aquella escuela, las únicas armas eran las palabras, por lo que no tardé en perfeccionar su uso.

Yo había ido a la escuela hasta sexto curso. Y no había sido precisamente una experiencia agradable.

Era un niño muy, muy tímido y raro, con una autoestima bajísima y casi sin aptitudes sociales de ningún tipo, efecto derivado, en parte, de pasar casi toda mi infancia en el interior de Oasis. También era de esa clase de personas que nunca se sienten del todo a gusto en su propia piel. No tenía problemas para conversar con los demás ni para hacer amigos cuando estaba conectado. Pero en el mundo real, interactuar con otros, sobre todo con niños de mi edad, era algo que me ponía muy nervioso. Nunca sabía cómo comportarme, qué decir, y cuando finalmente me armaba de valor y decía algo, siempre resultaba ser lo menos adecuado.

Parte del problema era mi aspecto físico. Pesaba más de la cuenta, y desde que tenía memoria siempre había sido así. Mi desastrosa dieta subvencionada por el Gobierno, rebosante de azúcares y almidones, era un factor añadido, sí, pero también era un adicto a Oasis, por lo que en aquella época mi único ejercicio consistía, por lo general, en correr delante de los gamberros antes y después del colegio. Por si fuera poco, mi ropa, muy limitada, se componía por entero de prendas que no eran de mi talla y que provenían de tiendas de segunda mano y contenedores de instituciones benéficas, algo que, en la sociedad en la que vivía, equivalía a llevar pintada una diana en la frente.

A pesar de ello, me esforzaba todo lo que podía por integrarme. Año tras año escrutaba el comedor como un T-1000 en busca de algún grupito que me aceptara. Pero ni siquiera otros marginados querían saber nada de mí. Era demasiado raro incluso para los raros. ¿Y las chicas? Con las chicas no tenía nada que hacer. Para mí ellas eran como una especie exótica de alienígena, hermosas y aterradoras por igual. Cada vez que me acercaba a alguna de ellas, sentía un sudor frío por el cuerpo y perdía la capacidad de articular frases completas.

Para mí, la escuela había sido un ejercicio de darwinismo. Una ración diaria de ridículo, maltrato y aislamiento. Al empezar sexto ya me preguntaba si no me volvería loco antes de la graduación, para la que todavía faltaban seis largos años.

Pero entonces, un día glorioso, nuestro director anunció que los alumnos con una media mínima de aprobado podían solicitar el traslado al nuevo Sistema de Escuela Pública de Oasis. La verdadera escuela pública, la que controlaba el Gobierno, llevaba decenios convertida en una vía muerta masificada y mal financiada. Con el tiempo, las condiciones de muchas escuelas habían empeorado hasta tal punto que se animaba a cualquier estudiante con un mínimo de inteligencia a que se quedara en su casa y asistiera a clase online.

Salí disparado en dirección a la secretaría de mi colegio para presentar la solicitud. La aceptaron y el siguiente semestre fui trasladado a la Escuela Pública número 1873 de Oasis.

Antes del traslado, mi avatar de Oasis nunca había abandonado Incipio, el planeta situado en el centro de la Zona Uno, donde los avatares eran puestos en el momento de su creación. En Incipio no había gran cosa que hacer, más allá de chatear con otros novatos o comprar en alguno de los gigantescos centros comerciales virtuales que cubrían el planeta. Si querías ir a algún lugar más interesante debías pagar la tarifa de teletransportación, que costaba bastante dinero. Y yo no tenía dinero. De modo que mi avatar estaba siempre varado en Incipio. Bueno, lo estuvo hasta que mi nueva escuela me envió por e-mail un vale de teletransportación que cubría mi desplazamiento hasta Ludus, el planeta donde se situaban todas las escuelas públicas.

Había centenares de campus escolares en Ludus, repartidos uniformemente por su superficie. Las escuelas eran idénticas, porque se copiaba el mismo código de construcción y se «pegaba» allí donde se necesitaba crear un nuevo centro escolar. Y dado que los edificios eran solo pedazos de software, su diseño no se veía condicionado por limitaciones de presupuesto ni por leyes de la física. Cada colegio era un gran Palacio del Aprendizaje, con sus pasillos de mármol pulido, sus aulas como catedrales, sus gimnasios de gravedad cero y bibliotecas con todos los libros escritos en el mundo (siempre que hubieran sido aprobados por la junta escolar).

Ya desde mi primer día en la EPO N.° 1873 me pareció que había muerto y había ido al cielo. Por eso, en lugar de tener que atravesar un pasillo de gamberros y drogadictos cada vez que iba a la escuela, lo que hacía era meterme directamente en mi guarida y quedarme allí todo el día. Lo mejor de todo era que, en Oasis, nadie sabía si era gordo, si tenía acné o si llevaba la misma ropa vieja todas las semanas. Los gamberros no podían lanzarme bolas de papel con saliva, ni tirar de la goma de mis calzoncillos hasta que me llegaban a la cabeza, ni patearme contra el aparcamiento de bicicletas. Allí nadie podía tocarme siquiera. Allí estaba a salvo.

Cuando llegué al aula de Historia Universal ya había varios alumnos sentados en sus pupitres. Sus avatares permanecían inmóviles, con los ojos cerrados. Esa era la manera de indicar que estaban «comunicándose» con otros, bien atendiendo una llamada, bien participando en algún chat. En Oasis se consideraba de mala educación intentar hablar con un avatar que estaba ocupado. Este solía ignorarte y emitía un mensaje automático con el que te mandaba a la mierda.

Me senté a mi escritorio y rocé el icono del dispositivo que activaba el modo «comunica». Los párpados de mi avatar se cerraron, pero aun así seguía viendo lo que me rodeaba. Pulsé otro icono y apareció frente a mí la ventana de un buscador de web en dos dimensiones, suspendido frente a mí. Ventanas como esa solo podía verlas mi avatar, por lo que nadie podía leer por encima de mi hombro (a menos que yo seleccionara expresamente una opción para permitirlo).

Mi página de inicio llevaba directamente a El Vivero, uno de los foros de mensajes para gunters más populares. La interfaz del sitio estaba diseñada para que su aspecto y su funcionamiento recordaran al viejo sistema BBS, anterior a internet (el llamado Bulletin Board System, o Sistema de Tablón de Anuncios), que incluía, durante la secuencia de ingreso, la reproducción del característico chirrido de un módem de 300 baudios. Todo muy guay. Pasé varios minutos revisando los hilos de discusión más recientes, enterándome de las últimas noticias y rumores sobre gunters. Yo era, sobre todo, espectador pasivo, rara vez publicaba algo en los muros, aunque no dejaba pasar un día sin consultarlos. Aquella mañana no encontré nada de mucho interés. Las típicas guerras de mensajes entre clanes. Discusiones abiertas sobre la interpretación «correcta» de algún pasaje críptico del Almanaque de Anorak. Avatares de alto nivel alardeando de cualquier novedad mágica o artefacto que acabaran de obtener. Aquellas chorradas llevaban varios años sin cambiar. A falta de avances reales, la subcultura gunter había ido convirtiéndose en un reducto donde reinaban la chulería, las payasadas y una sucesión de absurdas luchas intestinas. Qué triste.

Mis hilos favoritos eran los dedicados a poner verdes a los sixers. «Sixer» era el apodo peyorativo que recibían los empleados de Innovative Online Industries. IOI (que se pronunciaba «aiouai»), era un conglomerado global de empresas de comunicación, además del mayor suministrador del servicio de internet. Gran parte del negocio de IOI se concentraba en proporcionar acceso a Oasis y en vender bienes y servicios dentro de él. Por eso, IOI había intentado lanzar varias operaciones hostiles de compra de Gregarious Simulation Systems, todas ellas fallidas. Desde hacía un tiempo intentaban hacerse con el control de GSS aprovechándose de un vacío en el testamento de Halliday.

IOI había creado un nuevo departamento en la empresa llamado «División de Ovología». (El término, originalmente, hacía referencia a «la ciencia sobre el estudio de los huevos de ave», pero en los últimos años había adoptado una segunda acepción: la «ciencia» de la búsqueda del Huevo de Pascua de Halliday). La División de Ovología de IOI tenía un solo propósito: ganar la competición de Halliday y hacerse con el control de su fortuna, su empresa y del mismo Oasis.

Como a casi todos los gunters, a mí también me horrorizaba la idea de que IOI controlara Oasis. La maquinaria de su departamento de comunicación había dejado las cosas muy claras: IOI creía que Halliday nunca había sacado todo el partido económico posible a su invento y estaba dispuesto a poner remedio a la situación. Pasarían a cobrar una tarifa mensual para acceder a la simulación. Es decir, que dejaría de ser gratuita, la privacidad y el anonimato de los usuarios desaparecerían, y aparecerían banners publicitarios en todas las superficies visibles. Oasis dejaría de ser la utopía abierta en la que yo me había criado y se convertiría en una distopía controlada por una empresa, en un parque temático costoso solo al alcance de una elite adinerada.

IOI exigía a sus cazadores de huevos, a los que llamaba «ovólogos», que usaran su código de empleado como nombre de su avatar en Oasis. Aquellos códigos se componían de seis dígitos y empezaban por el número seis, por lo que todo el mundo empezó a llamarlos «sixers».

Para convertirte en un sixer debías firmar un contrato en el que se estipulaba, entre otras cosas, que si encontrabas el Huevo de Halliday, el premio pasaba a ser automáticamente propiedad exclusiva de la empresa contratante. A cambio, IOI te proporcionaba una paga quincenal, así como comida, vivienda, seguro médico y plan de jubilación. La empresa también entregaba a tu avatar una armadura de buena calidad, vehículos y armas, además de que cubría todos tus gastos de teletransportación. Unirse a los sixers era algo así como alistarse al ejército.

Los sixers no eran difíciles de identificar, porque todos tenían el mismo aspecto. Les exigían el uso del mismo tipo de avatar: musculoso, blanco, rubio, de ojos azules (independientemente de cuál fuera el sexo de quien lo operaba) y pelo cortado a cepillo; rasgos faciales por defecto en la configuración del sistema. Además, todos llevaban el mismo uniforme azul marino. La única manera de distinguirlos era comprobando el número de seis dígitos que llevaban estampado en la pechera, debajo del logo de IOI.

Como la mayoría de los gunters, yo despreciaba a los sixers, y su mera existencia me asqueaba. Al contratar a un ejército de buscadores del Huevo, a sueldo, IOI pervertía el espíritu de la competición. Aunque, claro, podía argumentarse que todos los gunters que se habían unido a clanes también lo pervertían. Lo cierto era que ya habían aparecido cientos de clanes de gunters, que en algunos casos contaban con miles de miembros, que se unían para encontrar el Huevo. Aquellos clanes operaban sobre la base de contratos férreos según los cuales si un miembro ganaba la competición, estaba obligado a compartir el premio con los demás integrantes del clan. A quienes íbamos por libre, como yo, los clanes no nos entusiasmaban, pero respetábamos a sus integrantes y los considerábamos gunters como nosotros, a diferencia de los sixers, cuya meta consistía en entregar a Oasis a una multinacional maligna decidida a acabar con él.

Mi generación nunca había conocido un mundo sin Oasis. Para nosotros se trataba de mucho más que de un juego o de una plataforma de entretenimiento. Había sido parte integral de nuestras vidas desde que teníamos uso de razón. Habíamos nacido en un mundo desagradable y Oasis constituía nuestro único reducto de felicidad. La idea de que la simulación fuera privatizada y homogeneizada por IOI nos horrorizaba de un modo que a los nacidos antes de su creación les resultaba difícil de comprender. Para nosotros era como si alguien amenazara con quitarnos el sol, o con cobrar una tarifa por elevar la vista al cielo.

Los sixers proporcionaban a los gunters un enemigo común y uno de los pasatiempos preferidos de chats y foros consistía en ponerlos verdes. Los gunters de alto nivel seguían una política estricta: matar (o intentar matar) a todo sixer con el que tropezaran. Existían varias páginas web que hacían el seguimiento de las actividades y el paradero de los sixers, y había gunters que dedicaban más tiempo a cazar sixers que a buscar el Huevo. Los clanes más grandes solían celebrar un concurso anual, llamado «Eightysix the SuxOrz», en el cual el clan que mataba más sixers recibía un premio.

Tras echar un vistazo a otros varios foros de gunters, pulsé el icono de una de mis páginas favoritas, el blog «Misivas de Arty», de una gunter llamada Art3mis. (Pronunciar Artemis). Lo había descubierto hacía unos tres años y desde entonces era uno de sus seguidores incondicionales. Art3mis publicaba unas parrafadas geniales sobre su búsqueda del Huevo de Halliday, que ella llamaba «la caza enloquecida del MacGuffin». Escribía en un tono inteligente y adorable, y sus entradas estaban llenas de ironía hacia sí misma, sentido del humor y comentarios sardónicos. Además de publicar sus (a menudo alocadas) interpretaciones sobre el Almanaque de Anorak, también incluía enlaces a libros, películas, series de televisión y músicas que estudiaba como parte de su investigación sobre Halliday. Yo daba por supuesto que todas aquellas entradas eran pistas falsas destinadas a confundir, pero aun así resultaban de lo más entretenidas.

Creo que no hace falta que diga que estaba perdida y cibernéticamente enamorado de Art3mis.

Ella, a veces, colgaba imágenes de su avatar de pelo negro azabache y yo, a veces (siempre) las guardaba en un archivo de mi disco duro. Era guapa de cara, pero no poseía uno de aquellos rostros perfectos, artificiales. En Oasis te acostumbrabas a que todo el mundo escogiera rostros que, de tan bellos, resultaban algo monstruosos. Pero los rasgos de Art3mis no parecían haber sido seleccionados a partir del menú de opciones de alguna plantilla predeterminada de avatares. Su rostro tenía el aspecto distinguible de una persona real, como si sus verdaderos rasgos hubieran sido escaneados y reproducidos en su avatar. Ojos grandes, pardos, pómulos altos, barbilla puntiaguda y una sonrisa permanente en los labios. Yo la encontraba irresistiblemente atractiva.

El cuerpo de Art3mis también se salía de la norma. En Oasis solo se veían una o dos formas de cuerpo en los avatares femeninos. Un tipo delgado hasta el absurdo, aunque no por ello menos popular, de top-model, o el de estrella porno, de tetas enormes y cintura de avispa (que, en Oasis, se veía incluso menos natural que en el mundo real). Pero Art3mis era bajita y rubensiana. Todo curvas.

Yo sabía que mi amor por Art3mis era a la vez tonto y nada recomendable. ¿Qué sabía de ella? Nunca había revelado su verdadera identidad, claro. Ni su edad, ni el lugar del mundo real donde vivía. No tenía ni idea de cuál sería su aspecto. Podía tener quince años o cincuenta. Muchos gunters dudaban incluso de que fuera mujer; yo no. Seguramente porque no habría soportado la idea de que la chica de la que, virtualmente, estaba enamorado, fuera un tipo de mediana edad llamado Chuck, medio calvo y con cuatro pelos en la nuca. Personalmente, prefería vivir en la ignorancia sobre ese tema.

Desde que había empezado a leer las Misivas de Arty, el suyo se había convertido en uno de los blogs más populares de internet, con varios millones de visitas al día. Y Art3mis era una especie de personaje famoso, al menos dentro de los círculos de gunters. Pero la fama no se le había subido a la cabeza. Sus textos seguían siendo divertidos, se burlaba de sí misma.

Su última entrada se titulaba El blues de John Hughes, y en ella se explayaba sobre las seis películas para adolescentes de John Hughes que más le gustaban, y que ella dividía en dos trilogías: la trilogía de las fantasías de las chicas alocadas (Dieciséis velas, La chica de rosa y Una maravilla con clase), y la trilogía de las fantasías de los chicos alocados (El club de los cinco, La mujer explosiva y Todo en un día).

Cuando estaba a punto de terminar su lectura apareció en mi campo de visión una ventana de mensajes instantáneos. Había uno de mi mejor amigo, Hache. (Está bien, para ser exactos, era mi único amigo, exceptuando a la señora Gilmore).

HACHE: Muy buenos días, amigo.

PARZIVAL: Hola, compadre.

HACHE: ¿En qué andas?

PARZIVAL: Por aquí, navegando un poco. ¿Y tú?

HACHE: Tengo El Sótano online. Ven a jugar un rato antes de clase, tontolaba.

PARZIVAL: Genial. Estoy ahí en un segundo.

Cerré la ventana de mensajes instantáneos y consulté el reloj. Todavía quedaba media hora para el inicio de las clases.

Sonreí, pulsé un icono pequeño situado en un ángulo de mi visualizador y después seleccioné el chat de Hache en mi lista de favoritos.

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